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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Ropa del terremoto

Yo volvía de mi colegio marista en pantalones-bombachos, aquella prenda híbrida que en mi infancia se tenía por refinada en el ámbito de los niños-bien y marcaba, quisieras o no, el paso de la niñez de pantalón corto a la adolescencia mitigada. Mi madre me abrió la puerta muy nerviosa, como si me estuviera esperando a esa hora que no era la de la vuelta a casa para comer.

- ¿Lo habéis oído?

-No, le dije yo un poco aturdido por su aturdimiento.

-¿No?

-Hemos visto algo raro. El hermano portero ha saltado en la entrada, sin moverse, como si volara. Y entonces nos ha dicho el hermano Braulio que no había clase de Matemáticas ni de educación física por la tarde.

Como si fuera jueves, pensé yo. “¿Podré ir al cine, o tampoco habrá cines abiertos? “A lo mejor han volado hasta el mar”.

Ese día lo recordaré por los pantalones que me hacían mayor y yo odiaba, por el vuelo quieto del hermano portero del colegio, por mi ilusión de ir al cine sin ser jueves. El 29 de febrero de 1960. Se había  producido un terremoto, pero no en Alicante, donde vivíamos, sino en un lugar remoto que nuestras clases de geografía no alcanzaban. Agadir. “Esa ciudad  ya no es nuestra”, dijo al día siguiente Lloret, mi compañero de pupitre. “Todo Marruecos fue nuestro, para que lo sepas”

 Mi madre sí debía saber dónde estaba Agadir, la ciudad destruida, porque, al terminar la comida papá, mamá y yo, los únicos habitantes de nuestro piso por aquel entonces, nos dirigimos a los dormitorios, donde ya mi madre había apilado dos bolsas de ropa usada de ella y de papá. Cáritas, creo recordar, o alguna otra beneficencia de la época había pedido por la radio ayuda material a los alicantinos; un barco la llevaría desde el puerto de Alicante al de Agadir, que entonces localicé en el mapamundi de mi hermana Rosa Mari.

Cuarenta años después de aquel 29 de febrero llegué yo a Agadir de paso hacia el sur de Marruecos, un país que conozco y aprecio. La antigua ciudad playera, modernizada desde la destrucción  de 1960 no con demasiado gusto, me atrajo por su clima, siempre suave, y la visité con frecuencia.

El terremoto del pasado 8 de septiembre sí lo oí, aunque su gravedad y su mortalidad se hallaba lejos, en las montañas del Alto Atlas y la provincia de Tarudant, para mi gusto la más bella capital amurallada de Marruecos. Habían ya sonado las 11 en el despertador-avisador de un amigo que cada noche ha de tomar puntualmente una pastilla, y miré la hora: como he tratado siempre de vivir dos minutos adelantado a mi época, mi reloj de pulsera marcaba las 11 y 13 minutos, pero el temblor mortífero que causó 3000 muertes fue exactamente a las 23.11. Ese temblor hizo ondular levemente una pared de la habitación de un cuatro piso donde yo estaba leyendo. Pero salí al pasillo y no había grietas, ni polvareda, ni cielo abierto. Sólo ese ruido estrambótico, como del más allá. Los muertos, los desposeídos, los heridos, los edificios irrecuperables de tantos lugares históricos, se fueron conociendo en los días siguientes.

La ayuda esta vez ha llegado rápida, en aviones y helicópteros movilizados desde España y otros países europeos y árabes, y las carreteras que van al sur marroquí se han visto en las semanas siguientes embotelladas de vehículos locales cargados de alimentos y de ropa.

Me acordé entonces de mis pantalones-bombachos, que subrepticiamente, a espaldas de mis padres, metí aquel día de febrero de 1960 en la bolsa benéfica destinada a Agadir. Esa prenda prehistórica encontró quizá en 1960 a algún joven agadiriano que sin saberlo se hizo mayor llevándola por necesidad, pese a su rara hechura, propia, así la reconstruyo hoy en la memoria, de la vestimenta de un ciclista no-federado o un lord inglés jugador de golf. ¿Y como disfraz jovial de algún niño huérfano?  Tres semanas después de la noche fatídica del 8 de septiembre las imágenes más desoladoras que se ven en los medios son de ellos: cien mil  niños huérfanos de las aldeas afectadas, cuya infancia ha sido brutalmente trastornada por la adversidad de la tierra. Que no tengan olvido ni la ropa usada de nuestra indiferencia.

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6 de octubre de 2023

Foto: Javier del Real

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Tres mujeres y un voto

 

El pasado domingo 23 fui a las urnas movido por razones privadas, aunque no íntimas. Todo empezó el 16 de febrero del año pasado, si bien mucho antes, desde la adolescencia, ya mostré un ramalazo izquierdista, que por el momento no ha variado, con sus pequeños deslices o matices.

