Félix de Azúa
La prosa de Foucault era, en aquellos tiempos, transparente, inmediata magistralmente disciplinada por los clásicos y enemiga de toda la oscuridad
Los limbos de agosto y su irremediable neblina son el momento propicio para regresar a los años extinguidos en busca de un sentido ya borrado. Me ha pasado a mí con Michel Foucault, profesor que tuve en París allá por los primeros setenta del siglo XX y a quien llegué a detestar cuando se puso del lado de los ayatolás iraníes y negó la existencia del sida, imputándolo a una conspiración de la CIA para acabar con los homosexuales.
Ese era el tercer Foucault, obsesionado con la vida sexual de occidente y jefe de filas de las más disparatadas causas progresistas, seguramente empujado por una fama que no supo controlar. Pero hubo un segundo Foucault, como el que redactó un ensayo titulado Le discours philosophique, seguramente el guion de las clases que impartiría en Túnez en 1966. Es una muy buena introducción a Les mots et les choses, casi coetáneo, y una excelente preparación para su “arqueología del saber”. Con esa devoción de los franceses hacia sus intelectuales, acaba de resucitarlo Gallimard.
Trae bastantes sorpresas. La primera y principal es que se puede reconstruir a un maestro cuya juventud (en realidad madurez porque ya tenía 40 años) nos devuelve a nuestra propia vida previa a Mayo del 68. El ensayo es un buen ejemplo del segundo Foucault y sin duda sigue mereciendo el estudio. Se entiende que en sus cursos de los años setenta tuviera una audiencia masiva con salas desbordadas por cientos de estudiantes que tomaban notas con disciplina y severidad conventuales.
El ensayo es una genealogía de la filosofía. En especial a partir del capítulo VI, cuando comienza a definir la modernidad a partir de Cervantes, Galileo y Descartes, tres discursos, literario, científico y filosófico, que son uno y el mismo.
Porque, y esto es esencial, se trata del Foucault fascinado por la filosofía del lenguaje y que todo lo expone a partir de le discours. Si uno corrige levemente ese contexto, lo que subraya de la modernidad, a partir de Descartes y hasta Nietzsche, es del mayor interés.
Ciertamente, no estaba aún bien definido qué fuera ese “discurso”, aunque ya en este ensayo se aprecia que no es otra cosa que la forma de una nueva ontología en la que los viejos objetos metafísicos (Dios, alma, mundo) se integran en su propia exposición, de manera que ya no son externos al humano, sino que aparecen como la pura necesidad de un nuevo modo de representar el sujeto, el instante y el lugar.
Lo más importante de ese “discurso” es que los viejos entes trascendentales, derribados de su altura y eternidad por Kant, pasan a ser históricos y por lo tanto es indiferente si existen o no existen porque van a comenzar su evolución. Perdonen si les parece un poco oscuro lo que voy diciendo, pero es culpa mía. Lo cierto es que la prosa de Foucault era, en aquellos tiempos, transparente, inmediata, magistralmente disciplinada por los clásicos y enemiga de toda la oscuridad que tanto daño ha hecho a alguno de sus amigos a cuyo talento sólo se llega tras una fatigosa excavación del sentido oculto en una prosa borrascosa.
Bendita sea, por tanto, la desaparición de las actualidades durante el verano porque nos permite recuperar algunos momentos genitivos de una juventud olvidada, esforzada y luminosa que ha desaparecido.