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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Fábulas de tragedia

Veo en los cines, en el espacio de tres semanas, lo siguiente: una niña que causa muertes violentas antes de nacer (en la tan excelente como inquietante La hija de Martín Cuenca); dos recién nacidas confundidas de madre en la incubadora del hospital (Madres paralelas, Almodóvar histórico); una pequeña, Vanesa, desaparecida o raptada, en Espíritu sagrado (el más que interesante debut en el largometraje de Chema García Ibarra); una célebre lady que siendo esposa regia de la casa Windsor anhela ser de nuevo, solo, niña aristócrata (en Spencer, la obra maestra con sutiles ribetes políticos del chileno Pablo Larraín). Es como si la irrupción femenina en el cine (un espacio que ocupaban tradicionalmente los hombres en los rangos más altos) no se limitase ya solo a los creadores; desde la cuna del relato, y aun dentro del útero de la inconsciencia, reclaman estas niñas su protagonismo prenatal.

El arranque de Spencer es de los más fulgurantes que yo recuerde, en una película que, antes de verla, imaginábamos más próxima al biopic monárquico y a la crónica rosa que al film de intriga o terror. Pues bien, estábamos equivocados. Después del sensacionalismo barato de su anterior y tan fallida Ema, las primeras imágenes del nuevo Larraín en inglés nos desconciertan, nos crean sinsabor, nos fascinan. ¿Dónde estamos? Aquello parece la campiña inglesa, pero la caravana de jeeps del ejército aplasta con sus ruedas unas aves yacentes en la calzada, y los cocineros de un gran establecimiento llevan en procesión hasta los fogones unos contenedores en forma de ataúd que al abrirse resultan transportar alimentos de alta gama. Todo ello entremezclado con el descapotable que conduce una joven rubia que lo primero que dice es “Estoy perdida” (la interpretación de Kristen Stewart es memorable). La historia de esa hermosa joven perdida entre carreteras y la búsqueda de un sándwich barato es la historia de Lady Di, algo que no sabríamos hasta bien avanzada la película de no ser por la propaganda y los periódicos.

Spencer sucede en la Navidad de 1990 y en lo que se supone que es Sandringham, la finca de recreo que la familia real británica tiene, entre otras posesiones, en el condado de Norfolk, y cercana ésta a la costa. El año tampoco yo lo vi especificado en pantalla, aunque es fácil de calcular; los dos niños del príncipe Carlos y de Lady Diana ya están crecidos, sus padres enfadados (con razón, ella), y alguna de las escenas mudas más punzantes de este film tan malévolo como riguroso son las que muestran a la sabida amante del príncipe heredero, Camilla Parker Bowles, presente en las ceremonias sagradas y los festejos sociales; dos o tres veces, la amante del príncipe mira con sarcasmo a Lady Di, que es la esposa legítima pero recibe dichas miradas como si ella fuera la intrusa y su rival Camilla la reina in pectore. Con esas miradas de soslayo, con esos silencios sepulcrales en las cenas navideñas, con los collares de perlas repetidos, con las prescripciones obligatorias del vestuario que ha de llevar en palacio y con las escapadas de la triste princesa Diana, la humillación del poderoso al débil entra en el protocolo navideño, y la cena muda de Nochebuena y los preparativos de la gran cacería de ciervos se convierten así en set pieces aterradores; la tragedia se anuncia ya, pero lo que nos llega con gran desasosiego es el miedo que pasa Lady Di en aquellos rincones y pasillos de la inmensa mansión (Sandringham ocupa, entre todas sus dependencias, 32 kms cuadrados de terreno), inacabables en sus dimensiones, amenazantes en su lujoso orden y cargados en cada piedra y en cada percha de los vestidores de una historia y una obligación ineludibles.

Y en ese momento me acordé de El resplandor, una película que no es fácil de olvidar, te guste más o te guste menos. Kubrick hizo con ella, partiendo de una hábil pero mediocre novela de Stephen King, el retrato definitivo de la casa encantada, los duendes de la neurosis y el desafío padre/hijo, añadiendo (según mi interpretación personal publicada en el nº 219, diciembre 2019, de Letras Libres) el motivo literario de la “angustia de las influencias” estudiada con tanto ahínco por Harold Bloom. No lo he leído en ninguna reseña, pero me parece innegable que Larraín, en clave un poco menos metafísica, ha hecho, con personajes históricos un spin-off de El resplandor, un film ya condensado con sardónica brillantez por Steven Spielberg en veinte minutos de su Ready Player One. En Spencer la cámara se pasea por los interminables pasillos alfombrados con veloces steadycams (aquí sin cochecito infantil a pedales), y la planificación subraya el aislamiento del edificio central del palacio, como un Hotel Overlook sin lámparas horteras ni sangre a raudales en los elevadores, pero sí todo lo demás: el aura de un lugar hermoso y peligroso, la posesión del presente a manos del pasado, los muertos que retornan, en este caso con el espantapájaros vestido como el Spencer padre. Incluso, pues Larraín es así de atrevido, así de descarado, hay una cita precisa, maravillosamente engarzada, a The Shining: la escena de la despensa del palacio real a la que acude Lady Di en mitad de la noche porque tiene hambre, y es sorprendida por el mayor Gregory, el factótum de la reina (el extraordinario Timothy Spall); el diálogo alimenticio entre el edecán y la princesa evoca la importancia que en el film de Kubrick tenía la despensa-almacén de congelados, desempeñando aquí Spall además la función del camarero redivivo que le limpiaba el traje manchado de licor a Jack Nicholson, mientras hablaban ambos en los suntuosos retretes de Frank Lloyd Wright que el director neoyorkino hizo copiar a su equipo artístico.

Spencer lleva un subtítulo después del título: la fábula de una tragedia auténtica (“a fable from a true tragedy”), y no se trata de un capricho pedante. La tragedia ocurrió, en el accidente mortal junto al Sena (¿o fue un crimen?), y la fábula la puso, ya antes de su aparición como hermosa hada en la boda principesca, la propia Lady Di, cantada en su funeral por un juglar de la categoría de Elton John. Lo malo es que, en su última media hora, después de cautivarnos y darnos pavor en los noventa minutos precedentes, Larraín se pone onírico y saca de la manga a Ana Bolena, un fantasma mucho menos temible que las gemelas o la hermosa desnuda putrefacta del hotel kubrickiano. Ya sabemos que el recurso a los sueños es la mortaja de la fantasía, en el cine aún más que en la novela, y en Spencer la introducción de la decapitada Bolena, además de forzada y reiterativa es relamida: esas danzas macabras imaginarias que se bailan en los salones supuestamente de Sandringham pero filmados en palacios centroeuropeos. El final olvida la parte soñada y recupera la fabulada: el romance de Maggie, la camarera lesbiana enamorada de la princesa, pudo suceder; en el film se sostiene de un modo creíble y emotivo gracias a la contención y el recato que muestran las dos actrices. Y es otro hallazgo del guion, que firma Steven Knight, el retorno a la comida basura de Diana, aquí ya en compañía de sus hijos. Escapados los tres del palacio y de la Navidad opresiva en una travesura que moviliza al gobierno británico, el restorán desastroso les da felicidad instantánea y les une. Reencontramos así la prosopopeya de la alta cocina del arranque del film, ahora sin ejército ni ritual.

