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La historia como delirio

En Delirio Americano, Carlos Granes cuenta, de manera lúcida y exhaustiva, la larga aventura de invención y reinvención de América Latina, tal como he escrito en Política & Prosa. Y, entre tantas cosas, llegamos a saber que los filósofos han estado casi ausentes a la hora de dilucidar las propuestas de nuevos modelos políticos y sociales. Son los escritores quienes han cumplido ese papel, convertidos en ideólogos.

Los escritores fueron capaces de contemplar una realidad por transformar, y se atrevían a buscarle una filosofía, como en el caso de José Enrique Rodó, con Ariel, o de Domingo Faustino Sarmiento con Facundo. Sarmiento, que además de novelista, fue político, y militar, y llegó a ser presidente de Argentina.

Pero, desde entonces, va a producirse una dicotomía entre el escritor que busca, y la realidad que no se transforma de acuerdo a sus sueños y visiones. El ideal va a convertirse entonces en utopía, y la realidad de atraso y miseria se volverá entonces un cebo literario, y al mismo tiempo ideológico. Más tarde, las utopías se convertirán en distopias. Los sueños de la razón, que engendran monstruos.

 Hay un momento en que el libertador que se sube al caballo para librar las luchas de independencia, contiene también al intelectual hijo de la ilustración, y así mismo al escritor, basta recordar las cartas de Bolívar, verdaderas piezas literarias; o los diarios de viaje de Francisco de Miranda. Todos tienen una visión ecuménica, como creadores de naciones, y son hijos de Rousseau y de Voltaire. Su pasión es crear un Nuevo Mundo.

El fundamento ideológico de Rodó, capital en la formación del pensamiento latinoamericano, como Granes viene a mostrarlo, es la lucha planteada entre Ariel y Calibán. Pero Calibán también es Facundo, el salvaje al que civilización debe domeñar para que haya naciones verdaderas. Esa formidable contradicción creada en el siglo diecinueve, entre proyecto de nación utópica y realidad espuria, viene a ser parte del mito americano. Y del delirio.

Orden institucional contra dictadura cerril. La perfección de los sueños históricos y la terca realidad heredada. Mundo rural y modernidad frustrada. Choque de razas y mestizaje. Orden y anarquía. Centralismo versus federalismo. Civilización contra barbarie. Es a los escritores a quienes toca dilucidar estas contradicciones, y plantear, incluso, propuestas de cambio o reforma, como la que contiene la novela Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, donde sigue campeando el espíritu de Ariel contra los apetitos oscuros de Calibán.

Es la novela que llega a expresar una filosofía, un deber hacer, que propone una norma. Gallegos no duró mucho en el poder para poner en acción sus propuestas civilizadoras, derrocado por los militares nueve meses después de haber sido electo presidente de Venezuela.

El mestizo empieza, entonces, a luchar contra sí mismo. Luchamos a partir de Facundo contra el salvaje que todos llevamos dentro. Queremos elevarnos a las alturas espirituales de Ariel. Y, mientras buscamos con delirio nuestra identidad americana, intentamos dilucidar los modelos políticos.

Los atributos de guerrero, intelectual, escritor, que al principio se presentan juntos, como en Bolívar o Miranda, o como en Sarmiento, se separan con el tiempo, y los intelectuales, desarmados, entran en contradicción con los caudillos, que nunca dejan las armas y las vuelven su razón de ser, y de poder.

Alguien que es sólo poeta, y pensador, como José Martí, carece de credenciales suficientes y tiene que legitimarse, subiéndose al caballo, frente a las armas y quienes las empuñaban como caudillos militares. Y le va la vida en ello. Al revés, someter el poder militar al poder político ha sido uno de los grandes delirios de nuestra historia, y la frustración más relevante.

