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Derrumbe y diáspora del país de los búnkeres

 

Retrato personal de la transición albanesa, desde el régimen tiránico de Enver Hoxha a una democracia constitucional, las memorias de esta profesora de la London School of Economics son también un cuestionamiento de las certidumbres ideológicas que conforman las relaciones sociales y familiares, y de la idea de ‘libertad’ en el socialismo y el capitalismo.

“Búnker”, “pirámide”, “éxodo”. En 2002, parecía que el pasado reciente de Albania podía resumirse con esas tres palabras. Recuerdo la exposición que entonces organizó el CCCB de Barcelona, “Tiran(í)a”, muy cerca de la universidad donde estudiaba filología eslava. El pequeño país del sudeste europeo, tras décadas de aislamiento forzado y opresivo, se había convertido en una ficha más de dominó que caía ante la naturaleza irreversible de los acontecimientos que recorrían el continente, y que el antropólogo Alekséi Yurchak resumió a la perfección en el título de su ensayo de 2013: Everything was forever, until it was no more (Princeton UP).

Durante décadas, la dictadura de Enver Hoxha, una prolongación de la de Stalin, impuso la vieja doctrina autoritaria de erradicar al enemigo en todos los frentes, tanto en las filas del partido único como en cualquier vislumbre de disidencia interior. Y su rasgo autóctono era la peculiaridad de la bunkerización del país con el fin de defenderse frente al ilusorio enemigo exterior. Entre 1975 y 1990 se construyeron 200.000 estructuras defensivas que emergían de la tierra como jorobas de cemento y, aun así, fueron menos de la mitad de las proyectadas. En la exposición, al pie de las imágenes, como si se trataran de versos de un poema surrealista, podía verse una pequeña muestra de yuxtaposiciones inverosímiles: búnker entre lápidas, búnker con pastoreo de ovejas, búnker en primera línea de playa, búnker reconvertido en restaurante… En Life is War: Surviving Dictatorship in Communist Albania (Shannon Woodcock, HamnmerOn Press, 2016) leemos que en 1990 había unos 40.000 prisioneros en campos de trabajos forzados y otros 26.000 en prisiones comunes, además de cientos de miles de ciudadanos deportados y vigilados en aldeas a lo largo y ancho de Albania.

Con el nombre de “pirámide” se aludía al edificio megalómano levantado en memoria del dictador. En 1985, cuando este murió, en la principal plaza de Tirana se erigió una escultura en su honor, que el pueblo derribó el 20 de febrero de 1991. Al enterarse, su viuda, una de las figuras más influyentes del país, le dijo a una vieja camarada: “Hoy ha muerto Enver”. La pirámide sigue en pie como un recordatorio arquitectónico de la peor versión de lo humano –junto a la Casa del Pueblo en Bucarest, el Valle de los Caídos en San Lorenzo del Escorial, el Campo Zeppelín en Núremberg o la Lubianka en Moscú (véase Guaridas del lobo, de Xosé M. Núñez Seixas, Routledge, 2021)–, sobre cuya simbología ancestral reflexionó Ismail Kadaré en su novela de 1992: “[La pirámide] es, ante todo, poder. Es la represión, el encarcelamiento, el dinero, mientras se promueve el embrutecimiento de la multitud, el estrechamiento de las mentes, el agotamiento de las voluntades, el hartazgo y la pérdida. (…) Cuanto más alta sea, más insignificantes parecerán los súbditos a su sombra. Y cuanto más pequeños sean los súbditos, más alto será el lugar reservado para Su Majestad”.

Y la lógica de la pirámide se replicó luego en la estructura económica que desembocaría en la quiebra social que se inició a finales de 1996 y que derivó en caos y, a continuación, en las imágenes del éxodo en cualquier tipo de embarcación que hubiera al alcance, excepto los submarinos. Seis años después de la caída de la dictadura, el mundo se preguntaba qué había pasado. Los albaneses también. La gran mayoría no solo perdió sus ahorros, también el sueño de una transición rápida y exitosa. En la plaza Skanderberg de Tirana quedaban los vestigios de tres religiones: la vieja mezquita Et’hem Bei, la escultura ecuestre de Skanderberg (“el escudo del cristianismo”) y el pedestal vacío de la de Hoxha. En albanés, Dios y Occidente solo se diferencian en una letra, “perëndi” i “perëndim”, respectivamente. Y a Él se encomendó Albania, FMI y terapia de shock mediante.

Derrumbe y diáspora

En 2002, Lea Ypi (Tirana, 1979) se licenció en Filosofía y Letras en Roma. En la actualidad es profesora de teoría política de la London School of Economics, especializada en teoría política normativa, pensamiento político de la Ilustración (Kant), teoría marxista y nacionalismo en la historia intelectual de los Balcanes. Cuando se produjo el fin de la dictadura en su país natal tenía 11 años, y la rebelión de 1997 coincidió con su mayoría de edad, cuando se unió a la diáspora, al igual que una parte de su familia: “Era como si hubiéramos vuelto a 1990. El mismo caos, la misma sensación de incertidumbre, el mismo derrumbe del Estado, el mismo desastre económico. Con una diferencia: en 1990 teníamos esperanza. En 1997 la habíamos perdido. El futuro parecía sombrío”, se lee en su libro Free: Coming of Age at the End of History. Las dos fechas marcan ambas partes de esta memoir, que intenta transmitir la mirada de una niña, primero, y luego la de una adolescente ante el devenir de unos acontecimientos históricos que la llevaron, de un día para otro, a desechar todo cuanto los adultos le habían enseñado. Esto es: toda una visión de mundo, unos valores, una forma de relacionarse con la realidad que, por su edad, ella había aceptado como naturales, si bien en momentos dados también asistimos a su percepción crítica de los pequeños detalles, a las dudas que le van surgiendo, sobre todo ante la conducta de los mayores.

