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En la Jacetania (3)

Llegó el día. Ha amanecido sin nubes y Oroel parece desperezarse ante los visitantes de primera hora. Hay brisa. Es relevante que la haya porque sin corrientes las grandes aves no pueden emprender el vuelo, o lo hacen con mucha dificultad y en consecuencia no se arriesgan a bajar.

Pasamos por Rabal para recoger lo que Paco Ferrer Lerín llama “la carroñá”. Llevamos cuarenta kilos de entrevivos y livianos muy frescos y apetecibles, y también una buena parte de hueso. Subimos por la carretera vieja de Zaragoza hasta cruzar la media altura del Oroel. Vamos sorteando corredores de mediana edad a los que el deporte está matando aceleradamente, niños con bicicletas, niños con patines y últimamente niños con unos esquíes provistos de ruedas que son los más peligrosos, por lo tonto del juego.

Los niños se han multiplicado como conejos. En toda esta zona hay en la actualidad muchos más niños que adultos, lo que va creando una atmósfera “oriente medio” de lo más interesante. Incapaces de estarse quietos, angustiados por una vida que se les presenta amenazante y agresiva con tanta competencia de su misma edad, los niños están en varios lugares a la vez moviéndose a toda velocidad y parecen incluso más de los que ya son.

Extendemos la carroña en el patio de un antiguo polvorín totalmente destruido. Sólo queda un muñón de piedra que nos servirá de punto de referencia para los prismáticos. La superficie queda cubierta por una alfombra de sonrosados despojos, páncreas, jirones de carne, casquería, bellas miserias salpicadas por la blancura de los huesos.

Nos retiramos a una umbría, lo que aquí llaman “un paco”, que cae justo frontera de la carroña, a unos cien metros. Cubiertos por la maleza y tendidos entre las zarzamoras nos sentimos como maquis del siglo pasado, armados con escopetas de caza y carabinas oxidadas, un volumen muy trabajado de Bakunin en el bolsillo, a la espera de la presa.

Pasan los minutos. Al cabo de un cuarto de hora atisbamos unas aves recortadas contra el cielo, pero de inmediato Paco las descarta, son milanos. Lo importante, lo que en verdad nos dará la señal de peligro, son los cuervos. El corbacho, el ave jorobada, la de mayor entendimiento entre todas las aves, es el piloto de las grandes carroñeras.

A los veinte minutos cunde el desánimo. Hoy no van a bajar. Hay demasiado deportista en la carretera, mucho excursionista por el hayedo, los animales estarán, quizás, hacia la parte de Francia, quién sabe. Ya nos hemos sobresaltado un par de veces con unas ratoneras, falsas esperanzas.

A los veintisiete minutos, Paco da un salto, ha oído un cuervo, dos cuervos aparecen por la izquierda, giran a cierta altura, ya han visto la carroña, ahora tienen que explorar la zona, vuelan sobre nuestras cabezas, nos estudian, se acercan al muñón de piedra, dan dos pases rasantes y se posan en un arbolillo. Paco nos advierte de que ahora todo va a ser rapidísimo, andad con ojo. Uno de los cuervos ya ha bajado. El segundo le sigue. El primer cuervo levanta el vuelo con un pingajo en el pico. Y entonces todo sucede a gran velocidad.

Sin que sepamos de dónde ha salido, como por magia, cubre el cielo hasta ahora azul celeste una nube espesa. Se oculta el sol. Eva mira hacia la nube con sus prismáticos y dice las palabras deseadas: “¡Son ellos!”. Paco asiente y ordena silencio. “¡El ruido, el ruido!”, nos dice en un susurro y señalando hacia arriba.

En efecto, de pronto parece como si se hubiera desatado un viento violento, pero no es un viento lo que suena sino el aire que pasa a través de las alas de los buitres, los cuales están cayendo en picado sobre la carroña, cuarenta, cincuenta buitres llegados de la nada, animales de casi cuatro metros de envergadura, lanzados con las alas plegadas, como stukas, a una velocidad inconcebible, pasan sobre nuestras cabezas atronando el aire. Estamos sobrecogidos, entusiasmados, nos arrancamos los prismáticos unos a otros.

En apenas un minuto, la explanada se ha cubierto de buitres, el suelo ha desaparecido bajo la espesísima reunión de carroñeros. Comienza la pelea de los más violentos (son los más hambrientos) por apoderarse de alguna piltrafa. Hay un tumulto de alas que se abren y cierran, de cuellos curvos, de picos ganchudos que se alzan y se hunden. Mientras tanto siguen llegando buitres, aunque ya no descienden. Sólo de vez en cuando alguno, desesperado, saca las patas como el tren de aterrizaje de las aeronaves y desciende hecho una bomba.