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28 de enero de 2022
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Historia de la puta y la patera

Esta historia se compone de dos escenas al aire libre y de un proyecto de ley. La primera escena es nocturna y un poco neorrealista. La vi sin vivirla hace muchos veranos, viajando con unos amigos por la hermosa costa marroquí del Atlántico sur, allí donde se suceden las “ciudades portuguesas” fundadas a lo largo del siglo XVI. Nos habíamos entretenido al atardecer, los tres viajeros españoles, en las dunas de una larga playa sin merenderos ni sombrillas; las sombras surgieron de repente, como si brotasen de las laderas de arena. ¿Alucinaciones del vino blanco de Meknés con el que el camarero benigno de un restorán de hotel nos había llenado, como un falso té de menta, la cantimplora?

 Serían unos veinte los que se acercaban desde los matorrales, descalzos y muy vestidos. Iban en dirección al agua, pero en vez de quedarse en bañador aún se revestían más. Cinco o seis mujeres que en la distancia parecían esbeltas engordaron a gran velocidad; un bulto de chilabas amontonadas y plásticos las envolvió. La barquichuela estaba emboscada entre unas rocas, cubierta de ramas, y la vimos zarpar en cuanto se hizo noche cerrada: un navío sin botadura ni despedidas. ¿Tuvo aquel viaje rumbo al norte (¿Canarias, Almería?) un final feliz, o se ahogaron las mujeres infladas de jerseys y los niños que iban en el convoy sin sus juguetes?

Retrocedo unos años más, haciendo girar la rueda de la memoria, y me viene, en plena Movida, el recuerdo de las putas medio desnudas de Rubén Darío, no el poeta, sino la glorieta del centro de Madrid donde, también en noches cálidas de verano, salían de los setos unos titanes de cuerpo mayormente femenino abordando a los automovilistas que merodeaban con intenciones lúbricas. Creo que ahora ya no, pero entonces aquella glorieta y sus calles aledañas ofrecían, cuando uno volvía tarde a casa dando un paseo, el espectáculo gratis de una prostitución vocinglera que no parecía forzosa, aunque solo Dios sabe si  al acabar de atender a su clientela esas chicas reversibles y de curvas estratosféricas serían robadas y golpeadas por chulos descontentos de la recaudación. En la escena segunda de estos deseos de playa y glorieta, el neorrealismo pobre ha dejado paso a la dolce vita.

Las dos escenas remiten a dos grandes problemas que tenemos, no sólo nosotros, pero muy concretamente nosotros. El cúmulo de ropa, o la falta de ropa, son elementos de atrezo o anécdotas de estas historias, que dan color a cada una de ellas, teniendo ambas un trasfondo oscuro y trágico: el tránsito de las mercancías de carne y alma. Las mujeres, los hombres y los niños que llegan a toda Europa buscando refugio desde geografías que a veces uno no sabe situar en el mapa del Tercer Mundo, persiguen lo mismo que aquellas personas, en su mayoría chicas jóvenes, que acaban –con resignación- o van a caer -sin ella- en la prostitución: ganarse la vida en tierra extraña, vivir mejor, o meramente vivir, ayudar a los suyos, ver de cerca el concepto, o la posibilidad, de ser humanos. En el tránsito, ambos grupos sufren la explotación, el fraude, el maltrato, las humillaciones, muchas veces la muerte.

 Todos los días leemos una noticia o varias respecto al primer grupo, que es el más castigado, el más universal y el más numeroso, aunque no el más antiguo de la civilización. Los cuerpos de los ahogados, en especial si son niños, nos conmueven, como nos hace llorar de gozo el recién nacido africano salvado de las aguas como una criatura del nuevo mundo. Y aprendemos el nombre de ciudades y pueblos impronunciables de países borrosos cuando en sus fronteras se agolpan los olvidados que vienen a recordarnos su existencia, sus aspiraciones. Del segundo grupo se habla y se escribe menos, aunque quizá sus pormenores se lean más en razón del morbo erótico, por comprado que sea. Entre el dolor y el placer es fácil elegir.

Ahora bien, estos asuntos candentes nos llegan a nosotros descompensados, y quizá en ello radique la injusticia que los mantiene vigentes y cada día más pujantes. A los menores que han entrado ilegalmente se les difumina la cara en el telediario, y la prostituta de las entrevistas está a contraluz, para no ser reconocida  -dijo una de ellas en la tele- por su hija pequeña, que la creía sanitaria de primeros auxilios y no mujer de la calle. Pero la realidad cruda sí alcanza, incluso en los noticieros y periódicos menos sensacionalistas, al cuerpo ensangrentado de los subsaharianos heridos por los alambres de las concertinas. Terrible música.

Lo curioso es que en todas estas imágenes, en todas estas historias que aquí evocamos, en todas esas noticias que nos inquietan e inquietan o deberían inquietar a los distintos gobiernos de la nación, sólo hay actores de reparto. ¿Dónde están los protagonistas? ¿Por qué no se ve nunca al primer actor del drama, al captador avispado, al especulador del disfrute ajeno, a la madame propietaria del burdel de lujo, al embaucador que cobra el pasaje, al capitán de la lancha que ha de naufragar, al enlace que volverá a cobrar al otro lado del mar o la frontera? Ellos son los personajes estelares, los capos bien vestidos de una industria de compraventa cárnica entre particulares, los nuevos héroes de un milagro económico al por mayor, en el que los secundarios hacen bulto pero no tienen papeles.

Aún más portentoso resulta que, hoy, en el tiempo de la minuciosa revelación de los delitos ocultos en la política, los puteros de las pateras no tengan nombre, ni domicilio fiscal, ni guarida, ni dejen rastro de sus fechorías criminales en puertos y ensenadas, aunque les acechen con drones las policías de Occidente. Hemos de estar contentos, sin embargo: la justicia, ese reino prometedor de esperanzas, va a dar un respiro a la esclavitud de las putas, habiéndose anunciado por el gobierno de Pedro Sánchez la abolición por ley del puterío.

La palabra abolición tiene grandeza histórica, y ser abolicionista siempre fue un timbre de gloria. Como es un proyecto y no se ha consumado, aún se ignora cómo va a abolirse aquí de raíz algo tan arraigado. No tengo ninguna simpatía, ni tampoco odio, por la figura del consumidor de prostitución. Pero ¿hablamos de las grandes cadenas de producción erótica, o se va a penalizar al pequeño comercio del “aquí te pillo y aquí matamos dos pájaros de un tiro”? Nadie quiere ser puta involuntaria, y nadie quiere ser harraga adolescente encajado en las ruedas de un camión o en la goma de unos flotadores. Acabar o aliviar esas dos miserias o servidumbres nos haría bien a todos. Sin embargo la abolición a escala continental de los cruceros asesinos, y la persecución de los tratantes de las manadas de chicas incautas, o simplemente pobres, fracasa, aunque el dinero y los medios punitivos no faltan. Los pesimistas dicen que no hay solución sin milagro para detener o remediar la avalancha creciente de los migrantes. Yo tampoco creo en milagros, como ustedes, pero sí creíamos que la UE iba a poder vencer en ese campo. Vemos, por el contrario, una gran desunión europea, y el cómo vencer, el cómo superarla, no nos compete a nosotros, que somos espectadores impacientes, público preocupado del drama, contribuyentes de un bienestar que no sabemos o no queremos repartir.

