Marcelo Figueras
John Richter vio cosas terribles, pero no perdió su fe en la luminosidad del espíritu humano. Trabaja desde hace 33 años con prisioneros del sistema penitenciario de Orlando, Florida. En 1992 lo asignaron al programa Youthful Offender de la cárcel de Orange County, donde van a parar los adolescentes de 14 a 17, muchos de los cuales cometieron crímenes terribles y son, en consecuencia, juzgados como adultos. Según contó a The New York Times, cuando llegó a ese lugar los incidentes violentos dentro de la cárcel juvenil eran numerosos. A mediados de los 90 se le ocurrió impulsar a los internos a leer. El primer libro que les proporcionó fue Devil In A Blue Dress, de Walter Mosley, la más famosa de las novelas del detective Easy Rawlings. “Era fácil de leer y había personajes negros”, dice Richter. La mayoría de los detenidos también son negros. El éxito de la experiencia impulsó a Richter a enviar a distintos autores tanto copias de los informes que redactaban los muchachos como fotografías de las clases. El primero en aceptar concurrir a la cárcel fue Ernest J. Gaines, el autor de A Lesson Before Dying, que habla de un joven negro sentenciado a muerte. A partir de entonces han sido numerosos los escritores que aceptaron la invitación de Richter, dentro de un programa que ya tiene nombre propio: Literature n’ Living. Es decir, Literatura y Vida. Todo un programa de acción, cuyo nombre liga dos elementos que nunca deberían estar separados.
El último escritor en acudir a la cárcel fue Dennis Lehane, el notable autor de Mystic River. Lehane está presentando una colección de historias llamada Coronado, cuyos protagonistas también son jóvenes, violentos e indefensos como una hoja al viento, ante un mundo demasiado complejo para sus recursos de acción. Richter recuerda que cuando llegó a la cárcel, muchos de los muchachos ni siquiera sabían leer: estaban avergonzados, “la escuela era su némesis, el símbolo de todos sus fracasos”. Quizás el mérito mayor de Richter haya sido su sagacidad al elegir los textos que presentar a los internos. Como se ve hay muchas historias relacionadas con sus propias vidas, como las escritas por Gaines y Lehane, pero Richter también les inoculó el gusto por una serie fantástica llamada Redwall, en la cual se habla de ratones que combaten a ratas y a otros predadores. “Al principio me preguntaban por qué tenían que leer sobre ratones”, declaró Richter al Times. “Yo les decía, cierren la boca y lean. Ahora les encanta”.
En todo caso, esa sagacidad es la misma que deberían tener todos los maestros de literatura, como condición sine qua non. A todos los que colaboramos con este blog –aunque más no sea leyéndolo- nos consta que la literatura es un universo maravilloso, que ha hecho de nuestras vidas algo infinitamente mejor de lo que habrían sido sin su luz. Esta magia es democrática en su origen, porque puede afectar a todos por igual. Lo que precisa de forma inexorable es al menos un mago, una figura merlinesca que nos proporcione la llave de acceso a ese universo. En muchos casos es una madre o un padre, un amigo o un hermano mayor, y hasta un profesor. La llave tiene la forma simplísima de la historia adecuada. Todo se reduce a que el chico encuentre el relato que lo seduzca. Y a esta altura de la historia de la literatura, está claro que existen relatos para cada medida y para cada paladar. La cuestión es tomarse el trabajo de buscarlos primero, y de hacérselos llegar a sus destinatarios en tiempo y forma. Richter, que evidentemente no es ningún ingenuo, incentiva a sus lectores prometiéndoles recompensas a las que no suelen acceder durante su estancia en la cárcel: visitas familiares, cuando la mayor parte de las veces solo pueden comunicarse a través de cámaras de video, y lo que ellos consideran una comida de verdad –pollo frito, pizza, sandwiches de esos a los que llaman submarino. La llave adecuada y el incentivo adecuado: he ahí el quid de la cuestión. Desde que el programa está en marcha las peleas en el pabellón se redujeron notablemente.
Me conmueve Richter tanto como me fastidian los escritores que parecen fascinados con el actual proceso de elitización de la literatura. Me cruzo con muchos que se manifiestan felices por el hecho de que cada vez se lea menos. Son pobre gente que vive su fantasía de pertenecer a un grupo selecto, conscientes de que solo pueden brillar dentro de una tribu mínima; por algo se cuidan de hacer saber a sus acólitos que son incapaces de escribir libros como los que se escribían en los tiempos en que Dickens conmovía a Londres, desde sus mansiones hasta sus barrios bajos. No es casual que se trate de escritores que me aburren hasta ponerme al borde del derrame cerebral. Ni tampoco que se trate de escritores cuya literatura resulte alejada por completo de todo lo que yo entiendo por vida. Por eso me parece tan adecuado el título del programa de Richter, porque subraya a los internos algo que en otra época era obvio, pero que ahora es preciso recalcar: que la literatura no es tan solo un pretensioso juego intelectual ni un saber masturbatorio, sino además un universo paralelo que nos espeja, permitiéndonos reflexionar sobre nuestra existencia; que la literatura es imaginación, y que la imaginación es el perfecto opuesto de la violencia.
Privar a un niño de la magia de la literatura es un crimen que está apenas por debajo del privarlo de alimentos y del cuidado elemental. Por eso brindo por los Richter de este mundo, y por todos aquellos que consideramos que literatura y vida es una ecuación perfecta, dado que no podríamos prescindir de ninguno de sus términos.