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MEDICINA Y AMOR

Hace muchos años, cuando todos los hermanos habíamos mostrado en nuestros primeros pasos  profesionales qué clase de satisfacciones desearíamos obtener del trabajo, el benjamín de la familia seguía vacilando sobre la carrera a elegir. Los padres, tras incontables sondeos, estaban ya desistiendo de animarle u orientarle y entonces me enviaron a mí para intentar una operación tú a tú, dentro de la supuesta complicidad del territorio fraterno.

Dimos unas vueltas por un parque y unas calles, regresamos al parque, dimos varias vueltas a la glorieta y ya terminaba la tarde sin sacar nada en claro cuando, sólo por trasmitir a la familia un somero balance de su estado, se me ocurrió plantearle una pregunta general que propiciara la mínima respuesta, por abstracta que fuera.

Le pregunté si, al margen de una u otra carrera y olvidándose también de cualquier oficio o profesión concreta no aspiraba a conseguir, aunque aproximadamente, una determinada satisfacción en la vida. Y contestó: "mi única aspiración es que la gente me quiera".

Después se hizo finalmente licenciado en algo. Se hizo médico y, a poca atención que uno ponga,  la clínica se comporta como una eficiente factoría de producción de amor.

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1 de septiembre de 2006
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Reacción de ajuste

Espero que hayan tenido unas agradables vacaciones. Espero que al menos hayan tenido vacaciones. Yo pasé las mías con un colapso nervioso.

La crisis se desató después de mi infección auditiva, y precisamente a raíz de ella. Descubrí que ocurría algo anormal en cuanto me encontré llorando en un hotel de Trujillo y llamando a mi pareja en Barcelona sólo para escuchar una voz familiar. Pero mi regreso a Lima no mejoró en nada las cosas. No podía entrar en un restaurante sin romper en llanto. La gente que se acercaba a pedirme que le firmase un libro –algo que siempre me ha hecho muy feliz- ahora me daba miedo. En una reunión familiar me quedé todo el tiempo en un rincón, como el tío idiota que no articula oraciones. De hecho, era incapaz de hablar. Era incapaz de ver personas a menos que estuviesen en la pantalla del televisor. Era incapaz de leer. Era incapaz de salir de mi cuarto y dejar de llorar.

Cancelé el resto de la gira, el blog, el trabajo pendiente, mi colaboración en la radio española e incluso mi dirección de mail. No respondí ninguna llamada telefónica. No le respondía ni a mi madre cuando me llamaba para tomar un café en el comedor.

El psiquiatra me explicó que eso se llama “reacción de ajuste”. Y paradójicamente, es una enfermedad producida por el éxito. Cuando estás excesivamente expuesto, la gente desea verte y que la veas. Como eres un escritor, las personas tienden a quererte, ya que eres básicamente inofensivo, y más bien, les ayudas a sobrellevar la existencia cotidiana. En mi caso, este fenómeno es mucho más intenso en el Perú. Muchos peruanos sintieron el premio Alfaguara como suyo, y además, la novela logró llegar mucho más allá de los lectores habituales, a  barrios y clases sociales en las que por lo general ni siquiera hay librerías.

Creo que eso es lo mejor que puede ocurrirle a un escritor. Pero también lo más difícil de manejar. Súbitamente, pasas de tu silencioso escritorio a dar un acto público diario, a veces ante cuatrocientas personas. La gente se te acerca por la calle, y nunca estás plenamente seguro de ser anónimo y pasar desapercibido. Enciendes la televisión y ahí estás. Abres el periódico y está tu cara. Y luego están las invitaciones. Un día, pasé la mañana con el comité central de Sendero Luminoso, la tarde con Michelle Bachelet, la noche en un programa de televisión y la madrugada en un concierto de Los Diablos Azules. Y eso era un día normal. Añádanse diez horas diarias de agenda de prensa. Y el desbarajuste emocional habitual de regresar al Perú. Y la presión que ya llevaba encima antes de llegar. Una constante olla a presión psicológica. 

Por lo que aprendí con el psiquiatra, los nervios funcionan como cualquier otro órgano del cuerpo. Del mismo modo que uno tiene jugos gástricos para digerir los alimentos, también cuenta con recursos emocionales para digerir las relaciones personales. Y así como el estómago deja de funcionar tras una comilona, los recursos emocionales se agotan tras un banquete de sociabilidad. Incluso una persona que se muda de una choza a un palacio tiene que afrontar cierto nivel de stress para ajustarse emocionalmente a su nuevo entorno. Uno puede tener más suerte de la que su cuerpo puede asimilar.

La diferencia es que, cuando te duele el estómago, sabes qué hacer: comes menos y tomas aspirinas. Cuando te rompes una pierna, puedes más o menos reemplazarla con una muleta. Pero todo eso lo manejas con tu cabeza. Cuando la que está mal es precisamente tu cabeza, no tienes otra, no puedes confiar en tus propias decisiones, te sientes como un náufrago, a la deriva en tu propia e inflamada sensibilidad.

