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Blogs de autor

Narrar para vivir

Por 16 de octubre de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Ayer domingo me quedé enganchado con dos fotos, que reproducían tanto Página 12 como Clarín. Se trataba de fotografías tomadas por Helen Zout, que desde 1999 viene realizando un trabajo llamado Huellas de desaparecidos durante la última dictadura militar que le valió en la ocasión una beca Guggenheim, y que está en exhibición en Buenos Aires hasta el 28 de octubre. La intención de Zout fue “mostrar las terribles secuelas que dejó en cada uno de los retratados el exterminio que se llevó a cabo” en los años del gobierno de facto. Entre esas fotos, por ejemplo, hay algunas protagonizadas por las muñecas que Chicha Mariani fue comprando por el mundo entero para su nieta Clara Anahí, que le fue secuestrada a los tres meses de edad y a quien hasta el momento no ha vuelto a encontrar. Zout dice que empezó a utilizar la cámara durante la época del terrorismo de Estado, “cuando fui privada de la palabra, porque estaba escondida… Tenía necesidad de sobrevivir y a la vez de no enloquecer… (Y por ello sentía) la necesidad de expresarme a través de otro medio que no fuese la palabra”.

Las dos fotos de las que hablo tienen por protagonista a Jorge Julio López, el albañil que lleva casi un mes desaparecido, después de haber declarado contra el genocida Miguel Etchecolatz. La primera foto es un retrato de López. Zout lo muestra con los ojos cerrados, pero no se trata de la cerrazón del que duerme, o del que está en paz con su alma, sino de los ojos apretados de aquel que lucha para aguantar el dolor, o bien del que busca dentro de su memoria un recuerdo quemante pero imprescindible.

La segunda foto reproduce un dibujo hecho por López. Con una letra grandota y torpe, que uno asocia a la infancia pero que en López debe tener que ver con la elementalidad de su educación formal, el albañil titula la escena: mujer gorda de V. Eliza, refiriéndose a la localidad de Villa Elisa. La mujer en cuestión está dibujada como una persona ancha, en efecto: sentada sobre el suelo, desnuda, las manos en lo alto y encadenadas a un poste de mediana altura. De sus pechos y del garabato de su vello púbico surjen líneas que no pueden ser otra cosa que cables. Los cables están conectados a una caja que sugiere una suerte de batería, usada para producir la electricidad necesaria para la tortura. La tortura está siendo practicada por dos hombres de uniforme, a los que López describe como grupo de t, por grupo de tareas. Pero existe un cuarto personaje en el dibujo, que domina el ángulo superior derecho de la escena. Su figura es notablemente más grande que las otras, y su uniforme tiene botones y correajes más vistosos. Está sentado en una suerte de trono, que tiene más de trono celestial que de dominio terreno: no tortura, pero supervisa los hechos. A sus pies dice jefe.

La cara de la mujer es una cara normal. En cambio los rostros de los otros tres son negros y ominosos, con ojos desorbitados. Quizás López haya querido decir que llevaban capuchas; o tal vez subrayaba que seguía viéndolos como demonios. Tres hombres uniformados que torturan a una mujer desnuda no pueden ser, eso está claro, ninguna otra cosa.

Lo de López me recordó los dibujos que hacían los niños palestinos bajo tratamiento psicológico, y que vi en Belén, al visitar las oficinas del doctor Elia Awwad, a cargo del departamento de Salud Mental de la Cruz Roja Palestina. Los niños dibujaban tanques, cielos plagados de bombarderos, llamaradas de fuego, la destrucción de sus hogares, soldados que les ponían esposas y los desnudaban. En la simpleza de sus líneas, una simpleza que el trazo de López comparte, no hacían otra cosa que subrayar el dramatismo de la escena: uno ve esos garabatos y comprende de inmediato que están describiendo una escena tan terrible como la de los fusilamientos de Goya.

Tanto como el dibujo y la foto, me impresionó la comprobación de que López necesitaba expresarse (de hecho escribió una suerte de diario durante años) para poder lograr lo mismo que Zout ansiaba: sobrevivir, y a la vez no enloquecer. Situaciones terminales como las que vivió esta gente evidencian la importancia que tiene para nuestra especie la posibilidad de expresarnos -¿o debería decir, para ser más preciso, la posibilidad de narrar?

“Ese es el motivo por el que escribo este libro”, dice el narrador de Norwegian Wood, la novela de Haruki Murakami. “Para pensar. Para entender. Es la forma en que estoy hecho. Tengo que escribir las cosas para poder entenderlas del todo”. Yo creo que esa es la forma en la que todos estamos hechos, el cableado que llevamos dentro de la cabeza: contamos lo que nos ocurrió, recordamos, pensamos en voz alta, escribimos diarios (¡o blogs!), narramos de una y mil maneras, apelando a mil y un géneros, a mil y una disciplinas (podemos hacerlo sólo con imágenes, como Zout) para sobrevivir, para no enloquecer; y en el proceso damos testimonio de lo ocurrido, para que nadie olvide lo que pasó, para que todos puedan entender lo que ocurre cuando la violencia sustituye a la imaginación, para que con el tiempo nuestro cableado se modifique y la especie venga ya de fábrica vacunada contra la intemperancia.

Como todos los días desde hace un mes, rezo por la aparición con vida de López. La foto de su rostro nos interpela a todos desde cada ómnibus, desde la vidriera de cada negocio, desde los afiches de cada calle, como un mudo pedido de justicia.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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