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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

Vicente Molina Foix y Javier Marías en la Feria del Libro de Madrid. / Archivo familiar

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Una vida escrita por Javier Marías

Por alguna razón de origen misterioso me temo que ya insoluble, Javier Marías y yo dejamos de vernos en los primeros meses del año 2000, después de una larga y profunda amistad iniciada en 1968 entre juegos malabares (de él) y acrecentada por encuentros y llamadas telefónicas, a menudo diarias, desde 1969, o sea, durante más de treinta años. Fuimos en esas décadas los mejores amigos; los primeros en acudir en socorro mutuo cuando hacía falta (y la hizo, en un par de ocasiones), y él y yo los últimos de la variada pandilla madrileña (María Vela Zanetti y su hermano Pepe, Eduardo Calvo, Isabel Oliart, Pabluco García Arenal, Fernando Savater, Antonio Gasset, Ángel González García, entre otros) en retirarse, caminando ya solos Javier y yo en las noches cálidas desde el Paseo de Recoletos hasta su calle de Vallehermoso, o en sentido contrario hasta los chaflanes de Castellana y General Oráa, calle y zona de notable importancia en el nomenclátor de dos de sus mejores novelas. Más de una vez por semana volvíamos a nuestros respectivos domicilios, con itinerarios distintos, del cine, una pasión compartida, aunque Javier, si la película era larga, se impacientaba, se tocaba los labios y acababa la proyección, de un modo para mí incongruente, con el pitillo apagado en la boca, palpándolo con algo parecido al ardor sensual. Pero no se iba de la sala, como buen cinéfilo, antes de que acabasen los títulos de crédito finales, por farragosos que fueran; solo en la calle encendía con fuego real sus cigarrillos, por entonces en toda su potencia, es decir, sin los escamoteos en la nicotina y las mentolizaciones a las que Javier, bastante tiempo después, se avino de mala gana. Sin embargo el tabaco, habiendo sido yo toda mi vida un riguroso no-fumador atormentado por un trauma infantil al que pronto le supe ver, sin psiquiatría, su lado saludable, no fue la causa del declive que empezó con el nuevo siglo.

De izquierda a derecha: Federico Campbell, Antonio Martínez Sarrión, Javier Marías y Vicente Molina Foix.
De izquierda a derecha: Federico Campbell, Antonio Martínez Sarrión, Javier Marías y Vicente Molina Foix. Archivo familiar. 

 

El comienzo de nuestro alejamiento amical tuvo el aviso de una costumbre rota, la cena de fin de año que se hacía en mi piso de Madrid con otros amigos de entonces, también muy queridos; la llamábamos, sin serlo culinariamente, el banquete de los huerfanitos, y en una de esas noches de San Silvestre los huerfanitos atentos a las doce uvas, y sobre todo Javier y yo, nos reímos a carcajadas con Martes y Trece y su famoso sketch de la empanadilla, que hoy quizá tendría la consideración de improcedente, pues Encarna Sánchez quedaba zaherida y los dos cómicos, sin ser mujeres, hacían con una gracia extraordinaria de marujonas. Javier y yo, a los que nos ha gustado mucho siempre ver a otros, más profesionales, hacer imitaciones de gente famosa y escritores conocidos, llegamos a atrevernos en su día a hacerlas nosotros mismos, por separado y a dúo, ante un selecto público amistoso pero muy exigente; al mimetizar cariñosamente, por ejemplo, un truculento relato épico del matrimonio Cabrera Infante/Miriam Gómez, yo sudaba tinta para poder igualar la música y el acento de Guillermo que mi co-intérprete Javier bordaba, gracias a sus antecedentes familiares cubanos.

De literatura no se solía hablar en los cotillones, pero sí, y mucho, en las horas de paseo y cháchara post-cinematográfica. Javier —como otros amigos novelistas y yo mismo he hecho más de una vez— tomó la costumbre de pasar a consulta a mí y a Juan Benet y a alguna otra persona amiga que no sabría precisar sus originales mecanografiados antes de mandarlos al editor. Había poco que corregir o sugerir, aunque en su primera novela Los dominios del lobo, escrita siendo él aún teenager, además de proporcionarle el título le di un consejo, que siguió: eliminar una larga lista preliminar de nombres de escritores, cineastas, actores, películas y libros que le habían guiado en la escritura de su ya muy original ópera prima. Daban, en mi opinión, demasiadas pistas o imágenes: “o publicas la lista o publicas el libro; ambas cosas juntas se hacen sombra la una a la otra”.

Pero el 31 de diciembre de 1999, por razones que no me quedaron del todo claras, Javier no podía venir al banquete, que sin él quedó deslucido; faltó quorum. Estuvimos en mi casa siguiendo las campanadas del último día del siglo XX solo tres de los huerfanitos fundacionales, haciendo a última hora una pequeña leva de amigos ya cenados para continuar la fiesta en algún local. ¿Las uvas de la ira?

Los contactos siguientes entre Javier y yo se hicieron ya por fax, y, sin ninguna trifulca ni palabras más altas que otras, empezó una larga travesía del desierto de la amistad. Una cinta suya de VHS prestada y quizá retenida por mí indebidamente, y una frase tal vez mal expresada por mí o malinterpretada por la periodista que me la oyó y se la trasmitió fueron motivo de diferencias y de un recelo que desembocó en frialdad y distancia, ambas, pronto se vio, irreparables.

Esa amistad dejada morir, más por su parte que por la mía, viendo seguramente él en mí una culpa mayor que yo no vi entonces ni he sabido encontrar después, pasó —hablamos de más de veinte años— por diversas fases. Un comienzo algo beligerante no desprovisto de humor en las bromas suyas sobre mí, gruesas o leves, que me llegaban por intermediarios no siempre malintencionados; o los chascarrillos míos sobre el Reino de Redonda, haciendo circular el falso disparate de que el remoto y minúsculo islote no por ello dejaba de tener sus fuerzas armadas y su fiesta nacional, día en el que la nobleza ducal, presidida por Su Majestad Xavier I, asistía bajo palio al desfile de los plebeyos, uniformados todos con el estrafalario traje regional redondino y un mosquetón al hombro. Pienso, sin embargo, que si esta cándida burla le llegó, Javier, que tenía un gran humor travieso, le habría sacado punta no hiriente a mi payasada.

Hubo también treguas escritas: una cariñosa carta suya de pésame a la muerte de mi madre, a quien no conoció, y una mía al morir a fines del 2005 su padre don Julián, figura siempre amable en el piso de la calle Vallehermoso y en los cines madrileños, contestada por Javier con largueza y prontitud. O recados de buena voluntad a mano o vocales, trasmitidos a través de Mercedes López-Ballesteros y Julia Altares, grandes amigas suyas y mías, cuando uno y otro nos enterábamos de que nuestro antiguo amigo estaba seriamente enfermo o iba a operarse a corazón abierto. Pero también algún mensaje cifrado, for your eyes only, en artículos o declaraciones de ambos: guiños secretos, pullas encubiertas.

Una novela mía que le mandé, ya muy entrado el siglo XXI, dedicada, (estos envíos librescos los proseguimos recíprocamente hasta hace poco, con grados variables de calor o simpatía a secas) contenía, en la nota de acompañamiento, una invitación tímida a un encuentro en Madrid con cita previa (fortuitos los hubo antes). Sin rechazarlo él expresamente, tal encuentro quedó en suspenso. Hasta hoy, y él ya no puede venir.

En este memorial que escribo cuarenta horas después de la llorada muerte de Javier no me detengo en sus novelas, cuentos y artículos, que tendrán sin duda muchas y más ecuánimes glosas en otros periódicos y medios de todo el mundo. Pero sí quiero hablar, aunque él no me oiga, de una obra suya desconocida, tal vez, usando el famoso título de Balzac, une chef-d’-oeuvre inconnu, que podría además no ser la única en su registro.

En una de las primeras noches del confinamiento de marzo del 2020 busqué, por alusiones a Javier Marías del libro de la correspondencia privada de Jaime Salinas que yo acababa de leer, las cartas de este dirigidas a mí. Y como soy un lector incansable de esa para-literatura que componen los epistolarios, los diarios personales, las memorias o los dietarios, seguí explorando en mi archivo, y, ya enviciado, tiré del hilo de la curiosidad, que me hizo reparar en que la mayor cantidad epistolar que conservo es la de Javier Marías: 238 exactamente, contando las tarjetas postales abigarradamente escritas, los faxes tan amados por él hasta que el progreso los hizo desaparecer, las cartas breves de texto pero ricas en adornos dibujados, deliciosos juegos de palabras en el remite y otras trastadas cuasi dadaístas, y lo que es mayoría, las cartas muy extensas, alguna escrita a máquina, casi todas a mano y no pocas de entre seis y diez páginas de letra pequeña pero muy legible en la tinta de su doble cara, lo que me hace calcular, a ojo de buen cubero (no soy muy matemático) una cifra total de más de mil páginas. Así que celebré mi semana Marías en orden cronológico: el relato privado del antiguo amigo, del mayor novelista vivo aún entonces vivo, que en la primera de todas sus cartas a mí dirigidas, una postal fechada el 7 de julio de 1970, tiene en su cara A una hermosa imagen de los claustros románicos de San Juan de Duero, y en el reverso habla en tono jovial de dos de sus constantes, su amor por las mujeres y Benet: “He encontrado a la mujer que me hará feliz, pero aún no sé cómo se llama ni dónde vive, y me voy el jueves. ¿Terrible, no? ¿Has visto la indignación suscitada por D. Juan [Benet] en los lectores de “Triunfo”? Todo divino, ¿no crees? Abrazos Javier.”

