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Ropa del terremoto

Por 6 de octubre de 2023 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Yo volvía de mi colegio marista en pantalones-bombachos, aquella prenda híbrida que en mi infancia se tenía por refinada en el ámbito de los niños-bien y marcaba, quisieras o no, el paso de la niñez de pantalón corto a la adolescencia mitigada. Mi madre me abrió la puerta muy nerviosa, como si me estuviera esperando a esa hora que no era la de la vuelta a casa para comer.

– ¿Lo habéis oído?

-No, le dije yo un poco aturdido por su aturdimiento.

-¿No?

-Hemos visto algo raro. El hermano portero ha saltado en la entrada, sin moverse, como si volara. Y entonces nos ha dicho el hermano Braulio que no había clase de Matemáticas ni de educación física por la tarde.

Como si fuera jueves, pensé yo. “¿Podré ir al cine, o tampoco habrá cines abiertos? “A lo mejor han volado hasta el mar”.

Ese día lo recordaré por los pantalones que me hacían mayor y yo odiaba, por el vuelo quieto del hermano portero del colegio, por mi ilusión de ir al cine sin ser jueves. El 29 de febrero de 1960. Se había  producido un terremoto, pero no en Alicante, donde vivíamos, sino en un lugar remoto que nuestras clases de geografía no alcanzaban. Agadir. “Esa ciudad  ya no es nuestra”, dijo al día siguiente Lloret, mi compañero de pupitre. “Todo Marruecos fue nuestro, para que lo sepas”

 Mi madre sí debía saber dónde estaba Agadir, la ciudad destruida, porque, al terminar la comida papá, mamá y yo, los únicos habitantes de nuestro piso por aquel entonces, nos dirigimos a los dormitorios, donde ya mi madre había apilado dos bolsas de ropa usada de ella y de papá. Cáritas, creo recordar, o alguna otra beneficencia de la época había pedido por la radio ayuda material a los alicantinos; un barco la llevaría desde el puerto de Alicante al de Agadir, que entonces localicé en el mapamundi de mi hermana Rosa Mari.

Cuarenta años después de aquel 29 de febrero llegué yo a Agadir de paso hacia el sur de Marruecos, un país que conozco y aprecio. La antigua ciudad playera, modernizada desde la destrucción  de 1960 no con demasiado gusto, me atrajo por su clima, siempre suave, y la visité con frecuencia.

El terremoto del pasado 8 de septiembre sí lo oí, aunque su gravedad y su mortalidad se hallaba lejos, en las montañas del Alto Atlas y la provincia de Tarudant, para mi gusto la más bella capital amurallada de Marruecos. Habían ya sonado las 11 en el despertador-avisador de un amigo que cada noche ha de tomar puntualmente una pastilla, y miré la hora: como he tratado siempre de vivir dos minutos adelantado a mi época, mi reloj de pulsera marcaba las 11 y 13 minutos, pero el temblor mortífero que causó 3000 muertes fue exactamente a las 23.11. Ese temblor hizo ondular levemente una pared de la habitación de un cuatro piso donde yo estaba leyendo. Pero salí al pasillo y no había grietas, ni polvareda, ni cielo abierto. Sólo ese ruido estrambótico, como del más allá. Los muertos, los desposeídos, los heridos, los edificios irrecuperables de tantos lugares históricos, se fueron conociendo en los días siguientes.

La ayuda esta vez ha llegado rápida, en aviones y helicópteros movilizados desde España y otros países europeos y árabes, y las carreteras que van al sur marroquí se han visto en las semanas siguientes embotelladas de vehículos locales cargados de alimentos y de ropa.

Me acordé entonces de mis pantalones-bombachos, que subrepticiamente, a espaldas de mis padres, metí aquel día de febrero de 1960 en la bolsa benéfica destinada a Agadir. Esa prenda prehistórica encontró quizá en 1960 a algún joven agadiriano que sin saberlo se hizo mayor llevándola por necesidad, pese a su rara hechura, propia, así la reconstruyo hoy en la memoria, de la vestimenta de un ciclista no-federado o un lord inglés jugador de golf. ¿Y como disfraz jovial de algún niño huérfano?  Tres semanas después de la noche fatídica del 8 de septiembre las imágenes más desoladoras que se ven en los medios son de ellos: cien mil  niños huérfanos de las aldeas afectadas, cuya infancia ha sido brutalmente trastornada por la adversidad de la tierra. Que no tengan olvido ni la ropa usada de nuestra indiferencia.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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