Félix de Azúa
¿Es posible leer un reportaje del año 1880 como si relatara un suceso contemporáneo? Pues eso es lo que me ha sucedido con las sesenta apasionantes páginas de Los ingleses en Egipto, conjunto de crónicas que Eça de Queirós envió al diario brasileño Gazeta de Notícias en 1882, mientras ejercía de cónsul en Bristol (Cartas de Inglaterra, Editorial Acantilado).
Con una prosa incisiva (no en vano sus novelas son las mejores de la península en el ochocientos, por encima de las de Galdós diría yo), da cuenta de la operación militar británica que supuso el cambio violento del colonialismo europeo hacia el imperialismo agresivo: la destrucción de Alejandría y la conversión de Egipto en un protectorado.
Todo el proceso, fascinante, es un prototipo de las dos guerras de Irak, como si los estrategas de ambos Bush, padre e hijo, hubieran dejado el diseño de la campaña en manos de los servicios de inteligencia británicos, los cuales, unos haraganes redomados como siempre los ha descrito Graham Greene, se limitaron a copiar el programa que había aplicado Gladstone a una situación similar cien años antes.
Hay coincidencias incluso en la acusación de ocultar “armas de destrucción masiva”. Entonces eran “fortines secretos” que amenazaban el libre paso de la armada de Su Majestad. Una patraña tan estúpida como la nuestra, ya que era facilísimo comprobar su falsedad. El funcionariado se renueva, pero sigue siendo incompetente.
Cuando el almirante Beauchamp Seymour comienza a bombardear Alejandría sólo consigue que los ejércitos de Arabi Pachá se retiren al desierto, desde donde no cesarán de hostigar a los cuerpos expedicionarios británicos, y que una población enfurecida arrase la ciudad de Alejandría, la perla comercial inglesa del Mediterráneo.
El comentario de Eça es contundente: “Las bombas del almirante quizás no destruyeran más que algunas casuchas árabes, pero a la falta de previsión del Gobierno (inglés) se debe la ruina de Alejandría”. Véase que el problema moral ni se plantea. El problema de la estupidez es previo.
Allí sonó por vez primera la amenaza de una yihad, un alzamiento en masa del mundo musulmán contra Inglaterra. De antiguo le viene, la animadversión musulmana contra los anglosajones.
Naturalmente, el ataque encubría la dependencia estratégica de los navíos británicos: era imprescindible que dominaran el canal de Suez si querían mantener abierta la ruta de la India. Exactamente como nosotros necesitamos el petróleo si no queremos cerrar todas las rutas. El único modo de evitar guerras en Oriente Medio sería eliminar ese capricho que es el automóvil privado, entre otras cosas. La protesta moral es secundaria.
De modo que un prosista de altura, como Eça, es capaz de mantener con vida un episodio bélico remoto y recordarnos que todo se repite. La famosa frasecita de Marx según la cual la primera vez es un drama y la segunda una comedia, peca de optimista como todo lo suyo. La primera, la segunda, la tercera y seguramente también la undécima, es un drama. Para que se convierta en comedia hay que esperar varios siglos.
Entre los sucesos de 1882 y los de 2002 hay otro elemento común y duradero: la inmensa chapuza de aquellos que sólo confían en el aplastante poder de la técnica. Sin hombres que tomen el territorio y reconstruyan la administración, las invasiones se convierten en una pura carnicería. Sorprendentemente, los seres humanos aún tienen cierta importancia.