Este planteamiento deja en un inteligente fuera de campo la descripción del régimen de terror de Hoxha –una lectura complementaria perfecta es Barro más dulce que la miel: Voces de la Albania comunista (La Caja Books, 2020), de la polaca Margo Rejmer– para centrarse en el núcleo familiar, en la microhistoria: solo así, cuando se produce la quiebra definitiva del sistema y caen las máscaras, el descubrimiento de la verdad por parte de la adolescente es más impactante, pues ocurre en el ámbito más próximo, en el seno familiar. Al fin y al cabo, confiesa la autora, cuando por fin se puede hablar en casa sin tapujos, los adultos pueden rescatar sus antiguas creencias o la verdad sepultada en su interior, pero ¿de qué armas dispone una adolescente adoctrinada a su pesar?: “Mis padres declararon que nunca habían apoyado al Partido que siempre vi que elegían, que nunca habían creído en su autoridad. Se habían aprendido los eslóganes sin más y los habían recitado como todo el mundo, igual que yo cuando todas las mañanas juraba mi lealtad en la escuela. Pero entre nosotros había una diferencia. Yo creía. No conocía nada más. Ahora no me quedaba nada, salvo los pequeños y misteriosos fragmentos del pasado, como las solitarias notas de una ópera olvidada”.

Además, está la presión que una generación sufriente deposita en la siguiente: “Se me instó a sentirme agradecida, a mostrar mi gratitud por la dicha de la libertad, que había llegado demasiado tarde para que la disfrutaran mis padres, y, por tanto, se me exigía ejercerla con la mayor responsabilidad”.

La libertad a la que se refiere el título como ideal abstracto que se concreta de muy distintas maneras –ya sea adoctrinada, impuesta, teorizada, soñada, restringida, etcétera– es el tema que transita el libro de principio a fin, tanto de puertas afuera del domicilio familiar como la que la autora persigue en la adolescencia con su cuestionamiento de toda forma de autoridad. Los demás miembros de la familia, que entrarán en política con la llegada de la democracia, también son vistos bajo ese prisma: el padre acaba entendiendo que “la coacción no tiene por qué adoptar siempre una forma directa”, y la madre, “que pensaba que la gente era mala por naturaleza (…) vivió toda su vida en un Estado socialista convencida de que solo se puede luchar contra los demás, nunca junto a ellos”.

Podría dar más detalles de la familia de Ypi, de sus orígenes, pero sería restarle efectividad al as que la autora se guarda en la manga hasta la mitad del libro, cuando permite que los lectores descubran que todo lo que ha visto hasta entonces era parte de una gran representación teatral en la que cada individuo es prisionero de su “biografía”. Cualquier mancha en ella suponía la exclusión social, por lo que los que tenían una buena biografía (biografi të mirë) a ojos del Partido, apenas se mezclaban con los que la tenían mala (biografi të keq). Solo cuando se abren las luces de sala –en el capítulo 10, “El final de la historia”, que aquí presenta un doble sentido– encajarán todas las piezas del relato familiar, cuando el lenguaje cifrado que esconde la (dolorosa) verdad explica los comportamientos del padre, la madre, la abuela, los tíos y las historias de los que ya no están. Así, lo particular siempre ilumina lo general y viceversa.

Es obvio: la autora tiene una formación intelectual que le permite ir un poco más allá de unas memorias al uso, sobre todo para plantear contradicciones, algunas bien conocidas en las transiciones desde una dictadura hasta una forma de Estado constitucional multipartido: “Ejecutar a los líderes, encarcelar a los espías o castigar a los antiguos miembros del Partido habría alimentado aún más los conflictos, agudizando el deseo de venganza, derramando más sangre. Parecía más sensato borrar la responsabilidad por completo, fingir que todos habían sido inocentes todo el tiempo. Los únicos culpables que era legítimo nombrar eran los que ya habían muerto, los que ya no podían explicar nada ni se los podía absolver. Todos los demás se convirtieron en víctimas. Todos los supervivientes eran ganadores. Sin culpables, solo quedaba por culpar a las ideas. […] Esta revolución, la de terciopelo, fue una revolución de personas contra conceptos”. O la doble moral de los países que primero auparon el cambio y luego cerraron sus fronteras: “En el pasado a uno lo habrían arrestado por querer irse. Ahora que nadie nos impedía emigrar, ya no éramos bienvenidos en el otro lado. Lo único que había cambiado era el color de los uniformes de la policía. Nos arriesgamos a que nos detengan no en nombre de nuestro propio gobierno, sino en el de otros Estados, esos mismos gobiernos que antes nos exhortaban a liberarnos. Occidente llevaba décadas criticando al Este por sus fronteras cerradas, financiando campañas para exigir la libertad de circulación, condenando la inmoralidad de los Estados empeñados en restringir el derecho de salida”.

