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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Vivir dos veces

 

La lotería de los grandes premios se rige por el mismo capricho que posterga o destaca los pequeños. Los Óscar cinematográficos, los Nobel de literatura, los nacionales de España (que a veces se duplican con las nacionalidades alícuotas) dan a menudo pábulo a las apuestas y a las adivinanzas, cuando no al sarcasmo y a la habladuría.

En los últimos galardones de la industria de Hollywood me llamó la atención que ni siquiera estuviese nominado el guion en lengua inglesa de Living, adaptado de Ikiru (Vivir), una de las grandes obras tempranas de Akira Kurosawa. Living, dirigida por Oliver Hermanus, un cineasta de origen sudafricano y obra anterior desconocida para mí, ha sido ahora reescrita para la gran pantalla por Kazuo Ishiguro, a quien le tocó la vara de la suerte de la caprichosa academia sueca al ganar inesperadamente en 2017 el Nobel de literatura.

Ishiguro es un excelente novelista nacido en Nagasaki y criado desde los cinco años en el seno de una familia japonesa afincada en Inglaterra, donde vive él, y pertenece a la brillante generación de los Ian McEwan, Martin Amis, Salman Rushdie y Julian Barnes, entre otros nombres. Cinéfilo confeso y ocasional guionista, yo le recuerdo cinematográficamente por una película a la que él solo proporcionó la novela de origen, Los restos del día, su obra maestra hasta la fecha, siendo la correspondiente adaptación al cine (en España llamada Lo que queda del día, de 1993) también el título fundamental del equipo formado desde 1963 por Ruth Prawer Jhabvala, guionista, Ismail Merchant, productor, ambos ya fallecidos, y James Ivory, director, aunque este, todavía activo a sus 94 años cumplidos, solo hizo el guion adaptado a partir de la novela de André Aciman en Call me by your name, dirigida (en 2017) por Luca Guadagnino.

La trama de Living respeta escrupulosamente la semejanza argumental con su precedente, variando la localización geográfica, de Oriente a Occidente, y otros rasgos menores, como el carácter y oficio del noctámbulo que le abre los ojos, cambiándole la poca vida que le queda, al protagonista de Ikiru, el meticuloso burócrata Kanji Watanabe, interpretado con algún desliz patético por el buen actor Takashi Shimura. Las diferencias comienzan a mostrarse de modo tajante cuando vemos ya en el inicio que, en vez del apagado blanco y negro de Ikiru, la imagen del fogoso tecnicolor espléndidamente recreado por el camarógrafo Jamie Ramsay le da a Living un marco de época, la segunda posguerra mundial, y un contraste muy significativo entre los abigarrados exteriores de la City londinense y la siniestra y valetudinaria oficina municipal donde trascurre una buena parte de la acción.

Consciente de manera singular de los matices y sonoridades de un idioma que no fue el primero que aprendió a hablar, Ishiguro ha encontrado en el guión de Living, y especialmente en sus extraordinarios diálogos, un modo muy original de revalidar la substancia dramática por medio de la lengua: la prosodia, los acentos, las pausas largas, los carraspeos, la dicción campanuda de Mister Williams, el enfermo inglés de clase media que quiere impresionar a sus subordinados chupatintas con las cadencias verbales de un superior a ellos en mando y rango social. Y Bill Nighy interpreta a Williams, en la partitura escrita por Ishiguro, con una invención gestual y un ritmo en la palabra que superan o contradicen las fluctuantes tendencias academicistas del cineasta Hermanus, también a veces tentado por el costumbrismo.

Nighy desmonta asimismo esas y otras pretensiones del director sudafricano con el humor, que tampoco faltaba en el filme de Kurosawa, pero está mucho mejor administrado en Living, o lo aprovecha con mayor retranca Nighy. Por ejemplo en una de las grandes escenas que el guionista Ishiguro le brinda en su libreto: el episodio de la cena en casa del señor Williams, enfrentado este a su avinagrado hijo y su suspicaz nuera por las características del plato que van a comer, un shepherd’s pie (pastel del pastor), manjar británico más rudimentario que exquisito, a la vez que contundente y muy fácil de cocinar. Ese divertido pasaje burlesco de Living me hizo pensar, volviendo a Ikiru, en la prolongada escena del banquete fúnebre lleno de reverencias corteses y tragos de sake.