Los cuarenta kilos han desaparecido en pocos minutos. De nada habría servido traer cien kilos. Según Paco, cuanto mayor es el amontonamiento de despojos, tanto mayor es el número de buitres que acude. Hay un indudable e incomprensible cálculo entre estos animales que determina el número de ejemplares que acudirá al cebo sin necesidad de comunicar entre sí.

Paulatinamente los buitres de color leonado van emprendiendo el vuelo con ese lento y poderoso batir de alas que aprovecha el impulso del aire caliente, de las corrientes térmicas. Paco nos advierte de que está por llegar el alimoche. Este precioso animal no forma parte ni de la familia de los buitres ni de las águilas, es un sujeto solitario. No es ni carroñero, ni rapaz, sino coprófago. Por su singularidad, era sagrado en Egipto donde se decía que arrojaba desde el aire a las tortugas que cazaba para partirles la concha.

Y allí aparece, algo más pequeño, pero, sobre todo, de un color blanco resplandeciente, como una gran gaviota, el alimoche. Es el aviso de que ya ha concluido la carroñá. Sólo quedaría por ver al quebrantahuesos, otra divinidad del aire que se alimenta de los huesos que han dejado mondos los carroñeros, pero que cada vez es más infrecuente.

Regresamos a las piedras, a las rocas, a las peñas, a las cuevas, a las grutas, a las cavernas, a las entrañas terrestres. Se acabó el viaje telúrico. El buitre me parece algo así como la entraña misma del aire.

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23 de agosto de 2006
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BANDA ANCHA

El vulgo dice: "Todas las comparaciones son odiosas". Y, consecuentemente, muy probables causas de enemistad. Por el contrario, el sabio dice: "La comparación es el instrumento ineludible de la comprensión". Y el fuste de la información, el bisel de la distinción, el licor de la comunicación, la banda ancha de la amistosidad.

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23 de agosto de 2006
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Ficciones en simultáneo

Pocos días atrás, comentando mi texto sobre la bondad de las series televisivas, Serpiente Suya hablaba de un fenómeno novedoso: el de la simultaneidad de los relatos. El desarrollo tecnológico, aunado con el éxito de las empresas trasnacionales, hace que millones de seres humanos veamos y leamos los mismos relatos prácticamente al mismo tiempo. “A veces pienso cómo será la generación mundial de niños que han sido lectores del primer Harry Potter”, decía Serpiente Suya. “Nunca ha habido tantos niños leyendo a la vez en el mundo el mismo libro… igual que nunca ha habido tanta gente viendo las mismas series, es decir compartiendo las mismas historias, las mismas ficciones, las mismas mitologías”.

Para uno, que además de público y lector de ficciones también las crea, este panorama genera entusiasmo: ¿quién no fantasea con que uno de sus libros o de sus películas dé la vuelta al mundo? (Aunque en esta región del planeta estamos un poco fregados, por el simple hecho de hablar en español. Si nos expresásemos en inglés tendríamos más posibilidades. Hemos sido tan tontos, dejando que nos fragmentasen y aislasen entre nosotros, que hasta el hecho de que nuestros libros y películas recorran la totalidad de Hispanoamérica suena a quimera. Les juro, ¡más de una vez coqueteé con la idea de hacer la gran Conrad y empezar a escribir en inglés!). 

Aun así, la idea de gozar en simultáneo de las ficciones que nos gustan resulta positiva; le sugiere a uno la idea de comunidad, saber que el simple hecho de haber disfrutado de, por ejemplo, la serie Lost (dicho sea de paso, ayer vi el capítulo final de la segunda temporada: ¡cómo pueden dejarnos en semejantes ascuas hasta el 2007!). facilitaría que nos entendiésemos con un japonés y con un ruso aunque más no fuese por señas; el relato común nos convertiría en familiares, porque pasaría a ocupar el sitial del lenguaje común. Este hecho me lleva a soñar con algo todavía más ambicioso: me pregunto si la difusión de determinadas obras –algunas ya existentes, otras nuevas- no ayudaría a la popularización de valores que han caído en baja o bien nunca han ocupado el lugar que les correspondería en el mundo de hoy: por ejemplo la solidaridad, o la preservación del planeta que todavía tenemos debajo de los pies.