Marxismo en Londres

Este espíritu de incorrección de alguien que ha dejado atrás un país desolado por una dictadura y acaba dando clases de marxismo –como herramienta de análisis, con la mirada puesta en la teoría moral kantiana–, y además en uno de los epicentros del capitalismo, Londres, culmina con una provocación en el epílogo, cuando apunta al conformismo de las democracias liberales respecto a la libertad, y recuerda que el socialismo “es sobre todo una teoría de la libertad humana, de cómo pensar en el progreso de la historia, de cómo adaptarnos a las circunstancias, pero también de intentar elevarnos sobre ellas. (…) Una sociedad que proclama que las personas deben desarrollar su potencial, pero que no cambia las estructuras que impiden que todos prosperen también es opresiva”. Seguramente habrá quienes encuentren estas palabras un despropósito, pero es interesante que precisamente se ponga el foco en términos como “libertad” o “socialismo”, cuando la primera se ha utilizado en fecha reciente de forma torticera, y la segunda –con sus variantes– se ha convertido en un insulto político al estilo trumpista.

Sería un error, en mi opinión, pensar que la autora confronta democracia con dictadura para concluir que ambas son imperfectas en el mismo grado. No, lo que hace es situar a cada una, por separado, frente a un espejo. La democracia liberal no deja de ser un proyecto en construcción, sobre todo cuando las libertades se ejercen si uno se las puede permitir, mientras que dormirse en los laureles por la mera razón de vivir en una dictadura no es una postura inteligente. Además, le afea a la izquierda occidental su complejo de superioridad moral respecto a las antiguas repúblicas de la órbita socialista.

Es de agradecer que una investigadora que procede del ámbito académico opte por romper un círculo vicioso, ese en el que la teoría política dialoga solo con hechos consumados sin ambición de ponerse a la vanguardia. Sí, suena a activismo. Al fin y al cabo, a la luz de la lectura de este título, se constata que la vida personal es un potente motor: “Cuando ves que un sistema cambia una vez, empiezas a creer que puede volver a cambiar. La lucha contra el cinismo y la apatía política se convierte en lo que algunos llaman un deber moral; para mí es más bien una deuda que siento que tengo con toda la gente del pasado que lo sacrificó todo porque no era apática, no era cínica, no creía que las cosas se ponen en su sitio si se las deja seguir su curso. Si no hago nada, sus esfuerzos habrán sido inútiles, sus vidas habrán carecido de sentido”. Personalmente, me interesa el paralelismo que Lea Ypi expone en Global Justice and Avant-Garde Political Agency (Oxford, 2012), cuando compara la actitud de los artistas políticamente comprometidos —el ejemplo es la creación y mensaje de Guernica— con los teóricos activos políticamente: “Ambos intentan interpretar el mundo que los rodea y tratan de cambiarlo; ambos se basan tanto en hechos observados como en aportaciones creativas independientes para ofrecer una lectura crítica de los acontecimientos históricos; y ambos se ven limitados por normas particulares (en un caso, de armonía y estilo; en el otro, de razonamiento argumentativo) al desarrollar su lectura crítica del mundo”. Toda una declaración de principios contra las torres de marfil académicas. La neutralidad, después de las tragedias que han marcado el siglo XX, es una mala compañera en las ciencias sociales.

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23 de marzo de 2022
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Divinidad

Palabras como “ultraderecha” o “genocidio” y la más común entre el vulgo, “facha”, adormecen el cerebro de los bobos y zanjan todo raciocinio

Me ha parecido prodigioso que Vladímir Putin haya declarado, ante las masas reunidas por decenas de miles en un coliseo, que la guerra de Ucrania tiene como finalidad “evitar un genocidio”. Doy por cierto que no se refiere al genocidio que está llevando a cabo en Ucrania, sino a un genocidio en abstracto: usa la palabra sagrada que sobrecoge a la gente sencilla. Así que, una de dos, o bien Putin está persuadido de la ignorancia supina de su pueblo, o bien lo desprecia, o ambas. Tener por necio a tu votante da una idea del valor que se concede al voto, pero también del valor que el dirigente concede a sus propias ideas.

Así sucede también con esa cascada de autoridades que acusan a los camioneros en huelga de ser “ultraderechistas” (R. Sánchez, I. Rodríguez) o, con mayor desparpajo aún, “de ayudar a Putin” (M. J. Montero). Asombroso. Todos sabemos que los de Putin, los del “no a la guerra”, pertenecen a su Gobierno. ¿Son las ministras quienes jalean la huelga de camioneros para ayudar a Putin? No es verosímil. Una vez más se trata del uso de la palabra divina “ultraderecha” para adormecer a los beocios.

Se recordará que Valle Inclán en la extraordinaria Divinas palabras apunta justamente a eso. Al final de la obra, las hordas brutales se dirigen amenazadoras hacia el sacristán y comienzan a arrojarle piedras. El sacristán, entonces, “bizcando los ojos sobre el misal abierto”, recita en latín las divinas palabras: Qui sine peccato est vestrûm, primus in illa lapidem mittat. De inmediato la plebe se apacigua e inclina la testuz: “Las viejas almas infantiles respiran un aroma de vida eterna”, dice Valle, y cesa el acoso. Ese es el uso vicioso de palabras divinas como “ultraderecha” o “genocidio” y la más común entre el vulgo, que es “facha”. Palabras divinas que adormecen el cerebro de los bobos y zanjan todo raciocinio.