Pero ese muchacho de 18 años que mandaba su postal románica a una playa alicantina en julio de 1970 creció y siguió escribiendo, no solo novelas. En mis noches pandémicas de aquel funesto mes de marzo estuve leyendo con gran placer y asombro, íntegramente, esa correspondencia de Marías que alcanza hasta el 2019: una narración de su vida por entregas, un escritor también dotado de talento en el difícil arte de autoescribirse. Fui un privilegiado que no puede repartir su suerte.

De izquierda a derecha: Frederic Amat, Vicente Molina Foix, Javier Marías y Fernando Savater en una exposición de Amat en 1992 en Madrid.

De izquierda a derecha: Frederic Amat, Vicente Molina Foix, Javier Marías y Fernando Savater en una exposición de Amat en 1992 en Madrid. Archivo familiar. 

 

Pues es imposible ignorar que Javier Marías dio a conocer más de una vez que estaba en contra del “valor desmedido que hoy se otorga a los diarios, las memorias, las autobiografías y las cartas de los escritores, en tanto que documentos capitales para forjar sus biografías […] creo que más bien se trata de chismorreo para letraheridos, especialistas y estudiosos” (cito fragmentos de dos de los artículos de JM en su sección dominical de EPS titulada La zona Fantasma). Y también es sabida su negativa a publicar correspondencias suyas con otros, decisión que, supongo, sigue en firme, o encomendada a la voluntad de sus herederos.

Se cita a menudo el caso de Kafka como prototipo del escritor que no quería pasar a la posteridad más allá del corto límite de publicaciones que él se marcó en vida. Pero hubo en esta historia un traidor, Max Brod, el íntimo depositario (y más tarde biógrafo) que desoyó la voluntad de su amigo Franz y dio a conocer no solo las novelas que el checo nunca quiso publicar en vida sino los diarios y correspondencias, que forman hoy un fundamental corpus literario del siglo XX. Javier ha dejado una obra extraordinaria y abundante, pero yo no seré en la pequeña parte que me corresponde como poseedor físico de esos 238 documentos quien viole los designios de Marías, al que además le protege la ley de propiedad intelectual, sobre la que él mismo, por cierto, expresó quejas de abuso comparativo respecto al tiempo en que los derechos de autor pasan a ser de dominio público en nuestra legislación.

No seré traidor pero lo lamentaré, eso sí. La banalización de las intimidades y la maledicencia denunciada por Javier Marías en estos tiempo de destape frecuentemente obsceno es evidente, pero aquí hablamos de literatura, no de cotilleo banal, que a veces se suprime de unas memorias, con el acuerdo de las partes, primando lo que en este caso también es relevante: la altura literaria, el valor narrativo, la intrahistoria de una generación y una época vistas desde la lucidez y la máxima depuración expresiva.

Como me consta que Javier escribió muchas cartas en su vida y a mucha gente, conocida o desconocida, que tanto nos gustaría leer a sus admiradores, me pregunto qué destino les reservaba a las que tenía él en su poder, y qué esperaba del de las suyas. Hace muchos años, en la dictadura, un escritor más que amigo destruyó las que tenía en una maleta por temor a que la policía de Franco, y el consiguiente Tribunal de Orden Público, le empapelase por afrenta a las buenas costumbres. Hoy ya no existen esas cortapisas ni esos miedos. Y la única manera que hay de impedir que algo nuestro lo vean ojos ajenos, si es eso lo que se decide voluntariamente, es hacer una pira y quemarlo. Otra pérdida.

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18 de octubre de 2022
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Simenon: las diez mil

Debe de ser una coincidencia no programada que cuando -en un infrecuente tándem editorial- Anagrama y Acantilado están sacando en elegante formato de bolsillo y traducciones inmejorables (algunas legendarias) la ingente obra novelesca de Georges Simenon, alguien, Patrice Leconte, que ya creíamos desaparecido del mapa fílmico, regrese a nuestra cartelera, que puso en él mucha fe en los años finales del siglo XX y primeros del XXI. Los últimos títulos suyos que yo recordaba haber visto son El hombre del tren (2002) y Coincidencias muy íntimas (2004), dos thrillers insólitos y originales, en especial el primero, poseído de una gracia que Ángel Fernández-Santos, reseñando el film a su paso por la Mostra de Venecia, definía muy bien: “la negrura de un thriller” y “la arrolladora negrura del humor de un inmenso cómico, Jean Rochefort”. Hay que decir, sin embargo, que ese humor negro a veces tan notable no derivaba solo de la comicidad de actores como el citado Rochefort, Fabrice Luchini, Johnny Halliday (el cantante), Anna Galiena, Sandrine Bonnaire, o Michel Blanc; Leconte los elige conociendo su sabiduría natural de las leyes que rigen la tragicomedia, añadiendo así, casi orgánicamente, el delirio  a Monsieur Hire (1989) y la farsa vestida de época dieciochesca a Ridicule  (1996). Son estas dos películas, junto a la memorable El marido de la peluquera (1990), las que considero sus obras maestras. La primera tomaba como base literaria Los esponsales de Monsieur Hire, novela que desconozco, pero poco antes de cumplir los 75, Leconte, en plena forma, nos ofrece su segunda adaptación de Simenon, con la particularidad de que en esta ocasión el director se atreve con el comisario Maigret, una figura icónica de la televisión y el cine francés que solía encarnar el competente actor Bruno Cremer.

No trazaremos aquí la historia de la larga filmografía simenona, aunque es justo resaltar los nombres de Jean Renoir, que en La nuit du carrefour (1932) llevó a cabo la primera traslación cinematográfica del libro homónimo, y Claude Chabrol, autor de la mejor de todas, Los fantasmas del sombrerero, magistral novela y magistral película (de 1982). Es asimismo imposible, al hablar del escritor belga, esquivar su extraordinaria potencia literaria, con más de doscientas novelas en su haber y otras muchas ocultas en seudónimos; inteligentes todas e inteligibles, tanto las que protagoniza el comisario como las que no son policiacas, los llamados romans durs. Su prolífica producción, que incluye también copiosas memorias íntimas y guiones de cine, tuvo una picante glosa personal en 1976, cuando siendo ya un setentón, Simenon le confesó a su buen amigo Federico Fellini en una entrevista publicada en L´Express que a lo largo de su vida se había acostado con unas diez mil mujeres, un logro facilitado por su precocidad venérea, ya mostrada a los doce, edad en la que perdió su virginidad con una chica tres años mayor cansada pronto de él. ¿Un superhombre de la palabra escrita y de la proeza sexual?

La gran noticia ahora es que la reaparición de Leconte en Maigret, adaptación de la novela Maigret y la joven muerta, conlleva la de su héroe titular, encarnado por uno de los mayores talentos franceses de la interpretación, Gérard Depardieu, que compone un personaje ácido e inseguro, antipático y torpe de movimientos, sin dejar de ser avispado y conmovedor en el seguimiento encarnizado del rastro de una joven asesinada con brutalidad, en quien el policía ve el fantasma de su propia hija. Con las gotas de humor que uno siempre espera de Patrice Leconte, la figura de Maigret vista de espaldas, tan ensanchada como lo está ahora el cuerpo de Dépardieu, es un constante guiño a los cuadros del señor del abrigo negro y el sombrero que, visto también por detrás, aparece con frecuencia en la pintura del artista belga René Magritte a partir de 1920: el hombre que “apunta al mundo con su mirada”, como escribió la historiadora del arte Susi Gablik. Y aún más juguetón se muestra el cineasta en el chiste del “esto no es una pipa”, dentro de la escena de los fumadores de pipa.