En mi cabeza, dada a fantasear mientras recuerda, las dos historias cruzadas que empiezan con p se parecen en rasgos y peripecias. Quizá por eso sueño que un día, cuando el mundo real esté mejor hecho, la ficción nos dé un happy end que iguale a ambas y nos contente a todos.

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12 de enero de 2022
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Dos  Francias

Lo más extraordinario de La crónica francesa (The French Dispatch) es su existencia: un film de muy alto presupuesto destinado a una minoría selecta que al poco de empezar la proyección muy probablemente se vea desbordada por la lluvia de los significados intrincados y las bromas encriptadas, no todas ingeniosas. Wes Anderson es muy culto y tiene culto entre los cinéfilos, aunque no creo que los tenga en cantidad suficiente como para que en este caso a sus productores les salgan bien los  números, algo que, naturalmente, no me concierne, en tanto que mero espectador y no contable o tesorero. Me preocupó, pese a ello, ir a verla (dos veces, la segunda por si acaso me había yo perdido cosas trascendentales inadvertidas en la primera) y salir las dos veces tan contrariado, después del gran disfrute de El gran hotel Budapest y hasta de su fantasía animada en stop-motion Isla de perros (Isle of Dogs). Aclaro sin embargo que su nueva película es de una gran belleza formal, trascurre a un ritmo vertiginoso, entre lo arrebatador y lo mareante, y cuenta con un reparto de estrellas suntuoso; ¿habrán cobrado todas sus cachés o son prestaciones por amor al arte? Me refiero, entre otros, a Bill Murray, Tilda Swinton (hablando con tonillo y frenillo pomposo y un no menos estridente peinado de derechas), Frances McDormand, Saoirse Ronan, Timothée Chalamet, Willem Dafoe, Mathieu Amalric, a la voz narradora principal de Angelica Houston, al preso-artista que encarna Benicio del Toro y a su modelo-guardiana Léa Seydoux, que consigue memorablemente crear dos personajes embutidos en uno, aunque el que está en cueros supera al que lleva uniforme de carcelera. ¿Será, por cierto, The French Dispatch una metáfora sobre el periodismo entendido como prisión, manicomio o hangar de egos con teletipo? Las tres opciones me gustan, y las suscribo, habiendo yo escrito ininterrumpidamente en prensa, sin tener la carrera ni el carnet de periodista, desde los 17 años.

La trama que nos cuenta Anderson es provinciana, y aun así difícil de resumir; por razones poco explícitas, las ciudades de Kansas y Angulema se hermanan en un periódico, el que da título al film, viendo el espectador una Francia espesa y reinventada donde trascurre la mayor parte de su acción. Los decorados son sensacionales, el color y su blanco y negro alternante muy bien trabajados, el vestuario exquisito, y cuando los grandes medios corpóreos de los que dispone no le bastan, el director pasa de lo figurativo y lo sólido a lo gaseoso de la animación. Todo ello acompañado de una narración en off endiabladamente irónica, resabiada, punzante, que, siendo obra del Wes Anderson también guionista no ha de sorprendernos; pocos cineastas hay hoy en ejercicio que manejen la lengua escrita para ser dicha con tanto peso, con tanta riqueza de matiz, con tan gran cantidad de juegos de palabras y silencios cargados de elocuencia.

Lo que sucede es que La crónica francesa divaga y se desorienta, dando muestras constantes de finura intelectual y de amaneramiento; de vaciedad, más que de vacío semántico. Como si el propósito desencadenante del relato, (“traer el mundo a Kansas”, en las palabras altisonantes del propietario y editor, Bill Murray), naufragara en los churriguerescos decorados de Angulema, perdiendo en el naufragio el contenido de sus bodegas. Divertida a ratos en el zafarrancho de crímenes, delitos y estupros, la película adquiere la condición de pastiche con dificultad, quedándose más bien en un galimatías, un crucigrama que no lleva consigo la solución. Y esa misma apuesta fallida de Anderson se advierte en la música de Alexandre Desplat,  remedando a Satie con mucho oficio y poca invención. Homenaje a Francia y su cultura, o burla de Francia y  sus altanerías, La crónica francesa no acierta a conjugar esas dos vías abiertas entre la amable nostalgia y la ácida crítica.

Una Francia nada estrambótica y más naturalista es la que inspira a Céline Sciamma en Petite maman, película muy tenue en su osadía, que es de signo distinto a la de sus títulos anteriores Tomboy (2011) y Retrato de una mujer en llamas (2019), en los que el género indeciso de la pequeña niña/niño y la sexualidad de sus mujeres flamígeras determinaban la estética, lineal en la primera, barroquizante en la segunda. Las niñas de Petite maman, que son hermanas gemelas en la vida real, interpretan con preciosa soltura un juego infantil de casi 70 minutos en los que el bosque, la cabaña o refugio y las cocinas desempeñan su función primordial de lugares atávicos, restauradores, curativos. Y si bien eché de menos, como espectador, la riqueza iconográfica de Retrato de una mujer en llamas, película de época dieciochesca realizada con gran esmero y punteada por pequeños bloques de música, en la que destacaba el cántico nocturno de unas campesinas que hacen fiesta al aire libre, agradecí la austeridad sonora de esta Pequeña mamá; una entrada a todo meter de las Cuatro estaciones de Vivaldi resultaba un crescendo muy trillado en aquel retrato lésbico que Sciamma hizo el año 2019.

Las dos niñas de Petite maman no se desean, se aman, aunque la incógnita es que ignoremos el grado de su amor, que abarca tres generaciones femeninas, y consiste en unos contactos castos y una mirada constante al espejo en el que se miran para entender su parentesco, su necesidad de la otra. Todo ello en tanto que piezas humanas de un ajedrez sentimental en el que ambas son rey y reina, y los adultos alfiles escuetos pero necesarios. Cuando en la mitad del metraje advertimos que algunas de las figuras del breve elenco de intérpretes podrían ser fantasmas pasados o futuros, ya no hay tiempo para rebobinar el misterio. O no hay misterio, y sólo hay ensueño. Una desnudez paisajística, una casa vacía, un coche  que arranca sin destino preciso: la antítesis formal del abigarrado mundo francés de Wes Anderson.

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30 de diciembre de 2021
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Maneras de ser viejos

 

Clint Eastwood nunca trabajó de actor con John Ford ni con Howard Hawks, pero yo veo en su última etapa como director un aliento fordiano y una manera hawksiana de tratar las diferencias de edad y sus enseñanzas. Tras su destacada función en Million Dollar Baby, en Gran Torino y en Mula, el tema de las paternidades fronterizas reaparece en Cry Macho, desafortunado título de una pequeña y deliciosa parábola en la que Eastwood, que ya ha cumplido 91 años, evita siempre que puede los primeros planos y muestra ante la cámara las limitaciones de su cuerpo cuando está en movimiento, sin por ello perder la ironía ni la ocurrencia del magnífico director que es. Hay cosas que el antiguo jinete de tantos westerns, los genuinos y los spaghetti, ya no puede hacer, aunque no figure entre ellas el coqueteo y tal vez el amor; la relación que Mike, su personaje de envejecida estrella del rodeo  establece con la dueña mexicana de la cantina de carretera tiene el carácter de una seducción asistencial que podría tal vez terminar en matrimonio o no pasar del petting. De ambas cosas hay sugerencias, pero no evidencias.