El 16 de febrero del 2022 tuve que salir a un escenario en el que no se votaba, solo se cantaba, y muy bien, la partitura de la sexta y última obra operística de Luis de Pablo, el más grande compositor español de la segunda mitad del siglo XX, gloriosamente activo hasta la fecha de su fallecimiento, a fines del 2021, cumplidos los noventa.

Fue aquella una jornada histórica, feliz y triste. El músico había muerto pocos meses antes, sin llegar a oír lo escrito fulgurantemente por él a partir del texto de mi novela “El abrecartas”, tan bien entendido y condensado. En el patio de butacas del Teatro Real, donde tenía lugar el “estreno absoluto”, hubo espectadores apresurados que no aguardaron las subidas y bajadas del telón para aplaudir (ni para patear), por las prisas o por la incomprensión de esa música, un oratorio laico según Luis y yo lo entendimos desde el arranque de nuestra adaptación escénica, y así lo vieron los críticos, pero no todos (todo hay que decirlo). Quizá solo los que supieron reconocer algún que otro precedente de Haendel, de Stravinsky, de Janacek.

La ausencia física de Luis de Pablo aquella noche de febrero fue paliada muy delicadamente por la iniciativa del propio teatro y del director del montaje, Xavier Albertí, de hacer bajar del telar una rosa roja que se posara sobre la silla vacía donde estaba la partitura completa del maestro de Pablo.

Y en ese momento irrumpieron ellas en el escenario. No eran sopranos, ni actrices, ni tramoyistas. Tres mujeres maduras de distintas edades: la abogada y activista política Paquita Sauquillo, la sindicalista docente y traductora literaria Carmen Romero, y la vice-presidenta Yolanda Díaz, que no requiere más glosa.

En una realidad en la que la cultura, y sobre todo lo que llamaremos “cultura de la historia y del compromiso”, se ve amenazada por la supresión, la sospecha y los recortes que esconden prohibiciones, (e incomprensiblemente ausente el Ministro de Cultura socialista en aquel estreno póstumo de una gran figura de las artes hispánicas), allí estaban esas tres combativas mujeres para dar testimonio de homenaje al artista que se despedía del mundo con dicho testamento artístico y político.

Y esa misma noche, media hora más tarde, un alma benevolente que sabía de mi ignorante impericia me da a conocer el siguiente tweet:

https://twitter.com/Yolanda_Diaz_/status/1494061890363965460?t=DTvbHCsq7z15Ub3gNQscSg&s=03

Una personalidad política de relieve, comprometida también con la vanguardia en las artes, impulsa al gauchista que sigo siendo a sumarse al espíritu de progreso que representa la vicepresidenta espectadora, innovadora y tuitera.

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26 de julio de 2023
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Un adiós sin Claves

Para despedirme, al cabo de 33 años, fuí al lugar donde guardo la colección entera de la revista fundada por Javier Pradera y continuada después por Fernando Savater y Nuria Claver, a la que echamos de menos desde que dejó de actuar, tan magníficamente, como Senior Editor.

Por alguna razón que no recuerdo, los anaqueles donde están los 288  números de Claves (en seis metros lineales de pared) tenían algunas marcas, no sólo las del tiempo y el polvo; quizá recordatorios de una relectura desordenada o una búsqueda perezosa. La más llamativa fue ver de cara al espectador o al buscador, y no enseñando el lomo como los demás, un número, el 228, correspondiente a mayo/junio del 2013. Lo abrí y vi el índice, para darme cuenta de que la memoria se olvida hasta de sí misma y su yo más vanidoso, pues había un artículo de título bizarro que no me dijo nada, hasta que vi el nombre del firmante.

El espíritu de Claves de razón práctica, pues así se llamaba la desaparecida revista, era inesperado, y con alguna frecuencia, burlón. Tras el pomposo y tan serio título de la publicación  sus responsables jugaban a sorprendernos. En ese citado 228 el tema de cubierta era la banca, y obre ella y sus pingües misterios escribían media docena de especialistas.

A continuación, en la sección de Cultura, los saberes menos prácticos: una Casa de Citas con María Zambrano, sin desperdicio, y un perfil del extraordinario helenista Christopher Logue brillantísimamente trazado por Carlos García Gual. Para mí todo un descubrimiento. Y otra gran sorpresa de la variedad: el artículo mozartiano y cernudiano de bizarro título (aquí se reproduce) que yo escribí no sé a santo de qué y que ni en mis más robustos sueños me explico. Claves o la música de lo insospechado, ahora, por desgracia, extinguida.

 

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19 de mayo de 2023

Augusto Monterroso (1921-2003).

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Veinticinco letras

El reciente número 145-146 de la revista cuatrimestral  Turia abre el sumario total de sus más de 500 páginas con una filigrana en miniatura: un Diccionario Monterroso compilado en clave abecedaria por Antonio Rivero Taravillo, quien en sus 23 entradas y ocupàndo tan solo diez páginas de dicho número consigue resumir, estudiar y prolongar el arte minimal del grandioso escritor guatemalteco.

