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Adicta al infierno

 

Todo arde es un título que evoca el fragmento de Heráclito sobre el fuego: Todo arde vivamente según medida y según medida se apaga, o también: Todo es fuego vivo que arde según medida, y según me vida se apaga. La novela es una envolvente narración sobre la combustión del ser y la disipación de la vida.

Disiparse: convertirse en aire, como dijo Fitzgerald.

Los cuerpos que buscan la disipación están buscando la desaparición. Y de hecho la novela comienza con la desaparición y la aparición de un personaje que ha emprendido un viaje desintegrador.

Los parajes de la novela son dimensiones oscuras, aunque las golpee el sol, donde la desarticulación personal excede a veces los límites de la esperanza porque prevalece la consumación, en el sentido más ígneo de la palabra. Viajamos por universos de una vida degradada, donde sin embargo alienta a veces la humanidad y el amor, en su forma más generosa y  fraternal. Nuria Barrios hace una variación del mito de Orfeo convirtiendo a Eurídice en la hermana del protagonista, que ha sido mordida por una serpiente tan letal como la del mito.

La novela en pródiga en párrafos contundentes y precisos.  Podría convertirse en una buena película.

Elijo uno de los muchos fragmentos para probar lo que digo: “Tirada boca abajo en el descampado, Noe se tapó las orejas. Temblaba sin poder controlarse contra el suelo reseco. Aferró entonces la tierra con las manos para intentar detener el temblor, cerró los ojos y hundió el rostro en el polvo y las piedras hasta que un tirón de pelo la obligó a levantar la cabeza.

Señalo en cursiva la sucesión de rimas internas que acentúan el ritmo y la melodía de las frases. Este fragmento, cogido al azar, podría quedar así en verso (lo hago para recalcar el mimbre rítmico de la prosa):

Tirada boca abajo en el descampado,

Noe se tapó las orejas.

Temblaba sin poder controlarse contra el suelo reseco.

Aferró entonces la tierra con las manos

para intentar detener el temblor,

cerró los ojos y hundió

el rostro en el polvo y las piedras

hasta que un tirón de pelo

la obligó a levantar la cabeza.

La prosa de Nuria Barrios es poética sin necesidad de recurrir a palabras presuntamente poéticas y a menudo muy desgastadas.

El desenlace de la historia es ambiguo y Nuria Barrios huye de las conclusiones fáciles y consoladoras. Toda la novela podría resumirse en una sola frase, tan nihilista como esperanzadora: hay siempre una grieta de luz en las tinieblas, si bien esa grieta podría ser simplemente una alucinación producida por el deseo de hacer de la vida una sustancia más  digna y más amable.

Nuria Barrios plantea un relato con un final expectante, tras haber pasado por un tobogán de emociones. La protagonista femenina nunca deja de danzar junto al abismo, como si le doliera en el alma apartarse del camino más destructivo del deseo. La novela vindica una idea que ya nos parece une dimensión perdida: la fraternidad.

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9 de julio de 2021
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Argonautas

Me pregunto qué habría dicho de los patinetes el gran Julio Torri, que trazó en veinte líneas la épica de las bicicletas. A menudo recurro a él como a un oráculo que da a todo respuestas breves, en una obra completa que no llega a las 200 páginas. ¿Escritor de escritores? Tal vez lo fue y lo es en su país, México, aunque tuvo en vida la admiración de algunos huesos nuestros como Valle-Inclán y Juan Ramón, o la de Menéndez Pidal, que tanto ponderaba el manual sobre La literatura española que Torri publicó en 1952, magistral y singularísima condensación muy bien fundamentada en sus lecturas. De fusilamientos, el delgado volumen que contiene su esencial creación literaria, está a precios asequibles en el circuito de segunda mano, pero se trata de un libro y de un autor que tendrían que ser reeditados sin falta en España.

Pensé en su cristalina prosa al ver a esos seres alados que cruzan ante ti o se te acercan por la espalda, imparablemente, en la nueva movilidad compuesta de repartidores con caja de Pandora fast food y figuras altivas como argonautas de naves de un solo tripulante. Torri (muerto en 1970) habló de la misantropía del ciclismo, “raro deporte que se ejercita sentado, como el remar”, definiendo así a la bicicleta: “Lo exclusivo de su disfrute la hace apreciable a los egoístas”.