Hay un agravante más: nadie entiende esta enfermedad. Si dices que tienes una crisis nerviosa, la gente se ríe. Todos han tenido un dolor de estómago, pero una crisis nerviosa suena a broma. Las estrellas de cine tienen crisis. Lula tuvo una. Ronaldo sufrió otra. Es una enfermedad demasiado glamorosa. Es difícil creer que tuve una yo. Si no estás sociable, la explicación más obvia es: “desde que es un escritor premiado, se ha vuelto un imbécil”. Me temo que es la explicación que creerán todas las personas a las que no les respondí la llamada, y las que tuvieron la mala suerte de verme en mis peores días, haciendo el papel de guiñapo social. En fin, estoy vivo. Y soy funcional de nuevo. El psiquiatra me ha autorizado a sentirme satisfecho con eso.

Quiero agradecer los casi cien mensajes de apoyo que he recibido en el blog a lo largo de estas semanas. Realmente han sido para mí más reconfortantes de lo que pueden imaginar. Sentir que le importas a alguien es la mejor manera de reconstruir tu contacto con las personas. Gracias por estar ahí, y bienvenidos de vuelta.

Ah, y recuerden: no trabajen demasiado.

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1 de septiembre de 2006
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Combatiendo la violencia con más violencia

Cuando uno llega a la etapa de la vida en que puede valerse por sí mismo, el cuidado que nuestros mayores nos prodigan se convierte en irritante. Uno se cabrea porque desconfía de todo gesto que prolongue la infancia que, a esa altura, nos alegramos de haber dejado atrás. A nadie le gusta que sigan tratándolo como niño, aunque más no sea porque existe tanta gente que confunde a los niños con idiotas.

Ayer por la tarde el ciudadano Juan Carlos Blumberg (siempre se habla de él como de “el ingeniero” Blumberg, como si se quisiese destacar que no es un ciudadano más) lideró un acto en la Plaza de Mayo, reclamándole al gobierno argentino que acabe con la inseguridad urbana. Blumberg es de esos personajes cuya celebridad siempre es modificada por el adverbio tristemente: se hizo conocido en su carácter de padre de Axel, un joven que fue víctima de un secuestro terminado en muerte. Desde aquel asesinato Juan Carlos Blumberg salió a buscar la luz de los reflectores, desempeñando con naturalidad su papel de símbolo, el único Padre Coraje que parece haber producido esta tierra rica en madres como la de Brecht. La entereza que demostró ante el dolor y la voluntad con que intentó cambiar cosas le granjeó la simpatía de muchos. El problema empezó cuando Blumberg empezó a demostrar qué significa seguridad, tanto para él como para sus (en muchos casos flamantes) amigos.

Para Blumberg y compañía, seguridad equivale a una policía más poderosa. Esto es cuanto menos peligroso, en un país cuya policía ha sido represiva y corrupta durante décadas, hasta el punto de desempeñar bajo cuerda el rol que otros países reservan a las mafias. (Nuestra policía ha sido nuestra mafia.) Para Blumberg y compañía, seguridad implica bajar la edad a partir de la cual es posible imputar crímenes, para poder enviar a chicos de dieciséis a las cárceles donde se formarán como mejores -y a no dudarlo, más crueles- delincuentes. Para Blumberg y compañía, seguridad entraña aumentar las penas por los delitos colaborando aún más a la deformación del Código Penal, que por ejemplo establece peores castigos para algunos robos que para los homicidios. (Existe un proyecto de reforma del Código Penal avalado por algunos de los miembros más notables de la Corte Suprema, que corrige éste y otros tantos disparates actuales; pero por supuesto, Blumberg y compañía están en contra.)

La gente que fue acercándose a Blumberg en este tiempo (muchos de los cuales estaban ayer en la Plaza, mezclados entre el público) no se le arrimó por casualidad. Por ejemplo Mauricio Macri, la gran esperanza blanca de la derecha argentina: hijo de un millonario, Macri no ha hecho más méritos para aspirar a la primera magistratura de la Argentina en 2007 que el de consagrarse presidente de Boca Juniors con una campaña rica en dólares que, para su obvio pesar, no se tradujo en la popularidad con que había especulado. O Bernardo Neustadt, un periodista que funcionó en su momento como vocero no oficial de la dictadura militar. O Cecilia Pando, esposa de un militar que obtuvo una patética notoriedad al reivindicar lo hecho durante la represión en los 70. (Lo cual supone reivindicar secuestros, torturas y la desaparición de treinta mil personas). También había en la Plaza religiosos filofascistas, y ex represores, y representantes de diversos círculos militares, que contribuyeron a definir la clase de seguridad a que esta gente aspira: la que sólo garantizan los uniformes, la que llena las cárceles y la que puebla los cementerios.