Digo esto, porque a diferencia de Serpiente Suya creo que en este mundo los relatos más difundidos no son los de Harry Potter ni los de las series que tanto nos gustan, sino los que conciernen al orden político mundial, inseparable de la política del miedo. El relato que compartimos en simultáneo latinoamericanos, asiáticos y africanos es el de la supremacía de los Estados Unidos –que no por nada son la principal fábrica de ficciones del orbe, gracias a Hollywood, la TV y el mecanismo difusor de best-sellers. Todos estamos convencidos de que las cosas son así, no en vano nos machachan a diario con la idea de que cualquier modificación del statu quo sería desastrosa porque nos arrojaría en manos de la barbarie fundamentalista. (Como si los que manejan el poder hoy en E.E. U.U. no fuesen fundamentalistas a su vez.) Por eso toleramos el estado de cosas como natural, y lidiamos con nuestras obras artísticas como expresiones minoritarias y por ende marginales, y el hecho de saber más de Cruise que de Bardem y de Grisham que de Saramago nos parece neutro, una cosa más, cuando debería llenarnos de vergüenza.

Por fortuna el Relato Único está mostrando sus rajaduras. Aquí, allá y en todas partes (lo cual incluye a Estados Unidos, por supuesto), la gente percibe que lo que se cuenta no es verdad y que lo que se defiende no es lo que se arguye, porque no se protege la democracia con métodos fascistas, ni se impone la libertad mediante la violencia. En todo caso el cuento que hoy compartimos es uno más viejo, el de las ropas nuevas del emperador, a quien todos percibimos desnudo. Mientras tanto confío en que también compartamos la sensación de que es preciso generar nuevos relatos, historias que nos emocionen en simultáneo, y que nos convenzan de que el otro es en principio alguien a quien tengo la obligación de conocer, y no alguien a quien reprimir, sojuzgar o eliminar tan sólo porque lo intuyo distinto o lo imagino como competidor. Si yo fuese político trabajaría directamente sobre el tema. Como soy tan sólo un escritor, mi única esperanza es la de crear ficciones tan poderosas que persuadan a mucha, mucha gente de que no hay instinto más humano que el de la solidaridad, porque compartimos un planeta que es una nave sin repuestos y en esa nave nos salvamos todos o no se salva nadie.

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23 de agosto de 2006
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EL OBJETO PERDIDO

De continuo vivimos con el sobreentendido de que los objetos no cuentan con una vida propia. Poseerían tan sólo la vida derivable de nuestro afecto o nuestra protección, surgida del nombre, la entidad o la profundidad que les concedamos.

Basta, sin embargo, que alguna de esas pertenencias supuestamente inanimadas se extravíe y siga rebelde a nuestra insistente búsqueda para que en la ansiedad por encontrarlas vislumbremos su yo particular y una clase de rebelión  que inesperadamente viene a  poner las cosas en su sitio. El verdadero sitio de las cosas, su independencia real ante nostros, queda rotundamente patente cuando pierden su sitio.

De este modo, demuestran que, al contrario de lo que imaginábamos,  no nos pertenecen por completo y en ese grado de holgura que se reservan, se hospeda todo un mundo. El mundo justamente que nos separa de ellas y las convierte tanto en seres ajenos como seres vivos.

Las cosas se extravían, desaparecen de nuestro control en algún momento imprevisto, se evaden de los lugares que les destinamos tal como si necesitaran iresistiblemente y en la hartura de su sumisión pasar de objetos a sujetos. Sujetos que paradójicamente se desatan de nuestra voluntad y eligen seguir su arbitrio. Objetos que, convertidos en sujetos, se pierden de nuestra vista y no podemos hallarlos en ninguna parte a pesar de la reiteración y vehemencia de nuestros esfuerzos, tal como fieros esclavos que han saltado las cercas de nuestra propiedad y corren erráticos tras su propio y desconocido destino.

Nosotros acentúamos los esfuerzos para encontrarlos mientras ellos buscan por parajes inéditos su identidad exclusiva. ¿Su identidad perdida? ¿Gozaban acaso antes de ser de nuestra propiedad de una condición primitiva y fueron mutilados para hacerlos dóciles y someterlos a nuestro haz de posesiones? ¿Se trataba, en el principio, de seres con su espacio diferente y fueron extraídos de él para procurarnos forzosa complacencia?

