Skip to main content
Blogs de autor

Homenaje a Mario Videla, evangelista de un dios humanista y musical

Por 4 de septiembre de 2023 Sin comentarios

Roberto Herrscher

Era el frío otoño de 1976. Se llamaba Videla. Era flaco. Tenía el pelo corto, negro, prolijo; a lo lejos parecía engominado. Se sentaba con la espalda tiesa. Lucía serio, ensimismado.
Yo tenía 15 años cuando lo vi por primera vez. Iba con el uniforme del colegio, con mi corbata bordó. Se apagaron las luces en la sala y empezó a sonar la música. Su música. La música que me cambió la vida.
Sólo ahora, a 47 años de esa noche, cuando me entero de la noticia de su muerte, cuando vuelvo a escuchar sus discos y sus programas de radio, puedo poner en palabras lo mucho que el organista, clavecinista y director de coros y orquestas salteño Mario Videla me abrió las puertas al mundo del arte y el espíritu en el que sigo viviendo.
Es curioso cómo al crecer vamos construyendo hacia atrás unos antecedentes que se pegan a quienes quisimos ser, a aquellos en los que terminamos convirtiéndonos. Varias veces me han preguntado, a propósito de mis libros sobre periodismo narrativo y crónica y memoria, cuál es la banda sonora de mi adolescencia. Yo suelo decir que en los setenta escuchaba Sui Generis, los Beatles, Pink Floyd, Mercedes Sosa, el flaco Spinetta. Y todo eso es verdad. Me acerca a las experiencias comunes de mi generación. Eran los melenudos como yo con los que tenía que identificarme, con los que quería pertenecer a mi mundo. Pero este Videla de saco y corbata azabache y gestos parcos que ejecutaba música del siglo XVIII me estaba diciendo algo que tardé años en entender.
Ningún arte me conmovió tanto en la vida como ese primer Festival Bach que organizó Mario Videla en el Teatro Colón y sobre todo en el Auditorio de Belgrano, en la esquina de Virrey Loreto y Cabildo. Venían directores extranjeros de gran enjundia, como el alemán Helmuth Rilling, a quien Videla reconocía como su maestro. A lo largo de ese año, con estado de sitio y toque de queda y lo que después reconocería como un miedo vaporoso e indefinido que se extendía sobre la ciudad, yo tomaba trenes y colectivos para escuchar el Oratorio de Navidad y la Misa en sí menor y los Conciertos de Brandemburgo.
El maestro Videla se sentaba al clave, o dirigía el coro de niños, o recorría los pasillos preguntando a los adultos qué les había parecido. Yo lo veía como un predicador de Johann Sebastian Bach.
Ahora entiendo que parte de mi ensimismamiento, mi encerrarme en mi cuarto con los discos de Bach que compraba mi papá, con las interpretaciones del adusto Karl Richter y la Orquesta y Coro Bach de Munich era también una forma de escaparme de mi país, de las calles desiertas, de ese país-jardín-de-infantes que describió valientemente María Elena Walsh en un artículo en Clarín en 1979. Sí, escuchaba rock y folklore con mis amigos, pero en mi pieza y en mi espíritu, el que me hablaba era Bach. Era su dios melodioso, matemático, de infinitas combinaciones armónicas bajo reglas inflexibles, el que me hablaba.
En 1977 Mario Videla y sus Festivales Musicales nos presentaron obras del otro gran genio del barroco: Georg Friedrich Haendel. En el 78, por debajo de los bombos y matracas del Mundial, descubrí las bellezas de Claudio Monteverdi y Antonio Vivaldi. Vino la orquesta de cámara italiana I Musici. Yo iba a sus conferencias de prensa y conciertos como si fueran las presentaciones de un adorado equipo de futbol. Eran mis ídolos.
Una noche, desde mi butaca en el último piso, el gallinero, del Teatro Colón, en el coro inicial de La Pasión según San Mateo de Bach, con las dos orquestas, los dos coros, el director y los solistas en el escenario, de pronto irrumpió desde otro lado, desde arriba, envolvente, el canto blanco del coro de niños. Estaban a un costado del gallinero, acompañados y dirigidos por Mario Videla sentando frente a un órgano de cámara. Por inesperada, la experiencia fue lo más cercano a la voz de un dios benigno para un ateo como yo.
Las dos pasiones de Bach terminan con la muerte del mesías. En la de San Mateo, los cuatro solistas le dan las buenas noches, y en su deseo de descanso está el agradecimiento por las lecciones de bondad y humanidad, sus palabras, no sus milagros ni su suplicio, que es lo que un creador emotivamente racional como Bach valoraba. No hace falta que resucite a los tres días: en las obras del Kantor de Eisenach, el dios hecho hombre resucita en el alma de su grey, y en la de su artista fiel.
