Marcelo Figueras
Cuando uno llega a la etapa de la vida en que puede valerse por sí mismo, el cuidado que nuestros mayores nos prodigan se convierte en irritante. Uno se cabrea porque desconfía de todo gesto que prolongue la infancia que, a esa altura, nos alegramos de haber dejado atrás. A nadie le gusta que sigan tratándolo como niño, aunque más no sea porque existe tanta gente que confunde a los niños con idiotas.
Ayer por la tarde el ciudadano Juan Carlos Blumberg (siempre se habla de él como de “el ingeniero” Blumberg, como si se quisiese destacar que no es un ciudadano más) lideró un acto en la Plaza de Mayo, reclamándole al gobierno argentino que acabe con la inseguridad urbana. Blumberg es de esos personajes cuya celebridad siempre es modificada por el adverbio tristemente: se hizo conocido en su carácter de padre de Axel, un joven que fue víctima de un secuestro terminado en muerte. Desde aquel asesinato Juan Carlos Blumberg salió a buscar la luz de los reflectores, desempeñando con naturalidad su papel de símbolo, el único Padre Coraje que parece haber producido esta tierra rica en madres como la de Brecht. La entereza que demostró ante el dolor y la voluntad con que intentó cambiar cosas le granjeó la simpatía de muchos. El problema empezó cuando Blumberg empezó a demostrar qué significa seguridad, tanto para él como para sus (en muchos casos flamantes) amigos.
Para Blumberg y compañía, seguridad equivale a una policía más poderosa. Esto es cuanto menos peligroso, en un país cuya policía ha sido represiva y corrupta durante décadas, hasta el punto de desempeñar bajo cuerda el rol que otros países reservan a las mafias. (Nuestra policía ha sido nuestra mafia.) Para Blumberg y compañía, seguridad implica bajar la edad a partir de la cual es posible imputar crímenes, para poder enviar a chicos de dieciséis a las cárceles donde se formarán como mejores -y a no dudarlo, más crueles- delincuentes. Para Blumberg y compañía, seguridad entraña aumentar las penas por los delitos colaborando aún más a la deformación del Código Penal, que por ejemplo establece peores castigos para algunos robos que para los homicidios. (Existe un proyecto de reforma del Código Penal avalado por algunos de los miembros más notables de la Corte Suprema, que corrige éste y otros tantos disparates actuales; pero por supuesto, Blumberg y compañía están en contra.)
La gente que fue acercándose a Blumberg en este tiempo (muchos de los cuales estaban ayer en la Plaza, mezclados entre el público) no se le arrimó por casualidad. Por ejemplo Mauricio Macri, la gran esperanza blanca de la derecha argentina: hijo de un millonario, Macri no ha hecho más méritos para aspirar a la primera magistratura de la Argentina en 2007 que el de consagrarse presidente de Boca Juniors con una campaña rica en dólares que, para su obvio pesar, no se tradujo en la popularidad con que había especulado. O Bernardo Neustadt, un periodista que funcionó en su momento como vocero no oficial de la dictadura militar. O Cecilia Pando, esposa de un militar que obtuvo una patética notoriedad al reivindicar lo hecho durante la represión en los 70. (Lo cual supone reivindicar secuestros, torturas y la desaparición de treinta mil personas). También había en la Plaza religiosos filofascistas, y ex represores, y representantes de diversos círculos militares, que contribuyeron a definir la clase de seguridad a que esta gente aspira: la que sólo garantizan los uniformes, la que llena las cárceles y la que puebla los cementerios.
Lo que más me indigna de Blumberg y compañía es que nos tratan como si fuésemos niños. (O como si fuésemos idiotas; ya lo dije, para algunos la diferencia es mínima.) ¿Qué persona con dos dedos de frente combatiría el fuego con más fuego? ¿Quién puede argumentar con un mínimo de seriedad que la violencia se termina con más violencia? ¿No es suficiente testimonio respecto del error de este argumento el triste estado del mundo? ¿Es este planeta un lugar más seguro desde que Bush y compañía pusieron en práctica su política de mano dura? Pero en fin, Bush y compañía siguen batiendo el parche como si estuviesen ganando, y a nadie debería extrañar que surjan clones en los sitios más impensados.
Yo creo que la medida más efectiva que el gobierno puede tomar para acabar con la inseguridad es económica, o para ser más preciso económico-política: garantizar que haya alimento en la mesa de cada argentino, lo cual es igual a garantizar a cada argentino la posibilidad de trabajar. Otra medida efectivísima sería de política educacional, porque los gobiernos neoliberales de las últimas décadas no se limitaron a acabar con la economía, sino que además arrasaron con el sistema educativo –y también con el sistema de salud pública, cuyo saneamiento sería una tercera medida adecuada para que los desheredados de esta tierra no se viesen condenados a apelar a la violencia o el delito. Es verdad que Blumberg dijo ayer que la justicia social y la educación también hacen a la seguridad (lo dijo de manera extraña, repitiendo cinco veces la palabra fundamente cuando debería haber dicho fundamentalmente), pero más allá de esa mención el grueso del discurso se limitó a sus caballitos de batalla: más policía, más penas, más represión.
El terrorismo sectario no se acaba cuando se le opone el terrorismo de Estado. El delito no se acaba cuando se le opone mayor represión. Una frase popularizada en los últimos tiempos viene a cuento: It’s the economy, stupid. Deberíamos reformularla, para que su argumento quede aún más claro: Son las causas, estúpido. Está bien protegerse, pero si uno quiere sentirse seguro de verdad no le queda otra que lidiar con las causas del odio ajeno, o de la violencia ajena. Reconocer que el otro también tiene derechos, y que yo puedo estar parado encima de ellos conscientemente o no. Es el deber de los que comemos todos los días, de los que tenemos casas que no han sido bombardeadas, de los que todavía tenemos algo que otro puede codiciar.