Las citas de Monterroso que Rivero Taravillo engarza con gran habilidad y no poco humor son dignas del autor evocado, si es que no son inventadas por el melillense Antonio Rivero, algo que el mismísimo Monterroso, creo  yo, avalaría. Se sabía del caso de la señora a quien un amigo le preguntó si conocía al autor, y al decirle ella que sí, quiso saber su opinión sobre el famoso cuento "El dinosaurio". "Es uno de los que más me gustan", contestó ella, "pero apenas voy por la mitad".

No menos fulgurante es la anécdota recogida en el segundo epígrafe de este Diccionario, "Brevedad", en la que se cuenta su intervención junto a Bryce Echenique ante un público de estudiantes canadienses. El novelista peruano "contó con todo lujo de detalles cómo escribía, casi sin corregir", a lo que Monterroso, "atacado de pánico escénico [...] solo acertó a decir: "Yo no escribo; yo solo corrijo".

Pero nadie como el propio Monterroso para condensarse aun en su brevedad, como en el micro-relato "Fecundidad, donde escribe "Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea",

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28 de abril de 2023

Almas en pena de Inisherin

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Los dedos del amigo

Me emocionó y me asustó la película que se ha ido de Los Ángeles sin premio y ni siquiera con comentarios corteses o atentos. Me refiero a "Almas en pena de Inisherin" ("The Banshees of Inisherin"), extraordinaria obra escrita y dirigida por el dramaturgo irlandés Martin McDonagh, aunque pongo ante todo mis cartas personales sobre la mesa del Boomeran: mi interés y mi fascinación, más que estéticas, son de índole personal, incluso íntimas.

Un día, hace 25 años, mi mejor amigo, un inseparable, no se puso al teléfono, ni dio explicación de ningún tipo a su silencio, que se hizo, a medida que pasaban los días, más drástico, más inquietante.

En la película, que trascurre en el caserío marítimo de una isla irlandesa tal vez imaginaria, el espacio vital de los dos protagonistas, Padraic el campesino rechazado, Colm el violinista rechazador, es reducido y casi parroquial. Por el contrario los amigos de los que yo hablo vivían en el Madrid de la Transición y no había una guerra civil al fondo, como en el film; con lo cual les resultó más fácil a los dos españoles disimular o ignorar la dimensión de la brecha abierta en su larga y profunda amistad.

En la aldea de ficción creada por McDonagh el amigo que ya no quería seguir viendo o hablando a su amigo del alma se siente un día obligado a dar razones de su actitud. Padraic le aburre ("Padraic is dull"; le pesa, o le carga, diríamos nosotros). Y para hacer visible y quizá más lacerante su actitud, cada vez que Padraic intenta acercarse o reconciliarse, Colm se mutila, uno por uno, los dedos de una mano. Sin mostrar odio.

McDonagh tiene una gran talento para la comedia, y su película nos hace muchas veces reír. Yo la vi risueño y embobado por el hermoso paisaje donde viven ellos dos y los animales que les acompañan, pero en mí como espectador en los cines Renoir se superpuso aquella tarde la sombra del amigo que un día dejó de serlo y me lo hizo saber. ¿Somos sin darnos cuenta, tanto en la amistad como en los amores, una carga pesada que -si no sabemos llevarla bien o compartirla- conduce al pozo de la ausencia? El escritor y cineasta irlandés no quiere ser del todo pesimista y hace juegos de mano o espejismos con los fantasmas . ¿O son resucitados? Honrado como artista, bordea la tragedia constantemente, evitando el fácil sobresalto del "gore" y los finales felices. Quizá por eso no le han dado los premios.

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15 de marzo de 2023

Escena de 'Avatar: El sentido del agua' (2022)

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La familia monstruo

 

2022 ha sido un año, fílmicamente hablando, de monstruos y súcubos, incluso en el cine español, que los prodiga menos, no por respeto a la metafísica, piensa uno, sino por más pedestres razones presupuestarias. El caso es que después de haber leído, en dos sentadas de un mismo día, la novela de Sara Mesa La familia (Anagrama, 2022), que comprime en apenas doscientas páginas una saga de aventuras familiares y tiempos históricos salteados, fui el siguiente a ver Avatar: el sentido del agua, que necesita 190 minutos para desarrollar la segunda parte de una legendaria y trepidante guerra familiar que muy probablemente continuará en nuevas entregas hollywoodienses, a la vista del éxito que también está teniendo esta en los cines de medio mundo; la primera, Avatar, ostenta el récord de ser la más taquillera de la historia.

La condición marítima es un atractivo de la película de James Cameron, un cineasta al que parece inspirarle el agua, cuyas delicias y peligros filma como nadie; no creo haber visto su temprana Piraña II: los vampiros del mar, aunque su título ya es elocuente, pero sí recuerdo bien las emociones que me produjo Titanic siendo yo, he de confesarlo, un adicto al cine de naufragios.