Se trata además de una película histórica, puesto que se indica que la acción sucede en 1978, si bien tanto Texas como Tijuana aparecen intemporales, como ciudades de hoy; hay lugares que cambian en sí mismos para permanecer. A Mike, un hombre sin recursos en su decadencia, un amigo al que le debe un gran favor le pide cruzar la frontera para convencer a su hijo pródigo de que vuelva con él al sur de los Estados Unidos, sacando al chico de su mala vida y alejándolo de las artes seductoras, y tal vez pedófilas, de una ex esposa mexicana y cabaretera. Mike inicia así el paso y la road movie, que es mejor a la vuelta que a la ida: la frontera se salva sin problemas, el muchacho acepta ir con él, los esbirros de la madre cabaretera les siguen, y entonces empieza de verdad la trama. La del  hombre viejo que amó a los caballos en los que ya no puede montarse, y la del adolescente medio-mexicano que, para dar más color local y mayor substancia, es poseedor y nunca se separa de un gallo de pelea, el Macho del título, que desempeña un papel convincente, siendo la fauna avícola tan híspida a la imagen fílmica.

 En su segunda parte, Cry Macho no hace llorar, aunque amenaza con hacerlo. Los personajes adquieren más colores, y Mike se auto-revela: hay ritornelos de su pasado esplendor domando la furia de los caballos salvajes, pero ese don, que ya no está en su mano ejercer, deja paso a sus otros saberes. Los saberes del hombre viejo. El hombre que, además del dominio de los caballos, puede curar las más variadas dolencias de los animales, y en especial las cabras, así como entender el lenguaje de signos de los sordomudos. Y ser también un hombre parco en palabras y recto. Un hombre justo. Hay, entre otras que llamaríamos educativas, una escena nocturna entre Mike y el joven mexicano que trae resonancias del Rio rojo de Hawks, con el dúo que en aquella obra maestra encarnaban John Wayne y Montgomery Clift. Hawks era un maestro del understatement, mientras que Clint Eastwood tiene un probado fondo sentimental, que disimula; bordea en más de un momento de Cry Macho las lágrimas, pero las contiene, y así nosotros evitamos las falacias patéticas.

Aprovechando las ocasiones y actos de recuerdo y homenaje a Fernando Fernán-Gómez por su centenario, volví a ver, en coincidencia con el estreno de Cry Macho, una de las mejores películas de aquel, El extraño viaje, un retrato de adultos retorcidos y malignos, aunque cultivados, en un poblacho cazurro de aspecto tranquilo. Se trata de una farsa muy española, lo que no significa que estemos ante una españolada. Inspirada en un suceso (real) murciano, el llamado crimen de Mazarrón, si quisiéramos buscarle una región de origen habría que mirar más bien a Galicia, pues de allí proviene, gracias a la figura de su creador, el esperpento valleinclanesco. Fernán-Gómez no pretende esconder esa filiación o afinidad, pero tampoco se contenta con ella, por lo que lo galaico-esperpéntico se hace sainetesco e incluso astracanado en las escenas populares, en los colmados, en las verbenas, en los autobuses de línea y en el habla de sus moradores. Ahora bien, el poblacho tiene en un chaflán de su plaza mayor una buena casa, como se decía antiguamente (antes de que se prefiriera el barbarismo casoplón), con su fachada opaca y su interior fabulado y temido por los que nunca pueden franquearlo. El lugar de los tres hermanos, Ignacia, la mayor (Tota Alba) y los, digamos, pequeños, Paquita (Rafaela Aparicio) y Venancio (Jesús Franco.

Uno de los aciertos de este film singular dentro del cine español de su época (1964) es el carácter metafóricamente aniñado de su trío protagonista, unos seres de edad insondable. Ignacia tiene rasgos físicos de señora mayor (lo era entonces esta gran actriz, nacida en Argentina y fallecida en 1983), ejerciendo su mayorazgo de manera cruel y caprichosa. A su lado, la Paquita de Rafaela Aparicio, cuyo volumen corpóreo y su invariable vocecilla hacen difícil calcularle la edad sin ir a los diccionarios, y Jesús Franco, que atipla la voz y viste como un polichinela oriental (¿un eunuco sin harem?) pero tenía cuando se rodó la película tan solo 33 años. Jesús, Jess Franck para sus incondicionales, cambió poco de físico en las siguientes décadas, como si su corsaria manera de dirigir películas por docenas o ristras le hubiera dado el elixir de una eterna y traviesa juventud. Su creación timorata de Venancio es memorable, representando él, junto a la divertida ramplonería de Paquita y la procacidad mandona de Ignacia, el verdadero lugar de los juegos prohibidos. Son viejos sin serlo, o viejos que aspiran a serlo, en el marco de una casa encantada y con la mezcla macabra del alcohol y el crimen gratuito.

¿Una rareza, El extraño viaje? Yo pienso que, lejos de serlo en la filmografía tan desigual de Fernán-Gómez, aquella fue una obra de ambiciosa exploración quebrada por la brutalidad de la censura, su mala carrera comercial y su propia condición de flor mefítica y anómala. La seguiría cultivando intermitentemente el gran actor y director en el teatro, en el cine y en su genial manera de ser y escribir hasta el fin de su larga vida. La de un viejo sabio.

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11 de diciembre de 2021
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Santos y camaradas

“El pueblo italiano siempre ha despreciado a los hombres que no son sino hombres: es un pueblo que está siempre a la búsqueda de Dios, que arde siempre en el deseo de verlo con sus propios ojos, de tocarlo con sus manos, de besarlo con sus labios, de oírlo con sus oídos, en todas sus manifestaciones, en todas sus formas, en todos sus disfraces humanos. Los italianos saben muy bien que Dios existe”. Estas palabras son de Curzio Malaparte, una de las grandes figuras literarias del período de entreguerras mundiales seducida por la retórica sanguinaria de los dictadores; en su caso, él las refería a Benito Mussolini, y formaban parte de un retrato literario que Malaparte dejó inconcluso y publicó en sus dos secciones fragmentarias la editorial Sexto Piso bajo el título Muss/El gran imbécil.

Malaparte vivió menos años (1898-1957) que otro gran poeta fascista, Gabriele D´Annunzio (1863-1938), pero los vivió más tarde, por lo cual tuvo tiempo de ver con mayor profundidad de campo los estropicios y las baladronadas del Duce, a quien comenzó ya a atacar en la década de los 40, siendo expulsado Malaparte del partido de Mussolini antes de la Segunda Guerra Mundial, durante la que colaboró en tareas de informante y espía con los Aliados. Por el contrario, D´Annunzio fue plenamente, hasta su muerte, un seguidor contumaz aunque no dócil del dictador italiano, y es ese periodo final de la vida del escritor de Pescara la que refleja El poeta y el espía (Il cattivo poeta, Italia, 2020), la película de Gianluca Jodice: la vida de un santo (libertino) y un héroe (mártir de guerra), vista a través de los ojos del joven oficial al que el gobierno mussoliniano, celoso de las extravagancias visionarias que el gran poeta nacional llevaba a cabo en su micro Valhalla del Vittoriale, junto a las orillas del lago de Garda, envía como espía protector de alguien que, como se afirma en el verso de Gimferrer, “Tuvo el don de decir con verdad la belleza” (del poema Sombras en el Vittoriale del libro de 1966 Arde el mar). Y como, al decir de Malaparte en ese esbozo biográfico de Muss ya mencionado, “un santo y un héroe son lo mismo” para sus compatriotas, a la plebe italiana “le gusta vivir en la continua espera de un milagro, en el ansia continua de saber si el que aparecerá por la esquina de la calle será un gendarme o un ángel” (cito por la traducción de Juan Ramón Azaola en Sexto Piso). El actor y director de cine Sergio Castellitto lleva a cabo una composición magistral del histrión que probablemente fue D´Annunzio, siempre deseoso de la adoración, no toda ella nocturna, y de los favores femeninos, a los que respondía con su florido talento: varias de sus obras menos perecederas son las piezas dramáticas que le escribió a su amante Eleonora Duse, y la legendaria Duse estrenó.