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22 de marzo de 2022

John Jennings. Unsplash

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Escribir como quien da un paseo

Hubo un tiempo en que se debatía si era más fecundo escribir enamorada o, todo lo contrario, acomodarse en los grises para evitar una prosa con exceso de brincos. Kingsley Amis apreciaba mucho el estado de resaca, pues aseguraba que dicho malestar le aportaba cierta lucidez metafísica. Y la historia, por su parte, demuestra que se ha escrito no solo en todo trance, sino también en las circunstancias más extremas. Ahí están los cuadernos de Wittgenstein rasgados en las trincheras, los versos de Verlaine desde la cárcel de Mons o las líneas que Agota Kristof anotaba mentalmente en la fábrica de relojes suiza donde trabajó. No fue la única: Jacques Rancière habla en El espectador emancipado de aquellos obreros que, al salir de la cadena de montaje, escribían poemas y se desalineaban.

Cuesta imaginar, cuando todo es incierto y volátil, a quienes se entregan al folio como manera de resistir, o desaparecer. Un acto de fuga y a la vez de búsqueda, como necesidad de encuentro y acuerdo. Ahora llegan las obras concebidas durante los dos años de pandemia, un tiempo ralentizado en el que la muerte comía y cenaba con nosotros. Pienso en el pequeño acto de rebeldía que supuso para sus autores dejar de ser ellos en ese contexto enajenado, o acaso existir a través de las vidas de otros. “Es escritor el que persiste en su propia estupidez”, le escuché decir en una ocasión a Pablo d’Ors, capaz de resumir el verdadero sentido de la escritura, alejado de la vanidad que implica publicar.

La fina artesanía practicada por quienes arman una historia fatiga las manos a una de­terminada edad, pero las ideas disparan los dedos, que olvidan los dolores del cuerpo, reencarnado en los de sus personajes. Dos ejemplos: en La Loca (Ediciones B), Cristina Fallarás presenta una voz muy distinta de Juana I de Castilla, una mujer calumniada y encerrada durante 46 años en una sola estancia del monasterio de Tordesillas; con su prosa hipnótica, una cuchilla sobre hielo, desmonta la falacia histórica que estereotipó el personaje durante siglos. Y Ana Merino ha accedido al archivo personal de Joaquín Amigo, compadre de Lorca, para dar forma a Amigo (Destino), una apasionante novela de campus que se entreteje con una investigación poética e histórica.

Narrar sigue siendo la mayoría de las veces un acto improductivo –excepto para los best sellers–, aunque no conozco a nadie que pretenda hacerse rico con un libro. Para eso están los bitcoin, las start-ups, el arte NFT o la creciente industria de la marihuana legal. “Escribir es un lujo y un despilfarro”, sentencia Juan Evaristo Valls en su Metafísica de la pereza (Ned Ediciones), un formidable ensayo que dispara las sospechas en torno al llamado “mal del ímpetu” y desarrolla su contrario: la ética de la inoperancia. “El único gesto rebelde hoy es el de no hacer nada”, escribe. Y anima a dejar de producir, de conectar alarmas, responder correos, atravesar ciudades que son selvas.

Ya basta de ser infelices, de tragar ansiolíticos, abandonando la creatividad en el amor, en la mesa, en el punto de vista. “¡Parad! O de lo contrario el triunfo más grandilocuente se cernirá sobre vosotros y os aplastará con la tremenda furia de sus promesas”, insiste el autor.

Hoy, la sociedad del rendimiento da paso a otra más perezosa, que pugna por ampliar el tiempo de ocio, además de pensarse desde el cansancio. Y que, rubrica Valls Boix, entiende –y necesita– la escritura como “una larga espera en la que nunca sucede nada, y, por ello mismo, puede cambiar algo”.

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21 de marzo de 2022
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Cuando “las palabras no mienten”

Las metáforas pueden ser verbales o visuales. Entre estas últimas quiero situar en contrapunto dos imágenes: por un lado  la doble hélice del ADN, junto a la cual  se fotografían los descubridores Crick y Watson; por otro lado  la escultura conmemorativa realizada en 2010 por Charles Jencks para la Universidad de Cambridge.  La  primera imagen no parece aspirar a otra cosa que a servir de trampolín para la intelección por parte de quienes carecen aun del concepto propio de lo que está en juego. La segunda tiene una pretensión ornamental, pero también  me atrevo a decir que artística (aunque el autor era un teórico del paisaje más que un escultor). No se trata de la misma dimensión: una cosa es una imagen como peldaño de la ciencia, otra muy diferente la imagen como obra de arte.

Si de metáfora aun  se trata, hemos pasado a un plano ortogonal al que estábamos. Pues  si el recurso utilitario a la metáfora se da en arte y en ciencia, cabe decir que para el arte el verdadero trato con la metáfora no es  algo que tenga que ver con el uso. Las metáforas entonces no tienen  ya (o no tienen exclusivamente) valor de uso, porque al menos en ciertas modalidades de arte, la metáfora es causa final, sólo se sirve a sí misma.

Marcel Proust comparaba el trabajo del arte a la inmersión en un pozo artesiano en el que la ascensión es proporcional a la profundidad  Tratándose de metáforas en poesía, cabe añadir  que lo emergente de las profundidades  es sólo  una forma redimida de lo que ha hecho inmersión: mientras en el arranque la palabra parece estar al servicio de la representación, en el retorno (como en Góngora o Paul Éluard) la metáfora en nada externo se detiene y-cabe decir-  sólo persigue  a la metáfora. ¿Es la Tierra  azul como una naranja? Así ha de ser si las palabras no mienten  (La terre est bleue comme une orange/Jamais une erreur les mots ne mentent pas).