El cotejo o comparación de la novela de Sara Mesa y el blockbuster de Cameron no puede ser formalista, y tampoco moral o temático. Las familias protagonistas de ambas obras ni se parecen entre sí ni son felices, aunque en la encarnizada contienda de los tulkun y los sully cameronianos, uno de los dos bandos, no diremos cuál, consigue un happy end. Pero volvamos al monstruo, que es el tema de este artículo mixto. Creo que la esencia de la monstruosidad fue bien plasmada, de modo sucinto, con la frase que Mary Shelley pone en boca de su criatura novelística Frankenstein: “Soy malo porque soy desgraciado.” Y si los personajes torcidos y aun retorcidos de La familia nos atraen tanto es precisamente porque maldad y desgracia no es en ellos una voluntad ejercida ni un designio; son de apariencia normal, mansos y acogedores, y tan buenas personas como podemos serlo nosotros, los lectores. Sara Mesa elude con gran sabiduría lo que antiguamente se llamaban “emociones a flor de piel.”

El problema o la incertidumbre se les presenta a los espectadores de Avatar: el sentido del agua, a quienes nada se les escamotea, ni en la pantalla ni en la banda sonora tan presente; al contrario, al público de los cines, que es el natural, yo diría que el único adecuado para apreciar en su justo valor esta película hipervisual, se le inunda en el patio de butacas donde toma asiento, equipado con sus gafas supletorias, de una incesante catarata de imágenes y efectos especiales en la que el director y su equipo técnico trabajan constantemente para cautivarnos con la –digámoslo sin ninguna intención vejatoria– anormalidad de su galería casi humana, que ama y llora como lo hacemos usted y yo, que tiene memoria, que habla unas lenguas inteligibles y cree asimismo en el poder de los vínculos atávicos, sin dejar de ir por la vida en su extravagante desnudez casi total, y ostentando su color de piel, azulado o verdoso según las etnias provengan del bosque o de la costa marina. Son seres de fantasía con un parecido aproximado a nuestro físico pero difuminado, como si el molde de su concepción hubiera sufrido un desperfecto y todos ellos viniesen al mundo con mácula; decir “pecado original” resultaría exagerado.

Es un juego de prestidigitador o quizá de trilero intelectual querer trazar un paralelo entre La familia y las familias de Avatar: el sentido del agua. Todo las separa y las hace antagónicas, si bien ambas obras exploran y no se detienen ante los peligros de una amenaza latente sufrida de distinto modo y en distinta intensidad por sus personajes: malvados del dolor y la desdicha. La novela brilla en el mucho decir diciendo poco, suprimiendo lo episódico y dejando algún cabo suelto en la narración. El lector ha de hacerse su propio mapa, y Mesa no le da subterfugios ni atajos. Cameron, por el contrario, recarga su película y se complace en no darnos tregua, en no dejar nada al azar de nuestra curiosidad: todo es espectáculo programado y conseguido. Un derroche de medios, de signos y de trucos, no pocos reiterados golosamente, hasta la saciedad.

Al lector y espectador que soy yo, ver en pantalla a una familia entera con orejas picudas y rasgos de murciélago, como exigen los nuevos códigos de la animalidad fantástica, le despierta en un principio la curiosidad, aunque tanto en el cine como en la ficción escrita prefiero mil veces la carne y el hueso a la realidad animada en dibujo. Sin embargo Cameron, además de un notable talento de imaginero dispone de mucho dinero, y el lego como yo se pregunta: ¿cómo habrán hecho esa danza de los cangrejos con alas y los rodaballos (o una especie aplanada que se les parece) que vuelan? Luego uno se entera de que tales virguerías es lo más fácil del arte del ilusionismo fílmico, aunque cueste lo suyo. Mis set pieces favoritos en Avatar: el sentido del agua son los navíos ballena saltando sobre un fondo de bello diseño romántico, las Rocas de los Tres Hermanos o los ballets subacuáticos, alguno de ellos memorable. También abundan las filigranas, de otra densidad y otra delicadeza, en el libro de Sara Mesa, donde todos, hasta los figurantes, son antropomorfos, y la única especie animal es un perro con el nombre alusivo de Poca Pena; muy vistoso, aunque no tenga rasgos gatunos ni epidermis azul, el importante personaje del Tío Oscar.

Aquí hablamos de monstruos actuales y de su proliferación en el cine que se ha visto en el año 2022; desde los caníbales guapos de Hasta los huesos de Luca Guadagnino a los monstruos sagrados de Nop, no olvidando a los hermanos bestias de As bestas. Para mí el sentimiento de la rareza, de la “otredad” desgraciada, lo aborda mejor que ninguna otra película reciente Mantícora, de Carlos Vermut. Claro que se me podrá decir que Vermut también echa mano de los efectos especiales: su protagonista solitario, Julián (excelente interpretación de Nacho Sánchez), es un diseñador de videojuegos que crea en sus imágenes una familia imposible de tener sin hacer daño. Julián lo hace, y se lo hace a sí mismo, pagando por violar lo que tiene prohibido el más alto precio. A su modo, Mantícora es un filme en tres dimensiones, que debería verse con las gafas del cine en relieve con las que vemos, a menudo sobresaltados, Avatar. Lo monstruoso que Vermut nos cuenta con contenida elegancia no tiene aquí aparato, pero es de verdad.