Lo que más me indigna de Blumberg y compañía es que nos tratan como si fuésemos niños. (O como si fuésemos idiotas; ya lo dije, para algunos la diferencia es mínima.) ¿Qué persona con dos dedos de frente combatiría el fuego con más fuego? ¿Quién puede argumentar con un mínimo de seriedad que la violencia se termina con más violencia? ¿No es suficiente testimonio respecto del error de este argumento el triste estado del mundo? ¿Es este planeta un lugar más seguro desde que Bush y compañía pusieron en práctica su política de mano dura? Pero en fin, Bush y compañía siguen batiendo el parche como si estuviesen ganando, y a nadie debería extrañar que surjan clones en los sitios más impensados.

Yo creo que la medida más efectiva que el gobierno puede tomar para acabar con la inseguridad es económica, o para ser más preciso económico-política: garantizar que haya alimento en la mesa de cada argentino, lo cual es igual a garantizar a cada argentino la posibilidad de trabajar. Otra medida efectivísima sería de política educacional, porque los gobiernos neoliberales de las últimas décadas no se limitaron a acabar con la economía, sino que además arrasaron con el sistema educativo –y también con el sistema de salud pública, cuyo saneamiento sería una tercera medida adecuada para que los desheredados de esta tierra no se viesen condenados a apelar a la violencia o el delito. Es verdad que Blumberg dijo ayer que la justicia social y la educación también hacen a la seguridad (lo dijo de manera extraña, repitiendo cinco veces la palabra fundamente cuando debería haber dicho fundamentalmente), pero más allá de esa mención el grueso del discurso se limitó a sus caballitos de batalla: más policía, más penas, más represión.

El terrorismo sectario no se acaba cuando se le opone el terrorismo de Estado. El delito no se acaba cuando se le opone mayor represión. Una frase popularizada en los últimos tiempos viene a cuento: It’s the economy, stupid. Deberíamos reformularla, para que su argumento quede aún más claro: Son las causas, estúpido. Está bien protegerse, pero si uno quiere sentirse seguro de verdad no le queda otra que lidiar con las causas del odio ajeno, o de la violencia ajena. Reconocer que el otro también tiene derechos, y que yo puedo estar parado encima de ellos conscientemente o no. Es el deber de los que comemos todos los días, de los que tenemos casas que no han sido bombardeadas, de los que todavía tenemos algo que otro puede codiciar.

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1 de septiembre de 2006
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La furia y el ruido

En mi anterior sermón del 29 de agosto sobre el ruido, olvidé decir que allí en donde hay ruido allí crece el mal. Dicho con toda brutalidad: el ruido no es un efecto de buena gente simpática, extrovertida y latina, sino un síntoma de perversión moral. Donde crece el ruido, crece, sin la menor duda, la furia. Lo digo porque cité en aquella ocasión la ciudad de Nápoles, y porque todos aquellos que admiramos a los napolitanos y a su ciudad, una de las más emocionantes del mundo, sabemos la estrecha relación que existe entre el caos sonoro y el restante caos urbano.

Hace más o menos un año, el gremio de hostelería de Nápoles enviaba una carta a su alcalde denunciando la pasividad de la policía ante los delincuentes que asuelan la maravillosa ciudad. Los turistas eran sistemáticamente robados a la salida de los hoteles y a la vista de todo el mundo. En su carta daban cuenta de los asaltos que habían tenido lugar aquella misma mañana. Eran robos que implicaban violencia si la víctima no se dejaba despojar sumisamente, como un corderillo.

Casi todos los robos tenían lugar en la Piazza Garibaldi, donde se encuentran los mejores hoteles y el 40% de las plazas hoteleras napolitanas. Los clientes no osaban salir a la calle. Casi todos subían a un taxi rápidamente y se alejaban rumbo a Capri u otro lugar menos infestado de ladrones. Las almas bellas dirán que no hay que exagerar, que se trata de pequeños robos, un percance que, a fin de cuentas, como comentaron los sindicalistas del aeropuerto de El Prat, “sólo afecta a gente que está de vacaciones”. Y no a los sindicalistas que hacen huelga, claro.

Desde hace decenios, la pequeña delincuencia napolitana vive con la comprensión y la equidistancia de los ideólogos de diario subvencionado y partido salvapatrias. Bajo el término “tolerancia”, los demagogos populistas (o populacheros) se sacuden de encima todos los problemas: “Con el pequeño robo se produce un reparto natural de la riqueza”, dicen; o bien: “Es un impuesto ecológico sobre el turismo”.

Durante años, frente al Palacio de Justicia de Nápoles se ha vendido tabaco de contrabando, copias pirata de CD y DVD y todo tipo de objetos de lujo falsificados. Era una atracción para los forasteros aconsejada por los propios naturales, precisamente porque tenía lugar delante del Palacio de Justicia, algo así como una broma local, el célebre y ufano: “¡Hay que ver qué bestias semos!”. En el centro urbano se abría diariamente un mercadillo de objetos robados en las bases americanas, lo cual le daba un tufillo progre y jocoso: “¡A los americanos que les den morcilla, ellos aún roban más!”.