La metáfora nada tendría que ver con aspectos del arte desvinculados de lo epistémico, claman los que ven la utilidad del arte.  Sostienen además (como Veit y Ney en el artículo del que me he ocupado arriba)  que la mayoría  de las metáforas en literatura y otras disciplinas artísticas  serían potentes representaciones de la realidad Como simple contra-ejemplo pediría  que se  me indicara si cabe reducir a valor epistémico o a representación de la realidad,  los siguientes versos cargados de metáfora:

“La piedra es una espalda para llevar al tiempo/ con árboles de lágrimas y cintas y planetas”.

No discuto la legitimidad de preguntarse  qué quiere decir Lorca en estas líneas, de qué verdad el poeta se siente portavoz. Estoy diciendo simplemente que esa verdad no consiste en adecuación a una realidad extrínseca, y que  lo esencial en tal decir no es de orden epistémico,  que lo conmovedor del asunto reside simplemente en otro decir, esencial a la razón humana y a lo que  Kant, en estos asuntos ineludible, intentó aproximarse. La metáfora no  es aquí ese “instrumento” al que a veces ha querido ser reducida. Y desde luego no cumple la exigencia de subordinarse a un relato ajeno a la propia metáfora.

Porque la piedra tiene simientes y nublados/ esqueletos de alondras  y lobos de penumbra”.

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18 de marzo de 2022
Hijos del pintor en el salón japonés. Mariano Fortuny, 1874.
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¿Arte o engañifa?

La sensación de engañifa al pasear por un museo de arte contemporáneo es ineludible para los pocos mortales que seguimos sin captar el sentido de algunas obras que nos ofrecen como arte. Año 2022: a veces, sólo a veces, una no sabe si está en un museo o en un parque temático. En este sentido, podría decirse que el museo Tate Modern de Londres es insufrible. Hice una única visita en 2017, salí tan escaldada que, ahora que me encuentro pasando unas semanas en Londres, sería el último museo en mi lista de quehaceres turísticos.

Hemos perdido el nexo de adhesión subliminal entre la obra de arte y quien la contempla. Si la obra es comprensible a primera vista, ¿significa que ya no es arte? A pesar de todos sus intentos, el dogma del escándalo ya no impresiona. Sacos de patatas dispuestos alrededor de una sala vacía, nudos marineros hechos con cabellos de cien mujeres distintas, montículos de arena, calaveras con joyas o animales encerrados en habitaciones oscuras hasta morir de hambre son ejemplos de lo que algunos llaman arte contemporáneo. Me refiero a este tipo de arte, aunque quizás lo propio sería llamarlo arte contemporáneo en la era del sensacionalismo repulsivo de las redes sociales.

Tendemos a romper lo que funciona de mala manera. Ya no se producen obras de carácter mundano, lo bello y lo sublime se ha evaporado. Mando y dinero se presentan como sucedáneos místicos. La distorsión es tan absurda que no veo más que jeroglíficos incomprensibles bajo la excusa del dichoso arte contemporáneo. La razón de ser del productor de este arte es la del artista maldito, sufridor e incomprendido, con toda una sociedad en su contra que bien lo subvenciona y aplaude con fervor. Ese es el artista que triunfa en nuestra época y la rebeldía superficial es el producto con el que comercia.

La belleza del arte debe ser un misterio en sí misma. Jamás habrá otro Goya. ¿Volveré a tener un Gauguin tan cerca como aquel Nafé Faaipoipo sin dimensión? Ni manchistas ni manchadores, los macchiaioli. ¿Volverán? ¿Tendremos otro urinario de Duchamp? ¿Campos de color de Clyfford Still? ¿Pollock y sus chorretones? El arte deriva hacia un nihilismo terrible. Hace falta sensibilidad, mucha sensibilidad, la propia, la que surge del espíritu de cada uno, la que no está deformada por la ideología imperante, la publicidad a mansalva y las instituciones de adoctrinamiento. Tiempos difíciles, la insignificancia se alza al estatus de milagro. La trampa es muy fácil: cuando criticamos lo sincrónico es como si, al mismo tiempo, se hiciera un juicio malvado e injusto hacia lo transgresor. No es así. Nunca debería ser así.

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16 de marzo de 2022
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Admirable

La tan gastada palabra “solidaridad”, que ya ha perdido todo significado, se reanima y fortalece gracias a los gestos de gente que actúa libremente para aliviar el dolor ajeno, sin que ninguna organización o ente del gobierno los anime a ello.

El espanto que provoca una guerra tan sucia como la de Putin contribuye a percatarse de los privilegios que gozamos sin apenas merecerlos. Con la excepción de algunos grupos excluidos que realmente viven en la pobreza, casi todos emigrantes de sociedades crueles e insoportables, la mayoría de la población española quizás tiene problemas para, como se dice, “llegar a fin de mes”, pero en unas condiciones en absoluto dramáticas. En las democracias capitalistas lo cierto es que se vive con razonable comodidad, a pesar del odio que suscitan en gente mal resuelta.

Me tiene admirado el proceso de absorción o asimilación de los dos millones y medio de ucranios que han huido de Putin. Por una parte, es cierto que ponen en evidencia cómo segregamos a unos emigrantes de otros, pero, por otra parte, es la prueba de acero de la capacidad de nuestra sociedad para ayudar a quienes se encuentran en riesgo de muerte. No son sólo las familias que reciben en sus casas a una nube de desconocidos, son también algunos grupos de trabajadores (en Madrid han sido los taxistas) que organizan por su cuenta caravanas capaces de cruzar miles de kilómetros para llevar alimentos, mantas y medicamentos hasta la frontera polaca, y traerse de regreso a niños y mujeres en una procesión antagónica a la de los satánicos tanques rusos.