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17 de febrero de 2023
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El pájaro de la literatura visita al enfermo

 

Me visitó hace poco el pájaro de la literatura, estando yo no enfermo, pero sí preocupado, tan ocupado que no lograba escribir, sólo leer. Pocos antídotos hay que curen tan bien como la lectura, es cosa sabida, aunque esa farmacopea la desdeñan los que no sufren de amores y solo tienen ansiedad, sobrándoles el dinero, o la ambición.

Lo que yo leía esos días, mientras a mi lado hacía guardia el ave volandera de la literatura de los demás, era una novela que además de leer permitía contemplar el mundo, y qué mundo. Un mundo de ventanas que dan acceso tanto al ornamento lascivo de lo inventado como al sagrario de la verdad. Un libro angular, de aristas que no hieren, y muy atrevido, que guarda recato únicamente en el uso de las palabras. Todas nos enseñan algo, sin desnudarse.

Me refiero a La ventana inolvidable de Menchu Gutiérrez, obra ganadora del premio internacional de novela Ciudad de Barbastro y publicada, en bella edición, por Galaxia Gutenberg.

Mi primera tentación fue llamarla "antinovela", al modo azoriniano o robbegrilletiano y sarrautiano, hasta que me di cuenta de que el anti sobraba. ¿Post novela? Tampoco es eso. Se trata de un relato con personajes que aparecen y desaparecen, que nos dan grandes voces o callan, según sea el capricho supremo de la autora, experta desde hace años en la apertura de miradores que van a dar al mar, o a la nieve, o al infinito vacío que no tiene cierre.

¿De qué me acuerdo ahora, pocas semanas después del vuelo pajarero, que se ha ido a escoltar a otros enfermos? La muerte brilla dignamente en la hermosísima página 110 de este libro: "si la casa del cuerpo ha sido abandonada, cerrad puertas y ventanas para que su alma no tenga la tentación de volver". Un libro que deja entrar a unos figurantes de lujo en el reparto de sus personajes. Están los más modestos, los menos conocidos, y está también Julien Gracq y la "mina de espejos" de Clarice Lispector, o esa reunión memorable de Samuel Beckett con personas habladoras, pues así nos lo gorjea el pájaro novelesco de Menchu Gutiérrez, "Siempre hay alguien que habla mucho para que él pueda callar cómodamente".

 

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9 de enero de 2023
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Monsieur Frémon

 

Conocí hace pocos días a un señor francés de mi misma edad, una feliz experiencia que le debo a Elba, que en este caso no es la isla napoleona sino una editorial barcelonesa de exquisitos libros; es frecuente que la Elba catalana de emociones lectoras de gran calibre.

Pero vayamos hoy al Jean Frémon autor de El espejo mágico. Nos dice la solapa del elegante volumen que se trata de un galerista de arte y escritor de revuelto género, novelas y ensayos, relatos y poemarios, varios de los cuales fueron publicados por Elba; voy a buscarlos todos, y a leerlos, y a contestarme preguntas suscitadas por este mágico espejo, una historia del retratismo no sólo pictórico. ¿Se inventa a veces el señor Frémon sus figuras, tan fantásticamente diseñadas?  ¿Se toma libertades con el físico de sus modelos? Sabemos, por cultura general elemental, que  muchos de ellos, la reina Isabel II de Gran Bretaña, por ejemplo, y el pintor Lucian Freud, que la retrató famosamente, se entendieron bien en las largas sesiones de posado; ambos estaban ya en la ancianidad despejada, y quizá las arrugas de ambas pieles facilitaron el entendimiento. Ese relato (excelentemente traducido, como el resto del libro, por José Ramón Monreal) es uno de los muchos que brillan en un conjunto que no tiene ninguna aridez, ninguna pedantería; Monsieur Frémon es un erudito que sabe novelar. La historia de David Hockney con un plátano, los jocosos apólogos orientales, o esa filigrana del Rembrandt quizá falso en el que lleva por título "Una historia moral", son también ejemplos trepidantes y muy distinguidos de una de las empresas artísticas más difíciles que hay: saber mezclar la invención con la sabiduría.

 

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1 de diciembre de 2022
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Los cines de Marías

 

Conocí al primer Marías al poco de llegar a Madrid para estudiar la carrera de derecho, pero no le conocí en la Complutense, sino en la Filmoteca. Se trataba de Miguel Marías Franco, estudiante él de económicas y poco más o menos de mi misma edad. También nos parecíamos en otra condición peculiar y nada frecuente: éramos ambos críticos de cine, y así lo proclamamos al presentarnos a la salida de un filme de Otto Preminger. “Seré economista algún día, pero lo que me gusta es escribir de cine, aunque de momento no he publicado mis críticas”, me dijo con una mezcla de orgullo y mansedumbre. “Yo estoy en primero de derecho, que de momento me gusta, y he publicado ya un artículo largo y una reseña en Film Ideal”, contesté yo ante su mirada de incredulidad. Yo tenía diecisiete años, y esa revista quincenal era entonces la biblia del cinéfilo español.