Sintética y oscura hasta el punto de ser tenebrista en su iluminación, Leconte no trata nunca de enturbiar la línea de la historia contada, ni de sacarle punta hermenéutica o lección moral. Se trata de algo muy esencial y muy gratificante, esa fidelidad suya a Simenon, quien cuando hace novela no persigue la metáfora ni se detiene en la introspección. En todas, las “duras” y las de serie negra, o al menos en decenas de ellas, el novelista es claro sin ser banal, profundo con levedad (excepto en la muy reputada y en mi opinión algo grandilocuente Tres habitaciones en Manhattan, llevada en 1965 al cine, con más pomposidad si cabe, por Marcel Carné). Y también es anti-explicativo y sobrio de palabra, lo que no le impide brillar en la ocurrencia y ser un maestro del giro novelesco. De ahí lo importante que es traducirle bien en el libro y en la pantalla. En España, en las ediciones a las que nos hemos referido, los nombres de Caridad Martínez, José Ramón Monreal, Carlos Pujol, Ignacio Vidal-Folch, Emma Calatayud o Núria Petit, entre otros, avalan la fidelidad y el gran acierto verbal. Es famoso, por el contrario, el caso, así podemos llamarlo, de Paul Celan, traductor de alguno de los primeros maigrets al alemán, en los que el gran poeta rumano de expresión germánica, desdeñoso de un confeccionador a granel de ‘polars’, recortaba el francés original y lo transfiguraba, con lo que, al decir del editor suizo-alemán Daniel Keel, Simenon quedaba hermético y verboso.

Leconte no le traiciona en el paso de un arte a otro. Hablé antes de la tenebrosa atmósfera creada en un París que refleja o hace pensar al menos en los años 1950, fecha en la que transcurre la novela. Un París que da miedo y morbo, lo cual conviene a una historia de perversiones sexuales y crímenes. Los diálogos (que firma el coguionista Jérôme Tonnerre), son concisos pero de rica sonoridad, sin buscar el apoyo sentimental o misterioso de la música, en la que conviven dos notables compositores, Bruno Coulais y Michael Nyman. Sus partituras son un complemento tenue y significativo, que no distrae durante la proyección y tampoco se hacen pegadizas al salir del cine, lo apropiado cuando lo que hemos visto en la pantalla no es un musical de Hollywood.

A pesar de los records carnales de Simenon, y de su amplia galería ficticia de personajes femeninos, no se puede decir que esos cuerpos amados o deseados estén descritos golosamente en sus páginas; también a tal respecto el escritor nacido en Lieja es recatado. Al cine le resulta imposible tanta reserva, especialmente ahora, cuando ha ganado libertades, aun perdiendo, por puritanismo, el atrevimiento de los excesos. Y aquí reaparece el talento en el casting de Leconte, manifiesto con el reparto femenino que le da réplica al gran Dépardieu. Las dos jóvenes, la víctima Jeanine y la tal vez cómplice Betty (no deben darse más datos), son de inocencia ambigua o retorcida, y tanto una, Melanie Bernier, como la otra, Jade Labeste, se hacen tan intercambiables como sustantivas en la trama. Frente a ellas, la Mujer Mala, que en este caso es una de esas actrices que depara al espectador asiduo la sorpresa de lo inesperado; secundarias no estelares que uno reconoce en su corta intervención o al ver su nombre en los títulos de crédito. Y aquí estaba, en Maigret, Aurore Clément. Debutó en 1974 de la mano de Louis Malle en Lacombe Lucien, pero yo no la recuerdo de esa primera vez. Le he sido fiel por París Texas y Apocalypse Now, por sus tres películas con Chantal Ackerman, por la María Antonieta de Sofia Coppola, y sobre todo por su casi simbólico pero determinante papel en El sur de Víctor Erice, donde tiene dos nombres, Laura/Irene Ríos, y una presencia meta-fílmica, perteneciendo ella a ese Sur soñado o tal vez falso que nunca llega a alcanzarse. Es una actriz de carácter (lo tienen sin duda las cuchilladas que da en este film de Leconte) y sigue siendo bella y dulce a los 76 años. Gracias a ella y a sus compañeras de reparto antes citadas, una historia tan abrumadoramente masculina como la búsqueda obsesiva y ajusticiadora del comisario Maigret amplía el espectro de sus mujeres y las multiplica en el puzzle de este relato macabro y amargo a la vez que estilizadamente sofisticado.

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20 de julio de 2022
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Campion la exploradora

La aparición en nuestras grandes pantallas de Jean Campion tuvo mucho de exotismo, geográfico más que femenino, habiendo para entonces (fuera y dentro de España) no pocas directoras en ejercicio. Era además la primera neozelandesa que se hacía notar internacionalmente, ganando con El piano la Palma de Oro en Cannes.  Corría el año 1993, y la noción o las características de un cine llegado de Oceanía no eran fáciles de fijar; de hecho, y a pesar de haber vivido yo casi nueve años en Gran Bretaña, ella fue la segunda persona que conocía, ligada al arte y nativa de aquel remoto lugar de la Commonwealth, después de haber tratado unos cuantos años al legendario catedrático de Literatura española en Oxford, Sir Peter Russell, cuyo humor anguloso y su risilla aguda y a trompicones atribuían algunos de sus colegas universitarios al carácter de aquellas islas en las antípodas.

Fui a ver cuando se estrenó El piano, sin sentirme cautivado, pero dejé pasar el tiempo antes de reincidir, no siendo tampoco ella una directora prolífica; sus cortos primerizos y sus trabajos para televisión los he visto ahora, en el ciclo que entre marzo y abril del 2022 le ha dedicado la Filmoteca Española. También recuerdo haberme impacientado en 1996 con su Retrato de una dama. Claro que adaptar esa novela no era tarea fácil; son muy pocos los cineastas que han salido bien librados del hechizo, un tanto mefítico, de Henry James. Por esas circunstancias o por mi dejadez, no vi nada suyo después de aquellos tibios encuentros, hasta que se estrenó hace unos meses El poder del perro, iniciándose ahí un verdadero idilio  con la cineasta neozelandesa crecida y formada en Australia y hoy plenamente aceptada por Hollywood, donde ha vuelto a ganar un Oscar (best director), después de las varias nominaciones y el triplete de estatuillas que obtuvo El piano.

El conocimiento casi completo que ahora tengo de la filmografía de Campion me ha hecho, es lógico, cambiar de parámetros, y de esa nueva visión emerge como rasgo esencial y fascinante su condición de exploradora, no limitada, como veremos, a sus remotos confines propios, tan destacados en la trama de El piano  y en su anterior, y ya muy logrado retablo o trilogía de origen televisivo Un ángel en mi mesa (1990), que recoge la vida de la escritora y compatriota suya Janet Frame. Ese carácter exploratorio de aventurera lírica tiene un soporte nada convencional, ya que a la directora le atraen los paisajes abruptos más que los bellos países, los comportamientos fuera de norma o indómitos, lo callado por encima de lo dicho. Formalmente, la distingue su poder de síntesis y su pronunciado gusto por las elipsis, que marcan de modo tan rotundo como delicado la ya citada Un ángel en mi mesa, una película (posterior a Sweetie , su debut, que no he visto) que yo definiría como un anti-biopic, pues más que retratar recompone fragmentariamente a la escritora en sus brotes de esquizofrenia, en su entorno de tragedias e incomprensiones familiares, en sus manicomios; cuando a Frame le llega el éxito inesperado por sus novelas y sus viajes de liberación, el tratamiento no es triunfal, sino misterioso, como lo eran, desde niña, las desdichas de la propia Janet. Campion gusta de la literatura y se muestra en todos sus films como buena escritora de guiones, algo que advertimos en las ‘grandes máquinas’ narrativas como la ya citada, o El piano, pero también en las entregas de la serie para televisión Top of the Lake, en la que ella escribió los libretos de todos los episodios.  Cuando los dirige, como en el capítulo segundo de la segunda temporada, la calidad de su estilo se hace visible, así como las invariantes; la desnudez y el deseo, los cuerpos, mancillados o expuestos, cobran una carnalidad que puede ser, según cada capítulo, tan resplandeciente como peligrosa. Y también dolorosa: la escena del reconocimiento de un cadáver en la morgue (en el citado capítulo de la segunda temporada) está filmada con una mórbida elegancia que la hace bella y conmovedora, sin adherencias macabras o sentimentales.

Hay películas de Campion, sin embargo, prometedoras pero mucho menos logradas. Hablamos antes de Retrato de una dama. ¿Cómo se adapta una novela cuyo arranque es este?: “En ciertas circunstancias hay pocas horas en la vida más agradables que la hora dedicada a la ceremonia conocida como el té de la tarde. Hay circunstancias en las que, se comparta el té o no –es indudable que algunas personas nunca lo toman- la situación es en sí misma deliciosa. Aquellas en las que pienso al comenzar el desarrollo de esta sencilla historia ofrecían un admirable escenario a un pasatiempo inocente. Los utensilios del pequeño refrigerio habían sido colocados sobre el césped de una antigua mansión campestre inglesa, en lo que yo llamaría el punto perfecto de una espléndida tarde de verano. Una parte de la tarde se había desvanecido, pero aún quedaba mucha, y la que quedaba era de la mejor y más rara calidad” (la traducción es mía). En este setting  tan tangible y a la vez tan abstracto aparecen en el libro, al cabo de unas líneas, las primeras sombras humanas; Campion hace una filigrana, introduciéndolas en los títulos de crédito iniciales con imágenes del tea party descrito en el texto, aunque sin voz ni silueta definida. El intenso drama llega a continuación, con una gradación de escenarios (Inglaterra, París, Roma, Florencia) y un reparto de estrellas de alto brillo propio, que a veces se interpone como aria o recital que opaca al conjunto coral. La personalidad enriquecedora, con todo, no desaparece: hay un beso bajo una bóveda florentina en el que John Malkovich (en el papel de Gilbert Osmond) mira sesgadamente como un diablo a la vez que besa, y, hacia el final, el vuelo de una larga falda femenina, la de Isabel Archer (Nicole Kidman), yendo por la escalera en ayuda de un moribundo, da honores de metáfora al adulterio.