Es precisamente con el modernismo, que representa la modernidad a finales del siglo diecinueve, cuando se da la separación de papeles entre escritores de oficio y políticos de oficio. Salvo Martí. Escritores, que son a la vez pensadores y tienen sus propias visiones americanas, contrarias al creciente dominio de los Estados Unidos. El antimperialismo pasará ahora a encarnar la lucha entre Ariel, el espíritu de la América indohispana, y Calibán, con sus legiones avasalladoras de “búfalos de dientes de plata”.

Uno de los grandes aciertos del libro de Granes es fijar el papel de las vanguardias dentro del contexto político latinoamericano. Al llegar el siglo veinte, América está todavía por hacer, y por interpretar, y las vanguardias ensayan a darle un sentido al futuro que aún no ha sido dilucidado.

Y, a la vez que revolucionan las letras y las artes, los vanguardistas terminan alineándose en los dos grandes polos que vendrán a surgir en el siglo veinte, fascismo y comunismo, hasta llegar a las propuestas totalitarias que se consolidan en vísperas de la segunda guerra mundial, y que arrastran a unos del lado de Stalin, y a otros del lado de Hitler, Mussolini y Franco.

Las propuestas atrevidas de renovación artística, y la insolencia de las protestas contra el statu quo, vendrán a acomodarse a los moldes políticos ortodoxos. Son parte del gran delirio de la utopía que se despeña hacia la entropía en el siglo veintiuno. Revoluciones que han terminado en involuciones, escenografías triunfales en harapos, sueños de redención pervertidos por dictaduras y populismos de pesadilla.

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18 de julio de 2022
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¡Qué suerte que te despidieron, Lino Solís de Ovando!

Este es el prólogo que escribí para el exquisito, doloroso libro "Reportero sin cabeza", del periodista chileno Lino Solís de Ovando (Editorial Cinco Ases, 2022):

