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Una revolución perfecta

El libro está muy bueno. Se llama No somos perfectas, lo editó Del Nuevo Extremo y lo concibió Mori Ponsowy como un relato coral donde superponen sus voces –no podía ser de otra forma- dieciocho de las mujeres más notables de la cultura argentina de hoy. Perdonen el tostón, pero en este momento mi obligación es la de ser exhaustivo y nombrarlas a todas en riguroso orden alfabético. Romina Doval. Liliana Escliar. María Fasce. Liliana Felipe. Vera Fogwill. Inés Garland. Angélica Gorodischer. Maite Jáuregui. Anna Kazumi Stahl. Liliana Lukin. María Victoria Menis. Vanesa Ragone. Sandra Russo. Julia Solomonoff. Patricia Suárez. Susana Torres Molina. Beatriz Vignoli. Laura Yasan. Entre ellas hay escritoras (como Gorodischer, Fasce, Suárez, Kazumi Stahl), cineastas (Solomonoff, Menis, Ragone), periodistas (Russo), poetas (Vignoli, Yasan) y combinaciones ad hoc, como periodista-humorista-novelista-guionista (Escliar), actriz-escritora-cineasta (Fogwill) y hasta una compositora-cantante-pianista-tanguera-jardinera y poeta, que es Liliana Felipe, cuya canción Mujer inconveniente define muy bien el espíritu de la compilación –aun cuando pueda ser sospechada de pleonasmo.

Lo presentaron hace pocos días en La Boutique del Libro de la calle Thames, en pleno Palermo. El lugar es encantador, aunque su nombre adquirió un retintín irónico en semejante ocasión. Apenas llegué me encontré a Sandra Russo en la calle, fumando. Sandra es uno de esos periodistas –poquísimos, en estos días- en cuyos textos me detengo apenas distingo su firma. Trabajamos juntos fugazmente hace muchos años, en un programa de TV. Por aquel entonces me atraía mucho, pero siempre fui un hombre tímido y estaba convencido de que ella era demasiado para mí. (Y conste que esto ocurrió, colijo, antes de esa etapa suya que ella define en el libro como de “mujer pantera”.) Nos saludamos, conversamos un poco. Al entrar descubrí que adentro también se podía fumar, por lo menos de facto. Y así comprendí que el título No somos perfectas (que me había parecido fallido porque daba por sentado que los demás, esto es los que no somos ellas, las pretendíamos sin mácula) era en verdad perfecto: funciona a la vez como grito de batalla y como queja, porque nadie desea que ellas sean perfectas más que ellas mismas –y por eso se van a fumar afuera aunque se pueda fumar adentro, no sea cosa de romper el imposible listón con que se miden.

La presentación fue deliciosa, organizada por Mori para que cada una de las escritoras le preguntase algo a otra. (La más divertida fue Gorodischer, que en una de sus humoradas típicas le preguntó a Kazumi Stahl, hija de madre japonesa: “¿Akutagawa o Kawabata?”)

De los textos que leí –que no fueron todos, esa es la gran ventaja de las compilaciones- me gustaron mucho el de Gorodischer, una escritora a la que adoro y sigo desde la época de Bajo las jubeas en flor y Trafalgar (me habría encantado que alguien me la presentara, sigo siendo tímido y Angélica también es una mujer pantera); el de María Fasce, llamado Diario de una madre, de una ternura y un sentido del humor que me conmovió; el de Vera Fogwill, que se pregunta si las mujeres que no hacen nada no tendrán la razón y que además está lleno de frases brillantes (“Hay un hilo dental que nos une a todas,” por ejemplo); y el de Sandra, como siempre. También me gustó el de Vanesa Ragone, que se llama Safe como la película de Todd Haynes y discurre sobre el inescapable enfrentamiento entre quienes conciben el amor como algo safe, seguro, y los que entendemos que safe love es una contradicción en los términos.

Si se topan con el libro, no lo dejen pasar. En su introducción, Mori Ponsowy define el camino emprendido por las mujeres del último siglo como una revolución sin muertos; ver el éxito que han tenido me llena de coraje, en este mundo al que le vendrían tan bien otras revoluciones semejantes.