De Holy Smoke (1999), por el contrario, decepciona aquello que más nos gusta en Campion, su aventurerismo, sus ganas de ver nuevos mundos, o desenterrarlos. En este vodevil psicodélico la parte lejana (el Norte de la India con sus ricksaws, sus gurús y sus parsimoniosas vacas sagradas) tiene color local, sin amenaza, y la confrontación entre ese mundo y el de la jovencita burguesa de Sidney (Kate Winslet) seducida por un Santón desemboca no en un cisma sino en melodrama familiar de poca monta, mejorado en la parte final por la presencia cómica de un recuperador de “colgados” que se convierte él en colgado de la jovencita, papel interpretado con su habitual maestría por Harvey Keitel. O el fracaso de Bright Star (2009), sorprendente a esas alturas de su filmografía: el territorio amoroso es la Inglaterra de los primeros años del siglo XIX, donde se sitúan los amores del poeta John Keats con Fanny Brawn, estando todo muy bien revestido, pero en un romanticismo programado que no le corresponde a esa pareja de amantes ni a Campion, que sabe desempeñarse mucho mejor de abogada de los descarriados.

Las geografías parlantes, vociferantes en muchas de las escenas, así como los caracteres mudos o incomprensibles de El piano y el gran taciturno Phil Burbank (Benedict Cumberbatch) en El poder del perro, hacen de estos títulos separados por casi treinta años sus dos obras maestras. La primera ha ganado en poso, en profundidad, en resonancia y vigencia (quizá era yo el superficial en 1993). Y tampoco la recordaba de aquel entonces tan exquisitamente elaborada (sin amaneramientos) en la composición de los planos, en las escenas de playa y en las de jungla. Lo esencial, creo yo como espectador actual, son las figuras que pueblan y descubren esos lugares, tan rudas y cortantes, unas y otros, temperados ambos por un piano; pocas veces ha dado el cine tanta prestancia y tanto protagonismo a un objeto, dotado, eso sí, de voz propia. Un instrumento que actúa, incluso cuando no extraen música de él; unas veces a modo de orquesta, otras como tótem de un poder extraño desafiando el embate de las olas en una playa inacabable (y qué oportuna esta vez, y qué inspirada, la partitura de Michael Nyman). Se trata de una de las imágenes de más potente lirismo que ha dado el cine de finales del siglo XX. El piano como encantamiento, incluso de los nativos maoríes que se expresan con sus tatuajes. La voz humana en los intersticios de uno de los escasos films que con su voz narradora, nunca superflua, nunca farragosa, dota de un sentido dramático a una escritura mágica.

Aunque también la enfermedad y el contagio recurren en la obra de Campion, su última película, El poder del perro, puede engañarnos por su pertenencia a un macro-clima que todo lo devora y lo marca, el western. ¿Es el primero con un subtema queer hecho por una mujer? Es, en cualquier caso, un salto vertiginoso: al estado de Montana, al cine de vaqueros y domadores, a la epidemia animal que lo sobrevuela y produce su trágico desenlace, a la homosexualidad masculina. La curiosidad de esta cineasta transeúnte parece no tener límites.

El piano de El piano tiene su equivalente semántico en El poder del perro, o yo se lo veo, cazador como trato de ser en casos de persistencia temática cinematográfica; lo que antes se llamaba “cinéma d´auteur”. En esta obra última de la directora una parte de la personalidad del joven afeminado Peter son las flores que pinta a mano, bellas y frágiles. El primer acto de odio, de rechazo humillante y de oculto amor del soberbio Phil Burbank, un hombre fuerte debilitado por su vergonzante pasado en el terreno sexual, es destruirlas en una escena corta y contundente. Peter, que es el hijo adolescente de la viuda Rose (Kirsten Dunst) casada con el otro hermano Burbank, no parece angustiarse por ello. Se ha dado cuenta de que su suavidad femenina subyuga al macho prototípico que encarna Phil; casi se diría que el chico ha calado en el secreto escondido del hermano de su padre adoptivo. En ese marco viril de los grandes espacios del rodeo y la dominación de los temperamentos rebeldes la trama subterránea de El poder del perro adquiere retorcidos y muy sutiles tintes jamesianos. Y la película acaba siendo el retrato de un altivo vaquero de Montana víctima de una venganza sibilina fundada en una serie de metonimias: unos guantes blancos, una cuerda infectada, un lazo criminal.

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24 de junio de 2022
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El simple acné

Al cine le gusta la infancia, y los niños suelen agradecerlo: es infinito, desde los tiempos del mudo, el número de estrellas infantiles, aunque no todas perduran una vez pisado el umbral de la adolescencia. También están las películas que, sin hacer de sus pequeños intérpretes grandes figuras, logran recrear el propio rito de paso de la niñez a la juventud en el seno de la familia; Roma, la obra maestra de Cuarón, es una de ellas, y se dice que su éxito mundial y su historia íntima en blanco y negro sirvió de inspiración a Kenneth Branagh para escribir y dirigir Belfast, que usa su propia infancia norirlandesa como argumento. Se trata, a mi juicio, de una evocación raquítica y sentimental, en la que lo previsible supera a lo sensible, aunque sí se explora con gracia el enredado asunto de las lenguas y los acentos locales del inglés, dando pie a que tanto actores irlandeses (Caitríona Balfe en el papel de la madre, Ciarán Hinds en el del abuelo) como británicos (la extraordinaria Judi Dench en el de la abuela) se luzcan en la dicción nativa o recreada.

La blandura del filme de Branagh asoma cuando, al salirse del cuadro de costumbres, bien trazado aunque confuso y apelotonado en las escenas de violencia callejera, el director se quiere lucir como artista imaginativo: hace del technicolor un crudo símbolo del escape de la grisura cotidiana en la secuencia en que la familia va en grupo a ver en una sala de Belfast Chitty chitty bang bang, el pomposo musical familiar de Ken Hughes basado en una novela no jamesbondiana de Ian Fleming, y también le da al cine clásico (Solo ante el peligro) un valor de contraste o contrafuerte debilitado por la repetición chillona de la conocida música de Dimitri Tiomkin en ese famoso western. Nada comparable con las más modestas pero tan elocuentes fantasías juveniles de Jacques Demy que Agnès Varda fue trenzando en distintas películas cortas y largas, una vez muerto su esposo, o las referencias literarias en su altar privado de Antoine Doinel, el niño aventurero y díscolo de Los cuatrocientos golpes de Truffaut.

Cineasta infinitamente superior a Branagh es Paul Thomas Anderson, quien en su nueva Licorice pizza (traducible como “Pizza de regaliz” o “Pizza de jarabe”) puede decepcionar incluso a los que, como yo, somos incondicionales de su obra. Los protagonistas de esta película innecesariamente prolija (133 minutos) no son ya niños, sino un chico adolescente (Cooper Hoffman) y una muchacha (Alana Haim) que se acerca a los treinta años, si bien ambos tienen un curioso rasgo en común: su acné. Esta palabra, que en castellano suena un tanto oriental (quizá por su cercanía a “acmé”, el cenit o periodo de máxima intensidad en un proceso morboso), no es peyorativa sino estrictamente patológica, como queda claro en la definición que da de ella María Moliner en su diccionario: “enfermedad de la piel consistente en granitos y asperezas producidos por la obstrucción de los folículos sebáceos”. Espero no ser acusado de altivez, ni de maldad cutánea, por detenerme en ese particular que tal vez yo mismo sufrí en la edad del pavo, aunque no me recuerdo granujiento.