En cada pérdida de un objeto querido la melancolía de su desaparición se compone, al menos, de dos naturalezas diferentes; una es el desolador vacío de su ausencia; la otra es la elocuencia de su doloroso desasimiento. El dolor tiende a confundirlo todo pero si prestamos una atención suplementaria enseguida conseguimos distinguir de una parte la pena y de otra la indignación. De un lado el dolor por no poder saber su paradero y, de otro, la irritación por su secreta decisión de abandonarnos. El objeto se ha perdido pero ¿cómo asegurar que no se ha fugado? Sufrimos por  lo que llamamos su desaparición pero todavía más por su enmascarada desafección que ahora se revela con la cruel intensidad de su desvanecimiento.

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22 de agosto de 2006
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TERNERA Y ZP

Lo que leo por la mañana en el sitio del periódico británico The Guardian reduce el alcance del cabezazo de Zidane a un gesto sin importancia. Una discrepancia en el partido de críquet Inglaterra-Pakistán provocó nada menos que la cancelación de un partido “test-match” el domingo pasado, cuando los jugadores asiáticos se negaron a volver a la cancha después de tomar el té. No sé si hay que echarles la culpa pero lo cierto es que al final la pelea estaba entre todos los jugadores, de ambos equipos, y los árbitros. La noticia es histórica: nunca había ocurrido tal fracaso en 130 años de partidos internacionales.

Qué extraño leer algo sobre un conflicto sin solución cuando me pasé el fin de semana hojeando otra vez la biografía Josu Ternera, una vida en ETA, de Florencio Domínguez (La esfera de los libros). Se comenta mucho la postura del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, frente al último comunicado de ETA y de pronto intento recordar quién es José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, el líder de ETA. Florencio Domínguez dice que “uno de los factores que parece haber sido determinante en la decisión del presidente de entrar en este proceso es el hecho de saber que quien estaba ofreciendo garantías por parte de ETA era José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, Josu Ternera, quien tiene a sus espaldas nada menos que treinta y ocho años de militancia en la organización terrorista”. Ternera es uno de los líderes que encontró Joseph Lluis Carod-Rovira, entonces número dos de la Generalitat de Cataluña, en su viaje irresponsable a Perpiñán.

Francamente, la biografía no es biografía pues la vida de Ternera no es una vida sino una militancia a lo largo de una huida. Clandestinidad a los 20 años, exilio a los 21, primera detención a los 22. Una existencia donde no se tiene ni nombre ni domicilio, con años de cárcel por supuesto, y la visión ciega de los que no conocen una vida abierta. Lo único que tiene Ternera como rasgo propio en su biografía es su talento y afición por la cocina… carcelaria.

Ya escribí que lo más difícil en un proceso de paz (País vasco, Irlanda, Colombia, etc.) es la jubilación en un mundo normal de personas que no saben lo que es una vida normal. Según Florencio Domínguez, el autor de lo que es una cuidadosa recopilación de informes de la policía y de actos de tribunales mezclados con unos recortes de prensa, “Josu Ternera siempre fue la representación de la ortodoxia marcada por la radicalidad en la reivindicación política, la defensa del empleo de las armas para conseguir sus objetivos y el acatamiento de la disciplina interna”. Hay que pensar en este hombre por una parte, y en ZP por otra, para entender cuán largo y difícil es lo que apenas comienza.

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22 de agosto de 2006
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En la Jacetania (2)

Si vivir en el fuerte de Rapitán es hundirse en la experiencia subterránea, telúrica, de los Nibelungos y otras criaturas de la escondida roca maternal, la visita de San Juan de la Peña es acudir al altar de Parsifal para introducirse en la boca misma de la Tierra.

La peña que le da nombre es una lengua rojiza que se desprende del monte y forma un voladizo bajo el que cabría un portaviones. Lo sorprendente es el color, más sanguíneo que arcilloso, aunque varía con las horas del día y puede llegar a sugerir un cortinaje carmesí mineralizado, a punto de caer sobre la entrada del monasterio viejo. Es, en todo caso, el paladar gigante que protege la boca de una cueva sagrada.

La materia de la que está hecha la peña es un conglomerado oligoceno, formado por cantos rodados y un cemento calcáreo que los expertos llaman “pudinga”. Los cantos, del tamaño de un balón de rugby, llamados “bolos”, se desprenden con facilidad y durante siglos han matado a los peregrinos y frailes del monasterio, con lo que el número de almas salvadas ha sido grande pues nadie ha podido mantenerse en este lugar temible por mucho rato sin confesar y encomendarse al Más Allá con temor y temblor.