Es un paisaje nuevo que no sabemos cuánto va a durar y molesta considerablemente al peatón desprovisto de ayuda automotora. Hay riesgo de atropellos, ya se han dado, pero tanto el dispensador de alimentos como el navegador solitario al menos avanzan impulsados por una electricidad limpia, sin combustión dañina. Me quedo sin saber si Torri, brillante analista de Don Quijote, tendría hoy respuesta al porqué estos caballeros rodantes son todos hombres, como si las mujeres, en el tiempo actual de su centelleo, se reservasen la misión de observar y anotar lo que pasa.

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8 de julio de 2021

La artista Violeta la Burra

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Memoria de Violeta

En aquella Barcelona preolímpica aspirábamos volutas de humo y de placer con las coplas de Violeta la Burra, la artista que, en los setenta, fue contratada por el parisino Paradis Latin, templo del travestismo euro­peo. Violeta aparcó su sueño para cuidar de su madre, y en los noventa actuaba en El Cangrejo, en esa Rambla que antes de turista fue libertaria, a derecha y a izquierda. La preferíamos a los dj de los clubs de moda, pues su vestuario era mucho más arriesgado y su capacidad de provocación nos convertía a todos en rapsodas. Cuando la jaleábamos para que nos contara historias, ella expresaba el dolor con distancia y verbo florido de guasa para que solo emergieran las luces.

Violeta, nacida como Pedro Moreno Moreno, murió el año pasado. Pobre. Inseparable del sintagma “bajos fondos”, donde recalaron todas aquellas trans –entonces llamadas travestis– que a algunos jóvenes nos abrieron un tercer ojo. Sí, porque aquellas criaturas que fusionaban lo femenino con lo masculino exhalaban el aliento transgresor de quien siente vivir en otro cuerpo y otro sexo. Su salida del casillero les había dado muy mala vida: no olvidemos que gais, lesbianas y trans salieron de las cárceles, acabada la dictadura, dos años después que los presos políticos.

Esta semana, con la aprobación de la ley trans, que vuelve a colocar a España en vanguardia de los derechos sociales, he recordado a las Violetas. A todas las que lucharon doblemente, sin victimismos ni focos, por su sexo sentido y los derechos de las mujeres. A las que siempre llevaban las pancartas en las manis del tardo-franquismo, a las más humilladas y vejadas, expulsadas del sistema y del DNI, a las que no tenían talento artístico ni picardía y soñaban con ser farmacéuticas o abogadas. Qué ridículo es pensar que con la ley oportunistas y majaderos se harán pasar por mujeres para tocarnos el culo en un baño a quienes nacimos con útero. Violeta, ¡va por ti!

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7 de julio de 2021
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Cosas de julio

Estoy dedicando mis columnas a los libros; primero porque las bicicletas y los libros son para el verano, y segundo porque la política del Gobierno ha entrado en estado catatónico

Quizás haya usted advertido que las últimas columnas las voy dedicando a libros de muy diverso pelaje. Esto es así por dos razones, la primera y principal porque las bicicletas y los libros son para el verano. Muchos expertos coinciden en el aumento de lectores: el encierro produjo una sed de letra que no se ha apagado y al unirse a las vacaciones seguramente cuidará la alegría de los libreros. Buena falta les hace.

La segunda es que el filón habitual de los columnistas, o sea, la política del Gobierno, ha entrado en estado catatónico, a un paso de la momificación. Cuando ya ni siquiera tus socios, los que te aguantan en el gobierno, creen en ti y dicen en plenas Cortes que eres un embustero, la dignidad obliga a recluirse en un monasterio. Tengo para mí que Sánchez está esperando unas vacaciones monacales que hagan olvidar el bochorno de que ese improbable diputado catalán le saque los colores justo cuando acaba de soltar a sus jefes para que puedan ponerse morenos.