Sin la crisis del periodismo, sin el tsunami de la pandemia, sin los malos modos de empresarios sin escrúpulos y sus babosas serviles sin alma, no existiría este libro. Tampoco existiría sin la bronca, la frustración, el sentir que al despedirte te humillaron, al tener que comerse las lágrimas y aceptar una indemnización indigna.
Cuando Lino Solís de Ovando me llamó, a poco andar el encierro de la pandemia, me sonaba su nombre. Lo googlié. Es uno de los mejores periodistas y editores de negocios y finanzas de Chile. Un periodista por el que en la buena época se pelearían todos los medios escritos.
Todavía sentí el leve temblor en su voz cuando me contó cómo los habían echado a él y a todo su equipo de la otrora poderosa revista AméricaEconomía. Quería estudiar en el Diplomado en Escritura Narrativa de No Ficción, que yo dirijo. Quería escribir su historia. Después me pidió que yo fuera su tutor.
Trabajamos en el segundo semestre de 2020, mientras el coronavirus avanzaba por el mundo, crecía la desocupación, los parques santiaguinos se llenaban de carpas de los sin techo y las ollas comunes alimentaban a los trabajadores sin trabajo. Fue un enorme privilegio tener a este gran editor como alumno, discutir regularmente con él cómo entrevistar y tratar a los “personajes”, de qué manera usar la primera persona combinada con las voces de los otros, que fueron sus reporteros en la época de oro de la revista.
La historia que quería contar Lino, la que a ustedes les pegará y los acaricia, la que les divertirá e indignará en las páginas que siguen, es un relato de estos tiempos. Pero él la logró contar desde tres ángulos.
Por un lado, quería contar lo que le pasó, reflexionar al recordar su propio vía crucis. Por otro, quería poner este drama en contexto: como el avezado analista económicos que es, quería explicar por qué, cómo y cuándo se hunde el negocio de la prensa de calidad y en especial las revistas como AméricaEconomía, que en sus buenos tiempos fue bautizada como “el The Economist latinoamericano”.
Ese es el contexto, lo que cientos de periodistas en Chile y miles en el mundo están viviendo, y que afecta la calidad, veracidad y rigor de las noticias, sin las cuales no nos enteramos de qué pasa en el mundo.
Esto es lo que pasa: una revista deja de recibir los ingentes ingresos de cuando se compraban revistas y cuando las grandes y pequeñas empresas llenaban páginas con sus avisos publicitarios, y se reduce y manda a la mitad de la redacción a la calle.
O se convierte en un repetidor de boletines y manda a dos tercios de su plantilla a la calle.
O cierra y les pega a todos una patada en el culo.
Esta es una forma de entender el mundo de las empresas, de los medios y de la degradación laboral en estos tiempos.
En las charlas de nuestra tutoría, vimos juntos que para contar esta historia debía introducir un tercer elemento. Lino tenía muchas historias con sus antiguos compañeros de trabajo, los que fueron despedidos junto con él, y con los pocos que se quedaron a juntar los restos del estropicio. Los llamó, los entrevistó, le abrieron su mundo y sus miedos y esperanzas.
El camino de este libro es un sabio sumergirse en los recuerdos dolorosos del escritor, su orgullo que no lo deja quejarse y lo hace tratarse a sí mismo con ironía, con madura sorna, y también es un camino generoso hacia las historias de los demás.
Lo que resultó de sus entrevistas con los otros perdedores dignos de esta historia es un relato coral que supera en mucho el memorial de agravios. La puerta de entrada al mundo de estos periodistas despedidos es un prodigio de sensibilidad, porque Lino se sumerge en las historias y personajes que pueblan el imaginario de sus compañeros.
Uno encuentra paz en las sórdidas películas gore de terror, crímenes, sangre y vísceras; otro se refugia en la delicadeza de la cultura oriental; uno más se arrulla con la historia de lucha y exilio de sus padres revolucionarios. Lino mismo escribe cuentos donde personajes ficticios disparan contra los malos, mientras él mismo debe sortear la humillación de pedir la misericordia de una compensación justa a un empresario angurriento.
Por estas páginas desfilan novelas como Intimidad de Hanif Kureishi, personajes de películas, como el apesadumbrado experto en despedir empleados ajenos que interpreta George Clooney en Up in the Air, series como la fantasiosa Los caballeros del zodíaco, y hasta creaciones propias, como el personaje atildado y apuesto de Dandy McBull, el maravilloso invento de un reportero que necesita admirarse al espejo.
La mirada de periodista inquisitivo y narrador empático se unen para crear escenas inolvidables. Quedará para siempre en mi memoria el desalmado cuarto donde los empleados son despachados sin piedad por abogados autómatas, a los que muchos de los despedidos veían por primera vez.
Los jefes, aquellos que les exigían trabajar días y noches y fines de semana de horas extra sin retribución, nunca aparecieron para dar la cara.
Los escritores de raza tienen esta posibilidad de venganza poética: se alzan, lo cuentan, desnudan sus propios miedos y bajezas y revelan la miseria moral de los patanes.
No, no es venganza poética. Diría que es venganza narrativa: la capacidad que muestra Lino de transformar una derrota en triunfo contando magistralmente lo que le pasó, lo que sintió, pero también las causas y consecuencias de una tragedia colectiva. Y al hacerlo relato, darle un sentido y una función. La posibilidad de poner a cada uno en su lugar. La entereza de llamar a las cosas por su nombre y de revelar las debilidades propias y reconocer la humanidad de los otros, los hermanos en desgracia.
Reportero sin cabeza tiene cabeza, corazón, estómago y las criadillas bien puestas de un narrador exigente que no se contenta con contar su propio drama. En la historia de los otros encuentra un espejo en el que todos debemos mirarnos y contemplar la plaga de maltrato laboral que vino antes del Covid-19, un espejo en el que pueden reconocerse incluso muchas de las causas del estallido social.
Este libro puede leerse como una ilustración de lo que filósofos de hoy, como el esloveno Slavoj Žižek y el coreano-alemán Byung-Chul Han, analizan como la degradación del mundo laboral en el capitalismo tardío.
También como una inmersión en lo que el estudioso argentino de las nuevas literaturas del yo Julián Gorodischer llama “narrativas de lo íntimo” o lo que Jorge Carrión, experto catalán, distingue en los actuales relatos híbridos que combinan el ensayo con el periodismo literario: la combinación del analizar y el contar.
O como un ejemplo de la nueva crónica latinoamericana, comparable a los relatos de viaje para entender el mal de Martín Caparrós, Joseph Zárate, Marcela Turati o Rodrigo Fluxá.
Es todo esto y más. Entre una llamada telefónica del jefe que desencadena el drama y otra llamada, que cierra el relato, sé que los que se sumerjan en esta novela de hechos reales no podrá dejar de pasar las páginas y reconocerse en imágenes, gestos, escenas, reacciones. Fue para mí un gusto y un privilegio poder acompañar al autor, que ya era un periodista admirable, en este encuentro con su voz narrativa.
No puedo dejar de pensar, con culposo deleite: “qué suerte que te despidieron, Lino Solís de Ovando, así bajaste a los infiernos a regalarnos esta joya”.