Los turistas, claro, son escasamente medievales y muchos de ellos no aceptarían ser llevados a la fuerza hasta el Cielo. Eso sin considerar que en una notable cantidad, los turistas no confiesan. Y no me refiero sólo a los japoneses. Para remediar una posible protesta, la peña está ahora cubierta por una tela metálica que añade brillos malignos a la ya amenazadora avalancha petrificada. Los cantos que se desprenden dan en la malla y quedan allí, flotando, sostenidos en el aire, lo que añade un efecto surreal y milagrero al conjunto.

En el interior se extiende una poderosa sucesión de aposentos, iglesias, basílicas, capillas, claustros y pasillos, que perforan la tierra y se unen a ella fraternalmente. El núcleo principal, de los siglos XI y XII, ya era famoso en aquellos años de cruces y espadas, y acogía el panteón real. No hay que olvidar, sin embargo, que estamos en un lugar apenas arrancado a la entraña terrestre, de profunda memoria pagana, y en el panteón real, junto a reyes y abades, yace también el famoso conde de Aranda, el más sagaz de los ministros iluminados, seguramente masón y jefe de masones.

En la iglesia del monasterio, los ábsides de preciosa fábrica románica están excavados en la roca, la cual forma también la bóveda, de modo que los elementos de soporte son decorativos, aunque parecen aguantar la montaña entera. Nos explica José Luís Solano que en esta nave, a la hora sexta de un día del año 1061, la cristiandad cambió del rito mozárabe al latino. Uno imagina la instantaneidad del acontecimiento y oye en todas las iglesias de España el paso cambiado de la sinuosidad respiratoria del viejo rito al orden geométrico del gregoriano, como quien cambia un Debussy por un Webern.

El poder inmenso de estos lugares telúricos me desconcierta. Sobre un altar, el Santo Grial. Quizás habría que decir, “uno de los santos griales”, ya que los hay por todas partes. El de San Juan de la Peña está hecho de cornalina y luce unas alhajas verdes, quizás esmeraldas, con perlas al tresbolillo. Yo no dudo de que sea el auténtico y tengo para ello mis razones. Las expongo.

La atracción que ha ejercido desde siempre este primer recipiente de la sangre de Cristo llegó hasta las lejanas tierras germanas y un buen día el propio Wagner atendió como hipnotizado y sin saber a dónde iba, desde su residencia de Baviera y siguiendo una llamada que retumbaba en sus oídos con eco de metales y percusión, al poderoso encantamiento. Caminó a ciegas y los brazos extendidos hacia adelante durante semanas. Cuando por fin logró llegar hasta la Peña malentendiéndose en su cerrado alemán con nativos de la zona oscense que apenas hablaban castellano ni lengua alguna indoeuropea, cayó de hinojos ante el grial como si le hubiera golpeado uno de los bolos de cuando no había malla. Mientras caía derrumbado, sonó profundo y tristísimo en el teatro de su cabezota prognática, el tema de Parsifal.

Salió de las entrañas de la tierra tambaleándose y como borracho y ya no se detuvo hasta encontrarse de nuevo en su gabinete, componiendo a toda velocidad su última ópera, la que le costaría el odio y la befa del hombre más inteligente del mundo, el sulfúrico Friedrich Nietzsche, el cual comprendió de inmediato que aquella era una música nacida del terror a la muerte e inspirada por el dios de los siervos.

Sin embargo, Wagner no se había movido en ningún momento de su mesa de trabajo y así se lo confirmaron los ujieres y muchachas de servicio, entristecidos por la incredulidad del maestro el cual insistía iracundo y con los ojos desorbitados en que acababa de regresar de un largo viaje. A las pocas semanas moría fulminado.

Si esta no es suficiente prueba, que baje Dios y lo vea.

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22 de agosto de 2006
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Mil versiones de la Rolling Stone

La revista Rolling Stone significa mucho en mi vida. Empecé a comprar la edición original a fines de los 70, cuando daba mis primeros pasos independientes; todavía conservo el ejemplar que tenía a los Blues Brothers en la tapa, con sus rostros pintados –precisamente- de azul. En realidad conservo toneladas de ejemplares, todos y cada uno de los que compré –y durante una larga época, cuando ya podía disponer de dinero de manera regular, los compraba mes tras mes de manera inexorable. ¿Qué hacen ustedes con las revistas viejas que alguna vez leyeron con fervor? Yo no puedo deshacerme de ellas, por más lugar que ocupen: tengo cajas y más cajas llenas de ejemplares de Rolling Stone, y de Esquire, y de Vanity Fair, y del viejo Expreso Imaginario, que durante muchos años fue lo más parecido a la Rolling que tuvimos aquí en la Argentina.

