Vicente Verdú
Puede considerarse una bendición que Bono haya sostenido el “no”. La mayor parte de las decisiones más notorias de este gobierno han adquirido la condición de chapuzas. No “chapuza” en sentido rigurosamente conceptual sino chapuzas en su visible componente formal.
Sin que exista explicación fácil la estética no parece haber penetrado todavía aquí en la ya crecida política del espectáculo.
Ni en la horrenda escenografía de los mítines, ni en los acartonados ademanes de los candidatos. Tampoco en la posible toma de decisiones importantes ni en el mismo estilo del talante declamatorio.
Varios de los más altos representantes del Gobierno o de la oposición prolongan los portes convencionales de otro tiempo o, sencillamente, no dan valor a las formas.
Desde las negociaciones con ETA a la accidentada reforma del Estatut, desde los no pactos sobre emigración a los términos de la ley de Memoria Histórica, este gobierno ha ido sembrando su mandato de tropezones, resbalones, rectificaciones y adefesios.
La designación de Bono a contrapelo de su voluntad y mostrando las vísceras de intereses intrapartidistidas ha entregado el último episodio de la continuada política de la fealdad. Con el rastro de la experiencia vivida queda la desagradable impresión de haber observado la consideración de un militante político como si se tratara de un soldado de Dios o un sicario del Jefe. La afirmación en su negativa se ha estimado tan insólita dentro del partido que las consecuencias desbordan cualquier manual de previsión.
Lo común, normal, lo lógico en lo partidario sería obedecer soviéticamente al mando puesto que, como se ha repetido estos días pasados, el militante se encuentra “a disposición del partido”. Dispuesto para lo que el partido guste ordenar continuando así la tradición de las órdenes monacales o las secuencias de la jerarquía militar.
“Lo que Rafa y yo” decidamos, decía Zapatero aludiendo a Simancas. El militante deja de ser algo personalmente y sólo en determinados casos en que el militante se desencarna como tal, escarnece al jefe, se reencarna en padre de familia, se da de baja y, en consecuencia, muere como milicio, cabe en el capítulo de excepción.
Excepción que conlleva, consecuentemente, la expulsión, la purga o la marginación. Bono ha terminado pues para el socialismo de Zapatero. Deberá esperar, si sigue anhelando participar en la política, a una reencarnación distinta puesto que en el organismo establecido actualmente se ha comportado como una piedra, un cálculo, un elemento extraño que conviene expulsar o disolver.
Los partidos, dicen sus militantes, son “máquinas de picar”. Hamburgueserías que traducen las piezas enteras en picadillos, las identidades diferenciales en una masa maleable y presta para hacer alcaldes de Madrid, presidentes canarios o ministros de industria, sin importar la voz de esa carne ni tampoco su sabor (su saber). Se hacen voluntariamente carnaza para ser del partido y de ahí, finalmente, el feo aspecto que presentan cuando hechos pedazos emergen a la luz pública y dicen sí queriendo decir no. O dicen sí para, tazados, no pudrirse en el cantón.