Vicente Molina Foix
Como suele pasar con los narradores de argumentos potentes pero muy precisa determinación verbal, las relecturas borgianas en el cine no han sido afortunadas. Adapta dos relatos célebres suyos como Emma Zunz o El hombre de la es quina rosada por directores solventes del cine argentino como Torre Nilsson y, René Mugica, o extrapolado más tarde y libremente su Tema del traidor y del héroe por Bertolucci en La estrategia de la araña, no es posible decir que es tas películas recojan la intensidad alucinatoria y el estado, de gracia heroico de los originales. Mucho más satisfactorias son las obras escritas directamente para el cine por Borges y Bioy Casares.
Lo que sí quedará como una hazaña borgiana es su etapa de crítico cinematográfico en la revista Sur, entre 1931 y 1944. Como comentarista, Borges vio muy temprano que el cine, «con su directa presentación de destinos y su no menos directa de voluntades», podía contribuir al alivio de la moderna desorientación social. Y aún en 1967, en su época de nula frecuentación de los cinematógrafos, decía en una entrevista de The Paris Review: «En este siglo la tradición épica ha sido salvada para el mundo por ningún otro sitio más que Hollywood».
El western emocionaba mucho a Borges, que acusaba a los literatos de «haber descuidado sus deberes épicos», sólo en el siglo XX desempeñados por las cintas del Oeste. Pero, por encima de su apego a los géneros de caballistas y gánsteres, Borges vio en el cine un gesto primordialmente americano. Así, tras hablar de los errores de la cinematografía alemana y soviética, añadía en su primer trabajo de crítica: «De los franceses no hablo; su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parecer norteamericanos, riesgo que les prometo que no corren».
Sus directores favoritos eran los clásicos, y dentro de ellos, Lubitsch, y Sternberg. Pero, fiel a sí mismo, dejó de hablar bien del segundo cuando Sternberg, en la cima de su carrera, se entregó a los delirios barrocos más geniales en torno a Marlene. Cuando, en 1934, el vienés realizó en Hollywood Capricho imperial, Borges llega a calificarle de «devoto de la musa inexorable del bric-á-brac». El conceptista, el recto calvinista, buscaba en el cine la pureza de sus convenciones más elementales, en las que no cabían los alardes del cartón piedra ni el arabesco.
Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco’ sería Bolaño de no haber existido Borges, los muchos Borges. Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparecencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades’. Lo curioso es que las ‘boutades’ de Fogwill son absolutamente ‘borgianas’, siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.
Paso un par de horas deliciosísimas releyendo la obra maestra de Edgardo Cozarinsky ‘Museo del chisme’. Gossip literario de alto nivel, con la refinada gracia de este siempre original escritor (y cineasta).
Pero no me es suficiente.
Acabado ese museo descubro otro del mismo autor: una pequeña novela que amplía el campo de lo decible, uno de los fines para mí más nobles y menos frecuentes del arte, que se halla en la gran novela del mismo Cozarinsky El rufián moldavo (Seix Barral), si bien Cozarinsky no explora el fondo abismal de los deseos, sino la memoria arrancada de los judíos centroeuropeos afincados en la Argentina del medio siglo XX.