Seguí viendo en los cines de Argüelles y la Gran Vía, entonces radiantes, a Miguel Marías, que se distinguía en la oscuridad de las salas por su lucecita: llevaba con él a todas las sesiones un cuaderno de notas, y para no molestar a sus vecinos de asiento (pues los cines en aquel tiempo de los mid-sixties se llenaban) usaba un cuaderno de papel silencioso y un bolígrafo de foco restringido. Miguel terminó económicas y entró en un banco, yo dejé en segundo la carrera de leyes para pasarme, en la acera de enfrente, a la de letras, donde, no sin algún sobresalto político, acabé la especialidad de filosofía pura, así se llamaba.

Miguel escribió, más allá de su cuaderno mágico y su bolígrafo-linterna, publicó mucho, en revistas y libros, e incluso tuvo un cargo institucional como director general de cinematografía. En esas actividades y cambios de estatus nos perdimos un poco la pista, pero mientras tanto fueron apareciendo los tres Marías restantes de esa familia prodigiosa formada por el filósofo Julián Marías (crítico de cine en ejercicio semanal dentro de la Gaceta ilustrada) y su esposa Lolita Franco Manera, traductora proveniente ella de una familia culta y algo bohemia en la que destacaron sus hermanos Enrique Franco, musicólogo, y el legendario cineasta Jesús Franco, alias Jess Franck. Con esos antecedentes no fue raro que los retoños Marías Franco casi acapararan el censo de las musas: Miguel el cine, profesionalmente casi, y Javier devocionalmente, toda su vida, quedando la pintura renacentista al cuidado de Fernando, el segundo hijo, y la música barroca en manos del pequeño, Álvaro.

De los cuatro “hermanos artísticos”, Javier ha sido la figura más estelar y de más amplia curiosidad, y aunque en música fue un fino oyente schubertiano, así como en el arte gran coleccionista de pintura clásica y novecentista en tarjetas postales que buscaba por los más remotos museos del mundo y mandaba personalizadamente a sus amigos, en sobre cerrado y a veces decorado a mano por él, su arte preferido, al margen claro está de la literatura, fue el séptimo.

Conservo de Javier un enorme caudal de recuerdos cinematográficos, o, para ser más preciso, de paseos conversados hasta las altas horas después de ver películas, aunque no en todas nos poníamos de acuerdo. Javier era en cine un clasicista, abierto, como era de rigor, a las nuevas olas, sobre todo a la ola llegada de Francia, más que a la inglesa o la italiana; en el llamado Nuevo Cine Español de los sesenta y setenta apenas creía. Y americanista fílmico lo era como lo éramos todos entonces, un culto aprendido de los genuinos críticos-artistas agrupados en la revista Cahiers du cinéma. John Ford y Howard Hawks, Elia Kazan y Nicholas Ray, esos eran los nombres sagrados, un peldaño por debajo de Hitchcock. Y el western, cómo no, el del robusto Raoul Walsh y el del abstracto Budd Boeticher, aunque nuestro disfrute era distinto al de los maestros literarios como Benet, Hortelano o Gil de Biedma, para quienes el western era el “cine del Oeste” sin más pretensión formalista o hermenéutica.

Llevamos un día a Juan Benet a ver en el Cine Rosales Gertrud, la película última y más sublime del gran genio Dreyer, Javier casi en estado de levitación y yo viéndola por tercera vez en pantalla. Juan guardó silencio media hora, hasta que con premeditación devastadora sacó un pañuelo de la risa y un sonajero de niño para arruinarnos la idolatría dreyeriana y tomarmos un poco el pelo.

De Javier se recuerda su encontronazo con los Querejeta, a raíz de la adaptación que padre e hija hicieron en 1996 de Todas las almas, titulándola El último viaje de Robert Rylands. Perjudicada por un cast poco afortunado, al novelista, que se sintió maltratado por la productora (nunca fue invitado al rodaje en Oxford), no le gustó el resultado y les puso pleito, que ganó, recuperando los derechos de esa novela, nunca reutilizados. Tampoco tuvo suerte en el largometraje del director chino-norteamericano Wayne Wang a partir del excelente relato “Mientras ellas duermen” (2016). Claro que hablamos de oídas en este caso, pues el filme, de producción japonesa, tuvo en España un estreno semi_clandestino, y no conozco a nadie que la haya visto, incluido Javier Marías.