La película de Jodice se ve con notable fascinación, en gran medida por su arte, y hablo aquí del arte que envolvía cada una de las fantasías o ensueños del poeta, tanto en su refugio lacustre del Vittoriale, ampliamente filmado, como en los trasfondos arquitectónicos, siempre lucidos, de la estética imperio-fascista del régimen, así como en sus desfiles y ceremonias; el rito fúnebre que le rinde el 1 de marzo de 1938 el propio Duce, dispuesto a superar en gesticulación dolorida y correajes marciales al fallecido es sin duda la escena más elocuente del film.

Se me hizo ameno pensar, mientras la veía, y siendo Konchalovski un peso pesado del cine soviético pujante en la época del Telón de Acero y posteriores deshielos, que Queridos camaradas imitase tal vez el formato, el color y el espíritu del polaco autor de Ida y Cold War Pawel Pawlikowski: el ocupante que le saca provecho al ocupado. El minimalismo en blanco y negro, el predominio de las escenas intimistas, la desolación del paisaje, funciona en Queridos camaradas como antídoto de la tradición lírico-telúrica del gran cine ruso post-revolucionario, que Andréi Konchalovski encarnó con gran efectividad al menos en su épica saga Siberiada (1979).La nueva película empieza con una escena de cama, aunque pronto se sabe que sus partenaires son gente de la política; la mujer, magníficamente interpretada por la actual esposa del director, Yuliya Vysotskaya, tiene un cargo de responsabilidad en el Partido, y le declara al amante entre suspiros su nostalgia del tiempo en que Stalin, muerto en 1953, mandaba. Pero nos hallamos en 1962, Kruschov está al frente del gobierno, y en la provincia donde sucede la acción sucedió realmente, en la ciudad de Novocherkassk, esta revuelta con más de treinta muertos a manos del ejército, desconcertado por unas órdenes superiores que empujaban al disparo de las armas de fuego y el uso de tanques contra la población civil salida a la calle para apoyar a unos obreros huelguistas. Es todo un contraste, tras el culto a las personalidades megalómanas que El poeta y el espía muestra con tanta prosopopeya, ver en Queridos camaradas en mero retrato de pared o imagen de noticiero la efigie de Kruschov.

Es sabido que los MijalKov Konchalovski, con y sin guión en sus apellidos, forman una dinastía cinematográfica, en cuyo árbol genealógico no vamos a adentrarnos aquí. Dejando de lado al padre de ambos, autor de libros infantiles y guionista, yo siempre fui incondicional del hermano menor, Nikita Mijalkov, aunque tanto éste como el mayor Andréi fueron sospechosos (y como tal, acusados) de connivencia con los gerifaltes de los regímenes anteriores a la caída de la Unión Soviética. Andréi hizo carrera en Hollywood, ya entrado en años (ahora tiene 83), y para mí, que no he seguido su filmografía puntualmente, este muy conseguido retrato de una disidencia y una pérdida de fe comunista se abre a dos interpretaciones: el ajuste de cuentas con el propio pasado político o la soterrada loa del estalinismo. Si elegimos la primera lectura, hay que destacar el brío de las secuencias de asalto y represión de los ciudadanos (con ecos de El acorazado Potemkin); la segunda añadiría a la personalidad de la mujer alto mando una capa de enigma y ambigüedad. En cualquier caso, la película progresa hasta una segunda mitad de largo viaje a la noche en la que la pesquisa (con final feliz) abre puertas a una reconciliación. ¿De una sola familia, la de ficción? ¿Del propio cineasta con su entorno natal?

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1 de diciembre de 2021
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Antonio y Cleopatra

Representada, seguramente por primera vez, en una fecha imprecisa de 1606, Antonio y Cleopatra no volvió a los escenarios hasta pasados 150 años, lo cual más que de fracaso habla de unas circunstancias que ayudan hoy a entenderla mejor en su osadía y su gran ambición tragicómica. Fue además escrita, y también esto es significativo, a continuación de cuatro obras maestras del más alto periodo shakespeariano, precediéndola Otelo, Medida por medida, El rey Lear y Macbeth.

En 1677, setenta años después de aquel probable estreno y trascurridos más de sesenta de la muerte de Shakespeare, un buen poeta y comediógrafo de la Restauración, John Dryden, puso en escena Todo por amor (All for Love), “escrita en imitación del estilo de Shakespeare” confiesa el propio Dryden, y esa tragedia sobre Marco Antonio y la reina egipcia tuvo tanto éxito que eclipsó a su modelo; el original de Shakespeare sería rescatado ya en el siglo siguiente, en 1759, por una de las figuras legendarias del teatro británico, David Garrick, cuyo Antonio daba réplica a la Cleopatra de otra gran actriz del momento, Mary Ann Yates. Aun así, la obra no entró en el repertorio, y lo que sigue es mi interpretación somera y tentativa de las razones de esa incomprensión o temor a un texto actualmente considerado esencial dentro del canon del Bardo: un texto en exceso atrevido para aquellos siglos que veían fluir la sangre con gran derrame en los escenarios, y abundaban en la representación de incestos y estupros, pero en los que la intimidad carnal sin freno de una ilustre pareja histórica podía escandalizar.

Ya en su primera escena, Antonio y Cleopatra revela los componentes opuestos y tan bien ensamblados que la caracterizan; la voz de una opinión pública desconfiada que, en boca de dos ciudadanos de Alejandría lamenta, no sin racismo, la chochez de un militar de rango como Antonio enamorándose perdidamente de una “gitana con tez de betún”. Para esos ciudadanos recelosos, al igual que para la alta jerarquía que comparece poco después en Roma, Cleopatra ha hecho del general romano “el hazmerreír de una ramera”, y la descripción despectiva no es tan huera como parece. Si hay algo que destaca en esta tragedia es la idea de diversión, de placer gozoso que sostiene el desarrollo de la pasión y casi podría decirse que proyecta a los enamorados en un más allá hecho de sensualidad verbal y disfrute de la risa. No puede ser casual a tal respecto, sino premeditada ingeniería dramática, que las escenas de las agonías y muertes de los amantes (acto IV escena 15 y acto V escena 2) transcurran en un constante equilibrio entre lo conmovedoramente patético y lo descacharrantemente cómico. En sus crisis de celos, en sus desplantes, en sus golpes bajos y sus zalamerías, en sus acusaciones mutuas y sus gloriosas reconciliaciones, está la clave de una contienda erótica en la que ni ella ni él desean quedarse en segundo lugar. De ahí lo extraordinario que la primera frase pronunciada por la reina en la obra sea ese “Si es en verdad amor, dime cuánto”, a lo que Antonio, entrando al trapo, responde “Pobre es el amor que deja sacar cuentas”. Cielo y tierra, sublimación y rencillas domésticas, van a ser en esa larga fase postrera de su relación los dos polos que les mantenga unidos y al fin les destruya.

