Sònia Hernández
Tate Blanche, “la gran meldadora” y la primera adúltera de la familia, tan odiada y criticada por su hermana Victoria como admirada y recordada por su sobrina nieta, protagoniza una escena conmovedora hasta la congoja en León de Lidia, la última novela de la poeta, novelista y periodista mexicana Myriam Moscona, publicada por Acantilado. Esta “loca mujer” “guadró siempre a su kreatura (…) en una buteya de kuzina, ande guadravamos al tiempo los enkurtidos, las koles, pipinos i sevoyas, ansi enkashó para siempre a la kreatura que no arribó kon vida, los sielos le ayegaron esta kastigadura”. La pérdida, “el hachazo de la pérdida”, como escribe la autora, en su multitud de significados es el tema central de un libro que se compone a base de recuerdos, pensamientos, imágenes y narraciones, todo escrito con una prosa poderosamente evocadora y con frecuencia poética. Subyace en el texto una suerte de justicia o lógica providencial que traza el hilo que acaba uniendo todos los componentes.
El canto a lo que se ha perdido en muchas ocasiones viene a cargo de una “eterna voz intrusa” que “siempre me pellizca por dentro”, “la voz que habitualmente arroja veneno adentro de mí». Porque a veces la memoria puede ser precisamente eso: veneno. Este parece ser el motivo por el cual Moscona se ha decidido a escuchar esa voz, atender a todo lo que resucita. Nunca está demasiado claro lo que está muerto y lo que está vivo cuando lo actualizamos en nuestro día a día.
Huérfana desde muy joven, la voz narradora reúne un conjunto de recuerdos que la llevan hasta Bulgaria, el país del cual eran originarios sus padres, “la tierra que perdimos para siempre”; y hasta una lengua prácticamente desaparecida: el ladino de los sefardíes. Los hallazgos de la narradora son en su mayoría revelaciones para quien la escucha. La cercanía y el carácter confesional de la narración llegan a quien lee con la misma musicalidad de la transmisión oral con que parece haberla recibido la protagonista. Samuel Beckett afirmaba que la segunda persona revela la existencia de la voz, que tiene sentido porque creamos una realidad para otro.
Hacer presente lo que ya no está supone jugar con el tiempo en un libro en que la infancia, sus descubrimientos, juegos y canciones tienen una presencia destacada. Entre las numerosas e iluminadoras referencias culturales, un verso de la poeta búlgara Ekaterina Yosifova funciona a modo de síntesis y guía: “Los días se deshacen como nubes”. Debemos acostumbrarnos a perderlo todo de la misma manera que perdemos las nubes. Tal vez, la memoria y su capacidad de recuperar lo usurpado sea el único lenitivo posible, desde la serena renuncia a la batalla por retener lo imposible, siendo capaces de seguir el consejo del poeta persa Rumi: “Sé como el árbol que suelta todo lo que ya está muerto”. Dejarlo ir para retomarlo desde una posición nueva en la que aprender a leer “el significado oculto de las cosas” y encajarlo en esa compleja construcción que somos.
Algo parecido debió de perseguir el desahuciado pintor mexicano Joaquín Clausell –otra de las citas en el libro–, que en las paredes del altillo de su casa de la Ciudad de México derramó todas su obsesiones.
Myriam Moscona ha construido –ya lo había hecho también, magistralmente, en su novela anterior, Tela de sevoya, recuperada así mismo por Acantilado– un subyugante itinerario a través de la pérdida constante y la amenaza de la pérdida definitiva. La emoción de vida que provocan sus descubrimientos se hace nuestra al reparar en que la tela del pañal y la de la mortaja es la misma y la cargamos siempre. Felizmente, sí, felizmente, Moscona se eleva para descubrirnos también cómo hacerlo: “Pienso que llevo en forma secreta un más allá portátil con las tumbas abiertas para poder arrullarme y despertar fortalecida”.