Marcelo Figueras
La revista Rolling Stone significa mucho en mi vida. Empecé a comprar la edición original a fines de los 70, cuando daba mis primeros pasos independientes; todavía conservo el ejemplar que tenía a los Blues Brothers en la tapa, con sus rostros pintados –precisamente- de azul. En realidad conservo toneladas de ejemplares, todos y cada uno de los que compré –y durante una larga época, cuando ya podía disponer de dinero de manera regular, los compraba mes tras mes de manera inexorable. ¿Qué hacen ustedes con las revistas viejas que alguna vez leyeron con fervor? Yo no puedo deshacerme de ellas, por más lugar que ocupen: tengo cajas y más cajas llenas de ejemplares de Rolling Stone, y de Esquire, y de Vanity Fair, y del viejo Expreso Imaginario, que durante muchos años fue lo más parecido a la Rolling que tuvimos aquí en la Argentina.
Dejé de comprarla de forma regular a mediados de los 90. Mi vida se había complicado, vivía en un sitio donde no había lugar para una revista más y además Kurt Cobain, la última esperanza blanca del rock and roll, había muerto. Por entonces sentía que la Rolling había perdido el rumbo; ya no tenían la mano sobre el pulso del tiempo, querían complacer a las nuevas generaciones y por eso sacaban tapas con N’Sync, Britney Spears y porquerías semejantes, no eran ni chicha ni limonada: parafraseando a Jethro Tull, se habían vuelto demasiado viejos para el rock and roll aún cuando eran demasiado jóvenes para morir. El legendario Jann Wenner, uno de los fundadores y director de la revista, bajaba de peso y se vestía de yuppie para actuar junto a John Travolta y Jamie Lee Curtis en una película sobre la manía de los gimnasios llamada Perfect. ¿Qué demonios pasaba por su cabeza por entonces? Algo parecido, imagino, a lo que pasaba por la mía; todos perdimos un poco el norte en aquella década horrenda.
Volví a prestarles atención cuando salió la edición argentina. Estoy convencido de que en muchos sentidos, la Rolling local estaba más cerca del espíritu original que la versión americana que seguía editándose simultáneamente: Victor Hugo Ghitta, Ernesto Martelli y el resto del equipo realizaron una inteligente selección de los materiales originales y le agregaron el condimento de lo que ocurría aquí, tanto en lo musical como en lo cultural y por supuesto en lo político –que nunca podía ser poco en la Argentina de la crisis, que incineraba a sus jóvenes como lo hizo durante ese concierto en un local llamado –adecuadamente, en tantos sentidos- República de Cromagnon. Cualquier vistazo a las tapas originales de la edición local, diseñada por el talentosísimo Fabián Di Matteo, persuadiría a cualquiera de que esta Rolling sudaca está a la altura de la historia grande de la revista.
Ahora me compré el número extraordinario que celebra las mil ediciones. Su tapa es un collage a lo Sgt. Pepper, con Cobain y el célebre Hunter Gonzo Thompson como ángeles rectores y otras ciento cincuenta y dos figuras que representan la compleja y multiforme cultura de estos casi cuarenta años, desde Timothy Leary a Bart Simpson, desde Elvis Presley y Muhammad Ali hasta Darth Vader. Leerla fue un placer, no sólo por su revisión de tantas historias de tapa escritas por autores como Greil Marcus, Cameron Crowe y Jonathan Lethem, sino porque me permitió reevaluar su rol en mi propia vida. Las primeras noticias sobre muchos de los artistas que hoy admiro las obtuve en los artículos de Rolling Stone, que oficiaron de faro. A veces extraño la falta de medios a los que abrazarse incondicionalmente, a sabiendas de que van a llevarnos por un buen camino; en el mundo de hoy la luz es mucho más fragmentaria, hay que buscarla de manera más denodada en infinidad de medios –como éste, por ejemplo-, extraerla del barro, limpiarla y considerarla otra vez, para ver si resiste el nuevo análisis. Pero todavía hoy, aunque más no sea de tanto en tanto, sigo encontrándola en la vieja Rolling Stone.
Estoy orgulloso de haber colaborado en sus páginas.