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14 de julio de 2022
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Revisión (I): espejo en el animal

Y tras el paréntesis que supuso la última columna, retorno a los temas que venía aquí tratando, empezando por una doble revisión.

En el museo de Bellas artes de Sevilla hay dos cuadros  del  maestro flamenco Jan Brueghel, el joven, que comparten el título de “El paraíso terrenal”.  A la izquierda del mayor de ellos destacan las figuras de Adán y Eva en el momento crucial de la tentación; a la derecha y, como en una historia narrativa, hacia el límite del cuadro, los dos humanos huyen de un ángel que desde lo alto les amenaza con un látigo de fuego.  El segundo cuadro parece referirse a ese momento que precede al tiempo: animales de múltiples especies,  en una suerte de onírica  indiferencia, ocupan por entero el escenario, y sólo en el fondo dos figuras casi imperceptibles representan a nuestros Adán y Eva. Se diría, pues, que antes de la caída el hombre era efectivamente un animal entre otros, incluso un animal carente de relevancia…Y en efecto, a la hora  de afirmar  la singularidad radical  del ser  humano, las disciplinas contemporáneas invitan a la prudencia, mostrando  el alto grado de homología genética entre nuestra especie y otras vecinas, o cuestionando la rigidez de la distinción entre la facultad de lenguaje  y las facultades de otras especies para sus  propios códigos de señales. Al menos hasta nuestros días,  la convicción de la singularidad vertical de la  especie humana en relación a las demás especies animadas, más que resultado de un posicionamiento filosófico era algo tan compartido como inmediato. Los humanos nos distinguiríamos por la capacidad de efectuar razonamientos (logismoi) como expresión de nuestra facultad  de decir (legein), luego decidir, escoger entre diferentes alternativas; nos distinguiríamos en suma por nuestra  singular  inteligencia, emisora de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos, que Kant remitía a diferentes modalidades de la razón. A fortiori esta jerarquía se extendía en relación  a los vegetales,  seres vivos pero considerados carentes de anima, y aun con mayor razón a las cosas no vivas. Ello no es óbice para que la cultura  contemporánea sea particularmente sensible a la importancia de esta continuidad entre animales humanos y animales de otras especies, que evocaba en referencia al cuadro de Brueghel  el joven.

En varias ocasiones he mencionado  ya aquí a Gary L. Francione, autor de múltiples textos sobre el comportamiento respecto a los animales, entre ellos un libro que lleva el impactante sub-título de Your Child or the Dog (Temple University Filadelfia 2000). No es ocioso señalar que  Francione es jurista de formación, lo que da a sus tesis relevancia cuando desde el arranque del siglo se ha pasado de las disquisiciones teóricas relativas a derechos de los animales (e incluso, en boca de algunos, derechos humanos de los animales)  a exigencias de concreción legislativa. Francione participó en la gestación del llamado Proyecto Gran Simio y escribió largamente sobre el asunto. Francione compara a los que ni siquiera aceptarían a integrar a los simios en la comunidad moral con los racistas del siglo XIX, que se apoyaban en la frenología para declarar que la capacidad intelectiva de algunos humanos era inferior. Y estima que cuando se es, por así decirlo tan miserable, de poco sirve la evidencia de que los “chimpancés demuestren su aptitud para utilizar el lenguaje humano.