El error que afea el deslumbrante guion de Ishiguro se debe a su fidelidad a Kurosawa, si somos justos y no nos dejamos llevar por una exagerada reverencia al genio del autor de Rashomon o Ran. El filme japonés de 1952, con sus casi dos horas y media, excede en cuarenta minutos la longitud del remake que Oliver Hermanus ha hecho en 2022, pero aun así ambas películas duran más de lo que deberían durar. Y espero que se entienda que no hablo por manías de espectador impaciente, sino guiado por criterios estéticos, ya que el fallo de ambas es la redundancia, el sentimentalismo reiterado que sigue a la muerte del protagonista, al que en las dos versiones se pinta con imaginería de santidad en su benéfica iniciativa del parque de recreo infantil y vecinal.

Estos epílogos parecen apólogos exentos, sobre todo el de Living, donde el encuentro nocturno del señor Williams con el policeman de patrulla roza una cursilería de ultratumba que desentona al lado de la tan sugestiva densidad terrenal del resto de lo escrito por el novelista. En un año de grandes nombres de Hollywood con autocomplacientes recuentos familiares y libretos decepcionantes, el guion adaptado por Ishiguro posee a mi juicio la ejemplaridad y el talento con los que están hechos los premios importantes.

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30 de noviembre de 2023

(Ed. Días contados, 2015)

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Diario de los errores

 

Cayó en mis manos hace pocos días un libro que sacó la editorial barcelonesa Días contados en el 2015, reencontrado en un feliz azar y leído de un tirón. De su autor, Flaiano, Ennio Flaiano, todos ustedes, lectores curiosos, han disfrutado mucho, y saben mucho, pero solo los más acérrimos del cine sabrán de quien hablo: el guionista de Fellini, de Rossellini,  de Antonioni,  pero también de Dino Risi y Edoardo de Filippo; o de Berlanga. El traductor del libro hoy rescatado, el novelista J.A. González Sainz, nos recuerda que el nombre del escritor italiano adorna también los guiones de dos excelentes films de nuestro cineasta, "Calabuch" y "El verdugo".

Pero no hablamos hoy de cine.

"Diario de los errores" es algo más que el diario de viajes de un gran escritor. Flaiano es un refinado aforista: "Almas sencillas habitan a veces en cuerpos complejos"; "Que quien me ame me preceda"; -Demonio, ¿voy bien por aquí al infierno? -Sí, todo torcido" . Un observador social muy agudo: "La homosexualidad para la clase pobre no es un vicio sino una forma de acceder a las clases superiores". Un viajero atrevido: "El turista es un ser que no resulta herido por lo que ve". Un humorista implacable: "El catolicismo en Francia es un movimiento literario". Pero acostumbrado a crear personajes para la gran pantalla, Flaiano es asimismo un retratista veloz y profundo, tanto de grandes figuras (lo pone de manifiesto su visita a Jean Cocteau)  como pintando a los desheredados parisinos: "la sal de una civilización son los vagabundos. Cuando estos disfrutan del respeto que es debido al más débil eso es signo de que el respeto por las demás libertades funciona".