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11 de agosto de 2006
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LO INVISIBLE Y LO INSOPORTABLE

En el aeropuerto de Alicante, grabada sobre un mural, puede leerse esta cita:  "Lo que se ve es una visión de lo invisible".

¿Verdad? ¿Mentira? ¿Pensamiento profundo? ¿Patraña total?

Unos 30 millones de pasajeros se enfrentan a lo largo del año con esta sentencia descomunal que, en castellano y valenciano, les cae literalmente encima cuando se dirigen hacia la puerta de salida. Bajo el resonar de esta escritura pavorosa y labrada en la piedra los visitantes empujan los carritos cargados de maletas y encorvados reproducen la gravedad del peso que acaban de sentir en sus almas por medio de un anónimo conocedor del más allá.

¿Lo visible es parte de lo invisible? ¿El viaje es parte del viaje fatal? ¿Se viaja físicamente o se trata del viaje/alucinación? O, finalmente: ¿Alicante se revela como un centro sagrado donde estalla esta absoluta verdad o han tratado simplemente de rellenar con cualquier cosa la decoración de la terminal?

Muy probablemente detrás del grotesco desacuerdo entre aterrizar en un lugar de vacaciones y ser alertado con palabras de ultratumba se encuentra la aprobación de un concejal.

Los concejales de cultura, los alcaldes, los presidentes de Comunidades Autónomas componen una legión de temibles dúctores cuando se trata de dirimir entre uno y otro proyecto de arquitectura, una u otra escultura para el paseo, una u otra morfología para la fuente principal.

Constantemente el pueblo se ve asaltado por estas decisiones que siendo tan relevantes materialmente para la vida de la localidad el edil decide de forma ligera muy apoyada en una ignorancia mineral. O más que eso: apoyada en una deficiencia de criterio merecedora de que un rayo súbito y certero aniquilara sin más su autoridad.

Capitales, ciudades, pueblos, presentan las huellas clamantes  con que estos próceres las han marcado. Edificios adefesios que han crecido como palacios de congresos, estatuas en los parterres que parecen burlas para el homenajeado, grupos angélicos en monumentos principales que parecían ya apartados de las versiones más agresivas de la fealdad.

No les basta a estos políticos de vara en ristre redactar ordenanzas relativas a las basuras, las viviendas o la circulación, sino que inciden sobre el espacio público para maldecirlo a través de la actuación más torcida y trivial. Promueven la obra, eligen el proyecto, designan al decorador o al escultor bajo la insignia de obrar en beneficio del bien común y su efecto es difundir unos modelos de belleza, de Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, de glorietas santapoleras o de aeropuerto alicantino que, paso a paso, llevan a esta comunidad valenciana hasta el más alto despeñadero estético. Si no faltaba aquí la fama relacionada con el gusto hortera -cuando precisamente la huerta valenciana viene a ser de lo mejor a contemplar-  sobrevienen estos rectores para volver de la visión recta a la quebrada, de lo invisible a lo visible y de lo visible a lo que no se pueda aguantar.   

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11 de agosto de 2006
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La muerte de un viajante (1)

Viajar en agosto se ha convertido en lo peor del año, el mes de trabajo peor pagado. Agosto es el vientre blando de las naciones ricas, allí en donde la navaja se hunde como en agua. Las puertas y ventanas de la casa están abiertas. Cualquiera puede entrar, pero nadie puede salir si cuatro malvados se lo proponen. Este mes concentra mucho miedo.

Una vez olvidado el terror del aeropuerto de Barcelona (era en verdad miserable oírle decir a un sindicalista que “al fin y al cabo ellos –los pasajeros- se iban de vacaciones”, para justificar su crueldad), llega el terror a los aeropuertos anglosajones. Los teócratas han tenido una idea excelente. Ya que van a morir, mejor hacerlo más cerca del cielo, en el interior de una aeronave cargada de pasajeros. Total, ¡se van de vacaciones! Hay que entender, “mientras los míos sufren por vuestra culpa”. Son taimados, los terroristas, saben cómo culpabilizar a los débiles. El avión acumula mucho pánico.