Tesis a favor de la cual se argumentaba  hace ya decenios,  cuando algún primate fue conducido a forjar, en el lenguaje de signos, elementales frases que un niño adquiere con total soltura, en razón de que la capacidad de hablar forma parte de su intrínseca naturaleza.

Este asunto de la posible atribución a otros animales de capacidades simbólicas hasta ahora consideradas exclusivas del ser humano, es como mínimo, objeto de polémica científico-filosófica. Y cuando la premisa está en tela de razonable juicio, es prudente no extraer corolarios como si se tratara de una evidencia incuestionable, más aún en el delicado terreno de la moral y la extensión de derechos. El propio Francione parece tener sus dudas, puesto que en varios momentos de su escrito acepta que  de hecho el lenguaje propiamente dicho es exclusivo del animal humano y que “ciertas distinciones entre la inteligencia humana y la de los animales que no utilizan el lenguaje son evidentes”. La cuestión es, sin embargo, medir el peso de estas distinciones. Y aquí podríamos entrar en una razonable controversia, evitando lanzar anatema sobre  el contrario.

El imperativo de no instrumentalizar al ser dotado de razón  (es decir, de pensamiento abstracto y lenguaje simbólico) que constituía el soporte de la ética kantiana, se formula ahora como imperativo de no instrumentalizar al ser meramente susceptible de sufrir. La potencialidad que tendríamos los humanos de identificarnos a tal padecer, la compasión, es la condición de posibilidad de que tal ética se instaure, mas sólo su traducción en legislación cotidiana garantizaría su efectiva realización. Y aquí una elemental pregunta: ¿no es esta actitud de puro y kantiano desinterés por el bien de otras especies  una prueba de la radical y absoluta (no mediatizada siquiera por la conveniencia de gozar de una naturaleza sana y equilibrada) singularidad de nuestra especie?

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14 de julio de 2022
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Una nuca

En un reportaje televisivo reciente, sobre la vida y obra del torero Ortega Cano, destaca una secuencia en la que Ana María Aldón abre la puerta de un edificio y, al dar la espalda a la cámara, permite que contemplemos alborozados su nuca limpiamente rasurada luciendo esplendorosa como digno remate de una impecable columna. Aldón dispone de un rostro incisivo, perplejo, interrogativo, no incorrecto, pero en exceso asociado a la algarabía diaria de un mercado de hortalizas y legumbres. En cambio su espalda, su nuca desde luego, forman parte principal del catálogo de dorsos de esculturas atléticas violentamente adolescentes, esculturas, claro está, pertenecientes al sexo masculino. Se plantea pues una nueva dicotomía, el haz y el envés, el anverso y el reverso, la cara y la cruz de un cuerpo, lo que se debe y lo que no se debe mostrar. Ahora no hablamos de ángulo favorecedor, ahora hablamos de demediar, de mutilar lo que no conviene, de triunfar gracias a la promoción de una certera elección; hay clínicas privadas que a eso se dedican; anulan, ensombrecen, dejan en negro la mitad anodina, la hurtan a la impúdica voracidad de la deplorable y vocinglera turba.

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11 de julio de 2022
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Manotes: de lo espiritual en el Arte. Fernando Esteban Salvá (Palma 1953-2022)

El pasado viernes concluyó en Palma el itinerario vital de Fernando Esteban Salvá, Manotes. Un artista entregado a la más intensa, profunda y radical exigencia creadora. Un pintor comprometido con las brillantes intuiciones de su juventud, fiel a sus imperiosas corazonadas y leal a la estética que guio su prolífica trayectoria.