Así que sólo nos queda la parte sana de la sociedad, la que lee libros y desdeña la política oficial insoportablemente infantil y enferma, como decía Lenin. Se nota que los políticos de este país están entre las gentes que menos libros han leído en su vida. Por eso hoy les añado otra lectura de verano: Mexicana, de Manuel Arroyo (Acantilado), que él no pudo ver. Hace unos días la Casa de México en Madrid nos reunió a los amigos para recordarle, beber unas coronitas y oír mariachis. Lloramos todos, incluida la gentil directora, Ximena. Pero no hay nada triste en los libros de Arroyo, ni siquiera en el insuperable Pisando ceniza (Turner) que cuenta variadas muertes de gente amable. Gran lectura de verano que nos recuerda que volverá el invierno y tendrá tus ojos.

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6 de julio de 2021
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Los que te leen y los que no

Con los amigos y conocidos detecto a menudo lo siguiente: los que me han leído suelen decir que no me han leído, los que no me han leído suelen decir que me han leído.

Cuando no te han leído, les resulta muy fácil y oportunista exclamar: ¡Acabo de leer tu novela y me ha encantado! Nunca dan detalles de su lectura, nunca evocan las escenas que al parecer tanto les han conmovido: no pueden porque ni siquiera han abierto tu libro. Se trata de sinvergüenzas que quieren quedar bien contigo. En cambio los que te han leído, y hasta les ha gustado tu libro y les ha inspirado y ayudado, esos tienden a negar que te han leído, por mezquindad, por vileza intelectual, y a veces por razones aún peores. En España es una vieja costumbre: es lo tradicional.

Ambas tribus de mentirosos le toman a uno por más tonto de lo que es. Una actitud imperdonable que no obstante suelo perdonar, sabiendo que no me engañan. Uno es zorro viejo y descubre esas mentiras a la velocidad del sonido.

Supongo que muchos escritores estarán de acuerdo conmigo.

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6 de julio de 2021
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Una primavera lejana

Cuando las columnas sandinistas entraron victoriosas en Managua el 19 de julio de 1979, una de las fotos que dio vuelta al mundo fue la de unos guerrilleros enjabonándose en la pileta de mármol donde se bañaba Somoza. En las oficinas presidenciales, adyacentes al baño, lo que quedaba era un reguero de papeles y uniformes militares, cananas de tiros, y en una esquina en el suelo un retrato del dictador sonriente, perforado de un balazo.

Una guerra de liberación tras un terremoto que había destruido la capital siete años antes, y la Plaza de la Revolución, donde se celebró el triunfo, se abría entre escombros, solares y esqueletos de edificios. Frente a la plaza, el reloj de una de las torres de la catedral en ruinas aún marcaba la hora del sismo, las 12.35 de la madrugada del 23 de diciembre de 1972. En otros de los costados, sólo había quedado incólume el Palacio Nacional, tomado el año antes en una acción espectacular por un comando guerrillero.

Esta es la ciudad desolada que recordaría Julio Cortázar en un poema: “la viste desde el aire, ésta es Managua/ de pie entre ruinas, bella en sus baldíos/ pobre como las armas combatientes/ rica como la sangre de sus hijos…”.

Y su voz representaba la de numerosos intelectuales que veían en la revolución nicaragüense un fenómeno nuevo, distinto, que valía la pena respaldar porque encarnaba una esperanza de cambio para un país pobre y atrasado.

Ya habían pasado para entonces veinte años desde el triunfo de la revolución cubana, que era entonces el referente más próximo, de entre las tres únicas revoluciones armadas que se dieron en América Latina en el siglo veinte, contando como la primera de ellas la revolución mexicana de 1910. En los tres casos, el sistema sería remecido desde sus cimientos, y se daba paso a un nuevo orden que implicaba cambios radicales.

La revolución cubana había sido vista en su momento como un fenómeno novedoso que atrajo también a los intelectuales, empezando por Jean Paul Sartre. Y ninguno de los escritores latinoamericanos del boom, que llegarían a marcar una época en nuestra literatura fueron ajenos a esa atracción, entre ellos el propio Cortázar.

Pero cuando aquellos guerrilleros entran en Managua, alumbrados por una nueva aura romántica, para mucho de esos intelectuales ya se habían creado demasiadas decepciones alrededor del modelo cubano; del caso Padilla, que ponía en evidencia la intolerancia frente a la libertad de creación, sobre la que se colocaba como una losa la fidelidad militante al partido único, a los campos de concentración donde fueron a dar no pocos escritores, bajo el cargo de homosexuales que debían ser reeducados.