Sin embargo, este caos y este ruido no es en absoluto un efecto de la tolerancia sino de la colaboración de la clase política partenopea con la Camorra, colaboración que se hace inaudible e invisible gracias al ruido y al caos. “El poder político se ha convertido en el regulador absoluto de la vida social y económica de grandes áreas del sur de Italia, sus normas son las de toda la economía, un modelo parecido al de los países del Este” (Isaia Sales). Son los políticos napolitanos quienes regulan la economía, pero casi todos ellos han sido comprados o amenazados por la Camorra, como los hoteles de la Plaza Garibaldi que se niegan a pagar el impuesto revolucionario. De modo que es la Camorra quien dirige la economía napolitana.

A mí me suena a Comunidad Autónoma. O mejor dicho, a donde parecen dirigirse algunas Comunidades Autónomas tolerantes con el ruido, con el pequeño delincuente, con las falsificaciones y piraterías, con la violencia callejera, en fin, esos lugares en donde el ruido se considera fruto de la expansión natural de la buena gente latina, etcétera, y en donde pedir un poco de atención a las víctimas es inmediatamente tachado de facha. La Camorra local toma muy diferentes nombres. Algunos, dignísimos y respetabilísimos. Pura Camorra.

Tomo la información de Napoli siamo noi, de Giorgio Bocca (Feltrinelli), estupendo reportaje de uno de los más grandes periodistas italianos, un superviviente. Se lo debo a José Vicente Quirante, el mejor amigo de Nápoles.

     ***

Otro amigo, hombre doctísimo cuyo nombre no puedo revelar, está pergeñando una antología de poesía moderna europea y me ha pedido que elija un poema de Philip Larkin, uno de mis favoritos, para incluirlo adecuadamente. Dado que en este blog abunda gente leída y sabia, traslado la pregunta. ¿Qué poema elegimos?

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1 de septiembre de 2006
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EL COMPLEJO DE CENICIENTA

Veinticino años después de haber sido escrito he leído sin tropezar El complejo de Cenicienta. El miedo de las mujeres a la independencia de Colette Dowling. Su autora era periodista free lance y feminista separada. ¿Por qué miedo a la independencia en una mujer independiente?

La tesis de Dowling inspirada, como es común, en su propia experiencia alude al hecho de que mientras los hombres han recibido una instrucción para desarrollar un afán, las mujeres han interiorizado la misión de instalarse en un modelo predeterminado. Y acomodarse a él. Y acomodarlo.

Efectivamente la mujer ha cargado con los trabajos de limpieza y aseo del hogar, de aseo y limpieza de los niños, ha fregado y ordenado los armarios, ha planchado, cosido y doblado las ropas. Ha realizado y sigue realizando en altísima proporción el "trabajo sucio" para dar primor al domicilio conyugal.

Pero "trabajo sucio" no ha sido incompatible con un relativo grado de comodidad. De bienestar psicológico en relación a las tensiones que el varón ha afrontado pagando facturas o debiéndolas, respondiendo a las órdenes del jefe o sorteándolas, tratando de ascender en el trabajo o sufriendo el pánico al despido. Entre una y otra posición discurre la diferencia entre guardar la vida y ganarse la vida. El primer caso alude al abroquelamiento y el segundo al combate. De esta experiencia belicosa se aprende la imposibilidad de embobarse mientras para repetidas generaciones de mujeres la suprema finalidad fue la boda.

Colette Dowling pasó varios años separada y a cargo de tres niños a los que alimentar, vestir, educar y distraer. En ese periodo se desenvolvió con independencia pero después, cuando formó otra pareja, dejó de ganar dinero y recobró el estatus dependiente. ¿Un vicio? ¿Una vocación?
Desde la vecina del quinto hasta Simone de Beauvoir, millones de mujeres darían testimonio de esta tendencia ancilar o cenicienta. Por esto, tan conocido o reticente, la obra de Dowling se ha convertido en un clásico y aún rozada por los años ha traspasado los importantes transtornos históricos del final del siglo XX, especialmente conmocionadores en la historia de la mujer. De ahí que el libro resuene y emocione. Reeditado en DeBolsillo por Random House Mondadori.

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31 de agosto de 2006
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El karma de los fanáticos

Yo formo parte de ese selecto y algo desquiciado grupo de gente que no sólo se compra los DVDs, sino que hurga a conciencia en los materiales extra. Me compré The English Patient dos veces, la primera para tenerla y la segunda porque era una edición que traía mejores bonus materials, incluyendo una entrevista con el escritor Michael Ondaatje. (El DVD que compré primero lo regalé después, para no sentirme tan freak.) Claro, muchas veces me llevo decepciones. La mayor parte de los DVDs que incluyen extras se limitan a algunas escenas descartadas –que en regla general han sido descartadas con buen criterio- y a un making of convencional. La semana pasada, por ejemplo, me compré The Green Mile y después de rever el film me llevé una decepción: más allá del placer de poder ver y oír a Stephen King en persona, sentí que el making of podía haberlo escrito yo sin molestarme siquiera en ir al rodaje. Imágenes olvidables, opiniones predecibles. La película se merecía algo mejor.