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13 de noviembre de 2023
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Despedida de Woody

 

En el cine donde la vi, los Golem de Madrid, mis preferidos, antes de la película sale en pantalla su director y se dirige a nosotros abiertamente pero con modestia. Todos le conocemos, y seguramente ese prólogo que precede a “Golpe de suerte” esté incorporado a todas las copias en distribución. Aunque el actor y cineasta se muestra leal, yo me apené en esos breves minutos previos: la película es magnífica, pero él dice adiós, no ya solo en la interpretación sino en la dirección. ¿Se cumplirá el vaticinio? Muchos son los artistas (y los toreros) que anuncian su retirada y no la llevan a cabo hasta que les llega la muerte; Woody Allen ha tenido muy malas tardes en los ruedos, pero yo no recuerdo a ningún otro cineasta tan prolífico (con más de 50 títulos en su haber) de quien haya visto todo, absolutamente todo, lo que ha hecho, como un adicto reincidente. Y qué admirable su capacidad de levantar cabeza tras los descalabros. En este caso, por ejemplo. La anterior, “Rifkins Festival”, era un travelogue de baja estofa que trascurría en San Sebastián, y al anunciarse la que ahora hemos visto, ”Coup de chance”, rodada en francés en Francia, la amenaza de un turismo fílmico de Tercera Edad se dibujó en el horizonte. Nada más lejos.

“Coup de chance” es una gran película chabroliana, y me atrevo a decir que está a la altura de las mejores del fallecido autor de “El carnicero” o “La mujer infiel”. Me imagino a estos dos geniales humoristas encontrándose algún día futuro en el más allá, celoso el francés que imitaba tan originalmente a Hitchcock del norteamericano, que ahora le imita a él en este thriller envuelto en aires de comedia conyugal.

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20 de octubre de 2023
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Ropa del terremoto

Yo volvía de mi colegio marista en pantalones-bombachos, aquella prenda híbrida que en mi infancia se tenía por refinada en el ámbito de los niños-bien y marcaba, quisieras o no, el paso de la niñez de pantalón corto a la adolescencia mitigada. Mi madre me abrió la puerta muy nerviosa, como si me estuviera esperando a esa hora que no era la de la vuelta a casa para comer.

- ¿Lo habéis oído?

-No, le dije yo un poco aturdido por su aturdimiento.

-¿No?

-Hemos visto algo raro. El hermano portero ha saltado en la entrada, sin moverse, como si volara. Y entonces nos ha dicho el hermano Braulio que no había clase de Matemáticas ni de educación física por la tarde.

Como si fuera jueves, pensé yo. “¿Podré ir al cine, o tampoco habrá cines abiertos? “A lo mejor han volado hasta el mar”.

Ese día lo recordaré por los pantalones que me hacían mayor y yo odiaba, por el vuelo quieto del hermano portero del colegio, por mi ilusión de ir al cine sin ser jueves. El 29 de febrero de 1960. Se había  producido un terremoto, pero no en Alicante, donde vivíamos, sino en un lugar remoto que nuestras clases de geografía no alcanzaban. Agadir. “Esa ciudad  ya no es nuestra”, dijo al día siguiente Lloret, mi compañero de pupitre. “Todo Marruecos fue nuestro, para que lo sepas”

 Mi madre sí debía saber dónde estaba Agadir, la ciudad destruida, porque, al terminar la comida papá, mamá y yo, los únicos habitantes de nuestro piso por aquel entonces, nos dirigimos a los dormitorios, donde ya mi madre había apilado dos bolsas de ropa usada de ella y de papá. Cáritas, creo recordar, o alguna otra beneficencia de la época había pedido por la radio ayuda material a los alicantinos; un barco la llevaría desde el puerto de Alicante al de Agadir, que entonces localicé en el mapamundi de mi hermana Rosa Mari.

Cuarenta años después de aquel 29 de febrero llegué yo a Agadir de paso hacia el sur de Marruecos, un país que conozco y aprecio. La antigua ciudad playera, modernizada desde la destrucción  de 1960 no con demasiado gusto, me atrajo por su clima, siempre suave, y la visité con frecuencia.