Al margen de la elección de Anderson de dos protagonistas para mi gusto tan desprovistos de encanto, el prominente acné facial de ambos me resultó exagerado, aunque sea auténtico y no cosmético. ¿Acaso el maquillaje no existe en el cine para esas contingencias? Los primeros sesenta minutos de Licorice pizza tienen la banalidad afeada de sus asperezas, y lo malo es que las historias colaterales del guion escrito por el propio Anderson resultan mero afeite de superficie, sobre todo en la peripecia cargante en la que ni siquiera se lucen Tom Waits y Sean Penn. Lo más ajeno, lo más extravagante, lo que no es orgánico sino artificial o extrapolado es lo que funciona narrativamente, en el humor guillado y en la historia del concejal sufriente. Ese trenzado cómico-dramático realza la película en sus tres cuartos de hora finales, gracias sobre todo al personaje (real) de Jon Peters, encarnado por el actor Bradley Cooper en una creación del peluquero espídico que acabó de amante de Barbra Streisand, una mujer de tan rebelde pelo; la velocidad cómica del actor logra una escena de comedia esperpéntica que está entre lo mejor del cine ligero de Paul Thomas. Y después, en una concatenación fulgurante, el episodio de las elecciones municipales, para el que, según ha contado con detalle el director a la revista Fotogramas, Anderson aprovecha los recuerdos personales de su amigo Gary Goetzman, crecido como el propio P.T.A., en el californiano valle de San Fernando, donde, acabada pronto su carrera de actor infantil, Goetzman creó una empresa que fabricaba camas de agua como las del filme, antes de convertirse en productor cinematográfico y asistente voluntario de la campaña electoral de Joel Wachs, un político no-inventado que ocultaba su condición de homosexual para aspirar al cargo de consejero municipal de Los Ángeles. Esa memoria de Goetzman insertada en una piel ajena le da de súbito al filme una densidad semidramática y alegórica que entronca con las escenas de fantasía dialogada o monologal que tanto nos deslumbraron por su novedad en la seminal Magnolia. Abierto por el relato de su amigo Gary el torrente de las remembranzas del tiempo ido, el director Anderson tuvo al alcance de su mano un material común que supo aprovechar: “me bastó con documentarme dentro de mí mismo”.

Ahora bien, el acné, natural o simulado, no es de por sí ni embellecedor ni irritante. En la pantalla su verdad puede tapar una ficción o ser el añadido anecdótico de un cineasta en busca de inspiración, algo que no le falta a Jonás Trueba en el extenso y muy hablado Quién lo impide, filme al que, sin embargo, me costó entrar, al contrario de lo que suele pasarme en tanto que espectador de sus anteriores apólogos juveniles: todos ellos captaron mi atención y mi interés desde las primeras imágenes, quizá porque este lo vi yo solo en un aparato de televisión propia y no, como aquellos, acompañado del público escogido de los minicines del bendito arte y ensayo. Tampoco ayudaba su sustrato temático, los grupos de mediación escolar en los centros de enseñanza, asunto que se me presentó como árido, temeroso yo en un principio de que este cineasta tan limpiamente fabulador que es Trueba hubiera caído en el discursismo sentencioso y maquinal de los documentales firmados por el norteamericano Frederick Wiseman, confeccionador de secos estudios sobre instituciones (hospitales, ayuntamientos, grandes almacenes, bibliotecas públicas, academias militares) y los colectivos humanos que en ellas operan.

No es así, por fortuna. Los devaneos de los estudiantes de Quién lo impide son insípidos, como lo son siempre los entresijos de la seducción, aún más a esas edades; pero interesan, como sus trifulcas, sus celos, sus peleas, y algunas van en serio. ¿Son todas de verdad, o todo es falso y preestablecido por Trueba el Demiurgo? Mejor es no saberlo a ciencia cierta. Por mi parte, les vi crecer a varios en tres horas y media, chicas y chicos, y en los rostros de ellos la barba se imponía como un brote de afirmación o de atrezo. Los pelos femeninos cambiaban más de peinado. La temida sociología de la enseñanza media dejó así de inquietarme, en beneficio de la dramaturgia: una dramatización leve, a veces desmañada como la propia edad de los protagonistas. ¿Y el cutis del conjunto? La piel suave apenas se altera en los 220 minutos de tránsito o maduración. La trama, sin ser trillada, no nos depara sustos, aunque sí emociones, sobre todo cuando un Jonás profético sucumbe a la curiosidad de dar a sus personajes rienda suelta y ponerles delante la cámara en acción. Responden ellas y ellos, unos mejor que otros, ganando en espesura; sin caer en la cuenta, o conscientemente, se han hecho criaturas de ficción. Y a algunos, no a todos, se les ven los granos en la cara.

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6 de junio de 2022
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Regreso a la URSS con retoques

 

El 21 de junio de 1936 André Gide fue invitado a pronunciar un elogio fúnebre en la Plaza Roja de Moscú, aquella mañana llena de gente compungida; Stalin presidía el acto en honor del glorioso escritor ruso Maxim Gorki, fallecido tres días antes. El novelista francés, que tenía entonces 66 años y aún no había ganado el premio Nobel, era una eminencia de la izquierda filocomunista internacional, sobre todo después de haber publicado en la década anterior su Viaje al Congo, hermoso libro de observación humana y vigorosa denuncia del colonialismo europeo en África, que se abre con unos versos de Keats: “Mejor es la imprudente movilidad / que la prudente fijeza”.

Del discurso en la Plaza Roja destaca esta frase: “La suerte de la cultura está ligada en nuestras mentes al destino mismo de la U.R.S.S. La defenderemos”. Pero Gide, uno de los grandes viajeros memorialistas del siglo XX, siguió explorando el país después de la solemne ceremonia moscovita, dispuesto en las etapas iniciales de su recorrido a aplaudir las transformaciones políticas y sociales de la Unión Soviética, aunque también deseoso de comprobar con sus propios ojos lo que no veía claro en alguna de sus circunstancias. Convencido de que en ese vasto territorio se estaba fraguando algo muy positivo que nos concerniría a todos en años venideros, Gide, sin querer desairar a sus anfitriones, trata de huir del rol del propagandista de la fe estaliniana, un papel que se repartirían pronto grandes figuras del estrellato mundial y, en períodos revolucionarios, promocionaron países como la Cuba de Castro o la China de Mao.

 Gide llevaba con él su inseparable Diario, que ordenado en capítulos dio forma al breve libro Regreso de la U.R.S.S, impreso en Francia antes de que acabara el año. En la nota preliminar, el autor dice que  “La U.R.S.S. está en construcción, es importante repetírselo continuamente. De ahí nace el interés excepcional de una estancia en esa inmensa tierra en gestación: pareciera que uno presencia allí el alumbramiento del futuro” (cito por la buena traducción de Carmen Claudín, Alianza Editorial 2017). Sin embargo, el futuro que Gide advierte o adivina no siempre es de su agrado; al escritor no se le escapa la imagen de una homologación forzosa de la ciudadanía, que empieza en el modo uniforme de vestir pero afecta asimismo a las uniformidades del alma: “Cada mañana, Pravda los alecciona sobre lo que es oportuno saber, pensar, creer […] De resultas, siempre que se habla con un ruso es como si se hablara con todos. No porque cada uno obedezca de manera precisa una consigna, sino porque todo está dispuesto de modo tal que nadie pueda diferenciarse”, sosteniendo en otro pasaje que la “felicidad de todos no se alcanza sino por la desindividualización de cada uno”, a lo que añade, con demoledor sarcasmo, “Para ser felices, confórmense”.

El inconformismo de Gide fue muy mal recibido por la mayoría de la intelligentsia progresista, llegando pronto ese descontento a un país dividido por una guerra, y a la ciudad de Valencia, donde el 4 de julio de 1937, inauguradas por Juan Negrín, presidente del gobierno legítimo de España, comenzaron las ponencias del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que también reunió a los participantes en Barcelona y Madrid. A Gide se le retiró a causa de su libro la invitación a, no sin protestas de alguno de los presentes, y con palabras muy ácidas de Manuel Azaña, que estaba en contra de ese II Congreso. En el arranque de su Regreso de la URSS Gide había ya previsto las reacciones adversas: “Ocurre demasiado que los amigos de la U.R.S.S. se nieguen a ver lo malo, o cuando menos a reconocerlo; de ahí que, con excesiva frecuencia, la verdad sobre la U.R.S.S. se diga con odio, y la mentira con amor”, respondiendo, en un gesto de elegante firmeza después de ser expulsado del citado congreso, así: “He creído siempre un honor recibir los insultos provenientes del campo fascista. Los que recibo de mis camaradas de ayer han podido resultarme extremadamente dolorosos (los de José Bergamín, particularmente) [...] ¿Es necesario aclarar que estos insultos no modificarán mis sentimientos ni conseguirán hacer de mí un enemigo por mucho que lo pretendan?” (texto de Gide recogido en La literatura comprometida, Buenos Aires, 1956).

No es riguroso pero está justificado establecer un paralelismo entre la de hoy y aquella Rusia de Stalin observada con agudeza por André Gide y que cegó a tantos notables artistas de buena intención y corta mirada. Tampoco el cainismo de nuestra Guerra Civil es comparable al intrincado nudo étnico, religioso, lingüístico y territorial que, desaparecida la Unión Soviética, une y desune a Rusia con Ucrania y la plétora de pequeñas repúblicas ansiadas con avidez, mimadas por su colaboracionismo con el Kremlin o condenadas por su  rebeldía y su desobediencia a la nomenklatura de un imperio que mantiene modos zaristas y criminales deseos colonizadores. De esas “tiranías rusas” trata un extenso libro que acaba de aparecer en Francia, Voyages en Russie absolutiste, en el que un escritor, Jil Silberstein, que previamente desconocía, traza el mapa histórico y cultural de dos siglos de insumisión, encarnándolos esencialmente en cuatro protagonistas reales: el gran autor romántico de Un héroe de nuestro tiempo, Mijail Lermontov, el valeroso escritor anarquista Victor Serge, tan admirado por Susan Sontag, y dos luchadores incombustibles, Tan Bogoraz y Anatoli Martchenko, que sólo pueden ser descritos como militantes de los gulags siberianos, donde ambos murieron en detención.