Aun así yo insisto, me gusta comprarme las ediciones especiales: cuantos más discos tengan, más me atraen. Hay algo de placer fetichista en la manipulación de esas cajitas de lujo, que siempre prefiero antes que las ediciones simples aunque perjudiquen mi bolsillo. El problema se me presenta cuando los estudios deciden abusar de los tontos como yo, y lanzan primero una edición normal y poco después otra con variaciones irresistibles. El señor de los anillos será una trilogía, pero yo tengo seis DVDs: los tres que lanzaron las versiones vistas en cine, y los tres que incluían las versiones extendidas. A mitad de camino comprendí el truco y me prometí que no compraría la versión estrenada en cine, me había propuesto esperar y comprar directamente la versión extendida. No hice otra cosa que engañarme a mí mismo. Terminé comprándome todo. De hecho, la iMac con la que escribo a diario está flanqueada por los Argonath, esas estatuas que en el libro y la película son gigantescas y se alzan en las márgenes del río. (Las mías son pequeñas, obviamente, y venían como obsequio con la compra de una de las versiones extendidas. A riesgo de ponerme en ridículo, confieso que a la derecha de mi escritorio tengo además réplicas en tamaño natural de Sting, la espada de Frodo, y de Andúril, la espada reforjada por Aragorn. El único motivo por el que no me compré el arco de Legolas fue porque se negaron a enviármelo por correo.)

Pero lo de ahora es el colmo. New Line Home Entertainment ha decidido abusar otra vez de nosotros los fanáticos y editar una nueva versión de los films de Peter Jackson, con seis horas de material documental inédito. Al principio Jackson dio su permiso para que un compatriota neozelandés, Costa Botes, filmase todo el backstage con la mira puesta en un único documental. En los catorce meses de fotografía principal Botes registró 800 horas de material. Pero a mitad de camino la gente del estudio comprendió que estaba sentada sobre una mina de oro y envió a gente experimentada en producir suplementos para DVDs. Michael Pellerin y Jeff Kurtti llevaron su equipo al set y también revisaron lo que Botes había hecho, usando algunas de sus imágenes para los making of que salieron en las primeras ediciones. Pero el grueso del documental de Botes siguió inédito. Hasta ahora, en que será lanzado junto con una reedición de los tres films –la versión de cine en una cara del disco, la extendida en la otra- porque por cuestiones contractuales New Line no puede editar el documental solo.

¿Valdrá la pena? Uno presume que tan sólo para los muy, muy fanáticos. (Yo me ubico en la categoría de los que lo son tan sólo con un muy. Mi amigo Nico, por ejemplo, llegó al extremo de hacerse tatuajes en élfico. El es uno de los muy muy.) Pero no niego que algunas cosas de las que cuentan resultan tentadoras. La sola idea de ver a Ian McKellen ataviado con una peluca llena de flores y anunciando con la solemnidad de Gandalf que lo que ha comenzado no es “la Era del Rey”, sino “la era de la Reina” (queen se le dice en inglés a los gays más histriónicos) me hace reír de sólo imaginármela.

Pero no voy a comprarme esta nueva versión, lo juro. Eso creo, al menos. En todo caso, después les cuento.

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31 de agosto de 2006
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EDITORES

«La apuesta por el periodismo narrativo. Los retos de la nueva generación de editores de América Latina». Así se titulaba el panel que más esperaba en el seminario anual de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Monterrey, México. Y el panel no me decepcionó. Paula Escobar (reponsable de las revistas de El Mercurio en Chile) y Guillermo Osorio, de la revista Gatopardo, distribuida a lo largo de América Latina, no eran sorpresas para mí. Por cononocer su trabajo; es decir, leer sus producciones, adivinaba lo que opinan profesionales como ellos.  Nada que ver que con los otros tres: Raúl Peñaranda, del semanal Época de Bolivia, Julio Villanueva Chang, de Etiqueta Negra, en Perú, y Andrés Hoyos de El Malpensante en Colombia.

No puedo decir nada pertinente de Raúl Peñaranda por desconocer su revista (gratuita, de calidad y en Bolivia, lo que debe ser toda una hazaña). Pero a Hoyos y Villanueva sí los  conocía por ser lector de sus revistas. Quizá la palabra lector es enorme: El Malpensante lo leo a veces, más o menos de manera discontinua, pues es muy difícil de conseguir en Europa. Nunca la vi en el aeropuerto de Bogotá, lo que es mucho decir. Y de Etiqueta Negra ni hablar: solo había leído un número y, por supuesto, las fotocopias, ficheros PDF y reproducciones ilegales de textos que los fanáticos de la buena escritura hacen circular en Internet.