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15 de marzo de 2022
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El único animal que necesita justificar sus actos

El ser humano es el único animal que necesita justificar sus actos, incluso cuando los que quieren imponer la ficción de su única verdad recurren a las armas para someter a los que están dispuestos a compartir otras verdades en paz. Siempre he creído que todas las vidas importan, en cualquier lugar del mundo, pero también que somos arbitrariamente selectivos a la hora de elegir qué muertes nos afligen. La guerra de los Balcanes primero y ahora la sangrienta invasión de Ucrania nos recuerdan que la historia de los europeos no ha dejado de beber de la sangre del crimen y la guerra, del mito de la violencia fundadora de identidades y de las formas simbólicas que todas las culturas han inventado para expiar el espanto del horror y sobrevivir como especie. Y mucho me temo que para Occidente y Rusia el chivo expiatorio es el pueblo de Ucrania.

Desconfío de la pureza de los políticos ucranianos, de los ciegos estrategas de Washington incapaces de abandonar su dinámica de la Guerra Fría y de sus procónsules bizantinos de Bruselas, aunque el problema del relato que culpa a Occidente de haber provocado en Ucrania al humillado león dormido es que estaba resentido pero no dormido y que Putin aceptaría una Ucrania neutral sólo en espera del momento propicio para colocar en Kiiv un gobierno vicario. Sus pasos se oían de Libia (maldita pifia de la OTAN en territorio afín a Moscú) a la Siria del déspota Bashar-el Asad, de Armenia y Grozny a Donetsk, de las mazmorras del FSB en Rusia al títere de Minsk. Soy de los que creen que, por muchos errores que se hayan cometido, el único responsable es la camarilla de sátrapas que gobierna Rusia, un país que nunca ha sido democrático, y que la idea de una casa común europea no fue más que el espejismo del vencido en los años 90, un delirio pasajero sin futuro. Y he recordado la dialéctica del deseo de reconocimiento del otro que planteó Hegel.

La sonámbula Europa había olvidado que es periferia, una provincia en la frontera de dos imperios heridos en declive, con un tercero al alza amenazante y con mil demonios devorando su propio jardín. Demonios interiores, no externos, ni euroasiáticos ni árabes. «Nichts ist wahr, Alles ist erbaut». «Nada es verdad, todo está construido», decía Nietzsche. En un diálogo imposible le podría haber corregido Voltaire: “Croyez-moi, mon ami, l’erreur aussi a son mérite”, que también aconsejaba “Il fait cultiver notre jardin”, esa frase tan mal interpretada por aquellos intelectuales, que la esgrimen como un mandato para justificar su retiro narcisista, cuando lo que Cándido dice a Pangloss es que aun sabiendo el error que somos, porque la rectitud no existe (¿acaso no está el eje sobre el que gira la Tierra torcido?), hemos de seguir levantando diques éticos, libres, igualitarios y justos, restaurando con la acción el significado de las palabras nobles que ahora mancillan tantos tartufos palabreros aspirantes a autócratas.

La memoria de los pueblos y sus gobernantes es corta y los encargados de decir lo que no se quiere oír han sido relegados a adornar las fotos de los premios institucionales y las llorosas páginas de sus necrológicas. Su lugar lo ocupan escritores vacuos, celebridades de la nada, cantantes beyoncés, periodistas a sueldo, funcionarios de la política o los sacerdotes de las tecnociencias, una rama de la astrología moderna, experta en brujulear predicciones.

El pensador alemán Sigfried Kracauer se desesperaba en los años 30 pensando qué podían hacer los intelectuales para oponerse al auge de los autoritarismos. Su crítica se centró en cinco grupos. La pregunta es si su lista sigue vigente hoy:

1.- Los intelectuales de guardia al servicio de quien les da de comer.
2.- Aquellos que son conscientes de la gravedad de la situación, pero cuyo escepticismo les lleva a creer que no podrán salir de ella y cloroformizan su conciencia crítica.
3. - Un tercer grupo son los que se debaten entre una necesidad de creer en el futuro y una nostalgia nerviosa, aislados en un gregarismo sectario.
4.- El cuarto grupo sería el de aquellos que, vanidosos, se enorgullecen de su permanente negatividad crítica y su soledad estéril.
5.- Y, por último, el objetivo central de sus puyas: los intelectuales que promovían una revolución conservadora.

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14 de marzo de 2022
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Rótulo

Buscaba un documento, aquella pintoresca antología que firmó Leopoldo María Panero, en 1979, sobre poetas españoles no españoles, cuando apareció un folio, sin duda traspapelado, en el que yo proponía a la editorial Tusquets diversos títulos para una de mis obras. No recordaba la propuesta y, menos aún, la mayoría de los títulos. Así las cosas, de repente, hubo uno, que me dejó clavado en la silla, me entusiasmó, era más que genial, contenía la suficiente carga de imprecisión, de ambigüedad, para convencerme de que era material urgente y obligatoriamente recuperable. Lo desvelo ya, no mantengo el misterio por más tiempo; el título era, nada más y nada menos: HIENA Y OTROS.