Fernando Esteban falleció el viernes 8 de julio pero llevaba décadas jugándose la vida con cada lienzo, con cada dibujo, con todas y cada una de sus obras, sin perder de vista su lúcida conciencia sobre los deberes del arte: dar forma visible a lo inminente, captar el momento crucial de un fulgor invisible, dejarse llevar por la fascinada percepción de lo latente; siempre dispuesto a crear de la nada la conmovedora certeza de un presentimiento. Tal fue la integridad de su impecable vocación.

Fernando Esteban fue un jovencísimo discípulo de Joan Miró, frecuentó desde su infancia el taller del pintor catalán y adquirió junto a su maestría la técnica y la ciencia del arte. Con los pintores Ellis Jacobson y Jim Bird compartió amistad, veladas y conversaciones ajenas a la frivolidad decorativa que suele tentar a los artistas.

A mediados de los años setenta del pasado siglo, después de inaugurar su primera exposición en la Galería 4 Gats, de Ferrán Cano, apenas con veinte años, autor ya de un lenguaje y un estilo inconfundible, Fernando Esteban emprendió el viaje que le llevaría a lo largo de medio mundo hasta el más firme y veraz centro de sí mismo. Abandonó la complaciente comodidad de la isla y con lo puesto, a pie o en autobús, llegó hasta San Petersburgo para montarse en el tren transiberiano que a través de las heladas tundras de Siberia lo llevaría hasta Vladivostok y de allí, a Japón.

Un artista que vive al borde del abismo -haciendo familiar y temible el riesgo de la locura, del fracaso o de la rendición- sabe que no hay otro modo de acceder a los verdaderos designios del arte. La vida bohemia, es decir, heroica, que Fernando Esteban llevó en Japón, sobreviviendo con los escasos recursos de una economía ambulante, vendiendo en la calle sus dibujos, bregando jovialmente con las reglas de la yakuza, le ayudó a entender la magnitud del desafío asumido por el artista. Cuando acabó el gran mural que el ayuntamiento de Osaka le encargó realizar en uno de los edificios públicos de la ciudad, Fernando Esteban dio por acabada su estancia en el país. Había tenido tiempo de convertirse en un diestro practicante de aikido y en un buen conocedor de la filosofía oriental.

El itinerario artístico de Manotes se solapaba con un aprendizaje vital insaciable, absorbente y abierto a las impacientes inquietudes del ser humano. A lo largo de su audaz tránsito de artista cosmopolita, aguerrido y avezado, Manotes expuso en Tokio, Hong Kong y Tailandia, en El Cairo y en Nairobi. Y en tantos otros sitios. Con su formidable personalidad supo entablar relaciones y complicidades con los galeristas que en Asia y África admiraron su elegancia conceptual y el estilo de su lenguaje abstracto.

No por regresar del Oriente lejano se apaciguó el instinto nómada de un artista que nunca dejó de vivir en el filo de la itinerancia vital, estética y espiritual. Fernando Esteban se estableció en diferentes rincones del Pirineo Catalán -en donde mantuvo relaciones con el artista estadounidense Kenneth Noland-, en los montes de Huesca -en donde levantó con sus propias manos la cabaña de adobe y madera que tantas veces le sirvió de refugio y retiro-, en las colinas de Barcelona y, finalmente, en su casal de Mancor de la Vall. Nos sorprendía, a sus amigos íntimos, comprobar la energía de un hombre que nunca se daba por cansado.

Manotes trabajó en Palma con el galerista Bernardo Rabassa y con su buen genio mantuvo afables relaciones con la comunidad artística mallorquina. Sin dejar de ser fiel a sí mismo y poniéndose a salvo de las modas que tergiversan la inspiración original del artista, prescindió de los caprichos del mercado y de la arbitrariedad de las tendencias. Manotes supo cuidar una relación con el arte tan honesta, frágil, sublime e ingobernable, que nunca se subordinó a ningún interés, conveniencia o pretensión. No le importó rechazar las ofertas que ponían en jaque su libertad.