En el extremo opuesto del cuadro al que nos asomamos aquí están Los hombres de Putin (Península, 2022), que llenan las muchas páginas de otro libro reciente de la periodista Catherine Belton. La lectura de ambas obras puede resultar dolorosa y burlesca si se hace en alternancia: los relevos de la amargura y las muertes trágicas en el de Silberstein,  la versión astracanada de el oro de Moscú en el de Belton, que convierte aquella leyenda anti-republicana de nuestra posguerra en actualísima sit com de chulos de piscina, yates de ensueño, y la caterva de los oligarcas, que ayudan y sostienen al jerarca en un probado canje de favores: la autocracia a cambio de la cleptocracia.

En junio de 1937, cuando se ultimaban en Valencia los preparativos del histórico II Congreso ya mencionado, Gide volvió a las andadas con sus Retoques a mi Regreso de la URSS (apéndice también incluido en la citada traducción española). Un año había pasado desde que sus palabras halagadoras fueron dichas al lado del dictador, ahora muy retocado en sus Retoques: “Stalin no soporta sino la aprobación; adversarios son, para él, todos aquellos que no aplauden. Ocurre más de una vez que él mismo adopte, posteriormente, cierta reforma propuesta; ahora bien, si se apropia de la idea, para que esta sea bien suya, empieza por suprimir a aquel que la propone. Es su manera de tener razón”. Suprimidos, o sea ejecutados, fueron los muchos miles de dirigentes comunistas acusados de conspiración trotskista entre agosto de 1936 y marzo de 1938 en los llamados procesos de Moscú. Una vez más Gide se mostró imprudente pero certero en la rapidez de su denuncia. Ahora nos toca a nosotros no equivocarnos ante las mentiras, y defender sin odio el amor a la justicia. ¿Cuándo y dónde se empezará a juzgar a Putin y a sus secuaces?

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25 de abril de 2022
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Más bofetadas

El guantazo sin guante de Will Smith  a Chris Rock admite muchas lecturas, desde las conyugales a las raciales, dos apartados en los que no puedo ni debo meterme. Quedándome pues en la superficie del acontecimiento, me fijaré en las afrentas que Hollywood ha perpetrado en su larga historia, abofeteando con su silencio (la no nominación) o su lastimosa votación (dar premios por piedad, y no por calidad). No le doy yo por eso gran importancia a la premiación y a su historial (que a veces sí ha acertado), acostumbrándome por ello a no hacer quinielas o, en mi juventud, cuando sí las hacía, a perderlas.

Como bofetada simbólica y comentario avieso a los Goyas, los Oscars y demás carruseles de la fortuna, añado aquí mis Top Ten del año 21, en la llamada Lista de Ferré, que cada año convoca (sin conceder laureles tangibles) el novelista y gran experto cinematográfico Juan Francisco Ferré.

Lista de Ferré 2021

  1. Spencer, de Pablo Larraín. No sé por qué nadie lo ha dicho, pero es evidente que Spencer, que no tiene nada de novela rosa, es un remake aventajadísimo de El resplandor de Kubrick, en el que el hotel Overlook se convierte en un palacio real, y el crimen parece formar parte del sistema monárquico.
  2. El diablo entre las piernas, de Arturo Ripstein, o el gran maestro mexicano en el máximo esplendor de lo grotesco y el teatro de la crueldad bien hablada. O bien escrita: los diálogos de Paz Alicia Garciadiego vuelven a ser magistrales.
  3. La hija, de Manuel Martín Cuenca, o la apoteosis del fuera de campo fetal. Descarnados paisajes, angustia encarnizada.
  4. Tre piani (Tres pisos) de Nanni Muchos añoran al comediantee Moretti, que tampoco en esta última película suya comparece. Su vena dramática es tan propia, tan conmovedora, que vale la pena sacrificar las risas en aras de una serena emoción.
  5. Madres paralelas, de Pedro Almodóvar. La unión de la vida privada y la violación de la historia de un país en un ensamblaje tan brillante como austero.
  6. La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryûsuke Hamaguchi. El film de sketches como revalorización japonesa de una vanguardia europea de los años 1970.
  7. El buen patrón, de Fernando León de Aranoa. Farsa político-laboral de gran calado, con un reparto coral de altura y un inolvidable Javier Bardem de maestro de ceremonias.
  8. La fuerza del perro, de Jane Campion. Ni los caballos de García Lorca fueron tan queer como los de este western melancólico.
  9. Small Axe, capítulos 3,4 y 5, de Steve McQueen. Una odisea negra con música.
  10. First Cow, de Kelly Reichardt: la llegada tardía a las pantallas españolas de una cineasta de culto.
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3 de abril de 2022
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Tratos con la baronesa

La suerte cinematográfica de la baronesa Karen von Blixen ha sido irregular pero memorable. Empezó en 1968 con la abreviada obra maestra de Orson Welles Una historia inmortal (sacada del relato homónimo de Anécdotas del destino, el libro narrativo que muchos consideran el mejor de ella), siguió en 1985 con Memorias de África, biopic post-colonial del siempre aseado Sydney Pollack, mejorado dos años después con la vivaz adaptación por Gabriel Axel de otro cuento del citado libro, El festín de Babette, y llegando ahora, más de tres décadas después, esta filmación de una novela danesa de 1974, Pagten, El pacto, que dirige Bille August con menos ínfulas de Oscar de lo que suele ser habitual en él. Algo une, sin embargo, a estos cuatro títulos de tan dispares cineastas: la presencia remarcable y casi totémica de sus mujeres protagonistas, en un arco estelar que va desde la Virginie de Jeanne Moreau deambulando con ansias de venganza por un Macao recreado en el pueblo madrileño de Chinchón, al acento anglo-danés deliciosamente impostado por Meryl Streep en la sabana africana, a los platos fantasiosos de la Babette de Stephane Audran, y acaba, por el momento, en esta segunda reencarnación de la Blixen ya anciana pero aún deslenguada que tan artísticamente compone Birthe Neumann en El pacto.

De esta excelente actriz yo no sabía nada antes, y he de confesar que fui a ver la película esencialmente por razones de tipo personal y nostálgico. Hace más de treinta años estuve en los escenarios verídicos de la grande pero no aparatosa mansión familiar, Rungstelund (“el bosque de los ecos profundos”), donde la escritora se instaló a su vuelta de África y ahí fue enterrada en el jardín a primeros de septiembre de 1962. No íbamos sin embargo los cuatro españoles viajeros a arrodillarnos ante esa tumba, aunque dos de ellos admirásemos sin límites su literatura; invitados por el Ministerio de Asuntos Culturales de Dinamarca, en un intercambio que en cierto modo lideraba el editor Jaime Salinas, el propio Salinas, José Luis Sampedro, al que conocí durante el viaje, Luis de Pablo, entonces solo incipiente amigo, y yo, el más joven del cuarteto, recorrimos lugares, museos y bibliotecas de aquel hermoso y tan ordenado país, siendo nuestro anfitrión un editor y escritor allí célebre, Klaus Rifbjerg. La visita a Rungstelund, que todavía no era un museo isakdinesiano como lo es ahora, tuvo un pálpito del más allá, pues la anciana señora encargada de recibirnos y guiarnos tenía un gran parecido con la autora misma en las fotos de sus últimos años. ¿Una aparición celeste? ¿Una resurrección? Cuando se hizo la luz (artificial) vimos que no era Blixen, sino la guardesa.

Pero en otra etapa del viaje, pasando el día en una cabaña de la ventosa playa de Skagen, en el confín más septentrional del país, Klaus Rifbjerg, el propietario de ese cobertizo marítimo, nos contó, sabiendo de la adoración que al menos la mitad de estos españoles sentíamos por la escritora danesa, algo similar a lo que la novela y el film El pacto reflejan y él había vivido dos décadas después de lo que experimentó Thorkild Bjornvig y relató en su libro, publicado casi una decena de años antes de nuestro viaje: las incursiones nocturnas de Karen Blixen -ocupante de otra cabaña cercana-  en la suya, aunque en este segundo caso no hubo pacto, ni enamoramiento, ni renuncias del joven escritor. O bien los hubo y el caballeroso Rifbjerg los omitió en su confidencia. Se puede hacer fácilmente un cálculo: Bjornvig tenía veintinueve años en el momento de su relación con Isak Dinesen, ella algo más de sesenta, teniendo Rifbjerg, nacido en 1931, la misma edad masculina que aquel cuando la baronesa golpeaba con sus nudillos el ventanuco de la cabaña de este sin esperar respuesta, o esperándola. Le quedaban a ella entonces, próxima ya a cumplir los ochenta, tres años de vida. La vejez no atenuaba el deseo.

