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Epicúreos

Por 3 de junio de 2021 Sin comentarios

Juan Lagardera

Para llegar a Elca hay que cruzar un antiguo infierno, las fábricas de ladrillos de Oliva, hoy enmudecidas y sin humos, pero con las chimeneas todavía enhiestas. Elca es un topónimo que apunta a origen árabe y que da nombre a la partida agraria situada al suroeste de Oliva, la última localidad antes de llegar a la provincia de Alicante. Sirve para identificar también un barranco en la misma zona y unas alquerías moriscas en tierras del interior, cerca de Salem. En el promontorio más alto y bonito de aquella partida construyó la familia Brines su casa pairal, un caserón nobiliario de aires coloniales rodeado de jardines y cultivos que vigila, como una atalaya, tanto los campos de naranjos de la propiedad como el paisaje a lontananza, el valle de Pego –donde a punto estuvo de ubicarse Eurodisney antes que en París–, el morro del Segaria, el Montgó y, al fondo, el mar azulado del Mediterráneo.

Hace unas semanas estuvieron los reyes de España en la casa de los Brines, honrando al más grande de sus descendientes, el poeta, el lúcido escritor que ha hecho suya y universal la partida, confundida su propia casa en Elca, cuyo sonido resuena en toda la obra del autor. Una vez allí se puede dejar el vehículo en el parking que Brines ha dedicado a la memoria del malogrado Antonio Cabrera, otro poeta gigante. Elca, la Elca de Brines es un santuario. Podría ser el Jardín que Epicuro creó en Atenas para disfrutar de su modo de entender la vida, rodeado de amigos y sensualidad, en busca de la armonía con la naturaleza, con las riquezas que ofrece la tierra, con un dejarse llevar hasta los umbrales de la existencia. Y así fue, pocos días después de la visita real, el escritor pidió que le sedaran y se dejó marchar.

La geografía de Elca explica a Brines pero también nos explica a los valencianos. Consumidos por el autoodio, la rivalidad entre campanarios, atrincherados en miniestados de pueblo, ni moros ni cristianos, ni castellanos ni catalanes del todo, tantas veces se nos olvidan, demasiadas veces, nuestras virtudes como pueblo. En Elca vemos el mar y la luz, la fortuna de haber nacido entre las Hespérides, con un campo que ofrece el cuerno de la abundancia a pesar de las sequías, lo que satisface a la vida y la hace llevadera y hasta feliz. Aquello que preconizaba Epicuro, precisamente, aceptar el devenir, complacerse con lo necesario, conseguir lo imprescindible pero aprender a no necesitar lo superfluo, fomentar el amor y la amistad, dejarse llevar por los interrogantes de la divinidad pero evitar el fanatismo de lo religioso.

Brines, en su obra, y en su conversación, en su trato humano y cercano, se ha comportado como un sabio clásico, lúcido y gozoso, estoico, pero también metafísico, irónico, tibiamente escéptico y, como Elca, elegante y sobrio a la vez que amante de lo excepcional y artístico. La cultura vital valenciana, la epicúrea, no ha podido emplear mejor su devenir que en dar a luz a un personaje de la calidad de Francisco Brines. Uno se siente orgulloso con ese pálpito, del mismo modo que un renano debe experimentarlo cada vez que escucha la sección de cuerda al completo en una pieza de Beethoven.

Los Brines llegaron a la comarca valenciana de la Safor seguramente desde Mallorca, y fueron agricultores terratenientes que no labradores como algún confuso medio ha divulgado, mientras que los Berlanga vinieron a Valencia, al divertido hotel Londres, desde la venta de Contreras, la frontera con Cuenca. Fidel se quedó gestionando el hotel que da a la plaza del Ayuntamiento desde cuya terraza los amigos veían las mascletás y los castillos de fuegos artificiales. Un edificio en cubillo estilo paquebote de los años 30, racionalista, obra de Javier Goerlich y querido por muchos artistas cuando venían a la ciudad –Campano, Ian Wallace…– , pero que ha sido reinterpretado sin el adecuado talento.

Luis se fue a Madrid –y a París– para estudiar cine tras una juventud aventurera. A pesar de la atmósfera conservadora en la que creció, a Luis le pudo el hedonismo valenciano. Fue un espíritu abierto y socarrón. Y aunque en pleno centenario de su nacimiento, tiene su lógica que todo el cine español quiera rendirle homenaje y apropiarse de su legado, es su tierra natal la que tiene el deber moral de reivindicar la mirada satírica del cine berlanguiano más allá de una velada de los Goya. Aquí debería erigirse el museo a su desprejuiciada memoria.

Con Berlanga reaparece el espíritu epicúreo, el saber vivir dejando vivir a los demás, el que dibuja su alma y su cine de naturaleza mediterránea por más que aderezado con el picante y la mala uva de Rafael Azcona. Solo aquí, entre paellas, tendría sentido recuperar la colección de vello púbico que atesoró el cineasta, como solo en Elda se rinde culto al fetichismo por los zapatos de tacón con los que se recreaba la libido de Berlanga. Aquí se rodó su testamento, París-Tombuctú, tan maltratada por la crítica que no entendió el guiño erótico al mostrar los pechos de Concha Velasco ni el liberador autoanálisis que suponía la erección final de Michel Piccoli.

Ni Brines ni Berlanga cuentan con monolito ni busto escultórico alguno en su ciudad, los grandes epicúreos valencianos, impenitentes, ambos, comedores de arroz e hinchas del casi desaparecido Valencia club de fútbol.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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