El modelo nicaragüense comenzó a parecerse al cubano en no pocos aspectos, el primero de ellos la pretensión de constituir un partido único, pero la diferencia estaba en que sólo se quedó en pretensión, como lo demostrarían las elecciones de 1990, que el Frente Sandinista perdió de manera democrática, algo que no estaba presente en el esquema ideológico, lo de democracia burguesa con alternabilidad, pero estaba en la realidad, que terminó derrotando a la ideología. Y tampoco hubo imposición de esquemas de creación artística, ni represión contra los escritores por sus preferencias sexuales.

De modo que, en los diez años que duró la revolución nicaragüense, desde el triunfo armado hasta la derrota en las urnas electorales, si bien hubo prevenciones, reservas y advertencias, no se dieron deserciones notables entre los intelectuales de renombre dispuestos a respaldar el nuevo experimento.

Salman Rushdie, en su libro La sonrisa del jaguar, resultado de la experiencia de su viaje a Nicaragua en 1986, usó una imagen muy bella y eficaz: “había una muchacha nicaragüense/que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar. /Volvieron del paseo/la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar”. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa. Ese era el gran riesgo, y la gran pregunta.

Aquella primavera lejana atrajo también a García Márquez, Carlos Fuentes, Günter Grass, Heinrich Böll, Harold Pinter, Graham Greene, William Styron, Mikis Theodorakis, Julio Pontecorvo, Noam Chomsky, Alice Walker, Susan Sarandon, Margaret Randall, y a decenas más de filósofos, escritores, académicos, directores y artistas de cine de todo el mundo. Cuarenta años después, quienes de entre ellos aún viven no se callan frente a lo que está ocurriendo ahora en Nicaragua; el viejo sueño revolucionario convertido en una pesadilla de represión despiadada.

De quienes ya no están, al menos puedo dar fe de lo que pensaban Carlos Fuentes y García Márquez, cuya frase lapidaria, cuando se refería al proyecto de poder para siempre de Ortega, basado en pactos espurios y en imposiciones, era: “a mí, me estafaron”, recordando sus tiempos de conspirador en favor del triunfo de una revolución que ya no lo era más.

Y allí se alzan ahora las voces de Elena Poniatowska, Alice Walker, Margaret Randall, Salman Ruhsdie, Noam Chomsky, denunciando que, de las ruinas de aquella revolución, lo que ha nacido es una dictadura familiar. Y la de José Mujica, ex presidente de Uruguay, y su esposa Lucía Topolansky, todos ellos figuras sin tacha de la izquierda mundial.

Para que sepamos bien que, de aquello de entonces, nada queda.

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5 de julio de 2021
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Distinguir y conocer no implica tener idea

Decía en una reflexión anterior que no tenía seguridad de que cuando los manuales introductorios se refieren a los artefactos que emulan el funcionamiento del cerebro humano, sea lícito hacer referencia a lo que en este funcionamiento es dependiente del lenguaje. Indicaba así que si por “responder” se entiende una respuesta lingüística, no tenía yo mucha seguridad de que haya artefacto inteligente que efectivamente de respuestas. No se trata de una duda retórica, simplemente no lo sé: no sé hasta qué punto los prodigiosos logros de la inteligencia artificial nos permiten decir que hay ya entre nosotros inter-pares, entiendo por inter-par toda entidad que efectivamente esté dotada del don de la palabra.

El problema aparece entre líneas por todas partes, incluso cuando nos estamos refiriendo a cuestiones meramente de técnica. Un ejemplo recogido de uno de esos manuales introductorios a los que hecho alguna referencia:

El autor está presentando una red neuronal básica pero que permitiría clasificar los siguientes dígitos 504192 (imagine el lector que están escritos a mano). Se plantean dos problemas, en primer lugar hay hacer que la imagen total que constituye el conjunto de los dígitos se convierta en una secuencia, es decir, hay que introducir la diversidad, de tal manera que haya seis imágenes y no una. Tras esta segmentación se plantea el problema central de clasificar cada digito individual, es decir, realizar la acción de ubicar en un grupo u otro, por ejemplo reconocer en la imagen 5 un caso particular del dígito “cinco”. Pues bien, aquí el autor señala la conveniencia de abordar directamente el segundo problema, pues su solución acarrea la solución del primero, o sea: lograr clasificar implica lograr distinguir. Desde luego suena muy platónico, pero ¿lo es realmente? Todo depende de cómo clasifica la máquina: ¿cata-loga la máquina, es decir, subsume, a la manera platónico-aristotélica, por mediación del logos, reconociendo en lo dado una forma, una especie o idea? ¿O más bien a la manera como un animal no confunde un gato con un perro, es decir, sin idea de lo que está en presencia? Hemos visto que el John Searle que se encuentra en la cámara china no tiene idea de chino y sin embargo funciona como si la tuviera, es decir: a efectos prácticos una simulación de lenguaje parece funcionar como si el lenguaje estuviera presente.

Este es el problema filosófico de fondo que este titánico proyecto de la inteligencia artificial nos plantea, y que, como ya he indicado, hay que abordar sin apriorismos. Muchos seres carentes de lenguaje realizan complejísimas funciones que en nosotros son difícilmente separables del lenguaje, y ello simplemente porque el lenguaje lo empapa todo en nuestras vidas. Esta intrínseca porosidad del cuerpo humano al lenguaje hace quizás que tomemos como efecto de lenguaje lo que quizás podría tener lugar sin presencia del mismo. Nosotros no confundimos un individuo de una especie con un individuo de otra especie, pero un perro, sin poder (por hipótesis puesto que animal no racional) especificar, tampoco los confunde, de lo contrario no podría adaptarse al entorno. De ahí una vez más la sospecha: el lenguaje, que emerge en la vida, quizás no tiene como meta esencial fortificar la vida.

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5 de julio de 2021
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De repente, un novelón en valenciano

Desde su configuración la novela como género literario admite recursos narrativos prácticamente infinitos. Existen grandes corrientes temáticas, no obstante, que apuntan a modo de subgéneros más o menos obvios, desde las novelitas de pulp fiction al noir.

Hay caminos más íntimos pero igualmente clásicos y prolíficos, como las novelas de iniciación, de aprendizaje, la Bildungsroman que dicen los alemanes tomando un rotundo galicismo: la pérdida de la inocencia que transcurre en el mundo contemporáneo desde la infancia a la adolescencia, la juventud, el sexo y los desengaños de toda condición. Tantas cosas que solo existen desde la revolución industrial.

La modernidad, que no la vanguardia, ha dado obras maestras en dicho capítulo, como El guardián entre el centeno, el Retrato del artista adolescente, Demian, El joven Torless, Ada o el ardor, Rojo y negro, David Copperfield… y buena parte de las historias femeninas de Jane Austen o de las hermanas Brontë que tan bien viene reeditando en castellano la colección clásica de Alba editorial. En cambio, la literatura vanguardista, como la música del mismo frente, han resultado carreteras sin salida.

Existen también novelas de la tierra cuyo paisajismo ha fructificado mucho mejor en el cine. Entre mis películas favoritas de este capítulo: Dersu Uzala, Siberiada, Los emigrantes, Las aventuras de Jeremiah Johnson, El renacido, La llamada salvaje, La hija de Ryan, El hombre tranquilo, No man’s land, A años luz…

El relato audiovisual, sin embargo, no favorece los ambientes urbanos. La ciudad funciona de modo superior en la literatura, tal vez porque las historias verdaderamente intensas son siempre humanas, proporcionan mitos y leyendas antropomorfas, tienen poco que ver con la arquitectura.

Una cervecería corriente y moliente, sin valor estético alguno pero visitada en su juventud por James Joyce, se convierte en un espacio de culto para mitómanos del autor de Dublinesses, quien precisamente escribió esta obra entre los cafés literarios de la Trieste de Italo Svevo. Lo mismo ocurre con la Lisboa de Pessoa, el Brooklyn de Auster, el París de Cortázar, la manniana Muerte en Venecia alcanzando el Lido, la Barcelona de Mendoza o el Madrid de Ramón Ayerra.

Una ciudad que no trascienda literariamente no es una ciudad ni es nada que diría el fundador de Planeta, el legendario José Manuel Lara. La ciudad novelada llegó a ser una obsesión en algunos escritores del periodo naturalista. Emile Zola y sus obras sobre la misma París, Marsella o Roma. Oviedo que no existiría sin su Clarín. Blasco Ibáñez que igual narraba la epopeya de un pescador de la Albufera como la de un jornalero agrícola o un tendero del Mercado Central de Valencia.