¿Por qué entonces viajar en agosto? ¿Por qué no quedarse cerca de casa? ¿Por qué no descansar en serio, si es que de eso se trata? Quizás porque la imaginación se ha jibarizado de tal manera que ya es imposible inventar nada a partir de lo habitual, de lo cotidiano. Seguramente hay más por descubrir a veinte kilómetros de nuestras casas, entre gente con la que nos cruzamos todos los meses, que a cinco mil. Los niños antiguos inventaban batallas con botones de hueso. Los actuales necesitan una máquina de gráficos en 3D que proporcione las figuras que ellos ya no pueden construir con su fantasía.

En la única ocasión que me dio por visitar un país del así llamado “tercer mundo” (quería hacerme una idea, y me la hice) hube de vacunarme contra un montón de agentes infecciosos. Mientras esperaba en la cola del centro oficial y obligatorio de vacunación en donde alguien se estaba haciendo rico, coincidí con un gañán entusiasta que parloteaba con los vecinos de fila como en la tasca del pueblo. Tipo encantador.

Iban él, la novia, los padres de la novia y la abuela del chico (tierno, en efecto) a Tailandia. Reconoció que era su primer viaje y que estaba muy emocionado. A la pregunta de: “¿Y por qué diantre precisamente Tailandia para iniciarse en los viajes?”, me miró sobremanera estupefacto y contestó alzando los hombros:

“¡Pues para ver el puente sobre el río Kwai!”

Mis vecinos de fila cabecearon cargados de razón y me miraron como a un pederasta. ¡A quién se le ocurre preguntar esas cosas!

Las razones del viaje son, creo yo, el agujero negro de la razón contemporánea. Juro por Dios que no añoro viajar solo, ni ir a la playa solo, ni evitar el contacto con el populacho, como estará sin duda deplorando nuestro catón cejijunto, pero no alcanzo a entender por qué la gente se lanza a lugares tan lejanos y tan caros cuando es incapaz de describir lo que tiene delante de las narices.

Así pensaba yo mientras leía el número de agosto de Letras Libres, dedicado justamente a quienes saben narrar lo que han viajado. Félix Romeo, por ejemplo, escribe allí un divertido artículo (“Un viaje de verano sobre un viaje de invierno”) en el que cuenta sus aventuras para encontrar a Peter Handke… en Soria. Magnífica escena en el Casino de la Amistad Numancia con tres ancianos pescadores. Uno de ellos afirma haber pescado una trucha, pero ante la sorna de sus amigos añade modestamente que la trucha, eso sí, ya venía herida.

Al lado de casa se esconde lo desconocido, lo que Freud llamaba “lo siniestro” y que no es siniestro sino sólo aquello que se esconde detrás de lo doméstico y conocido, lo que ya no vemos de tanto tenerlo ante los ojos. Soria puede ser más exótica que Tailandia para quien aún sabe mirar con atención.

(continuará el lunes)

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11 de agosto de 2006
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BOLÍVAR SEGÚN LYNCH

Acabo de leer Simón Bolívar: A Life de John Lynch (Yale University Press). Primera biografía en lengua inglesa en más de medio siglo. No tiene el encanto de un gran relato; Lynch, famoso hispanista de la University of London, no intenta seducir por la potencia de evocación de su escritura. Tampoco ofrece una abrumadora montaña de detalles que pretende decir todo. Entrega una síntesis. Una obra que no olvida nada pero busca limitarse a lo fundamental, con énfasis en la historia de las ideas políticas del Libertador. Una tarea difícil, quizás imposible, por el pragmatismo de esta figura decisiva en la búsqueda de la independencia de América Latina.

Lynch tiene una mezcla de cariño y de fascinación para Bolívar. Su libro no se parece al retrato nutrido de antipatía de Salvador de Madariaga. Pinta tres figuras muy distinta: primero, la del revolucionario, que busca cambiar la sociedad y las leyes tanto en su país como en lo que es hoy la vecina Colombia; segundo, la del libertador que trae la independencia a los Andes e intenta vender una revolución en el mismo paquete; y, por fin, la figura del arquitecto de instituciones, que se decide a construir una solución universal para todas las tierras liberadas del colonialismo español. Veredicto: el revolucionario se equivocó, pero vivía una fase de aprendizaje; el libertador es un maestro en el momento de elegir entre guerra y política; el arquitecto es un soñador de instituciones, siempre golpeado por la realidad, pero un verdadero pensador digno de su maestro Montesquieu.