Lo espiritual en el arte -según Vasili Kandinsky- ha tenido ilustres artífices y destacados herederos. Junto a ellos, Manotes ha sabido prolongar la rectitud de la creación estética. Como uno de esos artistas que dan forma a las intuiciones puras del espíritu, expanden la noción que el mundo tiene de sí mismo, traspasan el límite de los sentidos, ensanchan el campo de la experiencia humana y nos llevan a descubrir emociones insólitas.

Los inolvidables rasgos de la personalidad de Manotes y los dones de su carácter -un deslumbrante sentido del humor brotaba junto a su inconcebible generosidad-, encajaron prodigiosamente con el budismo que cultivó. Su actitud encarnaba además esa entrañable antropología del filósofo judío Martin Buber: “el hombre es un ser disponible”.

El largo y solitario viaje de Manotes a las tierras lejanas fue la metáfora de una búsqueda interior. Su viaje al lado oculto del silencio, una osada introspección. Su viaje al invisible, el símbolo de su combate con la imaginación.

El legado de Fernando Esteban, Manotes, permanecerá como un ejemplo para los artistas que emprendan su propio viaje, sigan sus huellas y asuman el reto creativo de la inmensidad.

 

Publicado en el Diario de Mallorca el 10 de julio de 2022

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10 de julio de 2022
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Óleo y fe

Joven mártir ahogada en el Tíber durante el reinado de Diocleciano es un óleo de una belleza inasumible. Lo vi por primera vez en el Louvre el pasado mes de abril. Curiosamente, estuve a punto de pasar de largo hasta que la aureola que flota sobre el rostro de la joven, matemáticamente perfecta, captó mi mirada. La escena es triste, mórbida y lúgubre, deja el corazón del revés. Una mujer joven flota boca arriba, sus manos atadas sugieren que fue prisionera. Está arropada por una luz blanca, divina y sobrenatural, que se funde incluso sobre la rugosidad de las aguas que la envuelven. Durante el reinado de Diocleciano se dio la Gran Persecución, tanto el Estado como los ciudadanos y autoridades del Imperio Romano acosaron y asesinaron sistemáticamente a los cristianos para vigorizar el culto imperial politeísta. A pesar de que algunos apostataron para salvar sus vidas, el sufrimiento de sus mártires hizo que la teología cristiana y la estructura eclesiástica cobraran más fuerza que nunca. Esta joven mártir, de la que sigo embelesada, murió a causa de su fe.

Su fondo, tan negro y explícito, da paso a un atardecer en tonos verdosos y anaranjados. A lo lejos, dos hombres observan el cadáver de la joven. Parecen llorar, un espectáculo privado. El contraste entre claros y oscuros ataja la horribilidad de la escena. Qué peligro: una observa esta maravilla de Delaroche y piensa que la muerte es tierna y melodiosa, que la muerte y sus distintas formas son pulidas, finas. Y, sin embargo, la perfección de su aureola silencia el horror. La duda es el dolor espiritual más famoso. Con frecuencia, la vida humana entra en contacto con el miedo y la tragedia. Siempre se puede volver a nacer. La aureola es el signo inequívoco de fe. Esta es la gran belleza.

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9 de julio de 2022
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Salones, Diógenes, fanatismo, autopistas

"Tenemos que vivir, a pesar de la caída de tantos cielos", decía D.H.L. Yo diría: a pesar de la caída de tantos infiernos sobre nuestras cabezas. Su fuego reduce a la nada los cerebros, aunque muchos ni lo notan. No tienen cerebro desde hace tiempo.

 

"La belleza es un modo de ser de la verdad", decía Heidegger. Y se podría añadir: "La verdad es un modo de ser de la belleza."

 

"Los salones mienten, las tumbas son sinceras" decía Heine, olvidando que también las tumbas mienten, a veces clamorosamente. Desde antiguo se sabe; grandes sepulcros para grandes infames.