Ahora aquí, con el título en la mano, me enfrento a una dificultosa tarea: acompañarlo con un texto. He vuelto a la adolescencia, casi a la niñez, a los albores de mi vida literaria, cuando con las frases, con los nombres, sin duda brillantes, que constantemente se me ocurrían, con ese exiguo bagaje, garabateaba rápido un poema; pero aquella facilidad terminó, el automatismo para redactar, para crear de la nada, quedó atrás, de hecho la existencia misma de ese folio, con títulos fruto de la duda, da la pista de que con la madurez, y no digamos con la senectud, se tiende a la seriedad, a la consistencia, a la rutina constructiva, y que después, en todo caso, sin ningún interés y prisa, se inicia la incómoda búsqueda del título mediante un proceso peliagudo, insano, casi doloroso.

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14 de marzo de 2022
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Una izquierda jurásica

 

Así como desde lejos es imposible apreciar los relieves de un paisaje, hay que adentrarse en los meandros de la izquierda latinoamericana para darse cuenta de que está lejos de representar un todo homogéneo. La variedad es extensa. Una izquierda que tomó en algún momento las armas y creyó en la revolución; una izquierda que nunca se desapegó del credo de la tercera internacional; la izquierda populista, que llegó al poder para quedarse; la izquierda nostálgica, la izquierda académica. La nueva izquierda.

Pero lo que un examen cercano mejor nos deja ver es la división entre izquierda autoritaria e izquierda democrática. Entre la que considera anatema todo lo que se oponga a la hegemonía de un solo partido o de un solo líder; y la que busca rescatarse a sí misma afirmando su fidelidad a la democracia sin apellidos que permite elegir libremente a los gobernantes, y se adhiere al respeto a las libertades públicas y a los derechos humanos. Ni democracia proletaria ni democracia burguesa. La democracia.

“Izquierda cobarde” llama Nicolás Maduro a esta izquierda que se atreve a desembarazarse de los ropajes del pasado que huelen a naftalina. Y la invasión de las tropas rusas a Ucrania ha servido para dejar patente esta diferencia fundamental, que desde las concepciones ideológicas del poder se extiende a los alineamientos geopolíticos.

La falla geológica que se abre en el paisaje entre izquierda autoritaria e izquierda democrática, la vemos mejor al comparar las declaraciones del caudillo boliviano Evo Morales con las del nuevo presidente de Chile Gabriel Boric.

 "Rusia ha optado por la guerra para resolver conflictos. Desde Chile condenamos la invasión a Ucrania, la violación de su soberanía y el uso ilegítimo de la fuerza. Nuestra solidaridad estará con las víctimas y nuestros humildes esfuerzos con la paz", escribe Boric en un tuit. En otro tuit, Morales escribe: “hacemos un llamado a una movilización internacional para frenar el expansionismo intervencionista de la OTAN y EE.UU. La humanidad clama por pacificación, la conflagración no es la solución. La hegemonía armamentista e imperialista pone en riesgo la paz mundial”.

El lenguaje de Evo Morales es una herencia de la guerra fría, cuando la izquierda latinoamericana creía su deber militante no apartarse del evangelio del Kremlin.  Es así que cuando en agosto de 1968 las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoeslovaquia para aplastar “la primavera de Praga”, Fidel Castro, que entonces representaba a toda la feligresía revolucionaria, respaldó la intervención apelando a los intereses supremos del socialismo mundial.

Sólo había un imperialismo, el de los Estados Unidos; la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia defendían la Paz Mundial. Evo Morales, medio siglo después, no se aparta de ese guion.

Por una suerte de artilugio ideológico, Putin encarna a ese mundo soviético de los manuales leninistas anterior a Gorbachov, aquel mismo de ancianos miembros del politburó, que protegidos con gruesos gabanes y sombreros de fieltro revistaban los desfiles militares desde arriba del mausoleo de Lenin, desfile que cerraban los cohetes cargados con ojivas nucleares, las mismas con las que Putin amenaza hoy al mundo sino le dejan consumar su conquista de Ucrania.

Putin, cuyo apoyo político se teje en una red de organizaciones ultranacionalistas y antisemitas, padrino de una mafia de oligarcas multimillonarios que se apropiaron de los despojos de la era soviética, y decidido a reconstituir la vieja Rusia de los zares, es para los nostálgicos de la vieja izquierda uno de los suyos, y por eso mismo justifican la invasión de Ucrania, o apartan la vista y se diluyen en declaraciones que no dicen nada.

Lula de Silva, sin señalar quién invadió a quién, ofreció un consejo conciliador tanto a Putin como a Zelenski: “gobernantes, bajen las armas, siéntense en la mesa de negociaciones y encuentren la salida del problema que los llevó a la guerra'”. Y nada más. Muy cerca, quién lo diría, de Bolsonaro, que en vísperas de la invasión voló a Moscú para tomarse la foto de ocasión con Putin y que al regresar a Brasil declaró: “no tomaremos partido, seguiremos siendo neutrales”.

Boric, al contrario, recuerda con sus palabras que, si la izquierda tiene algún fundamento, es el humanismo, y que las guerras de agresión son un crimen. Quien no puede quitarse las telarañas ideológicas de los ojos para ver los bombardeos sobre la población civil, los ataques aéreos contra hospitales y edificios de apartamentos, el éxodo de millones de seres humanos obligados a buscar refugio en los países vecinos huyendo de la destrucción y la muerte, demuestra su fidelidad a la izquierda jurásica, o se ha quedado perdido en los vericuetos del cinismo y la dualidad.