Lo bueno de Lynch es que estimula a su lector. No lo voy a negar y, más bien, entrego unos apuntes de mi lectura:

1. Sólo hay dos visiones políticas acabadas en la carrera de Bolívar: por una parte, el discurso que entregó al parlamento de Angostura; y por otra, la constitución boliviana. Todo el resto se parece más a respuestas puntuales que a construcciones completas.

2. Bolívar nunca se quita el temor de la élite criolla: la aparición de la “pardocracia”, el gobierno de los pardos (que son los mulatos, zambos, mestizos, y hasta los isleños de las Canarias en cierto momento en Venezuela).

3. El contexto del caos configura mucha de las decisiones de Bolívar. El Libertador, dice Lynch, “tenía que tomar decisiones bajo intolerable presión de demandas contradictorias”. Este contexto le impedía dedicarse a construir un orden, más bien se limitaba a superar los problemas ineludibles a corto plazo.

4. El concepto de “gloria” es una clave de la acción de Bolívar y también un concepto difícil de entender. Lynch dice que Bolívar quería más a la gloria que al poder. En todo, buscaba su gloria. ¿Pero que hacía decir la palabra en la época de Bolívar? Lynch reconoce su impotencia para definir la gloria, cita a San Agustín y el rey de Francia Luis XIV sin resolver su carencia.

5. La figura de Bolívar conviene a los dictadores de Venezuela. Antonio Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez y Eleazar López Contreras aprovecharon de la historia del Libertador para justificar su acción y su autoritarismo. Al hacer lo mismo, ahora con el concepto de un “populista Bolívar”, Hugo Chávez Frías a creado una “nueva herejía”.

6. Mas allá de su calidad formal, la novela El General en su laberinto de Gabriel García Márquez, propone una asonancia perfecta con la biografía de Lynch. Recuerdo la primera frase, cuando José Palacios encuentra al derrotado Bolívar en la bañera y, de verdad, tengo mas ganas de volver a leerla que de estudiar las carta de Jamaica. El historiador Lynch confirma la visión del novelista Gabo.

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10 de agosto de 2006
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Otra crónica del niño gris

Con los años uno se pone quisquilloso. Muchas cosas que parecían brillar con fulgor de oro terminan reveladas, al paso del tiempo, en su impostura o peor aún, en su vulgaridad. Así perdí el respeto por buena parte de los periodistas de mi país; quizás se deba a que los conozco demasiado, y que al verlos de cerca les descubrí las costuras, o el ansia de figuración –indominable, en muchos casos- que abarata lo que dicen. Sin embargo nunca dejé de creer que Rodolfo Walsh es un modelo a seguir, seguramente porque excelía como periodista y como escritor, pero ante todo (esto es lo más difícil de imitar) porque tenía una ética de la que no se apeó ni siquiera cuando le adelantaron la cita con la muerte. (Me vino a la cabeza un recuerdo, permítanme la digresión. Una vez apliqué a una beca para hacer un Master de Periodismo en Harvard. La instancia final suponía una “entrevista” con un figurón del periodismo local, que funcionaba como filtro. Me tocó la peor de las opciones posibles, un tipo de la radio y de la TV a quien yo despreciaba, amigo del poder, liberal siempre y de derechas si hace falta. La conversación fue incómoda, hasta que llegó lo que entendí era la pregunta clave. El hombre me pidió que nombrase una obra que yo considerase un modelo de periodismo. Opté por el sincericidio: le dije que mi modelo era Operación masacre, la obra consagratoria de Walsh. Fue como decirle a George Bush que admiraba la oratoria de Fidel. Nunca obtuve la beca, como imaginarán.)

