Félix de Azúa
Si vivir en el fuerte de Rapitán es hundirse en la experiencia subterránea, telúrica, de los Nibelungos y otras criaturas de la escondida roca maternal, la visita de San Juan de la Peña es acudir al altar de Parsifal para introducirse en la boca misma de la Tierra.
La peña que le da nombre es una lengua rojiza que se desprende del monte y forma un voladizo bajo el que cabría un portaviones. Lo sorprendente es el color, más sanguíneo que arcilloso, aunque varía con las horas del día y puede llegar a sugerir un cortinaje carmesí mineralizado, a punto de caer sobre la entrada del monasterio viejo. Es, en todo caso, el paladar gigante que protege la boca de una cueva sagrada.
La materia de la que está hecha la peña es un conglomerado oligoceno, formado por cantos rodados y un cemento calcáreo que los expertos llaman “pudinga”. Los cantos, del tamaño de un balón de rugby, llamados “bolos”, se desprenden con facilidad y durante siglos han matado a los peregrinos y frailes del monasterio, con lo que el número de almas salvadas ha sido grande pues nadie ha podido mantenerse en este lugar temible por mucho rato sin confesar y encomendarse al Más Allá con temor y temblor.
Los turistas, claro, son escasamente medievales y muchos de ellos no aceptarían ser llevados a la fuerza hasta el Cielo. Eso sin considerar que en una notable cantidad, los turistas no confiesan. Y no me refiero sólo a los japoneses. Para remediar una posible protesta, la peña está ahora cubierta por una tela metálica que añade brillos malignos a la ya amenazadora avalancha petrificada. Los cantos que se desprenden dan en la malla y quedan allí, flotando, sostenidos en el aire, lo que añade un efecto surreal y milagrero al conjunto.
En el interior se extiende una poderosa sucesión de aposentos, iglesias, basílicas, capillas, claustros y pasillos, que perforan la tierra y se unen a ella fraternalmente. El núcleo principal, de los siglos XI y XII, ya era famoso en aquellos años de cruces y espadas, y acogía el panteón real. No hay que olvidar, sin embargo, que estamos en un lugar apenas arrancado a la entraña terrestre, de profunda memoria pagana, y en el panteón real, junto a reyes y abades, yace también el famoso conde de Aranda, el más sagaz de los ministros iluminados, seguramente masón y jefe de masones.
En la iglesia del monasterio, los ábsides de preciosa fábrica románica están excavados en la roca, la cual forma también la bóveda, de modo que los elementos de soporte son decorativos, aunque parecen aguantar la montaña entera. Nos explica José Luís Solano que en esta nave, a la hora sexta de un día del año 1061, la cristiandad cambió del rito mozárabe al latino. Uno imagina la instantaneidad del acontecimiento y oye en todas las iglesias de España el paso cambiado de la sinuosidad respiratoria del viejo rito al orden geométrico del gregoriano, como quien cambia un Debussy por un Webern.
El poder inmenso de estos lugares telúricos me desconcierta. Sobre un altar, el Santo Grial. Quizás habría que decir, “uno de los santos griales”, ya que los hay por todas partes. El de San Juan de la Peña está hecho de cornalina y luce unas alhajas verdes, quizás esmeraldas, con perlas al tresbolillo. Yo no dudo de que sea el auténtico y tengo para ello mis razones. Las expongo.
La atracción que ha ejercido desde siempre este primer recipiente de la sangre de Cristo llegó hasta las lejanas tierras germanas y un buen día el propio Wagner atendió como hipnotizado y sin saber a dónde iba, desde su residencia de Baviera y siguiendo una llamada que retumbaba en sus oídos con eco de metales y percusión, al poderoso encantamiento. Caminó a ciegas y los brazos extendidos hacia adelante durante semanas. Cuando por fin logró llegar hasta la Peña malentendiéndose en su cerrado alemán con nativos de la zona oscense que apenas hablaban castellano ni lengua alguna indoeuropea, cayó de hinojos ante el grial como si le hubiera golpeado uno de los bolos de cuando no había malla. Mientras caía derrumbado, sonó profundo y tristísimo en el teatro de su cabezota prognática, el tema de Parsifal.
Salió de las entrañas de la tierra tambaleándose y como borracho y ya no se detuvo hasta encontrarse de nuevo en su gabinete, componiendo a toda velocidad su última ópera, la que le costaría el odio y la befa del hombre más inteligente del mundo, el sulfúrico Friedrich Nietzsche, el cual comprendió de inmediato que aquella era una música nacida del terror a la muerte e inspirada por el dios de los siervos.
Sin embargo, Wagner no se había movido en ningún momento de su mesa de trabajo y así se lo confirmaron los ujieres y muchachas de servicio, entristecidos por la incredulidad del maestro el cual insistía iracundo y con los ojos desorbitados en que acababa de regresar de un largo viaje. A las pocas semanas moría fulminado.
Si esta no es suficiente prueba, que baje Dios y lo vea.