Y es precisamente a raíz de Blasco, de su negación como escritor vigente, y también en el entorno menestral del Mercado ubérrimo de Valencia, el cuerno de la abundancia bajo sus bóvedas de modernismo agrarista, que una joven novela está causando furor en la capital levantina. Noruega, de Rafael Lahuerta.

Lahuerta ha escrito una obra cenital. La gran novela de la ciudad histórica, de su decadencia a lo largo de los años 70 y 80 fruto del ensanche de la metrópoli y la llegada de legiones de turistas y cruceros. Ese es el contexto en el que su protagonista, un aspirante a escritor como el Martin Eden de London, irá desvelando el paso de la adolescencia en grupo a la subjetividad juvenil, salto decisivo en un novelista.

Noruega es un novelón, y así lo palpan los lectores, pues de boca en boca ha alcanzado ya una segunda edición a pesar de su publicación por una modesta editorial, Drassana, y hacerlo en un valenciano coloquial, perfectamente entendible por cualquiera. Lahuerta espera que alguna de las grandes editoras se interese por lanzarlo en castellano, o bien que el mercado catalán acepte su libro original plagado de modismos sureños.

Al respecto caben algunas reflexiones. La primera que Cataluña es endogámica en casi todos los niveles, incluyendo el literario. En el micromercado de las letras catalanas, que al menos existe como un pequeño mercado, no parecen caber los autores valencianos salvo entre minorías pírricas o cuando el escritor de turno se pasa el día en TV3 declarando su amor y su fe soberanista. Cataluña piensa en términos mentalmente expansivos y ortodoxamente ideologizados cuando habla de los Países Catalanes, pero en realidad ni entiende ni acepta la insularidad ni el sur de su propia cultura, demasiado diversa y criolla para convivir con la idea de una singularidad independiente.

El caso del cantante de Xàtiva, Raimon Pelejero, Al vent, es revelador al respecto: residente en Barcelona desde hace más de cuarenta años, considerado un genuino representante de la cançó catalana, pero conocedor de la realidad valenciana, se manifestó contrario al proceso independentista unilateral, por lo que padeció una excomunión en toda regla por parte del sanedrín nacionalista.

Lahuerta, por lo demás, es un buen ejemplo de convivencia fértil entre dos lenguas y dos culturas en un mismo territorio, cuya vecindad en todos los órdenes hace innecesarias más explicaciones sobre las contaminaciones lingüísticas. El individualismo valenciano, libre de posicionamientos políticos, tiende a la coexistencia cultural. De hecho, podría ser un buen ejemplo de cohabitación entre la castellanidad y la catalanidad a poco que se le propusieran los políticos en un gran acuerdo regional que afinara la enseñanza lingüística.

El autor de Noruega es todo un abanderado de ese tipo de mixturas. De joven fue el dirigente de la peña futbolística de la Universidad Politécnica, el llamado Gol Gran de Mestalla, donde cada domingo de partido se desplegaba una pancarta gigante con algún aforismo inteligente sobre el fútbol como materia de los sueños y emociones, escrita en castellano o valenciano, indistintamente. Igual citaban a Benedetti que cantaban como una de Pau Riba.

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2 de julio de 2021
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A vueltas con el físico

He recibido dos revistas que por su encuadernación, formato y gran número de páginas podrían considerase libros.

PARAÍSO. REVISTA DE POESÍA llegó la primera. Vistosa por la barroca ilustración de las cubiertas, es una publicación de periodicidad anual financiada por la Diputación Provincial de Jaén y en la que a los habituales poemas inéditos se suman algunos artículos y reseñas. La segunda, BARCAROLA. REVISTA DE CREACIÓN LITERARIA, más voluminosa, de periodicidad semestral, financiada por el Ayuntamiento y la Diputación Provincial de Albacete, dispone de un reparto de contenidos similar a PARAÍSO. Ambas podrían catalogarse como tipográficamente suntuosas y ambas me han llevado a recordar una de las secuelas, quizá poco estudiada, del cacareado mayo del 68.