Lo que nunca perdí en todos estos años fue el deseo de leer los artículos de Horacio Verbitsky, que aparecen regularmente en el diario Página 12. Horacio es lo más parecido a un maestro vivo que yo reconozco. Conservo el recuerdo del elogio que hizo a un capítulo, ¡tan sólo uno!, de mi primera novela, El muchacho peronista, como el de uno de mis momentos más altos. A mediados de los 80 coincidimos en la redacción de la desaparecida revista El Periodista, y durante algún tiempo coqueteamos con la idea de trabajar juntos en algún proyecto. (Lo arruiné todo yo, por supuesto: era demasiado joven y demasiado tonto, y además, lo admito, venía pésimamente equipado para el periodismo de investigación.) Sin embargo nunca dejé de leerlo. Mientras la literatura –el camino que yo había escogido desde que medía apenas un metro- se autocondenaba a la intrascendencia en la Argentina, los libros periodísticos de Horacio cambiaban la historia. Robo para la corona alertó sobre las costumbres rapaces del menemismo. Hacer la Corte desnudó la forma en que el Poder Judicial se vendió al mejor postor durante los 90. El vuelo estremeció al difundir la confesión de un represor: por primera vez un militar admitía haber participado de los llamados “vuelos de la muerte”. El silencio describió la complicidad de la jerarquía católica con los dictadores de los 70, un estrago cuya herencia sigue operando en este presente.

Han pasado ya unos cuantos días, y la columna que Horacio escribió en Página el domingo 6 no se aparta de mi mente. Se llamaba El niño gris. Quizás convenga que la busquen en los archivos del diario (www.pagina12.com.ar), porque si lo hacen verán además la fotografía que inspiró el texto. “La imagen del niño gris me asediará mientras viva”, dice Horacio, “como ocurre con una del Holocausto en la que un chico de cinco o seis años, arreado rumbo a la solución final nazi a punta de ametralladora, camina con las manos en la nuca y mira con estupor a la cámara. Es decir a mis ojos”. El niño gris es un bebé libanés de pocos meses, cubierto por el polvo del edificio que se le cayó encima debido al bombardeo del ejército israelí. Podría pasar por una estatua, o por una de esas figuras que la lava preservó en la Pompeya arqueológica, de no ser por el detalle de color: un chupete azul que cuelga de su cadenita de plástico. Pocos días atrás yo había hablado aquí mismo del poder de estas imágenes, a causa de otro niño libanés o palestino a quien vi por la TV. (La guerra produce estas figuritas a razón diaria, con fervor industrial.) Entonces sugerí que se mostrase su cuerpito roto a los combatientes antes de salir a la batalla, diciéndoles: Este es el hijo de tu enemigo, hoy; y será tu propio hijo, mañana. Aquel niño quemado, este niño gris, cualquiera de las fotos serviría porque comparten la misma, desoladora elocuencia.

Horacio es de los que llaman a las cosas por su nombre, pero no recuerdo haberle leído nunca frase más tajante que la que usó para cerrar el artículo: “Detener la mano asesina es un imperativo categórico”. Vuelvan a leerla. Es clara, es simple, es de lo que se trata.

Pasa el tiempo y Verbitsky sigue marcándonos el camino.

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10 de agosto de 2006
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LA GENTE BUSCA GENTE

Tras el boom de las compañías punto.com de hace seis años ha estallado el éxito de las empresas que gestionan los puntos de encuentro entre usuarios. Al éxito de la tecnología aplicada a los negocios sucede la multiplicación de los negocios que tienen su base primordial en las personas.

En mi último libro Yo y tú, objetos de lujo, califiqué este fenómeno como la primera revolución del siglo XXI. El máximo interés de la gente es la otra gente pero ahora, además, se hace posible desarrollarlo y gozarlo sin miedo a ser castigado mortalmente por ello. Estar o no conectado en cualquier ámbito y mediante links en los que abundan las personas decide vivir o no en la actualidad de nuestro tiempo.

El conocimiento científico, las informaciones de consumo, las opiniones políticas se cruzan en una trama sobre el espacio abierto que ha facilitado y estimulado la red. Este universo de contactos innumerables posee una importante condición inédita. Conectamos con más gentes sin tener que sufrir la penalidad de su aliento o su espesura. El contacto “personista” se define por una relación entre personas sin el atosigante tufo personal.

Hay conexión e implicación pero no grandes entrañamientos. De la misma manera que el saber actual es más superficial que profundo  la relación con las personas a través de la red conforma un modelo extensivo y no intensivo. Tratamos con una multiplicidad de individuos para degustarlos no integralmente sino en determinados aspectos que nos complacen o nos interesan.

El mundo avanza de esta manera como en un inmenso frente de relaciones ligeras y dejando atrás las pertenencias y raíces más fuertes. Vivimos o navegamos en un océano global sin apenas detenernos en exploraciones abisales. En lugar de entrar en el otro (familiarmente, románticamente, sexualmente) hasta el fondo, sustituimos de la cavidad por el roce o el cutis.

