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El juego de las ausencias de Aurelio San Pedro

Por 4 de septiembre de 2023 Sin comentarios

'No pudieron verse', obra de Aurelio San Pedro

Sònia Hernández

La geomancia es una antigua arte adivinatoria a partir de figuras, marcas, puntos o señales encontradas en el suelo. La geomática es un término perteneciente a la ingeniería, de aparición mucho más reciente, que designa un conjunto de ciencias para la captura, tratamiento y análisis de la información topográfica. Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) es geomático, pero hay quien –sin saber el acierto que contiene el error– lo ha calificado como geomántico.

Con frecuencia, en malentendidos como este, en letras situadas en un lugar incorrecto, en palabras que quieren adquirir significados que no les corresponden, se altera el discurso que debería darnos todas las claves para entenderlo todo. Así, la aparición de la realidad es erróneamente polisémica. En la obra de Aurelio San Pedro, con los silencios sucede algo similar y las pequeñas ausencias producen un gran impacto y sirven para estructurar su territorio simbólico. De la ausencia y lo incompleto aparece una nueva composición depositaria de una multitud de significados casi incontrolable. En el espacio imaginativo sugerido por el artista, somos conscientes de lo que no está porque él ha recogido los rastros necesarios para llevar a cabo su acto de geomancia e inducirnos con él a la adivinación.

No quiere perderse ninguna etapa de un juego del que espera controlar las reglas y los movimientos y, a la vez, que le sorprenda, conjurando el caos mediante pequeños trucos robados de la ciencia o de disciplinas más empíricas. Parte de un objeto encontrado, al que somete a un minucioso proceso de descomposición con el paradójico propósito de dotarlo de una nueva vida liberándolo, aunque no del todo, de la muerte en la que aparentemente yacía. Pero ni la muerte es nunca definitiva ni tampoco lo es la resurrección o la transustanciación. No se muere nunca del todo, como tampoco la vida puede estar exenta de la muerte.

Los objetos encontrados con los que trabaja Aurelio San Pedro son, básicamente, libros. Él los considera una analogía de los recuerdos, de la memoria. Confiesa sus problemas con el retrato del artista adolescente de James Joyce para dejar constancia de que nunca fue un gran lector, aunque recuerda haber leído fascinado a Sigmund Freud y, especialmente, a Gaston Bachelard y su Poética del espacio. Por tanto, la simbología que contiene el objeto libro para San Pedro no es el de quien observa su biblioteca para (re)leer lo que experimentó ante las páginas y los volúmenes que edificaron su territorio imaginativo y emocional. La suya es la mirada del geomántico, que convierte los volúmenes viejos que ya nadie lee en un conjunto de signos que quiere interpretar. Su obra no es la representación de una figura o un mensaje, sino la de un código, lo cual no significa en absoluto que sólo le corresponda una única interpretación.

La obra Fue olvidando lentamente es un claro ejemplo de la importancia de las ausencias y de lo que va desapareciendo. En la siempre decisiva estructura, tan importantes son los vacíos como los fragmentos de libros alineados, cuya disposición a modo de renglones o partituras nos impone un ritmo de lectura. Un ritmo conseguido con la combinación de palabras –recordemos que ellas componen los libros– y los silencios, el color tan tenue y sutil como todos los elementos que componen las obras elaboradas con libros.

El geomántico juega con las ausencias, las músicas y los colores, pero es consciente de que su don le exige una cierta responsabilidad, a la que se somete mediante el equilibrio. Aquí el geomático se encarga de configurar un territorio estable. En su orden se contiene el caos que a veces puede ser la memoria, la mezcla de los tiempos que configuran el presente. La música del equilibrio inicia la narración: la puerta de acceso para quien se atreve al arriesgado ejercicio de recordar. El experto en topografía parte del territorio que conoce para ofrecer un escenario anímico casi abstracto. En los dibujos a lápiz de paisajes de grandes dimensiones ofrece un retrato de la naturaleza con una representación que resulta más emocional que figurativa.

La muerte de una amiga en 2012 colocó al artista ante la certeza de la pérdida y de la llegada de ese momento vital en que empieza a sucederse inexorablemente. Poco después, unas fotografías de Diane Arbus le sirvieron para iniciar un diálogo con la representación de la figura de los que ya no están y la ausencia que reclama una representación propia. Desde entonces, no ha abandonado ese juego. Ya sabemos que el juego no es siempre infantil ni divertido, aunque básicamente busque entretenernos. En el de Aurelio San Pedro hay algo de terapéutico o, como mínimo, de autoanálisis. Quería ser artista desde la infancia, pero, aunque su padre también era aficionado al dibujo y le llevaba a visitar el Prado y otros museos desde que tenía tres años, su familia le exigió que se dedicara a una profesión más seria. Se hizo ingeniero topógrafo o geomático y se especializó en tecnologías 3D, en las que parece haber encontrado la combinación adecuada de entretenimiento, conocimiento y concreción. Asegura que sería mucho más fácil “ser una sola persona, con unos intereses más concretos”, como si no acabara de asimilar bien su propia curiosidad. Ésta y su afán de experimentación le han llevado a probar con pintura de inspiración urbana y grafitera, retratos más convencionales, tallas en materiales muy diversos y dibujo en gran formato. Formado también en la escuela Massana y admirador de artistas como el escultor Antoni Marquès, con quien ha trabajado en su taller, necesita cambiar y probar las capacidades expresivas de los diferentes lenguajes, pero para acabar reconociendo que se dedica –por lo menos ahora– al dibujo de paisajes y a los libros. Después de haber jugado un buen rato, disfruta del momento de la observación y el análisis del camino recorrido para verse mejor. Todo ese bagaje no se queda ahí. En mitad del camino, cuando todo pasa, la palabra o el recuerdo recurrente vuelven para ser reelaborados en cada aparición, de un modo similar a como las páginas de libros antiguos se convierten en rollos de papel minúsculo, bobinas de palabras que encierran lo que sabemos, lo que imaginamos y lo que puede ser todavía y siempre.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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