PARAÍSO publica un breve trabajo, firmado por Noelia Díaz Viciedo, sobre la poetisa valenciana María Beneyto Cuñat (1925-2011), lamentando la poca atención crítica que mereció su obra y, para abundar en esta circunstancia, reproduce un párrafo de Max Aub, de su libro de memorias La gallina ciega, en el que se denuncia el silencio en torno a María Beneyto, párrafo que se abre y se cierra con dos declaraciones; la primera, 'Es una mujer hermosa', y la segunda, 'no hay razón para callarla aunque ella no diga nada'; declaraciones que merecen la siguiente consideración por parte de Díaz Viciedo: 'Pero, ¿qué había de decir y a quién?, ¿a alguien que empieza una crítica literaria por elogiar su físico?'.

BARCAROLA lleva en su cubierta una imagen del poeta manchego Ángel Crespo Pérez de Madrid (1926-1995) al que le dedica un elevado número de artículos, de hecho un sustancioso dossier. Pero aunque nos digan que Ángel Crespo es un poeta, y lo podamos ratificar leyendo sus composiciones, su aspecto, su figura, no corresponden a lo que se espera de un hombre con ese oficio. Ahí, retratado, en una buena fotografía en blanco y negro, comparece un individuo de mediana edad, entrado en carnes, sentado en equilibrio inestable sobre una piedra, vestido con un grueso y floreado jersey, pantalones de difusa hechura, y una expresión bonachona extrañamente acompañada por grandes manifestaciones de capilaridad en el cráneo, patillas y cejas; estamos ante el señor José de la tienda de ultramarinos de la plaza Mayor que, a regañadientes, se ha visto obligado, por sus sobrinos, a pasar un día en el campo.

No es ahora, con lo políticamente correcto, con Me Too y similares, cuando, por primera vez, yo corra el riesgo de ser crucificado; sabemos que a partir de 1968 fue vetado cualquier comentario acerca del aspecto físico de las personas, cualquier comentario acerca de la fealdad, de la belleza, de la vulgaridad, del señorío, de la falta de higiene... aquel terrorífico ‘cada uno hace lo que quiere con su cuerpo' quizá significara el más destacado santo y seña de la algarada.

 

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1 de julio de 2021
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Ni verlos

No es ideología ni moral, sino asco. El asco en Hungría se extiende a otros países excomunistas, por hablar hoy solo de esa parte de Europa. El presidente Orbán lo niega: no se trata de humillación, es por el bien de la infancia y el honor de los padres. A los homosexuales no les tenemos odio, dice; nos protegemos de ellos.

De las distintas facetas sexuales lgtbi, un acrónimo que crece, se habla mucho, pero luego bajas del léxico a la calle y encuentras otra cosa. Ni los ultracuerpos trans nos invaden ni los niños son violados a mansalva por los facinerosos del ambiente. Por cierto, sorprende que la iglesia de Roma pontifique al modo húngaro contra la tímida tentativa del gobierno Draghi de aliviar la condición del gay italiano, olvidando que el colectivo mundial donde se da la mayor proporción de pederastas es la Santa Madre.

Pero volvamos a la asquerosidad. Aclarado por fin, después de muchos siglos de anatema y pira, que se puede ser homosexual y buena gente en cualquier ramo (la enseñanza, la medicina, el comercio, entre otros), ¿qué baldón queda? El verlos. Porque, reconozcámoslo, los antiguamente llamados invertidos y bolleras hoy se muestran, y su mostrarse es lo que no se traga. Qué distinto sería si estos seres de otra esfera se limitaran a relacionarse entre sí a escondidas. Ya se les ha dado derechos laborales, el cobro de pensiones, la paternidad, y en selectas parroquias avanzadas los sacramentos incluso. Pero no, siguen dale que dale: ellas y ellos, algunos con tacones de aguja y boquitas pintadas algunos, con pelo a lo garçon y maneras hombrunas algunas. ¿No es exhibicionismo eso? Y encima van a la escuela a informar de que tú, adolescente confuso, o tú, niña dubitativa, podéis ser como ellos el día de mañana. Y como tal ser vistos. Sensibles o irascibles, irritables o amables, entrañables o insufribles. Todo eso sí. Todo menos visibles.

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1 de julio de 2021
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El Boomeran(g)
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