Incomparablemente nuestra interrelación resulta más liviana y cambiante, menos personalista al modo católico de Mounier que personista. En Sillicon Valley se asiste a la eclosión de estos incontables sites interpersonales, preparados para toda suerte de contactos y encuentros con el asombro que provocó la  famosa burbuja tecnológica. La fundamental diferencia consiste en que ésta venía a culminar una carrera continua en las invenciones materiales mientras la proliferación de las actuales webs sustituye la materia por la carne, la perfección del artefacto por la vicisitud del sujeto.   

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10 de agosto de 2006
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Padres de la patria

La descripción de los últimos años de Constantinopla, en el relato clásico de Steven Runciman, es inolvidable. El lector se va sintiendo cada vez más sobrecogido a medida que ve crecer la lucha a muerte entre los distintos sectores y barrios de la capital del imperio. Latinos contra bizantinos, genoveses contra pisanos, griegos contra venecianos, en una ciudad sobre la que estaba cayendo el imponente ejército de Mahomet II como nube de langostas. Y cuanto más se aproximaba la media luna, más se enconaban las reyertas cristianas.

Con las más variadas excusas, los unos a los otros se acusaban de traidores, ladrones, corruptos, criminales, herejes o imbéciles, y se degollaban entre sí con verdadero entusiasmo. Estaba ya el ejército otomano a las puertas de la ciudad cuando todavía unos cristianos (los genoveses) traicionaban a otros cristianos (todos los demás) por un puñado de monedas.

Parece incomprensible este suicidio frenético del último minuto, y sin embargo se repite una y otra vez con mayor o menor intensidad. Una furia demente ataca a aquellos que en realidad no creen ya en la victoria y ni siquiera la desean. Enloquecidos por la vergüenza, los derrotados se lanzan sobre cualquiera que se encuentre a su lado para echarle toda la culpa del fracaso.

El odio al más próximo aparece cada vez que se produce la certeza de un fracaso común. Lo cual sucede en las naciones, en las familias, en los negocios compartidos, en los matrimonios, en los viajes organizados y en toda empresa colectiva que se va al garete. No es fácil soportar la culpa, ni comportarse responsablemente ante la propia inoperancia. Creo recordar que es en el Bhagavad Ghita en donde el derrotado emperador de la India se ve en la obligación de enseñar al joven Alejandro lo que debe hacer un rey que ha vencido a un emperador y le va dictando los pasos rituales, incluida la decapitación del vencido.

Cuando el que se siente culpable del desastre carece de fortaleza moral, acusa de su fracaso al primero que pasa ante la mirilla de su escopeta. La causa de todos los fracasos de algunos vascos son los españoles, la causa de todos los fracasos de los nacionalistas catalanes la tiene Madrid, los fracasos del PP son culpa de los socialistas y viceversa, muchas mujeres creen que su desgraciada situación obedece a una culpabilidad natural de los hombres y no pocos hombres desgraciados se creen víctimas de las mujeres.

Para poder cerrar los ojos ante la propia incompetencia, la incapacidad para cumplir con la tarea asignada y la falta de coraje para asumir responsabilidades, se hace imprescindible un chivo expiatorio. De ese modo el incompetente mantiene una última pretensión de inocencia que sólo él defiende ante un escenario desolado antes de quedarse solo por completo.

El último capítulo del odio hispánico, con motivo de los incendios gallegos, es tan colosalmente idiota que lleva a creer en el derrumbe ineludible de toda la especie política española. Como en Italia, los ciudadanos nos encontramos secuestrados por bandas de parásitos que se acusan mutuamente de todos los males que nos infligen. Esos males que nos abruman son, sin embargo, el objeto con el que justifican sus elevados salarios. Se supone que han sido elegidos para impedirlos. Por el contrario, se alimentan de ellos.

Entre las ruinas de un país donde la zona salvada de las llamas es un desierto, y la que no es un arenal o un baldío de ceniza humeante es una termitera de cemento, los cabezudos de cerebro de cartón se apalean incansablemente con las tibias de los muertos, pero en sus bolsillos suenan las monedas de oro.