Nada más sublime, agreguemos, que estas opiniones de un científico social argentino de izquierda, publicadas en un diario de Buenos Aires: “las apariencias no siempre revelan la esencia de las cosas, y lo que a primera vista parece ser una cosa -una invasión- mirada desde otra perspectiva y teniendo en cuenta los datos del contexto puede ser algo completamente distinto”.

Igual que la famosa frase atribuida a un presidente mexicano de tiempos del PRI, pero que en realidad es de Mario Moreno, Cantinflas: “ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario”.

 

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14 de marzo de 2022
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Evgueni Vodolazkin, un viaje mítico a los orígenes del alma rusa

 

Surgida como respuesta al cinismo post-soviético, la polémica 'Laurus' es a un tiempo relato de amor, 'bildungsroman' y tratado de filosofía medieval sobre el tiempo

Al este de la cuenca del Dniéper se puede trazar una línea que une los motivos y dilemas presentes en la cultura medieval, que allí duró casi siete siglos, con su literatura contemporánea, pasando por Leskov y Dostoievski. Este largo periodo, que arranca con la conversión de Kiev al cristianismo ortodoxo y va hasta la modernización emprendida por el zar Pedro el Grande, dejó un gran poso en el imaginario colectivo, cuyo aroma a incienso ni siquiera perdió después del rodillo soviético. Porque la Edad Media (eso que en Occidente entendemos por un periodo intermedio entre la cultura de la Antigua Roma y el Renacimiento), para Rusia marcó el inicio.

De ahí que la exploración del misterio del alma, la tensión entre la razón y la fe, entre la eternidad y lo efímero, o el significado del sufrimiento sobrevenido, tengan un papel tan destacado en sus letras, pero no solo: la filmografía de Tarkovski, por ejemplo, arranca con Andréi Rubliov, el relato de un iconista medieval. Evgueni Vodolazkin (Kiev, 1964), filólogo, experto en textos medievales y autor del superventas y laureado -nunca mejor dicho- Laurus (2013), afirma que lo principal para él no es la historia en sí, sino "la historia del alma", lo mismo que afirmó Svetlana Aleksiévich en su discurso de aceptación del Nobel. Vodolazkin, de hecho, subtituló esta obra que reseñamos como "novela ahistórica".

EL PODER DE LA PALABRA

Dividida en cuatro partes -Libros del conocimiento, de la renuncia, del camino y de la tranquilidad-, Laurus cuenta la evolución vital de Arsénij en la Rus del siglo XV azotada por la peste, "años en que había más casas que personas". La omnipresente muerte lo convierte a corta edad en huérfano y pasa al cuidado de Xristofor, el abuelo, un curandero de los tiempos en que la frontera entre chamanismo y medicina "era relativa" y, más que creer en pócimas, se creía en el poder sagrado de la palabra: "la voz rusa vrach, 'médico', viene de vráti 'hablar, conjurar'".

Muerto Xristofor, Arsénij, que tiene el don de predecir si un enfermo va a sobrevivir o no, toma su relevo. Una refugiada de la epidemia, Ustina, llama a su puerta un día y surge el amor, tan intenso como fugaz. Ella no sobrevivirá al parto del hijo de ambos, y el dolor y la culpa empujan a Arsénij a un viaje de redención, que lo llevará por Europa hasta Jerusalén, y luego de vuelta al punto de origen. Se trata, pues, del periplo de transformación del protagonista -de sanador a "loco por Cristo" (yuródivi), peregrino, monje y, finalmente, ermitaño- que se reflejará en sus sucesivos cambios de nombre, hasta llegar al Laurus del título, en su búsqueda del sentido de unidad de la experiencia humana. Novela de amor, bildungsroman, hagiografía y tratado de filosofía medieval sobre el tiempo, Laurus surgió como respuesta al cinismo postsoviético.

Pero ¿por qué ahistórica? O, mejor dicho, ¿cómo consigue Vodolazkin transmitir la textura de eternidad, o la sensación del protagonista de estar "separado del tiempo"? Mediante el lenguaje, de una manera que recuerda la idea subyacente en La historia de tu vida de Ted Chiang (titulada La llegada en la versión cinematográfica de Denis Villeneuve), en que el peculiar idioma de los heptópodos alienígenas altera la manera en que se percibe el tiempo.

EL FUTURO DESDE EL PASADO

Vodolazkin mezcla orgánicamente el eslavo litúrgico y de la época -volcado aquí con el castellano de La Celestina- con jerga soviética y ruso moderno en la descripción de un universo en el que el presente aparece preñado de visiones proféticas y augurios -al pasar por Oswiecim, lo que será un día Auschwitz, vaticinan el horror futuro, "la tragedia se siente ya ahora"-, y así, por ejemplo, al derretirse la nieve en abril, emergen anacrónicamente botellas de plástico, o la ciudad natal de Arsénij se llama por su nombre moderno, Belozersk, y no por el de entonces, Beloózero.

Este virtuosismo queda perfectamente trabado con el encofrado de su construcción, cuyo diseño culmina al final. La estructura de la vida no es circular, viene a decirnos, sino en espiral, como la del ADN: "la experimentación de algo nuevo, pero no desde cero. Con el recuerdo de lo vivido antes".

Laurus, tercer título traducido al español de este autor después de El aviador y Brisbane (Rubiños 2018 y 2021), es un pequeño milagro literario que, además, nos recuerda que vivimos limitados en la linealidad de las cronologías de las redes sociales y las fotografías que se suceden, al hacer scroll, como un sucedáneo de eternidad.

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9 de marzo de 2022
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El Boomeran(g)
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