El terremoto del pasado 8 de septiembre sí lo oí, aunque su gravedad y su mortalidad se hallaba lejos, en las montañas del Alto Atlas y la provincia de Tarudant, para mi gusto la más bella capital amurallada de Marruecos. Habían ya sonado las 11 en el despertador-avisador de un amigo que cada noche ha de tomar puntualmente una pastilla, y miré la hora: como he tratado siempre de vivir dos minutos adelantado a mi época, mi reloj de pulsera marcaba las 11 y 13 minutos, pero el temblor mortífero que causó 3000 muertes fue exactamente a las 23.11. Ese temblor hizo ondular levemente una pared de la habitación de un cuatro piso donde yo estaba leyendo. Pero salí al pasillo y no había grietas, ni polvareda, ni cielo abierto. Sólo ese ruido estrambótico, como del más allá. Los muertos, los desposeídos, los heridos, los edificios irrecuperables de tantos lugares históricos, se fueron conociendo en los días siguientes.

La ayuda esta vez ha llegado rápida, en aviones y helicópteros movilizados desde España y otros países europeos y árabes, y las carreteras que van al sur marroquí se han visto en las semanas siguientes embotelladas de vehículos locales cargados de alimentos y de ropa.

Me acordé entonces de mis pantalones-bombachos, que subrepticiamente, a espaldas de mis padres, metí aquel día de febrero de 1960 en la bolsa benéfica destinada a Agadir. Esa prenda prehistórica encontró quizá en 1960 a algún joven agadiriano que sin saberlo se hizo mayor llevándola por necesidad, pese a su rara hechura, propia, así la reconstruyo hoy en la memoria, de la vestimenta de un ciclista no-federado o un lord inglés jugador de golf. ¿Y como disfraz jovial de algún niño huérfano?  Tres semanas después de la noche fatídica del 8 de septiembre las imágenes más desoladoras que se ven en los medios son de ellos: cien mil  niños huérfanos de las aldeas afectadas, cuya infancia ha sido brutalmente trastornada por la adversidad de la tierra. Que no tengan olvido ni la ropa usada de nuestra indiferencia.

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6 de octubre de 2023

Foto: Javier del Real

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Tres mujeres y un voto

 

El pasado domingo 23 fui a las urnas movido por razones privadas, aunque no íntimas. Todo empezó el 16 de febrero del año pasado, si bien mucho antes, desde la adolescencia, ya mostré un ramalazo izquierdista, que por el momento no ha variado, con sus pequeños deslices o matices.

El 16 de febrero del 2022 tuve que salir a un escenario en el que no se votaba, solo se cantaba, y muy bien, la partitura de la sexta y última obra operística de Luis de Pablo, el más grande compositor español de la segunda mitad del siglo XX, gloriosamente activo hasta la fecha de su fallecimiento, a fines del 2021, cumplidos los noventa.

Fue aquella una jornada histórica, feliz y triste. El músico había muerto pocos meses antes, sin llegar a oír lo escrito fulgurantemente por él a partir del texto de mi novela “El abrecartas”, tan bien entendido y condensado. En el patio de butacas del Teatro Real, donde tenía lugar el “estreno absoluto”, hubo espectadores apresurados que no aguardaron las subidas y bajadas del telón para aplaudir (ni para patear), por las prisas o por la incomprensión de esa música, un oratorio laico según Luis y yo lo entendimos desde el arranque de nuestra adaptación escénica, y así lo vieron los críticos, pero no todos (todo hay que decirlo). Quizá solo los que supieron reconocer algún que otro precedente de Haendel, de Stravinsky, de Janacek.

La ausencia física de Luis de Pablo aquella noche de febrero fue paliada muy delicadamente por la iniciativa del propio teatro y del director del montaje, Xavier Albertí, de hacer bajar del telar una rosa roja que se posara sobre la silla vacía donde estaba la partitura completa del maestro de Pablo.

Y en ese momento irrumpieron ellas en el escenario. No eran sopranos, ni actrices, ni tramoyistas. Tres mujeres maduras de distintas edades: la abogada y activista política Paquita Sauquillo, la sindicalista docente y traductora literaria Carmen Romero, y la vice-presidenta Yolanda Díaz, que no requiere más glosa.

