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En la Jacetania (3)

Por 23 de agosto de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Llegó el día. Ha amanecido sin nubes y Oroel parece desperezarse ante los visitantes de primera hora. Hay brisa. Es relevante que la haya porque sin corrientes las grandes aves no pueden emprender el vuelo, o lo hacen con mucha dificultad y en consecuencia no se arriesgan a bajar.

Pasamos por Rabal para recoger lo que Paco Ferrer Lerín llama “la carroñá”. Llevamos cuarenta kilos de entrevivos y livianos muy frescos y apetecibles, y también una buena parte de hueso. Subimos por la carretera vieja de Zaragoza hasta cruzar la media altura del Oroel. Vamos sorteando corredores de mediana edad a los que el deporte está matando aceleradamente, niños con bicicletas, niños con patines y últimamente niños con unos esquíes provistos de ruedas que son los más peligrosos, por lo tonto del juego.

Los niños se han multiplicado como conejos. En toda esta zona hay en la actualidad muchos más niños que adultos, lo que va creando una atmósfera “oriente medio” de lo más interesante. Incapaces de estarse quietos, angustiados por una vida que se les presenta amenazante y agresiva con tanta competencia de su misma edad, los niños están en varios lugares a la vez moviéndose a toda velocidad y parecen incluso más de los que ya son.

Extendemos la carroña en el patio de un antiguo polvorín totalmente destruido. Sólo queda un muñón de piedra que nos servirá de punto de referencia para los prismáticos. La superficie queda cubierta por una alfombra de sonrosados despojos, páncreas, jirones de carne, casquería, bellas miserias salpicadas por la blancura de los huesos.

Nos retiramos a una umbría, lo que aquí llaman “un paco”, que cae justo frontera de la carroña, a unos cien metros. Cubiertos por la maleza y tendidos entre las zarzamoras nos sentimos como maquis del siglo pasado, armados con escopetas de caza y carabinas oxidadas, un volumen muy trabajado de Bakunin en el bolsillo, a la espera de la presa.

Pasan los minutos. Al cabo de un cuarto de hora atisbamos unas aves recortadas contra el cielo, pero de inmediato Paco las descarta, son milanos. Lo importante, lo que en verdad nos dará la señal de peligro, son los cuervos. El corbacho, el ave jorobada, la de mayor entendimiento entre todas las aves, es el piloto de las grandes carroñeras.

A los veinte minutos cunde el desánimo. Hoy no van a bajar. Hay demasiado deportista en la carretera, mucho excursionista por el hayedo, los animales estarán, quizás, hacia la parte de Francia, quién sabe. Ya nos hemos sobresaltado un par de veces con unas ratoneras, falsas esperanzas.

A los veintisiete minutos, Paco da un salto, ha oído un cuervo, dos cuervos aparecen por la izquierda, giran a cierta altura, ya han visto la carroña, ahora tienen que explorar la zona, vuelan sobre nuestras cabezas, nos estudian, se acercan al muñón de piedra, dan dos pases rasantes y se posan en un arbolillo. Paco nos advierte de que ahora todo va a ser rapidísimo, andad con ojo. Uno de los cuervos ya ha bajado. El segundo le sigue. El primer cuervo levanta el vuelo con un pingajo en el pico. Y entonces todo sucede a gran velocidad.

Sin que sepamos de dónde ha salido, como por magia, cubre el cielo hasta ahora azul celeste una nube espesa. Se oculta el sol. Eva mira hacia la nube con sus prismáticos y dice las palabras deseadas: “¡Son ellos!”. Paco asiente y ordena silencio. “¡El ruido, el ruido!”, nos dice en un susurro y señalando hacia arriba.

En efecto, de pronto parece como si se hubiera desatado un viento violento, pero no es un viento lo que suena sino el aire que pasa a través de las alas de los buitres, los cuales están cayendo en picado sobre la carroña, cuarenta, cincuenta buitres llegados de la nada, animales de casi cuatro metros de envergadura, lanzados con las alas plegadas, como stukas, a una velocidad inconcebible, pasan sobre nuestras cabezas atronando el aire. Estamos sobrecogidos, entusiasmados, nos arrancamos los prismáticos unos a otros.

En apenas un minuto, la explanada se ha cubierto de buitres, el suelo ha desaparecido bajo la espesísima reunión de carroñeros. Comienza la pelea de los más violentos (son los más hambrientos) por apoderarse de alguna piltrafa. Hay un tumulto de alas que se abren y cierran, de cuellos curvos, de picos ganchudos que se alzan y se hunden. Mientras tanto siguen llegando buitres, aunque ya no descienden. Sólo de vez en cuando alguno, desesperado, saca las patas como el tren de aterrizaje de las aeronaves y desciende hecho una bomba.

Los cuarenta kilos han desaparecido en pocos minutos. De nada habría servido traer cien kilos. Según Paco, cuanto mayor es el amontonamiento de despojos, tanto mayor es el número de buitres que acude. Hay un indudable e incomprensible cálculo entre estos animales que determina el número de ejemplares que acudirá al cebo sin necesidad de comunicar entre sí.

Paulatinamente los buitres de color leonado van emprendiendo el vuelo con ese lento y poderoso batir de alas que aprovecha el impulso del aire caliente, de las corrientes térmicas. Paco nos advierte de que está por llegar el alimoche. Este precioso animal no forma parte ni de la familia de los buitres ni de las águilas, es un sujeto solitario. No es ni carroñero, ni rapaz, sino coprófago. Por su singularidad, era sagrado en Egipto donde se decía que arrojaba desde el aire a las tortugas que cazaba para partirles la concha.

Y allí aparece, algo más pequeño, pero, sobre todo, de un color blanco resplandeciente, como una gran gaviota, el alimoche. Es el aviso de que ya ha concluido la carroñá. Sólo quedaría por ver al quebrantahuesos, otra divinidad del aire que se alimenta de los huesos que han dejado mondos los carroñeros, pero que cada vez es más infrecuente.

Regresamos a las piedras, a las rocas, a las peñas, a las cuevas, a las grutas, a las cavernas, a las entrañas terrestres. Se acabó el viaje telúrico. El buitre me parece algo así como la entraña misma del aire.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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