Víctor Gómez Pin
La polaridad entre dos concepciones del hecho lingüístico que ocupa esta columna, y el posicionamiento a favor de una de ellas, ha sido como un trasfondo en muchos de los asuntos hasta ahora abordados. Algunas veces el problema era una vez más explícitamente retomado, otras veces daba por hecho que el lector lo tenía en mente. En cualquier caso, tras la reflexión hace dos columnas sobre el peso de la metáfora, me parece oportuno una nueva presentación explícita:
De entre las muchas concepciones divergentes del hecho lingüístico, tiene importancia mayor la polaridad entre la concepción ambientalista y la concepción innatista. La primera considera que al igual que un niño aprende a nadar o a usar instrumentos, aprende asimismo a hablar. El aprendizaje del lenguaje sería una expresión entre otras de las capacidades cognitivas del animal humano. Estas capacidades no sólo dependen del contexto (cosa que también acepta la posición innatista), sino que en gran medida son forjadas por el contexto. Lo verdaderamente específico del lenguaje no se daría en el ser humano que viene al mundo, sino que le sería transferido desde el entorno social en el que se mueve.
Por el contrario, la posición innatista, sin negar la importancia del entorno, considera que al abrirse a la lengua materna lo que un niño efectúa es implementar, en un marco cultural concreto, unas capacidades heredadas, que comparte con los demás seres humanos y sólo con estos. Aprende una lengua determinada, como resultado de que los datos característicos de la misma responden a la estructura general que ya posee. Por ejemplo: siendo ese niño portador potencial del conjunto de elementos fonéticos de cualquier lengua, ello le permite reconocerse por igual en la fonética del inglés o del chino, aunque ciertamente si se concentra solo en una de ellas… progresivamente perderá su potencialidad de implementar la otra. De hecho, también los ambientalistas se ven forzados a aceptar que únicamente el ser humano se halla biológicamente dotado para aprender a hablar, y ello en razón del fracaso de las tentativas por lograr que un delfín o un chimpancé adquieran el mínimo de recursos lingüísticos que un niño adquiere con toda facilidad.
Como antes decía hay en estas columnas un sesgo a favor de la tesis innatista, pero más allá de la dificultad para seguir a los lingüistas en los meandros de sus discusiones técnicas, el soporte de esta reflexión no es otro que el estupor que provoca el singularísimo hecho del lenguaje, es decir, un filtro que mediatiza toda presencia exterior e interior y que, en razón de ello, parece realmente tener la dignidad de ese verbo que, según el mito, un día tomó forma de hombre.
No cabe racionalmente discutir sobre si el verbo se hizo carne, pero siendo, como es, indiscutible que nosotros representamos una singular vida de la cual emerge el verbo, cabe perfectamente preguntarse cómo tal cosa ocurrió. Cabe preguntarse por la razón de que en el registro genético se operara esa revolución por la cual a los instintos que reflejan simplemente la tendencia de la vida a perseverar, se sumó el referido «instinto de lenguaje», tendencia no tanto a conservar la vida, como a conservar una vida impregnada por las palabras. Y el carácter subversivo de este nuevo instinto se refleja en el hecho de que puede llegar a no ser compatible con los instintos directamente vitales, tal como sucede cuando, bajo amenaza de tortura o muerte, un ser humano no traiciona convicciones forjadas en la complicidad de una palabra compartida.
Apostar por una legitimación genética de la hipótesis según la cual el hombre, y sólo el hombre, posee un dispositivo que lo capacita para el lenguaje, equivale apostar por el peso de las palabras, sin por ello hipotecarlas buscando su matriz en un ser trascendente. Palabras quizás sin Dios, pero no por ello menos portadoras de una promesa de plenitud de la cual es indicio la disposición de espíritu de narradores y poetas en el acto creativo. Nuestra condición de seres de palabra posibilita que, con plena lucidez, repudiando toda esperanza incompatible con el buen juicio, podamos sentir que nos motivan objetivos no subordinados al mero persistir; podamos sentir que la finitud inherente a los entes naturales y por consiguiente también a los seres vivos, siendo lo inevitable, no es sin embargo lo único que cuenta.