En una realidad en la que la cultura, y sobre todo lo que llamaremos “cultura de la historia y del compromiso”, se ve amenazada por la supresión, la sospecha y los recortes que esconden prohibiciones, (e incomprensiblemente ausente el Ministro de Cultura socialista en aquel estreno póstumo de una gran figura de las artes hispánicas), allí estaban esas tres combativas mujeres para dar testimonio de homenaje al artista que se despedía del mundo con dicho testamento artístico y político.

Y esa misma noche, media hora más tarde, un alma benevolente que sabía de mi ignorante impericia me da a conocer el siguiente tweet:

https://twitter.com/Yolanda_Diaz_/status/1494061890363965460?t=DTvbHCsq7z15Ub3gNQscSg&s=03

Una personalidad política de relieve, comprometida también con la vanguardia en las artes, impulsa al gauchista que sigo siendo a sumarse al espíritu de progreso que representa la vicepresidenta espectadora, innovadora y tuitera.

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26 de julio de 2023
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Un adiós sin Claves

Para despedirme, al cabo de 33 años, fuí al lugar donde guardo la colección entera de la revista fundada por Javier Pradera y continuada después por Fernando Savater y Nuria Claver, a la que echamos de menos desde que dejó de actuar, tan magníficamente, como Senior Editor.

Por alguna razón que no recuerdo, los anaqueles donde están los 288  números de Claves (en seis metros lineales de pared) tenían algunas marcas, no sólo las del tiempo y el polvo; quizá recordatorios de una relectura desordenada o una búsqueda perezosa. La más llamativa fue ver de cara al espectador o al buscador, y no enseñando el lomo como los demás, un número, el 228, correspondiente a mayo/junio del 2013. Lo abrí y vi el índice, para darme cuenta de que la memoria se olvida hasta de sí misma y su yo más vanidoso, pues había un artículo de título bizarro que no me dijo nada, hasta que vi el nombre del firmante.

El espíritu de Claves de razón práctica, pues así se llamaba la desaparecida revista, era inesperado, y con alguna frecuencia, burlón. Tras el pomposo y tan serio título de la publicación  sus responsables jugaban a sorprendernos. En ese citado 228 el tema de cubierta era la banca, y obre ella y sus pingües misterios escribían media docena de especialistas.

A continuación, en la sección de Cultura, los saberes menos prácticos: una Casa de Citas con María Zambrano, sin desperdicio, y un perfil del extraordinario helenista Christopher Logue brillantísimamente trazado por Carlos García Gual. Para mí todo un descubrimiento. Y otra gran sorpresa de la variedad: el artículo mozartiano y cernudiano de bizarro título (aquí se reproduce) que yo escribí no sé a santo de qué y que ni en mis más robustos sueños me explico. Claves o la música de lo insospechado, ahora, por desgracia, extinguida.

 

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19 de mayo de 2023

Augusto Monterroso (1921-2003).

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Veinticinco letras

El reciente número 145-146 de la revista cuatrimestral  Turia abre el sumario total de sus más de 500 páginas con una filigrana en miniatura: un Diccionario Monterroso compilado en clave abecedaria por Antonio Rivero Taravillo, quien en sus 23 entradas y ocupàndo tan solo diez páginas de dicho número consigue resumir, estudiar y prolongar el arte minimal del grandioso escritor guatemalteco.

Las citas de Monterroso que Rivero Taravillo engarza con gran habilidad y no poco humor son dignas del autor evocado, si es que no son inventadas por el melillense Antonio Rivero, algo que el mismísimo Monterroso, creo  yo, avalaría. Se sabía del caso de la señora a quien un amigo le preguntó si conocía al autor, y al decirle ella que sí, quiso saber su opinión sobre el famoso cuento "El dinosaurio". "Es uno de los que más me gustan", contestó ella, "pero apenas voy por la mitad".

No menos fulgurante es la anécdota recogida en el segundo epígrafe de este Diccionario, "Brevedad", en la que se cuenta su intervención junto a Bryce Echenique ante un público de estudiantes canadienses. El novelista peruano "contó con todo lujo de detalles cómo escribía, casi sin corregir", a lo que Monterroso, "atacado de pánico escénico [...] solo acertó a decir: "Yo no escribo; yo solo corrijo".