Afectada gravemente por la sífilis que le contagió al poco de casarse su marido, el barón Bror Von Blixen, Karen, a la que sus allegados llamaban Tanne, fue una mujer de grandes pasiones y grandes caprichos burlones, alguno de ellos magistralmente desgranado en su literatura, que es tan nítida como procelosa, tan honda como resplandeciente, y de una sensualidad tan desprovista de procacidad como llena de concupiscencia. Es por ello una contradicción frustrante que El pacto de Bille August, que co-protagoniza Simon Bennebjerg, sea tan pulcra, o tan relamida, y ese actor principal tan apagado. La compensación llega en alguna escena sólo con ver la picardía en la cara de la actriz Birthe Neumann, y en especial el momento en que su personaje de la baronesa, más que imprudente, se muestra impúdico en la animadversión al matrimonio, espetándole al joven discípulo felizmente casado que “en la obra de Goethe, de Nietzsche o de Rilke no aparece la palabra esposa”. Ese pasaje, quizá el más determinante del film, me hizo pensar en otro disconforme de la bonanza paterno-filial, Cyril Connolly, quien, siendo él mismo progenitor de tres retoños, consideraba que los peores enemigos de la promesa artística en la literatura eran el periodismo, el ansia de dinero, y, en especial, la vida familiar o, como escribe él maliciosa e inolvidablemente, “el cochecito de niños a la entrada” (“the pram in the hall”)

El pacto abunda en escenas matrimoniales de Thorkild y su mujer Grete con el pequeño hijo de ambos; cuadros amables que no caen del todo en la sensiblería. Quizá August (con cinco hijos en su haber) sea un padre de estirpe bergmaniana. Más lamentable resulta que el director de Pelle, el conquistador y La casa de los espíritus no sepa dar relieve al otro gran motivo de la historia de base de El pacto: la postergación de la felicidad conyugal a cambio de una entrega íntegra al arte. La baronesa se acercaba por las noches a la cabaña de Rifbjerk para recordarle lo mismo que ella le pidió en su trato al joven Thorkild: no tanto amarla a ella ni ceder a sus difíciles deseos de enferma, sino persistir en el arte a costa de sacrificar las dulzuras del hogar.

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24 de marzo de 2022
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El espíritu de escalera

 

Somos los nostálgicos de esa comedia social que nos llevó a distinguir el cine de Nanni Moretti poniéndolo a la altura de los más grandes entre los italianos, de Bertolucci, cuando estaba vivo, o de Bellocchio; se trataba del cómico Moretti de las inolvidables La misa ha acabado y Caro diario, reaparecido después con gran brío en, por ejemplo, Habemus Papam. Pero hemos tenido que amoldarnos al otro Moretti, el serio, que va ganando terreno en su filmografía y ahora comparece con Tres pisos (Tre piani, 2021), una obra maestra. Estamos ante un drama vecinal, una categoría que suele ser ligera y esperpéntica (como en esas dos cumbres llamadas La comunidad de Alex de la Iglesia o Mejor…imposible de James L. Brooks) pero aquí resulta dominantemente dramática, no pocas veces patética, y emotiva hasta el llanto en alguna de sus escenas.

Aunque dura dos horas, Tre piani no pierde tiempo en presentaciones; el film arranca enfocando la fachada del edificio donde la acción va a trascurrir casi enteramente, pero enseguida aparece, dando tumbos a toda velocidad, un coche que arrolla a una viandante y le produce la muerte. Es el primer tiempo de la historia que se nos cuenta, una historia que avanza de quinquenio en quinquenio, dos veces, envejeciendo en esos diez años a los inquilinos. Andrea, un joven de poco cerebro, y que conducía ebrio, es el causante del trágico atropello, y con él y su borrachera criminal entramos en el piso más alto, donde vive con sus padres, Vittorio, un juez (interpretado sin chistes ni muecas por el propio Moretti) y Dora, una jueza, interpretada majestuosamente por la gran dama del cine italiano Margherita Buy. En el segundo piso un matrimonio joven con una hija protagonizan la parte soñada de los tres relatos entrelazados, gracias a la aparición sorprendente de una figura masculina familiar que no conviene explicitar. Finalmente, en el primero, sustentando la trama más angustiosa en una incógnita, la pareja de mediana edad formada por Sara y Lucio, obsesionado este por saber si su niña pequeña perdida ha sido simplemente acompañada en un paseo vespertino o asaltada sexualmente por el anciano vecino que estaba al cuidado de ella en la noche del suceso.

La película tiene su origen en una novela del israelí Eskhol Nevo, Three Floors Up, que fue un best seller en Italia; una de sus después coguionistas le aconsejó el libro a Moretti, que nunca antes había filmado adaptaciones literarias, y estando el cineasta en ese momento contrariado por no poder escribir satisfactoriamente un nuevo guión de comedia que sucediera a su anterior título, también dramático, Mia madre (2015), se decidió por el texto de Nevo. ¿Razones personales? En el venturoso año 2001 el cineasta presentó en Cannes La habitación del hijo, que, seguramente por ser seria y no cómica, ganó la Palma de Oro. En una entrevista que por entonces le hizo el crítico y estudioso francés Jean A. Gili con destino a un libro monográfico, Moretti explicó así el giro que había dado, con tanto éxito, en esa primera película suya centrada en un trauma dramático: “Por una parte, con el paso de los años, se comienza a pensar más en la muerte. Esto no tiene nada que ver con el cáncer que padecí, porque en aquel momento nunca tuve miedo de morir […] Lo que nos afecta es la muerte de otras personas […] ¿Cómo es la vida después de la muerte?”.

Hay varias muertes en Tres pisos, corporales y sentimentales, aunque Moretti ni las muestra ni las subraya; se trata de una película limpia en su drama, como si este cómico de nacimiento no quisiera, habiéndose privado de las carcajadas, invadir el terreno del pathos con las voces altas del dolor, que existe pero tarda en llegar, o trascurre fuera de campo, implícito y sugerido en el racconto fílmico. En francés hay una bella expresión, no siempre bien usada, “l´esprit de l´escalier”, la demora en el responder, en el ir y el venir, en el subir y el bajar, en el olvidar y en el recordar, en el juzgar y en el perdonar. Me atrevo a decir que una de las razones del constante logro de Tres pisos, también a concurso en Cannes 2021, es la sutil tardanza en resolver los enigmas y los daños sufridos por ese puñado de inquilinos romanos; el espíritu de escalera como forma de no apresurarse en las respuestas ni dar salida a las emociones, por no saber hacerlo, o no quererlo hacer.

Para templar el melodrama de la base argumental novelística, el director cuenta con un formidable ejército de estrategas de la contención, la Buy, ya citada, su antiguo conocido Riccardo Scamarcio (que hace del padre de la niña extraviada), o los nuevos, como, en el papel de Sara, Alba Rohrwacher, hermana y actriz habitual de Alice, una de las grandes figuras de la actual cinematografía italiana. Al frente de todos ellos, en un papel no muy extenso pero determinante, ahí está Nanni Moretti interpretando al padre judicial en su dilema bíblico: la integridad por encima de la humanidad, la justicia como vínculo más fuerte que la familia.

Moretti tiene un rostro anguloso y seco, la faz impasible de quien padece sin exponer su pena. Y de ahí que esa cara suya de trágico pese a sí mismo nos haga reír tanto, sin dar vergüenza, cuando le sale su innata gracia histriónica. La estamos esperando con ganas.

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4 de marzo de 2022
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Dos abrecartas

 

Al hablar, mientras concluía El abrecartas, de testamento (“testamento vital” fueron sus palabras exactas), Luis de Pablo no hacía referencia a un legado o última voluntad, sino a una ligazón personal con la historia de su país, ya que en esta ópera, de un modo muy distinto al de las anteriores (que partían de libretos fantásticos o alegóricos), el músico aportaba su propia vida y mostraba sus aspiraciones, las logradas y las defraudadas. De ahí su deseo de poner música a lo que él había sabido ver en mi novela, articulada como un relato epistolar de vencedores y vencidos, de vividores sin escrúpulos y supervivientes rotos, tan pasionales como desdichados.

No descubro nada al señalar que de Pablo era un hombre de cultura amplísima y profunda, en la que la música, o mejor diríamos las músicas, de todo tiempo y de aquí y de allá, constituía además de su vocación otro de sus afanes, siendo igualmente sus conocimientos literarios en poesía y narrativa casi infinitos en cinco o seis lenguas, que hablaba, por lo demás, fluidamente. Aun así quedé sorprendido, entonces y al releerla ahora, por lo que me escribió en una carta del 29 de octubre de 2006, o sea, pocas semanas después de publicarse el libro de El abrecartas y ya leído por él. Generoso en el elogio, Luis me decía lo siguiente: “has escrito la novela de un par de generaciones: la mía y la tuya. Quizá eso sea lo que tanto me ha llegado, porque hay en ella gestos, decires, situaciones, amores, odios, personas vivas (¡y muertas!) que han sido los míos…y los de tanta gente.”