Amada Cleopatra por otros hombres de abolengo antes de conocerse Antonio y ella (cosa que se resalta en los diálogos con una mezcla de impudor y vanidad), la reina de Egipto quiere evaluar el amor del triunviro para estar segura de que, llegado el momento inevitable de la confrontación de Oriente y Occidente, el valor de su ligazón sentimental superará al otro gran poder que está en juego, el poder político; un territorio desplegado entre los campamentos, las naves de guerra, los palacios y las alcobas, lo que da paso a muy vivas escenas de conspiración, mangoneo, traiciones y alianzas de conveniencia.

Es sabido que Cleopatra, hija de reyes y reina ella misma, fue una mujer curiosa y sabia, lectora y escritora (a ello se alude en la escena 3 del acto III), pero también estratega astuta en un universo de hombres sibilinos a los que no es aventurado decir que les atraía su belleza, su arrojo y su labia. Shakespeare, el más consumado artista de la elocuencia teatral, lo es tanto por boca de reyes o princesas como cuando hace hablar a los más siniestros sicarios y a los bufones menos compasivos; en esta obra los criados, los centinelas, los agoreros profesionales y los mensajeros se expresan con una dignidad y un sentido inapelables, lo que quizá justifique a los ojos de la pareja protagonista las ganas de mezclarse y hacer fiestas con la servidumbre y la soldadesca. Aunque las batallas de ingenio que ambos pelean constantemente, sin dejar de amarse, no tienen parangón. La tragedia de Antonio y Cleopatra, antes de serlo, es una de las comedias más chispeantes del autor.

Es también una obra en la que una de las recurrencias mayores de Shakespeare, la paternidad y sus reflejos filiales, aparece de un modo singular, distinto al que se da en Hamlet o El rey Lear, en los dos Enriques IV y el Enrique V, en El mercader de Venecia y en El rey Juan. Cleopatra es hija y heredera de los Tolomeos, y para continuar esa dinastía de la que tan orgullosa se siente, insiste y maniobra con la finalidad suprema de que su hijo, un desdibujado Cesarión, posible retoño de Julio César, la continúe y la afirme. Por su parte, Antonio tiene en el dramatis personae del Bardo una condición única: ser personaje muy central en Julio César (1599), y desempeñar en 1606 uno de los roles titulares de esta tragedia egipcia. Es muy de subrayar que en su primera encarnación Shakespeare dote a Marco Antonio de una gran contención y dignidad en la austera y muy hermosa oración fúnebre tras el asesinato de Julio César en el Senado romano, y siete años más tarde le confiera al mismo personaje una oratoria colorista, asiática la llama Plutarco, cuajada de metáforas y ocurrencias que se equiparan y desafían a las de Cleopatra, reina oriental. Dentro y fuera del lecho, en el puente de mando naval o al frente de las tropas, Antonio tiene en su mente como referencia o modelo al admirado Julio César; tampoco Cleopatra le olvida, aunque siente rabia de que su sirvienta Carmia, tan avispada, compare a los dos hombres, poniendo a su antiguo amante por encima de su definitivo amor del presente.

La voluptuosidad de Antonio y Cleopatra se acentúa por la edad que han cumplido; como tantas parejas actuales, los dos vienen de un pasado amoroso nutrido y con descendencias cruzadas. Su madurez les apremia pero les da también sabiduría. El poder de atracción de Cleopatra, basado no sólo en su físico sino en su palabra y en la resonancia de su memoria, da pie a breves y picantes intentos de seducción, en los que Shakespeare es maestro. Y tienen mucho peso los perjudicados principales: Octavia, intercambiada en una transacción de alta política, Enobarbo el auto-castigado por su breve abandono al jefe, Lépido; Sexto Pompeyo (otro hijo con angustia de las influencias paternas), el adolescente Eros, de ambigua y delicada fidelidad a su señor Antonio. Y, naturalmente, el vencedor Octavio César, que no hay que confundir con el gran general; se trata de su ahijado y sobrino segundo, que consiguió el laurel de emperador ambicionado por su tío.

La macabra danza amorosa entre el deber y el placer, así como el desfile constante de adivinos y mensajeros, tiene un memorable momento teatral y melódico, en la escena 3 del acto IV, que también ha pasado en una condensación de veinte líneas a la historia de la literatura. Me refiero al extraordinario poema del griego de Alejandría C.P. Cavafis El dios abandona a Antonio, escrito en 1910 y para Luis Cernuda una de las cumbres de la poesía del siglo XX, como sin duda lo es toda la obra de Cavafis. Citando las Vidas paralelas de Plutarco (al igual que Shakespeare en varias de sus piezas), Cavafis, que compuso un buen número de poemas sobre el entorno de nuestra pareja de amantes, entona en sus versos el lamento de un mundo que, tanto para Cleopatra y Antonio como para el oscuro funcionario civil fallecido en 1933 que él fue, desapareció cuando las pasiones de amor extremo empezaron a estar mal vistas en sus respectivas épocas. Ellos dignificaron, dice el poeta, esa ciudad extinta que no fue un sueño. Y que si lo fue merece seguir siendo oído en la celeste música de la palabra.

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4 de noviembre de 2021

Luis de Pablo © EuropaPress

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Música, maestro

Íbamos unos jóvenes ignorantes, pero curiosos, a unas dependencias ministeriales de la España de Franco, y un señor elocuente y no muy alto hacía a pecho descubierto y sin papeles una presentación de músicas que nunca antes habíamos oído: Pierre Boulez, Stockhausen, John Cage, Mauricio Kagel, y Carles Santos, que viniendo de Castellón hizo al piano una provocación dadaísta que no le pareció oportuna al presentador y a nosotros, inciertos estudiantes de Letras, de Económicas, de Derecho o de Ciencias, nos resultó fabulosa por lo inexplicable. Pero pasaron los años, casi veinte, los conciertos de ALEA en la imprevista sala del Instituto Nacional de Previsión dejaron de hacerse, o yo de ir, y un buen día de los primeros años 80 conocí, la noche del estreno de su primera ópera, Kiu, a Luis de Pablo, aquel hombre enjuto y hablador que estaba al frente de esas tardes de música rabiosamente contemporánea; entretanto yo había sabido que él mismo la practicaba, con muy amplio reconocimiento sobre todo fuera de España, a pesar o precisamente por razón de que uno de los mayores empeños de Luis era desactivar esa especie de autocastigo típicamente español que sostiene que nuestro idioma hablado no está hecho para el lenguaje elevado de la música seria, y la ópera española sería, según tal criterio, poco menos que un imposible metafísico, no dejando al drama vocal otra vida  más allá de la zarzuela.

En dichas ocasiones, que he podido presenciar de cerca más de una vez en los cuarenta años de amistad y colaboración con Luis, el dulce y bien templado maestro bilbaíno podía saltar como una fiera, dejando sus zarpazos muy bien argumentados en la piel del contendiente.