Pero nadie como el propio Monterroso para condensarse aun en su brevedad, como en el micro-relato "Fecundidad, donde escribe "Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea",

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28 de abril de 2023

Almas en pena de Inisherin

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Los dedos del amigo

Me emocionó y me asustó la película que se ha ido de Los Ángeles sin premio y ni siquiera con comentarios corteses o atentos. Me refiero a "Almas en pena de Inisherin" ("The Banshees of Inisherin"), extraordinaria obra escrita y dirigida por el dramaturgo irlandés Martin McDonagh, aunque pongo ante todo mis cartas personales sobre la mesa del Boomeran: mi interés y mi fascinación, más que estéticas, son de índole personal, incluso íntimas.

Un día, hace 25 años, mi mejor amigo, un inseparable, no se puso al teléfono, ni dio explicación de ningún tipo a su silencio, que se hizo, a medida que pasaban los días, más drástico, más inquietante.

En la película, que trascurre en el caserío marítimo de una isla irlandesa tal vez imaginaria, el espacio vital de los dos protagonistas, Padraic el campesino rechazado, Colm el violinista rechazador, es reducido y casi parroquial. Por el contrario los amigos de los que yo hablo vivían en el Madrid de la Transición y no había una guerra civil al fondo, como en el film; con lo cual les resultó más fácil a los dos españoles disimular o ignorar la dimensión de la brecha abierta en su larga y profunda amistad.

En la aldea de ficción creada por McDonagh el amigo que ya no quería seguir viendo o hablando a su amigo del alma se siente un día obligado a dar razones de su actitud. Padraic le aburre ("Padraic is dull"; le pesa, o le carga, diríamos nosotros). Y para hacer visible y quizá más lacerante su actitud, cada vez que Padraic intenta acercarse o reconciliarse, Colm se mutila, uno por uno, los dedos de una mano. Sin mostrar odio.

McDonagh tiene una gran talento para la comedia, y su película nos hace muchas veces reír. Yo la vi risueño y embobado por el hermoso paisaje donde viven ellos dos y los animales que les acompañan, pero en mí como espectador en los cines Renoir se superpuso aquella tarde la sombra del amigo que un día dejó de serlo y me lo hizo saber. ¿Somos sin darnos cuenta, tanto en la amistad como en los amores, una carga pesada que -si no sabemos llevarla bien o compartirla- conduce al pozo de la ausencia? El escritor y cineasta irlandés no quiere ser del todo pesimista y hace juegos de mano o espejismos con los fantasmas . ¿O son resucitados? Honrado como artista, bordea la tragedia constantemente, evitando el fácil sobresalto del "gore" y los finales felices. Quizá por eso no le han dado los premios.

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15 de marzo de 2023

Escena de 'Avatar: El sentido del agua' (2022)

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La familia monstruo

 

2022 ha sido un año, fílmicamente hablando, de monstruos y súcubos, incluso en el cine español, que los prodiga menos, no por respeto a la metafísica, piensa uno, sino por más pedestres razones presupuestarias. El caso es que después de haber leído, en dos sentadas de un mismo día, la novela de Sara Mesa La familia (Anagrama, 2022), que comprime en apenas doscientas páginas una saga de aventuras familiares y tiempos históricos salteados, fui el siguiente a ver Avatar: el sentido del agua, que necesita 190 minutos para desarrollar la segunda parte de una legendaria y trepidante guerra familiar que muy probablemente continuará en nuevas entregas hollywoodienses, a la vista del éxito que también está teniendo esta en los cines de medio mundo; la primera, Avatar, ostenta el récord de ser la más taquillera de la historia.

