Vicente Molina Foix
En el mes de mayo de 1918 un muy joven soldado y poeta británico de nombre germánico, Wilfred Owen, escribió un poema de guerra que pensaba publicar al año siguiente. El poema, llamado “Prefacio”, empezaba así: “Este libro no trata de héroes. La poesía inglesa aún no está preparada para hablar de ellos. / Tampoco trata de hazañas […] / Mi tema es la guerra y la pena de la guerra. / La poesía está en la pena.” (traducción de Gabriel Insausti, Acantilado, 2011). Otro poeta también de nombre germano-wagneriano y siete años mayor que Owen, Siegfried Sassoon, sería, habiendo muerto aquel en acción de combate en el continente el 4 de noviembre de 1918, quien recogiera “Prefacio” y la mayor parte de la obra, tan intensa como reducida, del fallecido Wilfred, en una antología publicada en 1920 al cuidado de Sassoon y de Edith Sitwell. Estos tres nombres y otros muchos, más o menos conocidos, de literatos y artistas, son los protagonistas de Benediction, la nueva película de Terence Davies, realizada cinco años después de A quiet passion (Historia de una pasión en su título español), el bellísimo retrato poetizado de la más genial poeta de todos los tiempos, Emily Dickinson. Benediction no trata de genios; su trama y su dramatis personae se detienen en los segundas filas de la cultura inglesa del primer tercio del siglo XX, y como tal ofrece en su (extensa) duración un panorama elegante, morboso a ratos y muy entretenido siempre de aquella atrevida bohemia hoy un tanto borrosa fuera de su contexto anglosajón y de su tiempo.
Pero es decepcionante que alguien tan refinado como Davies arranque el relato con el consuetudinario material de archivo de las trincheras y los bombardeos de la Gran Guerra, del que abusa en más de un pasaje. Viene después una torpe y ñoña escena en una iglesia en la que el ya anciano Sassoon le cuenta a su hijo su adulta conversión al catolicismo, un asunto en él igual de trascendental o más que su condición homosexual pero que, al contrario que esta, resulta irrelevante y pasa desapercibido en los 137 minutos del metraje de Benediction. El filme interesa de verdad y seduce desde que la cámara de Davies entra en el hospital psiquiátrico de heridos de guerra donde se conocen, malparados ambos, Wilfred y Siegfried, enamorados al instante el uno del otro sin posible manifestación sentimental o carnal; esta es una película de mucha dolencia y mucha sexualidad.
En una entrevista con Javier Yuste en El Cultural, Davies se excusaba del uso de tanto newsreel bélico, achacándolo al dinero: “con mi presupuesto no podía recrear las trincheras” (si es que hacían falta, apostillo yo). Peor inconveniente es la figura de estilo que también afea la película y no puede ser restricción económica sino decisión conceptual; Davies es un hombre proclive a los sueños, aunque yo pienso que solo en la antes citada Historia de una pasión el cineasta sacaba buen partido a tal querencia. En aquella tal vez era la propia Emily Dickinson la que le inducía a lo onírico real y a lo visionario, algo que en Benediction, por el contrario, se limita a un manido juego de saltos en el tiempo y alucinaciones de calibre grueso que se repiten a lo largo del filme pero descienden a su peor abismo en la chirriante escena de la condecoración militar arrojada al agua sobre el fondo de la pegadiza canción vaquera “Riders in the sky”. Un despropósito. Tampoco el desenlace, en el que el viejo Sassoon sentado en el parque rememora las figuras centrales de su vida de poeta celebrado y amante promiscuo, eleva el tono, con las apariciones de su madre, de la esposa con la que trató de disimular el estigma gay, y de quien, en realidad, podría decirse que ejerce de coprotagonista encubierto de la película, Wilfred Owen. Dicho desenlace seguramente busca inspiración formal en los bailes y fiestas fantasmales de la parte final de la gran novela de Proust, pero el set piece sentimental de Davies acaba convirtiéndose en gran guiñol patético, al que ayudan muy poco sus proclamas pacifistas y el recitado de fondo, si no me equivoco de versos, del gran poema de Owen “Disabled”(Discapacitado), una elegía a las víctimas de la guerra, acompañada aquí en la banda sonora por la Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, la sublime música de Vaughan Williams, otro magnífico creador de ese primer tercio del siglo XX.