A todas estas, habiéndome yo aficionado, sin base teórica, a la música llamada clásica en dos de sus polos más extremos, el barroco y el siglo XX tonal y atonal, incurrí una noche de 1984 en uno de los errores más felices de mi vida, y por eso quizá nunca he olvidado la situación, la cena posterior a un curso de verano de la Universidad de San Sebastián en el que el cine era considerado en sus relaciones con la novela y la música. Luis, pensando en una segunda ópera, estaba leyendo novelas que le sirvieran de posible inspiración o armadura escénica para esa nueva obra de teatro cantado. Yo lamenté entonces en voz alta que al ser tan parva la nómina de las óperas actuales, sobre todo en nuestro país, la noble figura del libretista había prácticamente desaparecido. ¿Dónde estaban los Da Ponte, los Boito, los Hofmannsthal, los Béla Balazs, los Auden o los Forster, las Colette y las Gertrude Stein, los Brecht y los Cocteau españoles?

Luis de Pablo no se arredró, y tampoco debió de encontrar una novela o pieza teatral apropiada. Así que poco tiempo después recibí una llamada, larga de conversación y jugosa, como solían ser las suyas hasta que hace pocos meses dejaron de producirse y de ser largas, aunque nunca aburridas. Lo que el músico no perdió en el declive de su salud que le ha llevado a la muerte es el humor, la sonrisa y una buena cara, aunque uno le suponía sufriente, sobre todo de haber perdido ese don de la palabra fluida y rica que señalaba su conversación y sus diálogos, y le hizo, a partir de un momento dado de su carrera, volcarse en las palabras como si quisiera extraer de ellas, con el instrumental de la orquesta, todo aquello que el maestro tenía aún por decir.

Aparte de una música incidental para un montaje de un texto escénico mío que dirigió María Ruiz en la Sala Olympia, de unos poemas que él convirtió en piezas corales, tres fueron los libretos originales que yo escribí para él a partir de esa llamada telefónica, siendo uno inédito y no puesto en música. Pero la última colaboración, nuestra tercera ópera conjunta, ha supuesto para mí una reconsideración del libro y de su intervención en él, que hace ahora más hondo el dolor de su desaparición. Pocos años después de su publicación y del Premio Nacional de Literatura 2007 que el libro obtuvo, Luis me llamó (y hablamos también ese día mucho rato) para proponerme hacer de El abrecartas “mi última ópera”, dijo, “porque la España que describes es la España que yo conocí y quiero poner en música”.

Yo no he podido ver ni oír todavía su abrecartas, ya que no sé leer partituras. Los que saben y están preparando las representaciones de febrero de 2022 me hablan de su osadía, de su grotesco humor, de su rotunda mezcla de lo épico con lo lírico, dentro de lo dramático. Lo trágico es que el maestro no estará sentado en el Teatro Real cuando suene por fin todo lo que él imaginó y creó. Pero estará la voz de su música.

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13 de octubre de 2021
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Muertes  novísimas

Antes de ser novísimo, Antonio Martínez Sarrión, el excelente poeta que acaba de fallecer, les tomó el pelo a varios de quienes pocos años después, en 1970, serían sus compañeros de antología. Sarrión, encuadrado por Josep Maria Castellet entre los Seniors, había conocido en Madrid a dos estudiantes copartícipes de la rama juvenil de aquel Nueve Novísimos, extravagantemente bautizada por Castellet como la coqueluche y distinguida por su culteranismo no siempre bien reposado, sus ansias libertarias o libertinas al menos y, como filia más extrema, la cinefilia. De hecho, los nueve poetas, no tan venecianos como se dijo que eran, estaban ligados, en una mayoría de siete a dos, por su amor al séptimo arte, amor fou en algunos casos, que Sarrión, en un soneto suyo anónimo en las páginas de Film Ideal, ridiculizaba desde la primera estrofa: “Soy cahierista yo, soy cahierista. / Amo tremendamente una manzana / que Dandridge lanzaba con desgana / en un film de Otto Preminger, realista”, siguiendo su monólogo en broma con el amatista de Stanley Donen, el grana de Minelli y, en los tercetos finales, con otros excesos novísimos: “Metafísica pura de miradas, / puesta en escena, ritmo delirante, / son términos que uso con frecuencia. / Adoro aquellas décadas doradas / del cine americano, antipedante; / lo demás se me antoja impertinencia”.

Film Ideal era desde mediados de los años 1960 el trasunto de la revista francesa Cahiers du cinéma (la de Godard y Bazin, la de Rohmer y Truffaut), y la Dandridge del poema satírico la protagonista negra del musical Carmen Jones de Preminger, director muy adorado entonces por cahieristas oriundos y filmidealistas adheridos. El Cahiers francés procreaba cineastas, mientras Film Ideal, que publicó ese soneto burlesco del outsider Sarrión, albergaba en régimen de colaboradores habituales a poetas estables y transeúntes, en un conglomerado también ideológico que comprendía al falangista culto y algo desengañado del yugo y las flechas Marcelo Arroita-Jaúregui, el socialista de carnet Miguel Rubio, el coronel togado progresista Miguel Sáenz, hoy, además de muy notable traductor, académico de la Lengua, o Juan Cobos, colaborador directo de Orson Welles. Todos, ellos y nosotros, los críticos más jóvenes, bajo el mando editorial de Félix Martialay, periodista y militar de gustos hollywoodienses más bien confederados, que acabaría siendo director del diario de extrema derecha franquista El Alcázar.

La incursión catalana en Film Ideal, que ya contaba entre sus mejores firmas con la del barcelonés José Luis Guarner, fue un desembarco de dos estrategas de gran talento, Pedro Gimferrer y Ramón Moix, quienes, amando el cine de autor del mismo modo pasional que los demás filmidealistas, añadían a la trama de sus artículos la referencia y cita de la mejor poesía contemporánea, la voz melódica y el esmalte de la ópera romántica, el conocimiento de la moderna novela anglosajona. Da gusto hoy releer los ensayos largos y las reseñas que entonces escribían en Film Ideal un poeta como Gimferrer ya reconocido (Arde el mar es de 1965), y el novelista en ciernes Ramón (Terenci) Moix. Ambos cambiaron sus nombres, pero nunca la exaltada consideración del cine como una de las bellas artes. Sus textos sobre películas y directores amados son de una agudeza y una calidad literaria comparables a los que en sus lenguas escribieron por ejemplo Colette, Graham Greene, Alberto Moravia, James Agee o Cabrera Infante, y están, si no me equivoco, sin recoger en libro, aunque tanto Moix como Pere Gimferrer dieron a la imprenta reflexiones, memorias e historias del cine. Y aunque ella no publicó (que yo sepa) artículos cinematográficos, Ana María, la hermana menor de Terenci, mostraba en sus cartas una sensibilidad, no exenta de delirio, y unos gustos de espectadora que hacen compañía elocuente a sus poemas y relatos. Sus amables pero empecinadas discrepancias fílmicas con Rosa Chacel (sobre Godard especialmente) recogidas en el estupendo epistolario De mar a mar recuerdan que los Novísimos nacieron respetando a la generación del 27 en buena medida por la cinefilia de tantos de sus escritores: Lorca, Ayala, Benjamín Jarnés, la citada Chacel, Alberti, Zambrano, Aleixandre hasta el final de su vida.