La condición marítima es un atractivo de la película de James Cameron, un cineasta al que parece inspirarle el agua, cuyas delicias y peligros filma como nadie; no creo haber visto su temprana Piraña II: los vampiros del mar, aunque su título ya es elocuente, pero sí recuerdo bien las emociones que me produjo Titanic siendo yo, he de confesarlo, un adicto al cine de naufragios.

El cotejo o comparación de la novela de Sara Mesa y el blockbuster de Cameron no puede ser formalista, y tampoco moral o temático. Las familias protagonistas de ambas obras ni se parecen entre sí ni son felices, aunque en la encarnizada contienda de los tulkun y los sully cameronianos, uno de los dos bandos, no diremos cuál, consigue un happy end. Pero volvamos al monstruo, que es el tema de este artículo mixto. Creo que la esencia de la monstruosidad fue bien plasmada, de modo sucinto, con la frase que Mary Shelley pone en boca de su criatura novelística Frankenstein: “Soy malo porque soy desgraciado.” Y si los personajes torcidos y aun retorcidos de La familia nos atraen tanto es precisamente porque maldad y desgracia no es en ellos una voluntad ejercida ni un designio; son de apariencia normal, mansos y acogedores, y tan buenas personas como podemos serlo nosotros, los lectores. Sara Mesa elude con gran sabiduría lo que antiguamente se llamaban “emociones a flor de piel.”

El problema o la incertidumbre se les presenta a los espectadores de Avatar: el sentido del agua, a quienes nada se les escamotea, ni en la pantalla ni en la banda sonora tan presente; al contrario, al público de los cines, que es el natural, yo diría que el único adecuado para apreciar en su justo valor esta película hipervisual, se le inunda en el patio de butacas donde toma asiento, equipado con sus gafas supletorias, de una incesante catarata de imágenes y efectos especiales en la que el director y su equipo técnico trabajan constantemente para cautivarnos con la –digámoslo sin ninguna intención vejatoria– anormalidad de su galería casi humana, que ama y llora como lo hacemos usted y yo, que tiene memoria, que habla unas lenguas inteligibles y cree asimismo en el poder de los vínculos atávicos, sin dejar de ir por la vida en su extravagante desnudez casi total, y ostentando su color de piel, azulado o verdoso según las etnias provengan del bosque o de la costa marina. Son seres de fantasía con un parecido aproximado a nuestro físico pero difuminado, como si el molde de su concepción hubiera sufrido un desperfecto y todos ellos viniesen al mundo con mácula; decir “pecado original” resultaría exagerado.

Es un juego de prestidigitador o quizá de trilero intelectual querer trazar un paralelo entre La familia y las familias de Avatar: el sentido del agua. Todo las separa y las hace antagónicas, si bien ambas obras exploran y no se detienen ante los peligros de una amenaza latente sufrida de distinto modo y en distinta intensidad por sus personajes: malvados del dolor y la desdicha. La novela brilla en el mucho decir diciendo poco, suprimiendo lo episódico y dejando algún cabo suelto en la narración. El lector ha de hacerse su propio mapa, y Mesa no le da subterfugios ni atajos. Cameron, por el contrario, recarga su película y se complace en no darnos tregua, en no dejar nada al azar de nuestra curiosidad: todo es espectáculo programado y conseguido. Un derroche de medios, de signos y de trucos, no pocos reiterados golosamente, hasta la saciedad.

Al lector y espectador que soy yo, ver en pantalla a una familia entera con orejas picudas y rasgos de murciélago, como exigen los nuevos códigos de la animalidad fantástica, le despierta en un principio la curiosidad, aunque tanto en el cine como en la ficción escrita prefiero mil veces la carne y el hueso a la realidad animada en dibujo. Sin embargo Cameron, además de un notable talento de imaginero dispone de mucho dinero, y el lego como yo se pregunta: ¿cómo habrán hecho esa danza de los cangrejos con alas y los rodaballos (o una especie aplanada que se les parece) que vuelan? Luego uno se entera de que tales virguerías es lo más fácil del arte del ilusionismo fílmico, aunque cueste lo suyo. Mis set pieces favoritos en Avatar: el sentido del agua son los navíos ballena saltando sobre un fondo de bello diseño romántico, las Rocas de los Tres Hermanos o los ballets subacuáticos, alguno de ellos memorable. También abundan las filigranas, de otra densidad y otra delicadeza, en el libro de Sara Mesa, donde todos, hasta los figurantes, son antropomorfos, y la única especie animal es un perro con el nombre alusivo de Poca Pena; muy vistoso, aunque no tenga rasgos gatunos ni epidermis azul, el importante personaje del Tío Oscar.

