Vicente Verdú
De continuo vivimos con el sobreentendido de que los objetos no cuentan con una vida propia. Poseerían tan sólo la vida derivable de nuestro afecto o nuestra protección, surgida del nombre, la entidad o la profundidad que les concedamos.
Basta, sin embargo, que alguna de esas pertenencias supuestamente inanimadas se extravíe y siga rebelde a nuestra insistente búsqueda para que en la ansiedad por encontrarlas vislumbremos su yo particular y una clase de rebelión que inesperadamente viene a poner las cosas en su sitio. El verdadero sitio de las cosas, su independencia real ante nostros, queda rotundamente patente cuando pierden su sitio.
De este modo, demuestran que, al contrario de lo que imaginábamos, no nos pertenecen por completo y en ese grado de holgura que se reservan, se hospeda todo un mundo. El mundo justamente que nos separa de ellas y las convierte tanto en seres ajenos como seres vivos.
Las cosas se extravían, desaparecen de nuestro control en algún momento imprevisto, se evaden de los lugares que les destinamos tal como si necesitaran iresistiblemente y en la hartura de su sumisión pasar de objetos a sujetos. Sujetos que paradójicamente se desatan de nuestra voluntad y eligen seguir su arbitrio. Objetos que, convertidos en sujetos, se pierden de nuestra vista y no podemos hallarlos en ninguna parte a pesar de la reiteración y vehemencia de nuestros esfuerzos, tal como fieros esclavos que han saltado las cercas de nuestra propiedad y corren erráticos tras su propio y desconocido destino.
Nosotros acentúamos los esfuerzos para encontrarlos mientras ellos buscan por parajes inéditos su identidad exclusiva. ¿Su identidad perdida? ¿Gozaban acaso antes de ser de nuestra propiedad de una condición primitiva y fueron mutilados para hacerlos dóciles y someterlos a nuestro haz de posesiones? ¿Se trataba, en el principio, de seres con su espacio diferente y fueron extraídos de él para procurarnos forzosa complacencia?
En cada pérdida de un objeto querido la melancolía de su desaparición se compone, al menos, de dos naturalezas diferentes; una es el desolador vacío de su ausencia; la otra es la elocuencia de su doloroso desasimiento. El dolor tiende a confundirlo todo pero si prestamos una atención suplementaria enseguida conseguimos distinguir de una parte la pena y de otra la indignación. De un lado el dolor por no poder saber su paradero y, de otro, la irritación por su secreta decisión de abandonarnos. El objeto se ha perdido pero ¿cómo asegurar que no se ha fugado? Sufrimos por lo que llamamos su desaparición pero todavía más por su enmascarada desafección que ahora se revela con la cruel intensidad de su desvanecimiento.