Desde mi incómodo asiento de madera del Colón o en el más mullido de felpa en el Auditorio de Belgrano, recibí del grupo comandado por Videla estas lecciones de amor al distinto, al rival, al caído, al otro.
En 1979 irrumpió en los Festivales la música del siglo XX: Videla convocó a los mayores genios de la música inglesa. Por un lado, Henry Purcell, cuyas obras barrocas para coro a capella me conmovieron profundamente. Y en el espectro opuesto, el compositor contemporáneo Benjamin Britten, quien había muerto solo tres años antes.
Yo ya tenía 17 años. Seguía entrando al Colón con el uniforme escolar, que era el único saco y corbata que tenía. Ya leía a Cortázar, a García Márquez, ya percibía que había un mundo de libertades tras los barrotes de la dictadura militar y cultural que nos mantenía fuera del orbe civilizado. Esas funciones de música clásica que con ambición y amor nos traía este Videla eran otra cara del mundo opresivo que me rodeaba.
No lo entendía en ese momento, pero ahora veo que los festivales donde compartían canapés y champán los ganadores de la dictadura eran para mí un callado acto de rebeldía.
Ese año 79 el Festival Purcell-Britten presentó el Requiem de Guerra que Britten compuso en memoria de un amigo querido que había muerto peleando en la Segunda Guerra Mundial. La partitura profunda, ácida, delicada, fastuosa, en el límite de la tonalidad y la mirada vuelta al canto gregoriano, combinaba la misa de difuntos con poemas del mártir de la Primera Guerra Mundial Wilfred Owen.
“Yo soy el enemigo que mataste, amigo mío”, recitaba el barítono. El pacifismo desde el arte me invadió para siempre; en el tren nocturno que salía de Retiro me aprendí de memoria ese poema transformado en dúo, en el que un soldado se encuentra en sueños con el enemigo al que mató y éste le cuenta los anhelos de vida que nunca podrá cumplir. Faltaban tres años para que me mandaran a pelear a la guerra de las Malvinas.
En las décadas siguientes seguí el rastro de la música de Bach por el mundo. En Nueva York, en Barcelona, en Berlín, donde estudié y viví, esta fue mi religión: una fe de músicos y elevación artística, no de sacerdotes ni de dogmas. Grandes directores como John Eliot Gardiner, Jordi Savall, Ton Koopman y Philippe Herrweghe fueron mis oficiantes.
En mis visitas a Buenos Aires, a veces buscaba un sábado libre para ir a los conciertos que el maestro Mario Videla seguía dando con su Academia Bach, que fundó en 1983. Acometió la ingente tarea de tocar todas las cantatas del genio en los días que la liturgia marcaba, y sostuvo durante décadas un programa semanal en Radio Nacional con la obra bachiana. Lo vi por última vez hace unos diez años. Ya tenía el pelo blanco (pero siempre peinado con rigor y esmero), y en vez de esos trajes con corbata fina, apareció con una camisa negra sin cuello, como el anciano oficiante de un culto de bondad y gozo espiritual. Los dos habíamos cambiado.
En sus más de 50 años de música tocó y grabó por primera vez la música para teclado del maestro del barroco latinoamericano Domenico Zipoli, formó a varias generaciones de músicos jóvenes en los conservatorios Nacional y Municipal, y dejó grabaciones para la posteridad, como el Pequeño libro de clave que escribió Bach para su esposa Anna Magdalena, y los conciertos para tres y cuatro claves del Maestro, donde toca con su mentor Helmuth Rilling.
En 2014 tuvo que terminar con los Festivales Musicales. Los mecenas y la publicidad ya no acompañaban este emprendimiento, que parecía tan lejos de los sones de estos tiempos y de las aspiraciones de ocio nocturno de las nuevas generaciones. Pero nunca dejó de hacer, pensar, soñar, difundir la música de una época en la que todo parecía poéticamente ordenado. Bach era un mundo como el que este debiera ser, y su profeta y evangelista Videla nos lo hizo vivo día tras día desde los años setenta.
Mario Videla había nacido en Salta en 1939, y murió el 16 de julio de 2023 en Buenos Aires. A él le debo mi amor por Bach y por la música como alimento y medicina para el alma en tiempos oscuros como este.

Publicado en Ideas del diario La Nación el 2 de septiembre de 2023

profile avatar

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

Obras asociadas
Close Menu