Conviene sin embargo recordar su temprano debut como guionista de un interesante cortometraje de su primo hermano Ricardo Franco a partir de una historia propia de Marías, Gospel, y sobre todo su libreto del largometraje underground El desastre de Annual, del mismo director (1970). Rodada con bajo presupuesto en 16 mm, se trata, en mi recuerdo de espectador vapuleado y detenido por la policía del general Franco (ningún parentesco entre estos Francos) cuando se presentó y ganó el gran premio del extinto Festival de Cine de Autor de Benalmádena, de una obra muy personal: un ácido esperpento lleno de resonancias íntimas sobre la crisis de una familia atenazada por los recuerdos del desastre sufrido en 1921 en Marruecos por las fuerzas coloniales españolas. Prohibida en su momento y nunca distribuida, pienso hoy que uno de los homenajes sensatos (se anuncia ya alguno de carácter folclórico) al gran novelista fallecido sería restaurar y telecinar esa obra maldita del cine español que señala el principio del interés de Javier Marías por el cine y su vinculación con otro desaparecido prematuro de su entorno familiar, Ricardo Franco.

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18 de noviembre de 2022
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Pena de la poesía

En el mes de mayo de 1918 un muy joven soldado y poeta británico de nombre germánico, Wilfred Owen, escribió un poema de guerra que pensaba publicar al año siguiente. El poema, llamado “Prefacio”, empezaba así: “Este libro no trata de héroes. La poesía inglesa aún no está preparada para hablar de ellos. / Tampoco trata de hazañas […] / Mi tema es la guerra y la pena de la guerra. / La poesía está en la pena.” (traducción de Gabriel Insausti, Acantilado, 2011). Otro poeta también de nombre germano-wagneriano y siete años mayor que Owen, Siegfried Sassoon, sería, habiendo muerto aquel en acción de combate en el continente el 4 de noviembre de 1918, quien recogiera “Prefacio” y la mayor parte de la obra, tan intensa como reducida, del fallecido Wilfred, en una antología publicada en 1920 al cuidado de Sassoon y de Edith Sitwell. Estos tres nombres y otros muchos, más o menos conocidos, de literatos y artistas, son los protagonistas de Benediction, la nueva película de Terence Davies, realizada cinco años después de A quiet passion (Historia de una pasión en su título español), el bellísimo retrato poetizado de la más genial poeta de todos los tiempos, Emily Dickinson. Benediction no trata de genios; su trama y su dramatis personae se detienen en los segundas filas de la cultura inglesa del primer tercio del siglo XX, y como tal ofrece en su (extensa) duración un panorama elegante, morboso a ratos y muy entretenido siempre de aquella atrevida bohemia hoy un tanto borrosa fuera de su contexto anglosajón y de su tiempo.

Pero es decepcionante que alguien tan refinado como Davies arranque el relato con el consuetudinario material de archivo de las trincheras y los bombardeos de la Gran Guerra, del que abusa en más de un pasaje. Viene después una torpe y ñoña escena en una iglesia en la que el ya anciano Sassoon le cuenta a su hijo su adulta conversión al catolicismo, un asunto en él igual de trascendental o más que su condición homosexual pero que, al contrario que esta, resulta irrelevante y pasa desapercibido en los 137 minutos del metraje de Benediction. El filme interesa de verdad y seduce desde que la cámara de Davies entra en el hospital psiquiátrico de heridos de guerra donde se conocen, malparados ambos, Wilfred y Siegfried, enamorados al instante el uno del otro sin posible manifestación sentimental o carnal; esta es una película de mucha dolencia y mucha sexualidad.

En una entrevista con Javier Yuste en El Cultural, Davies se excusaba del uso de tanto newsreel bélico, achacándolo al dinero: “con mi presupuesto no podía recrear las trincheras” (si es que hacían falta, apostillo yo). Peor inconveniente es la figura de estilo que también afea la película y no puede ser restricción económica sino decisión conceptual; Davies es un hombre proclive a los sueños, aunque yo pienso que solo en la antes citada Historia de una pasión el cineasta sacaba buen partido a tal querencia. En aquella tal vez era la propia Emily Dickinson la que le inducía a lo onírico real y a lo visionario, algo que en Benediction, por el contrario, se limita a un manido juego de saltos en el tiempo y alucinaciones de calibre grueso que se repiten a lo largo del filme pero descienden a su peor abismo en la chirriante escena de la condecoración militar arrojada al agua sobre el fondo de la pegadiza canción vaquera “Riders in the sky”. Un despropósito. Tampoco el desenlace, en el que el viejo Sassoon sentado en el parque rememora las figuras centrales de su vida de poeta celebrado y amante promiscuo, eleva el tono, con las apariciones de su madre, de la esposa con la que trató de disimular el estigma gay, y de quien, en realidad, podría decirse que ejerce de coprotagonista encubierto de la película, Wilfred Owen. Dicho desenlace seguramente busca inspiración formal en los bailes y fiestas fantasmales de la parte final de la gran novela de Proust, pero el set piece sentimental de Davies acaba convirtiéndose en gran guiñol patético, al que ayudan muy poco sus proclamas pacifistas y el recitado de fondo, si no me equivoco de versos, del gran poema de Owen “Disabled”(Discapacitado), una elegía a las víctimas de la guerra, acompañada aquí en la banda sonora por la Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, la sublime música de Vaughan Williams, otro magnífico creador de ese primer tercio del siglo XX.