Dejé de comprarla de forma regular a mediados de los 90. Mi vida se había complicado, vivía en un sitio donde no había lugar para una revista más y además Kurt Cobain, la última esperanza blanca del rock and roll, había muerto. Por entonces sentía que la Rolling había perdido el rumbo; ya no tenían la mano sobre el pulso del tiempo, querían complacer a las nuevas generaciones y por eso sacaban tapas con N’Sync, Britney Spears y porquerías semejantes, no eran ni chicha ni limonada: parafraseando a Jethro Tull, se habían vuelto demasiado viejos para el rock and roll aún cuando eran demasiado jóvenes para morir. El legendario Jann Wenner, uno de los fundadores y director de la revista, bajaba de peso y se vestía de yuppie para actuar junto a John Travolta y Jamie Lee Curtis en una película sobre la manía de los gimnasios llamada Perfect. ¿Qué demonios pasaba por su cabeza por entonces? Algo parecido, imagino, a lo que pasaba por la mía; todos perdimos un poco el norte en aquella década horrenda.

Volví a prestarles atención cuando salió la edición argentina. Estoy convencido de que en muchos sentidos, la Rolling local estaba más cerca del espíritu original que la versión americana que seguía editándose simultáneamente: Victor Hugo Ghitta, Ernesto Martelli y el resto del equipo realizaron una inteligente selección de los materiales originales y le agregaron el condimento de lo que ocurría aquí, tanto en lo musical como en lo cultural y por supuesto en lo político –que nunca podía ser poco en la Argentina de la crisis, que incineraba a sus jóvenes como lo hizo durante ese concierto en un local llamado –adecuadamente, en tantos sentidos- República de Cromagnon. Cualquier vistazo a las tapas originales de la edición local, diseñada por el talentosísimo Fabián Di Matteo, persuadiría a cualquiera de que esta Rolling sudaca está a la altura de la historia grande de la revista.

Ahora me compré el número extraordinario que celebra las mil ediciones. Su tapa es un collage a lo Sgt. Pepper, con Cobain y el célebre Hunter Gonzo Thompson como ángeles rectores y otras ciento cincuenta y dos figuras que representan la compleja y multiforme cultura de estos casi cuarenta años, desde Timothy Leary a Bart Simpson, desde Elvis Presley y Muhammad Ali hasta Darth Vader. Leerla fue un placer, no sólo por su revisión de tantas historias de tapa escritas por autores como Greil Marcus, Cameron Crowe y Jonathan Lethem, sino porque me permitió reevaluar su rol en mi propia vida. Las primeras noticias sobre muchos de los artistas que hoy admiro las obtuve en los artículos de Rolling Stone, que oficiaron de faro. A veces extraño la falta de medios a los que abrazarse incondicionalmente, a sabiendas de que van a llevarnos por un buen camino; en el mundo de hoy la luz es mucho más fragmentaria, hay que buscarla de manera más denodada en infinidad de medios –como éste, por ejemplo-, extraerla del barro, limpiarla y considerarla otra vez, para ver si resiste el nuevo análisis. Pero todavía hoy, aunque más no sea de tanto en tanto, sigo encontrándola en la vieja Rolling Stone.

Estoy orgulloso de haber colaborado en sus páginas.

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22 de agosto de 2006
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AJMÁTOVA

Es un envío que se demoró más de lo deseable. Anna Ajmátova murió el 5 de marzo de 1966 y varios artículos renovaron mi viejo deseo de saber lo que pasó entre ella e Isaiah Berlin en la mítica noche que pasaron hablando en noviembre de 1945. Ella ya era la figura que solo se podía comparar con Ossip Mendelstam en su país en el siglo XX. Él no era todavía el más famoso filósofo del liberalismo en el mismo siglo. Nacido en Lituania, había vivido en Rusia y después en la Unión Soviética hasta sus doce años. La emigración con sus padres al Reino Unido no le había quitado su amor descomunal por el idioma y la cultura de sus primeros años.

