Vicente Molina Foix
Conocí al primer Marías al poco de llegar a Madrid para estudiar la carrera de derecho, pero no le conocí en la Complutense, sino en la Filmoteca. Se trataba de Miguel Marías Franco, estudiante él de económicas y poco más o menos de mi misma edad. También nos parecíamos en otra condición peculiar y nada frecuente: éramos ambos críticos de cine, y así lo proclamamos al presentarnos a la salida de un filme de Otto Preminger. “Seré economista algún día, pero lo que me gusta es escribir de cine, aunque de momento no he publicado mis críticas”, me dijo con una mezcla de orgullo y mansedumbre. “Yo estoy en primero de derecho, que de momento me gusta, y he publicado ya un artículo largo y una reseña en Film Ideal”, contesté yo ante su mirada de incredulidad. Yo tenía diecisiete años, y esa revista quincenal era entonces la biblia del cinéfilo español.
Seguí viendo en los cines de Argüelles y la Gran Vía, entonces radiantes, a Miguel Marías, que se distinguía en la oscuridad de las salas por su lucecita: llevaba con él a todas las sesiones un cuaderno de notas, y para no molestar a sus vecinos de asiento (pues los cines en aquel tiempo de los mid-sixties se llenaban) usaba un cuaderno de papel silencioso y un bolígrafo de foco restringido. Miguel terminó económicas y entró en un banco, yo dejé en segundo la carrera de leyes para pasarme, en la acera de enfrente, a la de letras, donde, no sin algún sobresalto político, acabé la especialidad de filosofía pura, así se llamaba.
Miguel escribió, más allá de su cuaderno mágico y su bolígrafo-linterna, publicó mucho, en revistas y libros, e incluso tuvo un cargo institucional como director general de cinematografía. En esas actividades y cambios de estatus nos perdimos un poco la pista, pero mientras tanto fueron apareciendo los tres Marías restantes de esa familia prodigiosa formada por el filósofo Julián Marías (crítico de cine en ejercicio semanal dentro de la Gaceta ilustrada) y su esposa Lolita Franco Manera, traductora proveniente ella de una familia culta y algo bohemia en la que destacaron sus hermanos Enrique Franco, musicólogo, y el legendario cineasta Jesús Franco, alias Jess Franck. Con esos antecedentes no fue raro que los retoños Marías Franco casi acapararan el censo de las musas: Miguel el cine, profesionalmente casi, y Javier devocionalmente, toda su vida, quedando la pintura renacentista al cuidado de Fernando, el segundo hijo, y la música barroca en manos del pequeño, Álvaro.
De los cuatro “hermanos artísticos”, Javier ha sido la figura más estelar y de más amplia curiosidad, y aunque en música fue un fino oyente schubertiano, así como en el arte gran coleccionista de pintura clásica y novecentista en tarjetas postales que buscaba por los más remotos museos del mundo y mandaba personalizadamente a sus amigos, en sobre cerrado y a veces decorado a mano por él, su arte preferido, al margen claro está de la literatura, fue el séptimo.
Conservo de Javier un enorme caudal de recuerdos cinematográficos, o, para ser más preciso, de paseos conversados hasta las altas horas después de ver películas, aunque no en todas nos poníamos de acuerdo. Javier era en cine un clasicista, abierto, como era de rigor, a las nuevas olas, sobre todo a la ola llegada de Francia, más que a la inglesa o la italiana; en el llamado Nuevo Cine Español de los sesenta y setenta apenas creía. Y americanista fílmico lo era como lo éramos todos entonces, un culto aprendido de los genuinos críticos-artistas agrupados en la revista Cahiers du cinéma. John Ford y Howard Hawks, Elia Kazan y Nicholas Ray, esos eran los nombres sagrados, un peldaño por debajo de Hitchcock. Y el western, cómo no, el del robusto Raoul Walsh y el del abstracto Budd Boeticher, aunque nuestro disfrute era distinto al de los maestros literarios como Benet, Hortelano o Gil de Biedma, para quienes el western era el “cine del Oeste” sin más pretensión formalista o hermenéutica.
Llevamos un día a Juan Benet a ver en el Cine Rosales Gertrud, la película última y más sublime del gran genio Dreyer, Javier casi en estado de levitación y yo viéndola por tercera vez en pantalla. Juan guardó silencio media hora, hasta que con premeditación devastadora sacó un pañuelo de la risa y un sonajero de niño para arruinarnos la idolatría dreyeriana y tomarmos un poco el pelo.
De Javier se recuerda su encontronazo con los Querejeta, a raíz de la adaptación que padre e hija hicieron en 1996 de Todas las almas, titulándola El último viaje de Robert Rylands. Perjudicada por un cast poco afortunado, al novelista, que se sintió maltratado por la productora (nunca fue invitado al rodaje en Oxford), no le gustó el resultado y les puso pleito, que ganó, recuperando los derechos de esa novela, nunca reutilizados. Tampoco tuvo suerte en el largometraje del director chino-norteamericano Wayne Wang a partir del excelente relato “Mientras ellas duermen” (2016). Claro que hablamos de oídas en este caso, pues el filme, de producción japonesa, tuvo en España un estreno semi_clandestino, y no conozco a nadie que la haya visto, incluido Javier Marías.
Conviene sin embargo recordar su temprano debut como guionista de un interesante cortometraje de su primo hermano Ricardo Franco a partir de una historia propia de Marías, Gospel, y sobre todo su libreto del largometraje underground El desastre de Annual, del mismo director (1970). Rodada con bajo presupuesto en 16 mm, se trata, en mi recuerdo de espectador vapuleado y detenido por la policía del general Franco (ningún parentesco entre estos Francos) cuando se presentó y ganó el gran premio del extinto Festival de Cine de Autor de Benalmádena, de una obra muy personal: un ácido esperpento lleno de resonancias íntimas sobre la crisis de una familia atenazada por los recuerdos del desastre sufrido en 1921 en Marruecos por las fuerzas coloniales españolas. Prohibida en su momento y nunca distribuida, pienso hoy que uno de los homenajes sensatos (se anuncia ya alguno de carácter folclórico) al gran novelista fallecido sería restaurar y telecinar esa obra maldita del cine español que señala el principio del interés de Javier Marías por el cine y su vinculación con otro desaparecido prematuro de su entorno familiar, Ricardo Franco.