En tanto que autor de la misma, yo la definiría como novela-río llena de meandros y surcada por figuras reales y ficticias de la España del siglo XX, que se intercambian versos y amenazas, que se escriben cartas de amor y mensajes secretos que no llegarán a su destino aunque otros los leerán y manipularán. Una novela histórica contemporánea contada sin un punto de vista pero con muchas voces. Una novela, por tanto, que no tiene narrador sino narradores, y que ahora, gracias al crisol de la ópera, se convierte en una anti-epopeya coral amarga y animada por las citas musicales y los brotes poéticos.

Luis de Pablo murió sin llegar a oír cantada y tocada la música por él compuesta a partir de la letra (libreteada por mí libremente) de las primeras 220 páginas de mi novela El abrecartas, ciñéndola, según una proposición suya que acepté sin dudar, a los años y los protagonistas de la primera mitad de siglo. Quizá en algunos rasgos de los inventados Rafica, Setefilla, Manuela o Alfonso se pueda adivinar, al otro lado del espejo en el que todos se reflejan, la España de una segunda mitad más prometedora y tolerante, que en tanto que libreto de ópera queda ahora guardado en un archivo como un texto indeciso y sólo imaginado en la palabra escrita.

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23 de febrero de 2022
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Último oro

Un día de julio de 1995 visité en su tranquilo retiro de Jávea a Julio Alejandro, que iba a ser el primer personaje de una galería de retratos conversados que yo publicaría en la edición dominical de este periódico a lo largo de aquel verano. La idea de la serie, que titulamos La edad de oro, era oír y transcribir el relato de personas muy mayores (en edad y significación) de nuestra cultura, en su mayoría activas aunque no todas debidamente reconocidas. El encuentro previo en su despacho, a mitad de mayo, con Jesús Ceberio, entonces director de El País, precisó el contenido de esas colaboraciones estivales y propició su arranque; los nombres serían todos indiscutibles, pero al lado de Victoria de los Ángeles y Aurora Bautista, de Jorge Oteiza y José Luis Sampedro, en mi lista habría también raros y olvidados, por ejemplo Julio Alejandro. Y quiso la casualidad que Ceberio, que había sido antes corresponsal en México, conociese bien la vida y los hitos del fascinante exmarino aragonés exiliado que acabó siendo el gran guionista del cine mexicano, autor, entre otros trabajos para Buñuel, de los guiones de Viridiana y Tristana. Aquella misma mañana de mayo se tomó la decisión de que La edad de oro empezaría con él.

Fue para mí un verano muy rico en ganancias humanas y aprendizaje histórico en directo. Los que al fin fueron dieciocho hombres y mujeres mayores de setenta (ya que hubo en la serie segunda temporada al año siguiente), tenían mucho que contar, y juntas sus voces, en sus diferencias y hasta en sus discrepancias, quiero pensar que ofrecieron en esos extensos reportajes la imagen de un país mejor que no fue posible y de una España autoritaria y trágica pero no paralítica. La intención de aquellos “primeros planos orales” era hacer públicos los nombres propios más que el renombre, y creo que los artículos semanales, como el libro de 1997 que los recopilaba al completo, con las magníficas fotos originales de Ricardo Martín, descubrieron trayectorias borrosas por el paso del tiempo y silencios forzados.

Guardo recuerdos muy vivos de muchos de mis interlocutores, con los que, según el esquema de trabajo pre-establecido,  pasaba un día más o menos entero en su casa; sólo el gran escultor guipuzcoano Oteiza prolongó la visita con un largo almuerzo, tan sabroso como chispeante, de cuyo reflejo humorístico en mi escrito discrepó cortésmente en un cruce de cartas al Director, incluidas también en el libro las suyas y las mías. Y alguno de los más sabios y ocurrentes, como el profesor Aranguren o el genial poeta Joan Brossa, dijeron cosas muy brillantes, pero, ya delicados de salud en los encuentros, se fueron apagando en las horas de conversación.

Pocas semanas después de iniciarse con él la publicación de la serie murió Julio Alejandro de una embolia cerebral que le atacó mientras recibía la visita de José Luis García Sánchez y Manuel Vicent, quienes habían querido conocerle personalmente al leer su retrato en El País. A Julio Alejandro de Castro (tal era su nombre completo) le quedó tiempo de disfrutar de unos meses de reconocimiento tardío y edición de su obra escrita, y aunque  no llegó a tener una edad de oro en su propio país, sí pudo dar su último suspiro frente al Mediterráneo: “el mar ha sido el espejo de una gran parte de  mi vida, y me resulta difícil vivir sin verlo”.

Al cumplirse los 25 años de la última entrega semanal de La edad de oro murió el pasado 30 de noviembre a los 95 el arquitecto Oriol Bohigas, último superviviente de mis dieciocho personajes y el más joven de todos junto a su amigo el editor Josep Maria Castellet; este fue de hecho el único en ser incluido sin haber cumplido entonces, por unos pocos días, los preceptivos setenta años de edad. Bohigas, al margen de sus construcciones y de su fenomenal erudición arquitectónica, fue un hombre de ingenio, que en nuestro diálogo mostró de modo oblicuo su ironía respecto a lo que los catalanes, no se sabe si por insuficiencia fonética o ganas de fastidiar, llaman “madrit”. La capital de España le dio motivo a Bohigas para alguna greguería paleo-secesionista: “Barcelona ha de aprender de Madrid a ser una capital, pero que Madrid aprenda de Barcelona a ser una ciudad”. O este aforismo a costa de El Escorial, “un símbolo de la no-incorporación de España a la cultura europea. No hay más remedio que verlo así: el monumento más importante de aquella época española es un cuartel”. He dicho greguería, pero en realidad la gracia sentenciosa que el arquitecto mostró en sus réplicas y en más de una página de sus Dietarios no concuerda con el humor de Gómez de la Serna, acercándose más al de las glosas y máximas de Eugeni d´Ors, de quien Bohigas fue, en su juventud, seguidor acérrimo, sin llegar, creo, a la categoría de “idólatra eugénico” que tuvieron en la vida del gran filósofo algunas distinguidas damas.

También recuerdo otros momentos estelares de gran comicidad: la narración presencial del golpe de estado de Tejero visto como sainete conyugal por el finísimo periodista de la derecha ilustrada Augusto Assía (seudónimo de un primer Felipe Fernández-Armesto), y el despecho de mala leche del incombustible cineasta Ricardo Muñoz Suay evolucionando desde el estalinismo al liberalismo valenciano. Las mejores veladas las pasé con dos artistas bien distintas y muy locuaces ambas, la incomparable actriz y cantaora Imperio Argentina, que ya era, tal vez sin saberlo, una mujer libremente incorrecta, y Gloria Fuertes, a la que por entonces la trataban de payasa quienes no habían leído su obra en verso, que se sitúa en mi opinión (y en la de su antólogo Jaime Gil de Biedma) entre las grandes voces de la poesía española del siglo XX.

Pero había asimismo grandes silencios recordados por mis dialogantes. La sombra protectora, tal vez desde ultratumba, de Encarnación López la Argentinita, que había muerto joven en 1945, sobre su hermana la bailarina Pilar López, con quien hablé en la casa familiar del Barrio de Salamanca llena de reliquias y memorias de García Lorca, de Ignacio Sánchez Mejías, de Edgar Neville. Y la voz rota del exilio, la de los pintores Ramón Gaya y Eugenio Granell, tan diferentes ellos como personas y artistas, o el pesar de los exiliados interiores: el de Pepín Bello, amigo y cerebro en sordina de la Generación del 27, tan diezmada y dispersa por la guerra; la creativa melancolía de los paraísos perdidos de un Tánger cosmopolita en ese sabio hombre de cine y de libros que fue Emilio Sanz de Soto.

Cuando La edad de oro se recompuso semana a semana, documentando el pasado desde un presente longevo y memorioso, ya no había en España militares golpistas, ni persecuciones de religión, ni exilios por la libertad ideológica. De ahí mi sorpresa cuando, al despedirme de una maravillosa tarde confesional y poética, Gloria Fuertes me pidió omitir hasta después de su muerte (que por desgracia no tardó muchos años en producirse) el recuento vivaz, más jocoso que doloroso, de sus amores lésbicos; de publicarse en vida, me dijo, eso podría quitarle muchos lectores de sus cuentos infantiles, “porque los libros de niños los compran los padres, y hay por ahí cada padre…”. Cumplí la condición, naturalmente, y el tiempo ha permitido no tener que ocultar del todo la verdad de uno mismo. O el poder vivirla.

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3 de febrero de 2022
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