Nombrado agregado cultural en la embajada británica en Moscú, Berlin se apresuró  hacer lo único que tenía sentido en su culto personal: visitar en Leningrado a aquella poeta que siempre fue un milagro conseguido, que desde su primer verso fue una  maestra de la poesía. “Llegó con todo el equipaje puesto y nunca se pareció a nadie más” ha escrito Joseph Brodsky en su insuperable evaluación de Ajmátova. Para ella, rodeada y vigilada de manera continua por la policía de Stalin, recibir la visita de Berlin fue abrir la ventana hacía otro aire y también correr un peligro para su propia seguridad. Ya su primer marido había sido fusilado sin juicio, su hijo había sido detenido varias veces en el Gulag donde murió su amigo Mandelstam. Aquel huésped inglés, tal como lo escribió en su famoso “poema sin héroe”, era “el invitado que viene del futuro”. ¿Quién se negaría a recibir la visita de alguien que viene del futuro?

György Dalos, un húngaro, ha escrito un libro exclusivamente dedicado a esta visita. Traducido al inglés, en EE. UU. (The Guest from the Future: Anna Akhmatova and Isaiah Berlin, de Farrar, Straus and Giroux), la obra me costó menos de once euros en una librería del estado del Maryland pero una interminable espera antes de, por fin, descubrir el relato. Todo empezó por una broma. Randolph Churchill, el hijo de Churchill, acababa de llegar a Leningrado, en la misma noche, viajando como periodista. Sabiendo más o menos dónde se encontraba Berlin, no tuvo mejor idea que recorrer la calle gritando su nombre para encontrarle… en plena guerra fría. Salida apresurada del diplomático que manda a su amigo al infierno y vuelve a donde está la poeta.

¿Entonces? El encuentro fue una obra en tres actos. En el primero los protagonistas se callan por la presencia casual de una joven estudiante que se dedicó a preguntar al visitante inglés cómo se vive en Occidente. Silencio de Ajmátova que se transforma en una furia de confidencias después de la salida de esa persona. Entrega memorias de su visita a París donde tantos hombres se interesaron por ella, incluyendo Modigliani (sí, tenía todavía retratos suyos), relato de su vista a Mandelstam en el Gulag, etc. Este segundo acto terminó con la lectura de sus propios poemas, entre ellos el “Réquiem” y el borrador de este “Poema sin héroe” donde entró el invitado del futuro pocas horas después del fin de la entrevista. El tercer acto, claro, fue una orgía de literatura, una revisión durante cinco horas de los grandes nombres de la literatura rusa, de Kafka, de Joyce y de Eliot.

Stalin se refería a Ajmátova como “la monja”. “¿Qué hace nuestra monja?”, era su manera de preguntar por ella. El libro cuenta cómo la monja recibía enemigos y no sintió haber esperado tanto para leerlos.

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21 de agosto de 2006
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NAVEGACIÓN EN LA SOMBRA

Los periódicos han perdido interés por aquellos  pescadores del "Francisco y Catalina" que salvaron a 51 emigrantes cerca de Malta, pero su peripecia continúa. No uno ni dos, hasta la totalidad de los motores de que dispone esta embarcación se averiaron entre el 13 y el 16 de agosto. El resultado ha sido que en vez de llenar 500 baúles con las capturas de pescado, apenas habían llegado hace tres días a los 200.

Para tratar de recuperar lo perdido volverán al puerto de  Santa Pola unas fechas más tarde, aunque nunca después del 1 de septiembre cuando en la localidad comienzan las fiestas de la Virgen de Lorito, las más entusiastas que cabe imaginar después de las procesiones sevillanas de Semana Santa. Tanta devoción no ha valido, sin embargo, para librarles de un lote de desventuras en cadena. "En vez de un bien parece que hemos hecho un  mal. No nos sacamos la mala suerte de encima", ha declarado el cocinero del barco.

Pero, si se mira atentamente, ¿no será que lo extraordinario atrae otro fenómeno extraordinario y, una vez, fuera de la normalidad, los movimientos se vuelven locos o excéntricos? Uno de los marineros ha debido ser desembarcado tras sufrir tres ataques de epilepsia y el barco que representaba la estampa de un elemento salvador ha venido a convertirse en una plataforma de la que cualquiera en la tripulación desea escapar cuanto antes.

Los medios de comunicación tienen por norma abandonar la publicación de un relato cuando se ha alargado demasiado pero de este modo se pierde siempre el auténtico sentido. Todo argumento mediático nace y termina abortado, sin mostrar el cuerpo completo, puesto que llegando a las estribaciones el interés se descompone o difumina. De este modo, la serie de hechos que en el "Francisco y Catalina"  no pertenecen ya a lo excepcional se hunde en el olvido.

Estas pocas líneas son para tratar de traer a flote un fragmento de la historia cotidiana que sigue a la actualidad, la vida en claroscuro que evoluciona después del vídeo o  la noticia.