Hoyos tiene la aparencia de un ingeniero finlandés en informática. Una persona con sus pies en el suelo, su cerebro en las aventuras de la mente y la firme creencia de que la poesía es la herramienta más potente al servicio del conocimiento científico. Así parece, determinado y muy similar a su revista, que ya tiene diez años. «Revista de literatura» dijo, añadiendo dos referencias para los que no entendían: «escritura refinada»; «contenido que se mantiene lejos de la portada de los diarios». Le hice una pregunta después, en un ascensor, una pregunta perversa: háblame de las imágenes en una revista donde se cuida la escritura. Me contestó más o menos así: somos muy despóticos con la dirección artística; lo importante es el texto; hay dos tipos de tipografías, una paleta de color, una estructura definida que no cambia; pedimos nuestras illustraciones a artistas que trabajan de manera regular para nosotros. Y vuelvo a repetir: lo importante es el texto. Me puse en seguida a leer El Malpensante, el último número (72, 1 de agosto-15 de septiembre). En la página 33 hay una oferta de trabajo: «Se busca un director de arte. La editorial El Malpensante busca un director de arte…». Suerte para todos los candidatos. Sobre todo para el que será contratado. Una precisión: la revista tiene una presentación excelente. Su cabecera me parece insuperable: El Malpensante. Para los que no entienden hay dos palabras añadidas: «lecturas paradójicas».

Debajo de su cabecera, Etiqueta Negra pone también unas palabras: «Una revista para distraídos». Pero las letras vienen al revés ; solo se pueden leer al mirar la tapa de la revista en un espejo. Julio Villanueva la define en inglés como una revista de «non fiction». No es periodística, dijo, y tampoco de literatura. Creo que lo último es una mentira. Los testimonios, reportajes, viñetas y biografías de Etiqueta Negra ofrecen buena literatura. Y Julio Villanueva me pareció a la altura de su leyenda (un editor fenomenal, que ayudó, por ejemplo, a José Carlos Paredes, un periodista de televisión peruano, a escribir un artículo tan excelente que recibió el Premio Nuevo Periodismo en la categoría de texto). Es alto, con el pelo negro y largo, y no consigue esconder la sonrisa espontánea y las gafas grandes de un alumno adicto a la lectura. Se viste bastante de negro, no sé si algo tiene que ver con el nombre de su revista. O si, más bien, es el vestido de un monje de la edición que saca con unos amigos una revista de primer orden en condiciones de supervivencia económica (Etiqueta Negra tiene una circulación de diez mil ejemplares, lo que hace suponer una dedicación casi gratuita de sus responsables).

En lo que dijo Julio Villanueva había unas definiciones excelentes para describir el trabajo de editor (de revistas de libros, no importa):

«Un editor es un especialista en hacer buenas preguntas».
«Las frases favoritas del editor son dos: no sé y no entiendo».
«El editor es el representante del sindicato del hombre común».
«El editor busca decir lo que quiere decir el autor».
«El editor es un seductor y un manipulador».

Unas precisiones: los sitios de ambas revistas no son muy buenos. El artículo de José Carlos Paredes se lee al descargar el PDF de la revista en el sitio de la FNPI. Escuchar personas de esta índole hace pensar en la vida de Thomas Wolfe y en el papel decisivo de su editor Maxwell Perkins. Unas personas que dedican su vida a cuidar las palabras tienen algo de los jardineros: cuando los escuchamos nos parece que saben los secretos de la naturaleza.

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31 de agosto de 2006
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Un vicio

Perdone que le hable de mí mismo. Ayer noche llegó un momento, serían por ejemplo las 23.47, en que me dije “Azúa, esto no es posible, muchacho”. Estaba yo oyendo por los altavoces (Chario, son baratos pero muy buenos, fabricación china, toma castaña) uno de los cuartetos de Beethoven que no sé por qué, francamente, lo digo de corazón, algunos podemos oír trescientas o cuatrocientas veces en una vida sin la menor fatiga.

Hay cosas que no, sobre todo las de Wagner, pero porque requieren gimnasia. En una ocasión le puse el Mild und Leise a una amiga muy, pero que muy inteligente, sin percatarme de que ella era más bien del lado Bruce Springsteen lo que me parece de perlas, y dijo que le sonaba a gorda berreante y lo comprendí. No soy un fanático. Lejos de mí la tentación de menospreciar a quien no comparta mi vicio. Lo cual no impide que me oiga el Mild und Leise cada vez que voy a leer a Bernhard, para lubricar, digamos. Por la Ludwig.

Tengo reconocido y aceptado que ese es mi vicio, la música. Toda la música. Por un igual Carlos Gardel que Kathleen Ferrier. Y con miles de matices o diferencias entre Feldman y Sibelius, claro, pero sin demasiadas jerarquías: un día puedo necesitar la misa en sí de Bach (es en Si menor, pero yo me refiero a que es la misa en sí, o sea, en sí misma) y otro día el Cascanueces de Tchaikovsky, por el que siento una pasión infantil y no puedo evitar bailarlo un poco cuando suena, lo que provoca cierta incomodidad a mi alrededor en los establecimientos públicos donde lo ponen de fondo y la clientela me mira de soslayo.

