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Un vicio

Por 31 de agosto de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Perdone que le hable de mí mismo. Ayer noche llegó un momento, serían por ejemplo las 23.47, en que me dije “Azúa, esto no es posible, muchacho”. Estaba yo oyendo por los altavoces (Chario, son baratos pero muy buenos, fabricación china, toma castaña) uno de los cuartetos de Beethoven que no sé por qué, francamente, lo digo de corazón, algunos podemos oír trescientas o cuatrocientas veces en una vida sin la menor fatiga.

Hay cosas que no, sobre todo las de Wagner, pero porque requieren gimnasia. En una ocasión le puse el Mild und Leise a una amiga muy, pero que muy inteligente, sin percatarme de que ella era más bien del lado Bruce Springsteen lo que me parece de perlas, y dijo que le sonaba a gorda berreante y lo comprendí. No soy un fanático. Lejos de mí la tentación de menospreciar a quien no comparta mi vicio. Lo cual no impide que me oiga el Mild und Leise cada vez que voy a leer a Bernhard, para lubricar, digamos. Por la Ludwig.

Tengo reconocido y aceptado que ese es mi vicio, la música. Toda la música. Por un igual Carlos Gardel que Kathleen Ferrier. Y con miles de matices o diferencias entre Feldman y Sibelius, claro, pero sin demasiadas jerarquías: un día puedo necesitar la misa en sí de Bach (es en Si menor, pero yo me refiero a que es la misa en sí, o sea, en sí misma) y otro día el Cascanueces de Tchaikovsky, por el que siento una pasión infantil y no puedo evitar bailarlo un poco cuando suena, lo que provoca cierta incomodidad a mi alrededor en los establecimientos públicos donde lo ponen de fondo y la clientela me mira de soslayo.

Así son los vicios. El que lo tiene de beber y se le acaba el malta, no le hace ascos a un Dyc. Y si es de fumar, el verdadero vicioso puede acabar fumando hojas de maíz secas. Así me sucede con la música. Todo me gusta, todo me complace, casi no tengo un “no” para nadie, y me irritan un poco las distinciones que quieren marcar elegancias ideológicas, como las de Adorno, con quien me peleo una y otra vez porque le ha hecho un daño tan enorme a la música alemana como Maurice Chevalier a la música francesa.

Así que estaba yo ayer noche oyendo ese presto fenomenal en el que el violonchelo aguanta el ataque de los dos violines y de la viola al unísono, ya podrán, como un carro de combate que ha quedado aislado en medio de la batalla y se ve rodeado de infantes que como termitas trepan sobre su caparazón para hincarle el aguijón venenoso, y allí estaba el chelo resistiendo como una mala bestia, gritándole al Todopoderoso sus más corrosivas maldiciones, siempre tan humano, el chelo, cuando me di cuenta de que aquello no podía ser posible. “Azúa, esto no puede ser y además es imposible”.

¿Lo habían inventado para mí? ¿Adivinaron que de ese modo jamás podría caer en la desesperación y el tapeo de borracho pegajoso? ¿Que era necesario poner en marcha una gigantesca industria, inventar los elementos más diminutos y elegantes, la microingeniería, la nanotecnología, ganar dinero como un narco de manera que pudieran editar la totalidad de la música de los últimos treinta siglos, para que yo escuchara ese presto en mi casa?

¡En mi casa! Pero también puedo oírlo caminando por la carretera de las aguas, si me da la gana, que no me la da, y en el avión y en el coche y en la bicicleta y en la cama y atravesando el desierto de Gobi y en una reunión de candidatos a la alcaldía de Barcelona. ¿Todo eso para mí?

No era posible. Y sin embargo, así como el teléfono, el overcraft, la ecografía prenatal, el birreactor, la fotografía digital, el tren de alta velocidad, la pintura acrílica, la aspirina, el rape congelado, en fin, tantas cosas modernas me complacen, así también podría pasarme sin ellas porque no son mías, no las inventaron para mí: seguramente moriría, pero moriría a gusto, sin echar nada en falta. En cambio, no podría pasarme sin la música enlatada, moriría entre horribles estertores y arrancándome las uñas con los dientes. Es mi vicio.

Tengo que hacer un esfuerzo continuado que casi no me deja oír la música, para comprender el milagro disparatado que se produce cada vez que meto en mi casa a la orquesta del Concertgebouw entera, más de cien pupitres holandeses, una alfombra de cáscaras de mejillón, o bien cada vez que pongo a trabajar al pobre Richter sin dirigirle ni una miradita tan triste él, o al cuarteto Borodin con dos litros de vodka en el cuerpo y sonriendo de satisfacción ante la partitura del octavo de Shosta. ¿Cómo es posible que los tenga allí, a mi servicio, esperando en la nevera a que los saque a pasear?

Yo creo que sólo por el detalle del invento antes mentado, ya ha merecido la pena dejarse vivir. Como exclamaba aquel personaje de Zorrilla: “¿Era esto la vida? Volvamos a empezar”.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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