La noche de la muerte de Martínez Sarrión, un hombre que se dejó literalmente la vista en los libros, recordé taciturno que aquel amigo querido que iba a ser la ceniza de su provechosa vida y su substancial obra de poeta y memorialista salió a relucir días antes en un congreso Novísimo celebrado en Astorga, no habiendo él podido viajar ni leer en público. Más de una sombra sobrevoló la sala del Teatro Gullón de la ciudad maragata donde se celebraban las sesiones, o quizá fue solo una alucinación mía. Sombras de la memoria y asimismo del cine, que es en su esencia un arte hecho de luces y sombras. Los Panero, que dan allí nombre a una calle, a una casa, a instituciones y a buenas iniciativas municipales, permanecen hoy en sus libros pero también de manera tan fantasmática como llamativa en esa pantalla pequeña o grande donde seguimos viéndoles (a la madre Felicidad Blanc, al hijo mayor Juan Luis y al pequeño Michi) como actores seguros de su papel en El desencanto, de Jaime Chávarri. Los demás personajes de la película, muertos y vivos, cruzan o se les nombra, llenando sin embargo con su ausencia los dos leopoldos, el padre y el hijo intermedio, una Astorga que nunca les vemos pisar. Aun así se convierten ambos en la cara y la cruz del retrato de familia; el padre, muerto prematuramente, en tanto que fundador de la estirpe, Leopoldo Mª como protagonista real y antagonista de los demás paneros, tan espadachines como él pero menos certeros.

Aunque en la fase final del rodaje de Chávarri, en septiembre de 1975, ya había navegado por mares de locura, Leopoldo Mª, el poeta amigo que más admiré de todos los Novísimos mientras tuvo cordura en su escritura, sobresale en la película por la inteligencia y el vigor inflexible de sus estocadas. No congeniando, Sarrión y Leopoldo Mª eran ambos producto del Surrealismo, Antonio del más puro, Leopoldo Mª del más esquinado y proscrito, el de Artaud y Crevel. Es un gran acierto de construcción dramática hacer salir por primera vez a Leopoldo Mª, el menos cinéfilo de los 9 Novísimos, ya avanzado el film y caminando él como un zombi entre tumbas, que pueden dar idea de que son las de sus antepasados astorganos, cuando en realidad, y por ahorro, el plano está filmado en Loeches, el pueblo madrileño. Sarrión, que habla muy bien de la película en Jazz y días de lluvia, el tomo III de sus memorias, grabó su voz, sin contraplano de imagen, en una escena de diálogo tabernario que el montaje definitivo convirtió en un monólogo de Leopoldo Mª. Otro trampantojo poético que el cine admite, con y sin cahierismos.

La mañana después del congreso quise visitar los lugares sagrados de los Panero. En la casa familiar, que se ha restaurado pero está aún cerrada, emerge en el jardín, visto desde la verja, la estatua de Leopoldo padre como un tótem que ninguna invectiva filial ha logrado hacer tabú. A pocos metros está la catedral, una de las más bellas de España, el palacio arzobispal de Gaudí, aquí medievalista antes que modernista, y en un corto paseo, el cementerio, donde se hallan las tumbas de tres generaciones de paneros. De la última quedan las cenizas de Michi, que pasó sus días finales de vida pedigüeña en Astorga, y una porción repartida de las de Leopoldo Mª, como si nunca este díscolo pudiera darse entero entre sus consanguíneos. Felicidad Blanc tuvo su propio entierro en el Norte, y tampoco está el mayor, que reposa  de su trashumancia en Cataluña, donde vive su viuda. Ellos son, como lo dicen abiertamente a cámara en El desencanto, los últimos en llevar su apellido paterno, sin trasmitirlo.

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1 de octubre de 2021
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Los dos reyes

 

Érase una vez un país donde reinaba un padre recto que había llegado al trono por vías torcidas y tenía un hijo que le salió tarambana. Pero el viejo rey cayó enfermo, y el príncipe, sin dejar su vida tabernaria y faldera, tuvo la presunción de la majestad y sentó la cabeza bajo la corona del padre, que estaba adormecido en su alcoba y se la había quitado. El padre murió pronto, los compañeros de farra del heredero, uno de ellos muy grueso, fueron apartados de la corte, el joven rey ganó una batalla y se hizo el monarca más amado por su pueblo. Esos dos reyes existieron, y los cronistas de su verdadera época narraron sus hechos de guerra y sus controversias, que un poeta, el más grande que hubo en aquel país tan ininterrumpidamente monárquico, convirtió doscientos años después, con la bravura del drama histórico y el espíritu de la comedia, en tres obras maestras: las dos partes de Enrique IV y Enrique V.

Ahora mismo vivimos los españoles, que también sabemos lo nuestro de reinas licenciosas y reyes arrebatacapas, un drama en el que hijo y padre intercambian papeles en un cast familiar con estrella invitada: un joven rey sensato, una discreta reina plebeya, un cuñado preso, unas hermanas borrosas (o borradas), y dos princesas, todavía niñas pero ya con aplomo, que han visto a su abuelo en la picota y lo verán, seguramente, hacer mutis o irse al destierro. Tampoco nos han faltado cronistas, no todos del mismo calibre; unos investigando pagarés, otros pescando en el lío revuelto de las sábanas sucias. Para que la historia de estos seres humanos poderosos y en parte descarriados se cerrase con plena justicia pero evitando el gore de la venganza, ayudaría un Shakespeare que captara en ellos su verdad profunda, sus engaños, los servicios prestados, dirigiendo una mirada final a los inocentes de una familia rica e infausta.

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29 de julio de 2021
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Iceta

Le vi bailar en un estrado una rumba, o lo que fuese aquello, pero salvo eso no tengo nada contra él. Dicen los enemigos del gobierno que Miquel Iceta no pertenece a la cultura, ni viene de ella, y me pregunto yo dónde estábamos todos antes de leer libros y entrar en un museo. Reconozcamos que Iceta no tiene la cintura de Nureyev, ni el don de la palabra de Szymborska, y que su humor catalán no iguala en sarcasmo al de Josep Pla. Esos artistas y tantísimos otros de hoy y del futuro no quieren a un semejante haciendo cabriolas o versos o exquisitos planos-secuencia. Lo que necesitan es el estímulo de alguien que les entienda en sus requerimientos más básicos y menos pretenciosos: sus derechos de autor, el apoyo a una creación que devuelve con creces tal ayuda al destinatario: todos nosotros. El público.

Nadie nace para ser ministro de Cultura o directora general de Bellas Artes. Por el contrario, una ministra de Hacienda ha de saber de números, y el de Exteriores chapurrear alguna que otra lengua extranjera. Hay oficios que requieren una inspiración, y otros que se aprenden con el estudio. Hace algo más de un año tuve ocasión de oír, en un homenaje teatral, al entonces recientemente nombrado ministro de Cultura Rodríguez Uribes, que estuvo un poco novicio. Pasados doce meses, en idéntica circunstancia, Uribes ya sabía de lo que hablaba, y acertaba en sus diagnósticos; quince días después, con la lección sabida, salió del ministerio.

El mejor ministro de Cultura de la democracia no fue el mejor escritor que ocupó ese sillón, Jorge Semprún. El mejor ministro de Cultura de la democracia fue Javier Solana, que estudió Química y dio clases de Física. Ahora leo que Iceta dejó la química por la militancia. Interesante el vínculo político entre ciencias y artes. Quizá todo consista en encontrar la fórmula que haga de la cultura disfrute y panacea.

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23 de julio de 2021
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