Vicente Molina Foix
Estas excelentes películas comparten su condición de candidatas a los premios mayores del cine europeo y americano. Aún tienen opciones de triunfo en los Oscars; más modestamente, yo las señalo aquí para recordarlas y celebrarlas, al margen de las estatuillas.
La película empieza con una canción clásica del repertorio sentimental, “Extraña forma de vida”, un fado que cantaba Amalia Rodrigues pero que aquí oímos en la voz de Caetano Veloso, mientras en pantalla vemos a un apuesto joven de físico más bien nórdico reinterpretándola. Sin embargo, la mezcolanza (o jerigonza, podríamos decir en homenaje lusobrasileño, siendo esta palabra muy usada por los portugueses de hoy), esa mezcolanza, digo, no da paso en el filme de Pedro Almodóvar a una de las desbocadas fusiones formales y temáticas que tanto le gustan al director manchego y tanta influencia han tenido en la cinematografía internacional de los últimos treinta años. Extraña forma de vida, por el contrario, es un escueto western de cámara, un diálogo de amor comprimido y sin florituras, un breve poema elegíaco en el que ese “sentimiento trágico de la vida” últimamente tan presente en su filmografía brilla conmovedoramente. Y es de resaltar, por cierto, que, llevando siempre la contraria a lo habitual, Almodóvar, en una fase en la que rara es la película estrenada en cines comerciales que dure menos de dos horas y cuarto, condense en treinta minutos una historia que transcurre a lo largo de veinticinco años. Uno de los elogios que se puede hacer limpiamente de Extraña forma de vida es que deja al espectador con ganas de más, y, sin ser un filme oscuro ni enigmático, consigue que salgamos de las salas de exhibición preguntándonos por el porqué de semejante contención y tan depurado recato.
Las palabras del fado que le da título me hicieron recordar, en la triste belleza de su lamento, otra canción famosa, “Strange fruit”, que a finales de los años treinta del siglo pasado cantaba de modo inolvidable la gran Billie Holiday. La extraña fruta de ese blues eran cadáveres contemporáneos de un territorio de western poblado de odio racial y venganza supremacista, ya que la letra que le escribió el compositor judío Abel Meeropol a la cantante norteamericana se refería a los linchamientos: “Los árboles del Sur dan una extraña fruta./ Sangre en las hojas y sangre en la raíz. / Cuerpos negros movidos por esa brisa sureña.”
El gran crítico francés André Bazin, padre conceptual y padre adoptivo de la nouvelle vague formada en torno a la revista Cahiers du cinéma, habló del superwestern, que él veía como un fenómeno surgido después de la Segunda Guerra Mundial; un cine del Oeste que, avergonzado de ser solo un género de aventuras y rencillas territoriales, quería justificar su existencia con datos suplementarios sociológicos, políticos o ideológicos; William Wellman sería, con su mordiente The Ox-Bow incident de 1943, uno de los pioneros, centrándose también ese filme en un caso de linchamiento brutal de tres inocentes viajeros. Ochenta años después, las más bien pocas películas del Oeste que se hacen son en su mayoría superwesterns, aunque no lleguen todas a la suprema categoría estética del super.
Almodóvar no muestra ningún interés por esos flecos bonificadores o adherencias epocales; no hay tribus indias reivindicativas, ningún Quinto de Caballería tocando a lo lejos la corneta de la salvación, pero tampoco hay, en Extraña forma de vida, personajes retorcidamente homosexuales como el del abogado neurótico enamorado de Billy el Niño (Paul Newman) que interpretó Hurd Hatfield en El zurdo (1958), la primera película para la gran pantalla que hizo Arthur Penn, con libreto de Gore Vidal. No había entonces todavía, claro está, la suficiente sensibilidad queer en Hollywood, y el éxito y los premios de una historia abiertamente gay como la de Brokeback mountain estaban lejos.
Pero parece ser que Almodóvar, tras declinar el encargo de filmar la bella historia de Annie Proulx dirigida después por Ang Lee, quedó infectado por la curiosidad del western, y confieso aquí que, al anunciarse el rodaje de este cortometraje ahora estrenado, me imaginé que el autor de Átame podría optar por la parodia; no desde luego en la del Mel Brooks de Sillas de montar calientes, sino siguiendo una vía que nuestro cineasta conoce bien, la del camp, encarnada gamberramente por un clásico semiunderground, Lonesome cow-boys, realizada por Andy Warhol en 1968, y donde un grupo de hermosos vaqueros encabezados por una de las estrellas más refulgentes de la Factory warholiana, Joe D’Allesandro, se enredan en aventuras muy llenas de ribetes homosexuales, con ostensible presencia de drag queens y afeminados estrepitosos de la casa, como Francis Francine y el gran Taylor Mead. Hay en Lonesome cow-boys una escena de violación muy gustosamente aceptada por Viva, y toda la película, no de gran calidad, se salva a ratos por alguna de sus réplicas abracadabrantes, como esta de Taylor Mead: “¡Sheriff!. Ese vaquero lleva rímel, está fumando hachís y se le ha puesto dura.”
Nada de este espíritu burlón se da en Extraña forma de vida, donde destaca por su dolida contención Ethan Hawke, y los modelos expresivos apuntan más a Hawks que a los Hermanos Marx. Estamos pues en el territorio de la gravedad que últimamente explora el autor de Dolor y gloria o The human voice. Con guión del propio director, se trata de una miniatura en la que no se han ahorrado medios, pues también aquí comparece la maquinaria de El Deseo con toda su artillería: la producción de Esther García, la fotografía de Alcaine, el montaje de Teresa Font y la música (al margen del fado titular ya mencionado) de Alberto Iglesias, en uno de sus más arriesgados cometidos, pues hace una partitura muy ceñida al género fílmico, pero sin caer nunca en el pastiche de los grandes: Dimitri Tiomkin (Río Bravo, Solo ante el peligro), Victor Young (Johnny Guitar, Raíces profundas) o Max Steiner (Tambores lejanos), por citar una pequeña nómina.
A Extraña forma de vida solo le falta una cosa: tiempo. No tiempo de rodaje sino tiempo para el devenir. El paisaje del western y los topoi del género tienen cabida, y sigue brillando la potencia lírica del mejor Almodóvar, como en ese breve plano de los dedos entrelazados de la pareja tapando el cuerpo desnudo que se adivina. Lo que hay debajo, lo que no llegamos a ver del idilio de estos dos antiguos pistoleros que renunciaron a su mala vida y acabaron de sheriff y de ranchero, a la vez que acababan su relación amorosa: esa parte callada se hace de desear, por mí al menos. ¿Completará Pedro Almodóvar en un tríptico de cortos el árbol fascinante de sus extrañas frutas? ~
Letras Libres, 1 julio de 2023