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21 de agosto de 2006
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Maldito Sigmund Freud

Ayer me desperté enojadísimo con Robert Redford. Mi enojo no se debía, por cierto, a la visión de sus últimas películas como actor o director, que hubiese sido una buena razón en sí misma; ni a la reciente lectura de Down and Dirty Pictures: Miramax, Sundance and the Rise of Independent Film, el libro de Peter Biskind que cuenta el lado oscuro de este abanderado del cine hecho a espaldas de Hollywood. En realidad todo fue culpa de un sueño. En mi sueño (que según se desprende de su trama debía ocurrir durante el célebre festival de Sundance, o en algún taller paralelo), Redford venía a buscarme para que le mostrase un material que yo debía haber preparado para entonces: digamos que podía tratarse de un cortometraje, o de secuencias aisladas de un work in progress. Me arrebataba el par de DVDs que yo llevaba entre manos y metía el primero en un ordenador, con la intención de ver las imágenes que yo debía haber filmado. Mientras el pobre Redford cliqueaba en vano, yo, que sabía perfectamente que los DVDs estaban vacíos (todo lo que yo había preparado era, cuándo no, un guión), balbuceaba excusas ininteligibles. Como era de esperar, Redford advertía enseguida que no había cumplido mi promesa y me decía de todo, para después darme la espalda e irse.

Todavía a medio despabilar, interpreté el sueño como la forma que mi inconsciente encontró para lidiar con las frustraciones en la búsqueda de financiamiento para mi película, una que además de haber escrito quiero dirigir. Conseguir ese dinero es un proceso largo, engorroso y siempre humillante, créanme. Mientras abría la heladera en busca de un yogur, me descubrí farfullando en voz alta la clase de protestas que ya me son familiares. ¿Por qué los productores cinematográficos asumen siempre que un éxito se debe a las estrellas del film, y en todo caso a su director, pero nunca, ni siquiera proporcionalmente, a su guionista? El hecho de haber escrito cuatro películas que funcionaron más que bien no me garantizó el crédito del que gozan hoy, con sus bemoles, los directores y actores de las películas que escribí. Era domingo por la mañana y yo sentía que la vida era injusta. Y eso que todavía no había leído los diarios.

  Llegó el café, y aun en medio de la lectura dominical (llena de muertos y de publicidad) mi cabeza seguía rumiando el sueño de marras. A medida que la niebla de mi malhumor se despejaba, comprendí que mi inconsciente había expuesto con narrativa clara e irrebatible el verdadero estado de las cosas, del que no eran responsables ni los productores en general ni Redford en particular. Mi cabeza me revelaba que yo estaba muerto de miedo, y que en consecuencia me resistía a dar el salto que implica abandonar la seguridad de la escritura de un guión –un registro creativo con el que me siento cómodo y confiado- para lanzarme a la realización de las imágenes en sí mismas, lo cual supone zambullirme en las aguas procelosas de la dirección cinematográfica.

Vivir es, en buena medida, la experiencia de lidiar con los miedos. La vida está llena de miedos sensatos, pero también existen miedos paradójicos: por ejemplo, los que se sienten antes de hacer algo que uno desea intensamente. Una cosa es temerle al dolor y a la muerte, y otra muy distinta es temerle a lo mismo que uno busca con toda su alma. Ese es el miedo que explica los temblores del actor antes de salir a escena, y también el temblor de aquel que está a punto de casarse con la persona a quien ama, o de ser padre por primera vez, o de publicar su primera novela. (O la segunda después de que alguien asesinó su debut, como fue mi caso. O la cuarta, como está a punto de sucederme.)

Sigmund Freud perdió lustre en los últimos tiempos, pero este sueño dominical reivindica la más grande de sus intuiciones. La ficción escrita por mi inconsciente (dicho sea de paso: gracias, Redford, por sumarse al cast sin haber cobrado nada) me obligó a enfrentarme al miedo que me define en estos días, poniendo en boca de Redford las líneas del guión que me conviene decirme antes que otro lo haga con mayor brutalidad: no te animas a hacerlo (todavía). Sé que antes de fines de año estaré dirigiendo un cortometraje, porque a fin de cuentas mi deseo es mucho más fuerte que mi miedo, pero no quiero dejar pasar esta oportunidad sin agradecerle al viejo Sigmund la claridad que arrojó sobre mi sueño. Lo cual no impide que también lo maldiga un poco al mismo tiempo, como se maldice al espejo que nos devuelve la peor de nuestras imágenes.

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21 de agosto de 2006
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