Hemos hablado de los defectos o desproporciones de forma de Benediction. Hablemos ahora de su excelente parte central (más de una hora y cuarto), en la que Davies, que no es amigo de soltarse el pelo en la sensualidad descarada de sus imágenes, pinta aquí con infinitas dosis de camp unos personajes llenos de lo que los ingleses llaman, en francés, panache, es decir, brillantez, o como yo prefiero traducirlo en este caso, penacho, por no decir, más vulgarmente, pluma. La tiene en abundancia una historia tan circunscrita a las bendiciones como a los excesos, conviviendo pues el inmoralista contenido y el hombre de creencias religiosas que es en su vida Terence Davies (y hablo con cierto conocimiento de causa, ya que, hace algunos años, pasé dos días de trato amistoso y conversaciones públicas en el Caixa Forum de Madrid, que le rindió un homenaje, completado por la proyección de su filmografía).

Dicha parte esencial de nudo trepidante y sofisticado comienza en la memorable escena del tango bailado en el hospital psiquiátrico por los dos poetas heridos pero enfermos cuerdos, Wilfred (el actor Matthew Tennyson) y Sigfried (interpretado de joven por Jack Lowden), y prosigue en el tan bellamente reflejado universo eduardiano, años 1920 y 1930, en el que, muerto pero nunca olvidado Owen, Sassoon se lanza a la mala vida. Entonces aparece, y ahí no hay o no se notan las estrecheces de la producción, el Londres de los grandes teatros, los cafetines, los clubs y los salones, la música de danza de Stravinsky, la recreación gloriosa del estreno de Façade, la pantomima neodadá de los hermanos Sitwell (con música de un jovencísimo William Walton), animado todo ello por el gran plantel de actores que dan vida, entre otros, al idolatrado cantante de música ligera Ivor Novello, al director y diseñador escénico Glen Byam Shaw, al fiel amigo y protector de Oscar Wilde Robbie Ross, dejando para el final la creación hecha por el actor Calam Lynch de Stephen Tennant, un personaje real de leyenda de la cultura highbrow (en su tendencia low camp) de los felices veinte, y al que yo siempre he considerado una especie de contrafigura desatadamente marica de lo que fue Pepín Bello en los días gloriosos de la Residencia de Estudiantes y el 27: un genio del no hacer nada y del estar en todas partes y al lado siempre de los mejores. El verdadero Tennant nunca acabó la novela que se pasó toda su vida anunciando, pero cobró fama literaria siendo el inspirador de dos de los personajes novelescos de Evelyn Waugh, el Miles Malpractice (brillante nombre) de Cuerpos viles, y sobre todo el fulgurante Sebastian Flyte de Retorno a Brideshead; en cuanto a V. S Naipaul, que fue arrendatario suyo nada fácil, también hizo de Tennant carne de ficción en su extraordinaria novela El enigma de la llegada, eludiendo sin embargo Naipaul el posible chiste fácil de usar a efectos paródicos el apellido Tennant, que aunque escrito con dos enes tiene una pronunciación indistinguible de la palabra tenant, inquilino.

El mundo de la vida social y la frivolidad de artistas que supieron también ser profundos no siendo de primera fila queda recogido en Benediction con más encanto que acierto pleno, y al espectador de cine al que ni siquiera le suenen sus nombres, Davies le ofrece un delicioso compendio de tiempos idos, no todos recobrados, con alguna que otra caída en el purple patch. Leer, por otro lado, a Sassoon, a Sacheverell y Edith Sitwell y al mejor de todos ellos, Wilfred Owen, merece la pena. Ellos, y la película, tratan de la retaguardia artística, que no pocas veces en la historia de todas las artes irrumpe, a su manera, en la genialidad. Se dice, así, que en 1925, siendo estudiante en Oxford y colegial de Christ Church, el ya publicado Auden, líder adolescente de la vanguardia en verso y prosa junto a Spender y Day-Lewis, solía repetir con frecuencia, sin ton ni son, una frase: “The poetry is in the pity.” No era un eslogan ni un dicho, sino un verso, un verso de Wilfred Owen que ya hemos citado al comienzo. De haber sido más largamente contemporáneos, Auden habría compartido con Owen tal vez, y entre otras cosas, la pena donde habita el secreto de la poesía. Pero pity también se traduce como piedad, y esa palabra cobra sentido y resonancia tanto en la boca del poeta tempranamente malogrado como en el homenaje que al convocarle de ese modo le hacía el compatriota que tuvo una vida plena y se convertiría en el más influyente poeta del siglo XX.

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28 de octubre de 2022
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