Vicente Molina Foix
El niño entró en su casa al volver del colegio y notó algo raro: sus padres se pasaban nerviosos el teléfono de bakelita negra colgado en el pasillo, el padre más excitado que la madre, y los dos alzando la voz, casi chillando en su lengua común que los hijos entendíamos pero no hablábamos casi nunca, más allá de un saludo o una frase hecha. Esa lengua común era el valenciano, y las llamadas “por conferencia”, como se decía entonces, quedaban principalmente reservadas para la familia, en nuestro caso toda ella afincada –excepto nosotros- en Valencia, la capital, y en algún otro pueblo grande del sur de la provincia, también llamada por los más nostálgicos el “Reino de Valencia”. Mi padre, que mostraba a veces un temperamento bromista, me decía, cuando se impacientaba por alguna trastada infantil, que yo, valenciano por parte de padre y madre, era el primer alicantino en llevar apellidos nord-valencianos, “con todo lo que eso significa”, que yo, con tan corta edad y tan poco mundo, no sabía naturalmente lo que significaba. Pero no me callaba ante papá: “¡licitano, yo soy ilicitano!”, ya que ese participio insólito tenía a mis oídos un glamour prehistórico.
Hoy no podemos reír fácilmente con esas inocentes chanzas territoriales. Las tierras valencianas, murcianas, alicantinas, tan hermosas y cálidas, tan fértiles, han sido gravemente heridas, y es preciso buscar de modo urgente y duradero cómo sanarlas, y cómo reanimarlas. Esta debería ser la última riada que se cuela impunemente en nuestros hogares, la última gota fría que se lleva nuestros medios de transporte como si fueran barcos de papel, hasta el naufragio final. La última vez que se nos obligue de manera macabra a usar una falsa palabra de siglas tan fea como lo es DANA. Y sobre todo debería ser esta la última vez que el agua no encuentre resistencia en la tierra firme de tantas ramblas que, al descargar en los campos y calles su anhelado líquido, lo convierte al contrario en mortífera carga.
Sin embargo hace pocos días una amiga de mi misma edad que ya no vive en Valencia me contó sus recuerdos (¿sus sueños?) de la primera gran riada del Turia, la de 1957. Ella no volvió de su colegio de monjas aquel día en el que mis padres llamaban ansiosamente a nuestros familiares. Mi amiga estaba a resguardo en el centro de la capital, viendo caer la lluvia desde su ventana, ya que su madre, muy previsora, la buscó anticipadamente en el colegio donde ella estudiaba interna, y por así decirlo la rescató de las aguas que también cayeron a mansalva, aunque con menos saña y menos víctimas mortales que en esta dolorosísima ocasión de noviembre del 2024.
Mi escena inicial de agitado costumbrismo familiar con teléfono de pared incluido tuvo una fecha precisa, la del 14 de octubre del año 1957, que yo recuerdo bien, al igual que mi amiga, y no por ser ambos prodigiosamente memoriosos. Fecha de destrucción que exigió con el tiempo eliminar el ameno cauce fluvial vivo en el centro, convirtiéndolo en un parquecillo de aires futuristas, y esculturas grandiosas, no todas desproporcionadas. La segunda pérdida la sufrimos mi amiga y yo en la intimidad o el egoísmo: no tendríamos fiesta de cumpleaños compartida cuatro días después de tal tragedia.
Y es que cuando las voces a ambos lados de la línea telefónica se fueron mitigando pude enterarme en Alicante de lo que había pasado y estaba aún pasando en Valencia agitando tan gravemente a mis padres: ese mismo día, 14 de octubre, el río Turia se había desbordado por la lluvia caída, arrasando el cauce del río, por lo general poco agresivo y hasta bonachón, tal como lo recuerdo. El resto está en los libros: ochenta y una personas perecieron, y los daños causado fueron cuantiosos. Y así tras alguna duda una comisión oficial nombrada por el gobierno de Franco tomó la decisión de desviar el curso fluvial, sacándolo fuera de la capital, que perdía el encanto de las ciudades navegables con patos y aun bañistas, pero garantizaba a cambio la salvación de los niños incautos y los paseantes
El agua ejerce un embrujo sobre nosotros que yo no equiparo con ninguna otra fuerza de la naturaleza. Pero su belleza también depende del misterio de lo que oculta y de lo que puede desencadenar fulgurantemente.
Hubo un tiempo que yo he conocido en el que se salía en procesión y se rezaba a los santos para que lloviera. El santo en cuestión o las vírgenes requeridas no siempre ejercían su mediación húmeda a gusto de todos. Hoy se piden ministros, lo cual es un avance, en mi opinión, pues ya recordó Shakespeare en un famoso monólogo femenino que “La clemencia no es cualidad forzosa. / Cae como la lluvia, desde el cielo /a lo que está debajo. Su bendición es doble: bendice al que la da y al que la obtiene. ”