Félix de Azúa
En mi anterior sermón del 29 de agosto sobre el ruido, olvidé decir que allí en donde hay ruido allí crece el mal. Dicho con toda brutalidad: el ruido no es un efecto de buena gente simpática, extrovertida y latina, sino un síntoma de perversión moral. Donde crece el ruido, crece, sin la menor duda, la furia. Lo digo porque cité en aquella ocasión la ciudad de Nápoles, y porque todos aquellos que admiramos a los napolitanos y a su ciudad, una de las más emocionantes del mundo, sabemos la estrecha relación que existe entre el caos sonoro y el restante caos urbano.
Hace más o menos un año, el gremio de hostelería de Nápoles enviaba una carta a su alcalde denunciando la pasividad de la policía ante los delincuentes que asuelan la maravillosa ciudad. Los turistas eran sistemáticamente robados a la salida de los hoteles y a la vista de todo el mundo. En su carta daban cuenta de los asaltos que habían tenido lugar aquella misma mañana. Eran robos que implicaban violencia si la víctima no se dejaba despojar sumisamente, como un corderillo.
Casi todos los robos tenían lugar en la Piazza Garibaldi, donde se encuentran los mejores hoteles y el 40% de las plazas hoteleras napolitanas. Los clientes no osaban salir a la calle. Casi todos subían a un taxi rápidamente y se alejaban rumbo a Capri u otro lugar menos infestado de ladrones. Las almas bellas dirán que no hay que exagerar, que se trata de pequeños robos, un percance que, a fin de cuentas, como comentaron los sindicalistas del aeropuerto de El Prat, “sólo afecta a gente que está de vacaciones”. Y no a los sindicalistas que hacen huelga, claro.
Desde hace decenios, la pequeña delincuencia napolitana vive con la comprensión y la equidistancia de los ideólogos de diario subvencionado y partido salvapatrias. Bajo el término “tolerancia”, los demagogos populistas (o populacheros) se sacuden de encima todos los problemas: “Con el pequeño robo se produce un reparto natural de la riqueza”, dicen; o bien: “Es un impuesto ecológico sobre el turismo”.
Durante años, frente al Palacio de Justicia de Nápoles se ha vendido tabaco de contrabando, copias pirata de CD y DVD y todo tipo de objetos de lujo falsificados. Era una atracción para los forasteros aconsejada por los propios naturales, precisamente porque tenía lugar delante del Palacio de Justicia, algo así como una broma local, el célebre y ufano: “¡Hay que ver qué bestias semos!”. En el centro urbano se abría diariamente un mercadillo de objetos robados en las bases americanas, lo cual le daba un tufillo progre y jocoso: “¡A los americanos que les den morcilla, ellos aún roban más!”.
Sin embargo, este caos y este ruido no es en absoluto un efecto de la tolerancia sino de la colaboración de la clase política partenopea con la Camorra, colaboración que se hace inaudible e invisible gracias al ruido y al caos. “El poder político se ha convertido en el regulador absoluto de la vida social y económica de grandes áreas del sur de Italia, sus normas son las de toda la economía, un modelo parecido al de los países del Este” (Isaia Sales). Son los políticos napolitanos quienes regulan la economía, pero casi todos ellos han sido comprados o amenazados por la Camorra, como los hoteles de la Plaza Garibaldi que se niegan a pagar el impuesto revolucionario. De modo que es la Camorra quien dirige la economía napolitana.
A mí me suena a Comunidad Autónoma. O mejor dicho, a donde parecen dirigirse algunas Comunidades Autónomas tolerantes con el ruido, con el pequeño delincuente, con las falsificaciones y piraterías, con la violencia callejera, en fin, esos lugares en donde el ruido se considera fruto de la expansión natural de la buena gente latina, etcétera, y en donde pedir un poco de atención a las víctimas es inmediatamente tachado de facha. La Camorra local toma muy diferentes nombres. Algunos, dignísimos y respetabilísimos. Pura Camorra.
Tomo la información de Napoli siamo noi, de Giorgio Bocca (Feltrinelli), estupendo reportaje de uno de los más grandes periodistas italianos, un superviviente. Se lo debo a José Vicente Quirante, el mejor amigo de Nápoles.
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Otro amigo, hombre doctísimo cuyo nombre no puedo revelar, está pergeñando una antología de poesía moderna europea y me ha pedido que elija un poema de Philip Larkin, uno de mis favoritos, para incluirlo adecuadamente. Dado que en este blog abunda gente leída y sabia, traslado la pregunta. ¿Qué poema elegimos?