Hemos hablado de los defectos o desproporciones de forma de Benediction. Hablemos ahora de su excelente parte central (más de una hora y cuarto), en la que Davies, que no es amigo de soltarse el pelo en la sensualidad descarada de sus imágenes, pinta aquí con infinitas dosis de camp unos personajes llenos de lo que los ingleses llaman, en francés, panache, es decir, brillantez, o como yo prefiero traducirlo en este caso, penacho, por no decir, más vulgarmente, pluma. La tiene en abundancia una historia tan circunscrita a las bendiciones como a los excesos, conviviendo pues el inmoralista contenido y el hombre de creencias religiosas que es en su vida Terence Davies (y hablo con cierto conocimiento de causa, ya que, hace algunos años, pasé dos días de trato amistoso y conversaciones públicas en el Caixa Forum de Madrid, que le rindió un homenaje, completado por la proyección de su filmografía).
Dicha parte esencial de nudo trepidante y sofisticado comienza en la memorable escena del tango bailado en el hospital psiquiátrico por los dos poetas heridos pero enfermos cuerdos, Wilfred (el actor Matthew Tennyson) y Sigfried (interpretado de joven por Jack Lowden), y prosigue en el tan bellamente reflejado universo eduardiano, años 1920 y 1930, en el que, muerto pero nunca olvidado Owen, Sassoon se lanza a la mala vida. Entonces aparece, y ahí no hay o no se notan las estrecheces de la producción, el Londres de los grandes teatros, los cafetines, los clubs y los salones, la música de danza de Stravinsky, la recreación gloriosa del estreno de Façade, la pantomima neodadá de los hermanos Sitwell (con música de un jovencísimo William Walton), animado todo ello por el gran plantel de actores que dan vida, entre otros, al idolatrado cantante de música ligera Ivor Novello, al director y diseñador escénico Glen Byam Shaw, al fiel amigo y protector de Oscar Wilde Robbie Ross, dejando para el final la creación hecha por el actor Calam Lynch de Stephen Tennant, un personaje real de leyenda de la cultura highbrow (en su tendencia low camp) de los felices veinte, y al que yo siempre he considerado una especie de contrafigura desatadamente marica de lo que fue Pepín Bello en los días gloriosos de la Residencia de Estudiantes y el 27: un genio del no hacer nada y del estar en todas partes y al lado siempre de los mejores. El verdadero Tennant nunca acabó la novela que se pasó toda su vida anunciando, pero cobró fama literaria siendo el inspirador de dos de los personajes novelescos de Evelyn Waugh, el Miles Malpractice (brillante nombre) de Cuerpos viles, y sobre todo el fulgurante Sebastian Flyte de Retorno a Brideshead; en cuanto a V. S Naipaul, que fue arrendatario suyo nada fácil, también hizo de Tennant carne de ficción en su extraordinaria novela El enigma de la llegada, eludiendo sin embargo Naipaul el posible chiste fácil de usar a efectos paródicos el apellido Tennant, que aunque escrito con dos enes tiene una pronunciación indistinguible de la palabra tenant, inquilino.
El mundo de la vida social y la frivolidad de artistas que supieron también ser profundos no siendo de primera fila queda recogido en Benediction con más encanto que acierto pleno, y al espectador de cine al que ni siquiera le suenen sus nombres, Davies le ofrece un delicioso compendio de tiempos idos, no todos recobrados, con alguna que otra caída en el purple patch. Leer, por otro lado, a Sassoon, a Sacheverell y Edith Sitwell y al mejor de todos ellos, Wilfred Owen, merece la pena. Ellos, y la película, tratan de la retaguardia artística, que no pocas veces en la historia de todas las artes irrumpe, a su manera, en la genialidad. Se dice, así, que en 1925, siendo estudiante en Oxford y colegial de Christ Church, el ya publicado Auden, líder adolescente de la vanguardia en verso y prosa junto a Spender y Day-Lewis, solía repetir con frecuencia, sin ton ni son, una frase: “The poetry is in the pity.” No era un eslogan ni un dicho, sino un verso, un verso de Wilfred Owen que ya hemos citado al comienzo. De haber sido más largamente contemporáneos, Auden habría compartido con Owen tal vez, y entre otras cosas, la pena donde habita el secreto de la poesía. Pero pity también se traduce como piedad, y esa palabra cobra sentido y resonancia tanto en la boca del poeta tempranamente malogrado como en el homenaje que al convocarle de ese modo le hacía el compatriota que tuvo una vida plena y se convertiría en el más influyente poeta del siglo XX.