Así son los vicios. El que lo tiene de beber y se le acaba el malta, no le hace ascos a un Dyc. Y si es de fumar, el verdadero vicioso puede acabar fumando hojas de maíz secas. Así me sucede con la música. Todo me gusta, todo me complace, casi no tengo un “no” para nadie, y me irritan un poco las distinciones que quieren marcar elegancias ideológicas, como las de Adorno, con quien me peleo una y otra vez porque le ha hecho un daño tan enorme a la música alemana como Maurice Chevalier a la música francesa.

Así que estaba yo ayer noche oyendo ese presto fenomenal en el que el violonchelo aguanta el ataque de los dos violines y de la viola al unísono, ya podrán, como un carro de combate que ha quedado aislado en medio de la batalla y se ve rodeado de infantes que como termitas trepan sobre su caparazón para hincarle el aguijón venenoso, y allí estaba el chelo resistiendo como una mala bestia, gritándole al Todopoderoso sus más corrosivas maldiciones, siempre tan humano, el chelo, cuando me di cuenta de que aquello no podía ser posible. “Azúa, esto no puede ser y además es imposible”.

¿Lo habían inventado para mí? ¿Adivinaron que de ese modo jamás podría caer en la desesperación y el tapeo de borracho pegajoso? ¿Que era necesario poner en marcha una gigantesca industria, inventar los elementos más diminutos y elegantes, la microingeniería, la nanotecnología, ganar dinero como un narco de manera que pudieran editar la totalidad de la música de los últimos treinta siglos, para que yo escuchara ese presto en mi casa?

¡En mi casa! Pero también puedo oírlo caminando por la carretera de las aguas, si me da la gana, que no me la da, y en el avión y en el coche y en la bicicleta y en la cama y atravesando el desierto de Gobi y en una reunión de candidatos a la alcaldía de Barcelona. ¿Todo eso para mí?

No era posible. Y sin embargo, así como el teléfono, el overcraft, la ecografía prenatal, el birreactor, la fotografía digital, el tren de alta velocidad, la pintura acrílica, la aspirina, el rape congelado, en fin, tantas cosas modernas me complacen, así también podría pasarme sin ellas porque no son mías, no las inventaron para mí: seguramente moriría, pero moriría a gusto, sin echar nada en falta. En cambio, no podría pasarme sin la música enlatada, moriría entre horribles estertores y arrancándome las uñas con los dientes. Es mi vicio.

Tengo que hacer un esfuerzo continuado que casi no me deja oír la música, para comprender el milagro disparatado que se produce cada vez que meto en mi casa a la orquesta del Concertgebouw entera, más de cien pupitres holandeses, una alfombra de cáscaras de mejillón, o bien cada vez que pongo a trabajar al pobre Richter sin dirigirle ni una miradita tan triste él, o al cuarteto Borodin con dos litros de vodka en el cuerpo y sonriendo de satisfacción ante la partitura del octavo de Shosta. ¿Cómo es posible que los tenga allí, a mi servicio, esperando en la nevera a que los saque a pasear?

Yo creo que sólo por el detalle del invento antes mentado, ya ha merecido la pena dejarse vivir. Como exclamaba aquel personaje de Zorrilla: “¿Era esto la vida? Volvamos a empezar”.

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31 de agosto de 2006
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LAS GAFAS, LOS OJOS

En la carretera de Elche a Santa Pola, en un lavadero de coches, me he encontrado con una amante de 1991. Yo venía de comprar la ficha y ella se acercaba al mostrador envuelta en un glorioso resplandor solar que deshacía los cristales de la gasolinera. Podía tratarse efectivamente de ella o de alguna cercana similitud, pero más que el parecido estático fue el temblor de su figura vestida de una seda carísima el que me cercioró de su identidad.

Efectivamente el tiempo había anidado en su carne a la manera tradicional, de dentro hacia afuera, y el tacto de sus brazos, la densidad de su pecho, la blanda redondez de sus pómulos documentaban sin dramatismo el inconsolable efecto de quince años más. No se hallaba engrosada ni demediada, tampoco había perdido su cálido espesor sexual ni la confíanza en sí misma heredada de ocupar casi durante una década el primer puesto entre las bellezas ilicitanas.

La desacomodaba, sin embargo, la exahustiva mirada que procedía de mí. Trataba ella de no mostrar el acoso pero nadie podría haberlo logrado. Exactamente, aunque de mi parte procuraba no descomponerla  o, mejor, que no advirtiera mi escrutinio, era irremediable que su aparición fuera un suceso sobresaliente y, en consecuencia, que se concentrara mi atención y mi interés. Una atención dirigida a ponderarla externamente pero sin duda también con el interés de saborerarla de manera que, mientras esa improvisada degustación se producía, pude verificar la presión real que estaba ejerciendo sobre sectores de su carne y de su circunstancia.