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10 de agosto de 2006
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El libro como talismán

Cuando T. E. Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia, se fue al desierto, dos libros se convirtieron en parte del equipaje que transportaba a todas partes: La Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory, y La odisea. Una elección insuperable, al menos para cualquiera que conciba su vida como una aventura. La Morte d’Arthur habla de los esfuerzos sobrehumanos por retomar contacto con lo divino, o cuanto menos con la mejor parte de la naturaleza humana. La odisea nos recuerda que, aun después de haber obtenido ese imposible, siempre resta el penoso trámite de volver a casa.

No me cuesta nada entender eso del hombre que intenta definirse a partir de un par de libros. Significa que el hombre en cuestión está eligiendo un destino para sí: los libros seleccionados señalan el marco en que inscribe ese destino, la línea que pretende trazar con su aventura y también la forma en que desearía ser leído; y a la vez, por el hecho de someterlos a consulta constante, esos libros constituyen el mapa de su búsqueda. ¿Qué volúmenes elegirían para que los acompañasen, si tuviesen que dejar su casa para entregarse a la aventura de sus vidas? O mejor aún: ¿qué aventura elegirían en este mundo de hoy, si se viesen obligados a abandonar la comodidad de sus hogares?

A pesar de que formamos parte de una civilización de imágenes, a pesar de que la tecnología nos permite ahora llevar en el morral un DVD-player con, por ejemplo, ejemplares de El Padrino y (nótese la ironía) Lawrence de Arabia, nunca iríamos al desierto, a la selva, al mar, a la estepa con películas en el bolsillo. La tecnología sigue siendo demasiado frágil para los zarandeos humanos: se puede estropear con un golpe, se puede mojar, se puede llenar de arena, se puede quedar sin batería. Además la tecnología es cara, y por ende resulta codiciada: ¿quién nos asaltaría hoy para robarnos un libro?

Un libro lo soporta todo siempre y cuando se lo proteja del fuego. Puede ser golpeado, arrojado a la distancia, doblado, aplastado y hasta mojado, si se toma el recaudo de permitirle secar. Puede ser usado como almohada, como cuña, como objeto contundente. Tiene además otra gran ventaja por encima de las películas: puede ser reescrito, anotado en los márgenes, contradicho y completado con nuevos conocimientos, como hacía el protagonista de The English Patient con su ejemplar de Las historias de Heródoto.

Qué invención más maravillosa. Es rara la ocasión en que salgo a la calle sin un libro, a no ser que vaya al supermercado o al quiosco de mi cuadra. En cada salida el libro es mi compañía, mi garantía de que podré encontrar iluminación en cualquier calle, en cualquier bar o durante una espera. El libro es mi compañero de viaje, mi vestimenta, mi seguridad. Creo que Lawrence se llevó estos dos al desierto por las razones apuntadas, sí, pero además porque comprendió que, para gente como nosotros, no existe talismán más poderoso.

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9 de agosto de 2006
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VISIÓN NUEVAYORKINA

Sólo un oligofrénico puede escoger como portada de un libro sobre Nueva York una vieja fotografía de Raymond Depardon con las torres gemelas del World Trade Center. ¿Quién ignora que ya no están? Hasta la fecha de su desplomo es conocida por todos: 11 de septiembre de 2001 es una manera común de nombrar a un cambio de las relaciones internacionales. En esta fotografía, el primer plano es el abrazo de una pareja, de pie en la parte trasera de un ferry que va rumbo al oeste. Casi todo es espuma de estela, agua y cielo, pero se reconoce la estatua de la libertad en el fondo y las torres están de pie en un pequeño bosque de rascacielos. Una fotografía como esta detiene cualquier esfuerzo de apartarse del pasado.

Esta fue mi primera reacción al abrir Historias de Nueva York de Enric González (ediciones RBA) cuya tapa despliega la maldita imagen. Sin embargo, el libro me quitó enseguida la rabia. Es un texto que recuerda el poder de las palabras con relación a las imágenes. Depardon no cuenta para nada frente al humilde testimonio de Enric González. Dice que fue de corresponsal a Nueva York para el diario El País, que la ciudad le gustó un montón, y que tres de sus amigos periodistas murieron (tiros en Haití, misil en Irak, suicidio en Bolivia) durante su estancia.