Aquí hablamos de monstruos actuales y de su proliferación en el cine que se ha visto en el año 2022; desde los caníbales guapos de Hasta los huesos de Luca Guadagnino a los monstruos sagrados de Nop, no olvidando a los hermanos bestias de As bestas. Para mí el sentimiento de la rareza, de la “otredad” desgraciada, lo aborda mejor que ninguna otra película reciente Mantícora, de Carlos Vermut. Claro que se me podrá decir que Vermut también echa mano de los efectos especiales: su protagonista solitario, Julián (excelente interpretación de Nacho Sánchez), es un diseñador de videojuegos que crea en sus imágenes una familia imposible de tener sin hacer daño. Julián lo hace, y se lo hace a sí mismo, pagando por violar lo que tiene prohibido el más alto precio. A su modo, Mantícora es un filme en tres dimensiones, que debería verse con las gafas del cine en relieve con las que vemos, a menudo sobresaltados, Avatar. Lo monstruoso que Vermut nos cuenta con contenida elegancia no tiene aquí aparato, pero es de verdad.

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17 de febrero de 2023
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El pájaro de la literatura visita al enfermo

 

Me visitó hace poco el pájaro de la literatura, estando yo no enfermo, pero sí preocupado, tan ocupado que no lograba escribir, sólo leer. Pocos antídotos hay que curen tan bien como la lectura, es cosa sabida, aunque esa farmacopea la desdeñan los que no sufren de amores y solo tienen ansiedad, sobrándoles el dinero, o la ambición.

Lo que yo leía esos días, mientras a mi lado hacía guardia el ave volandera de la literatura de los demás, era una novela que además de leer permitía contemplar el mundo, y qué mundo. Un mundo de ventanas que dan acceso tanto al ornamento lascivo de lo inventado como al sagrario de la verdad. Un libro angular, de aristas que no hieren, y muy atrevido, que guarda recato únicamente en el uso de las palabras. Todas nos enseñan algo, sin desnudarse.

Me refiero a La ventana inolvidable de Menchu Gutiérrez, obra ganadora del premio internacional de novela Ciudad de Barbastro y publicada, en bella edición, por Galaxia Gutenberg.

Mi primera tentación fue llamarla "antinovela", al modo azoriniano o robbegrilletiano y sarrautiano, hasta que me di cuenta de que el anti sobraba. ¿Post novela? Tampoco es eso. Se trata de un relato con personajes que aparecen y desaparecen, que nos dan grandes voces o callan, según sea el capricho supremo de la autora, experta desde hace años en la apertura de miradores que van a dar al mar, o a la nieve, o al infinito vacío que no tiene cierre.

¿De qué me acuerdo ahora, pocas semanas después del vuelo pajarero, que se ha ido a escoltar a otros enfermos? La muerte brilla dignamente en la hermosísima página 110 de este libro: "si la casa del cuerpo ha sido abandonada, cerrad puertas y ventanas para que su alma no tenga la tentación de volver". Un libro que deja entrar a unos figurantes de lujo en el reparto de sus personajes. Están los más modestos, los menos conocidos, y está también Julien Gracq y la "mina de espejos" de Clarice Lispector, o esa reunión memorable de Samuel Beckett con personas habladoras, pues así nos lo gorjea el pájaro novelesco de Menchu Gutiérrez, "Siempre hay alguien que habla mucho para que él pueda callar cómodamente".

 

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9 de enero de 2023
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