Fuera de mi dominio quedaban, sin embargo, los ojos y con ellos sus párpados, sus órbitas y sus presuntas ojeras. En ningún momento hizo el menor gesto para  deshacerse de sus gafas de sol, grandes, de un cristal opaco y engastado en una montura de color beis, meticulosamente escogida en la colección de Hugo  Boss. ¿En Saint Tropez? ¿En Ibiza? El único recuerdo objetivo que siempre retuve de nuestra relación fue su repetida evocación de viajes supuestamente fantásticos que había realizado o proyectaba emprender durante las vacaciones. Viajes sin  tregua hacia destinos de  relumbre popular que enumeraba a la manera de un coqueto collar colgando de sus deseos. Nombres muy tópicos, ofertas de tour operator que en nuestra bullente aventura de 1991 salían a la superficie como luces de colores amenizando su vida lineal donde nunca surgía un pretendiente a su gusto, y cuando creía que lo había pescado se le escurría como un pez ante la boda.

Años después,  un amigo, común y granuja, me resumía el invariable discurrir de mi amante del 91 con estas tajantes palabras suyas: "Yo sí, me los levanto a todos pero no me tumbo a ninguno".

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30 de agosto de 2006
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MÉXICO

El lugar: una sala de reuniones en el Museo de Arte Contemporáneo (MARCO) de Monterrey, en el estado de Nuevo León, en México. El título de la mesa redonda: «El papel del editor en situaciones de conflicto y polarización política». Unas cien personas frente a periodistas que cuentan el entorno de su trabajo en la época de Pablo Escobar en Colombia, del duelo PP/PSOE y del 11-M en España, o de la construcción del socialismo del siglo XXI por parte de Chávez en Venezuela. Es una mezcla de recuerdos profesionales y de tentativos análisis de lo que se produce en un país cuando la crispación interna corta el debate político.

Cada año la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), fundada por Gabriel García Márquez, entrega premios a los mejores trabajos periodísticos del continente, tanto en español como en portugués. La Cemex, la corporación de cementos mexicanos, financia los premios, la Corporación Andina de Fomento financia unos talleres dedicados al periodismo. El evento es una cita anual ya establecida que tiene  algo de ritual. Pero esta vez, al final de la sesión, llega la primicia: un periodista del diario El Universal anuncia la decisión del Tribunal Electoral. Felipe Calderón Hinojosa es el ganador de la elección presidencial de México. Todavía no es presidente electo pues en México el formalismo es un arte de toda la vida. Queda por decir que todo el proceso fue válido. Por tarde el 6 de septiembre, el candidato panista pasará a ocupar la posición oficial de próximo presidente.

Claro que no es una sorpresa. No he encontrado a un solo periodista mexicano que crea en la victoria de Andrés Manuel López Obrador. Todos opinan que la elección fue limpia, que ganó Calderón por medio punto pero que ganó. Tampoco fue sorpresa el comentario de AMLO: ''Se rechaza la usurpación y se desconoce al señor Felipe Calderón como Presidente de la República, lo mismo que a sus funcionarios''. La mesa redonda pasa de la historia reciente al estudio del futuro por la audiencia. La noticia sobrepasó a los periodistas.

El problema, más allá de las primeras declaraciones, se nombra con un sustantivo plural: las carpas. ¿Cómo sacar los millares de seguidores de AMLO que viven en carpas, en avenidas de la capital? Escuché más o menos un consenso a favor del degaste del tiempo como método de desalojo: a medio plazo, no es posible para AMLO mantener a estos seguidores en el asfalto. Los congresistas de su propio partido serán los primeros en buscar una solución a lo que parece ser un suicidio político. Pero a largo plazo, dice mi pequeña muestra de periodistas mexicanos, su obstinación tendrá cuatro consecuencias, que pueden combinarse y modificar el panorama del país:

1. El D.F. se desgarra.
En un país que camina hacia arriba, que trabaja y, aunque lentamente, mejora su situación, la capital se pierde en trastornos políticos que agobian a todos. El resto del país se acostumbra, cada día más, a vivir por sí solo.

2. México tendrá un retraso.
No se puede funcionar en un mundo globalizado sin un gobierno ágil. Tarde o temprano, todo el país tendrá que pagar por el conflicto de legitimidad en el escenario politico de su capital.

3. La izquierda consigue una necesaria catarsis.
El combate de AMLO es el último intento de la izquierda de utilizar la violencia. Su probable fracaso permitirá construir una nueva visión que acomode realismo económico y político y tratamiento potente de los problemas sociales.

4. El diálogo político podría desaparecer.
No es nada seguro pero ya hay muchos casos de familias, de amigos, que no pueden hablar de política por la polarización violenta que busca AMLO. De seguir negando un resultado válido, el candidato derrotado puede acabar con un espacio de debate que el país consiguió a duras penas.

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30 de agosto de 2006
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