Es un libro sin pies ni cabeza. A lo mejor, voy a decir que ni es un libro, pero todos los buenos libros sobre Nueva York son así. Aceptan la derrota de antemano. Saben que la ciudad ya ganó sobre todos y se limitan a describir los pormenores de una derrota que de manera usual llamamos vida humana. Ejemplo de un párrafo completo: “Fui sensato y tomé un taxi hasta los billares de Houston Street, donde un chaval filipino me ganó unas cuantas partidas. Luego jugué contra su novia, que también me ganó. Me largué antes de que me ganara también el paragüero de la entrada”.

En Nueva York, hasta el paragüero te gana, pero la ciudad te regala una ternura insuperable cuando se disfruta con otros de los copitos de nieve, de las leyendas (de mafia, de riqueza, de alquiler de pisos, de baseball, sobre todo de baseball), de un plato de clam chowder o de la ropa que tan bien planchan los chinos.

González cita el título de una canción de Ralph Freed: “How about you”. La conozco; fue escrita para la película Babes on Broadway (con Garland y Rooney). Es una celebración de los “pequeños placeres” de la vida:

I like New York in June
How about you?
I like a Gershwin tune,
How about you?

(Me gusta Nueva York en junio/¿qué te parece?/Me gusta una canción de Gershwin/¿qué te parece?)

Me gusta el libro de Enric González, How about you?

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9 de agosto de 2006
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EL CALOR Y LA TELE DE HIELO

No debe dejarse pasar la oportunidad de estas fechas febriles  para censurar a los medios de comunicación en general y a las emisoras de televisión en particular su irresponsable comportamiento ante la acuciante necesidad de los receptores. La irresponsabilidad alude a su ausencia de respuesta a la solicitud de informaciones detalladas sobre el fenómeno del desaforado calor.

En general cabe calificar de irresponsable a aquellos que no responden ante un problema que  podrían contribuir a resolver o  a atenuar. Efectivamente la información por sí sola no sana del mal que se sufre pero mejora netamente la posición del paciente ante su eventual enfermedad. Gracias a la información que se recibe el enfermo no queda como un ser inválido e invalidado frente a la adversidad ni tampoco como un vulgar paciente en el charco de la ignorancia sino que, gracias al conocimiento del mal, conquista la posibilidad de tratarlo, de tratar directamente con él y establecer una relación propia que le dignifica y mejora.

Las decenas de miles de pasajeros perjudicados por la huelga del Prat fueron empujados, además, a la degradación al no ser informados del conflicto en cuanto personas y ser, en cambio, olvidados como las maletas.

Igualmente, las decenas de millones de españoles que han sufrido la furiosa vehemencia de las temperaturas durante días sin fin se sintieron además maltratados por la carencia de suficientes explicaciones sobre el agobiante fenómeno.

Los hombres y las mujeres del tiempo han venido apareciendo en su habitual y estrechísimo espacio que les conceden los telediarios para exponer como siempre a la carrera, sin cambio en su ritmo frenético, el estado de la cuestión. ¿Cómo justificar este despecho del sentimiento y el interés real de los espectadores?

Ninguna obligación de horarios en la programación establecida sería fácilmente asumible, puesto que en agosto sobran horas para la programación de relleno y muchos minutos de publicidad en los bloques. Por tanto, ¿cómo no haber dispuesto un suplemento excepcional que informara a los sofocados veraneantes y no veraneantes del momento excepcional del clima? ¿Con qué razón se ha eludido repetidamente a la clientela un trato acorde con su condición de personas y en trance de ebullición?

Esta grave deficiencia del sistema televisivo ha puesto de manifiesto  la profunda incomunicación entre la pantalla y su público.

La pregunta más repetida fue esta: ¿es la televisión mala porque el público es todavía peor o es el público una materia en defradación por infujo  del medio?

En numerosos asuntos no se encuentra una respuesta cabal a esta vieja interrogación pero ahora, con motivo de la gran canícula, puede decirse sin riesgo que el fracaso proviene de la inmutada pantalla, fría, inerte, sin ápice de un pensamiento cálido y cómplice hacia una clientela que estaba ardiendo de la cabeza a los pies. 

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9 de agosto de 2006
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