 

De no ser Alejandro, quisiera ser Diógenes", decía Alejandro Magno. Lo que equivale a pensar: de no ser rey, me gustaría ser un filósofo mendigo y cínico. La lógica de la contradicción es siempre la más esclarecedora, ¿o no?.

 

"Dime lo que crees ser y te diré lo que no eres", decía Jean Le Rond. Cierto, y para eso basta con dejar al otro que despliegue el relato de su vida. A través de lo que el otro cree ser, adivinamos sus carencias, sus realidad, su falsedad, su miseria.

"No hay más que un paso del fanatismo a la barbarie", decía Diderot. Yo creo que no, que ni siquiera hay un paso y que están tan pegados como las dos partes de un lenguado.

Si los periódicos son los ferrocarriles de la mentira, como creía Aurevilly, las redes sociales serían sus autopistas.

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9 de julio de 2022
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Algunos hombres justos

Navegamos entre contradicciones y los absolutos son trampas de la razón. Lo sabe bien el refranero, en el que tanto encuentras uno para afirmar una cosa como para rebatirla. Hay un proverbio que dice que los árboles no dejan ver el bosque, referido a esos momentos en que la obsesión por los detalles oculta el conjunto. Aun así, no es menos cierto que cuando se pone la lupa en algo (en una vida concreta, por ejemplo) se nos revela todo un bosque, las claves de su época y de lo que vino incluso después. Y no tiene que ser la de alguien célebre, pues la política atraviesa todos los cuerpos, como observamos en Regreso a Reims, tanto en el ensayo de Didier Eribon (Libros del Zorzal) como en su libre adaptación cinematográfica, que es una disección de la clase obrera a partir de la vida­ de los padres. Me reafirmé en esta impresión cuando acepté un encargo editorial para novelar las biografías de dos mujeres de épocas distintas, una rusa y otra francesa. Sofia Kova­lévskaya fue la primera mujer matemá­tica en obtener, en la segunda mitad del siglo XIX, una cátedra universitaria. Al indagar en los pormenores de su vida, y no en abstracto, reviví los sacrificios descomunales que debía afrontar entonces una joven para acceder a los estudios superiores, como casarse por conveniencia con algún joven progresista que le permitiera viajar a alguna de las poquí­simas universidades en el extranjero donde se aceptaran estudiantes u oyentes femeninas. Sí, por suerte había (y hay) hombres feministas, como el que luego, en Estocolmo, le ofreció la cátedra a Kova­lévskaya.

La otra, Olympe de Gouges, me trasladó a la Francia de la Revolución. Lo que más me sorprendió de este verso libre que defendió los derechos de los hijos bastardos, los esclavos y las mujeres fue darme cuenta de que cuando me hablaron del hito que supuso la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano me ocultaron que el título aludía de manera literal al hombre, y que la mujer seguía siendo entonces una ciudadana de segunda que un siglo después aún aparecía definida, en el gran diccionario de Pierre Larousse, como “hembra del hombre, ser humano organizado para concebir y traer hijos al mundo”. Las definiciones han cambiado, pero la concepción de la mujer como un artefacto reproductivo sigue presente, en no pocas mentes y en ciertas leyes. Persiste la idea de que el fin último de la mujer debe ser el de madre abnegada y cuidadora. Por eso De Gouges hizo su propia versión de la Declaración para incluir explícitamente a las mujeres, con el apóstrofe: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Quien te lo pregunta es una mujer”.

¿Aspiran los hombres a ser justos? Hace poco acompañé a Ivan Jablonka en el Instituto Francés de Barcelona, en la presentación de su último libro traducido al catalán y al español. Este autor parisino hace precisamente eso: leer la historia a partir de vidas concretas. Lo hizo con sus abuelos exterminados en Auschwitz y después con el feminicidio en Laëtitia o el fin de los hombres (Anagrama), en el que reconstruyó la biografía de una joven de dieciocho años violada y asesinada en la Francia de la pasada década. Estos últimos días volví a Jablonka, en concreto a su ensayo Hombres justos, y lo hice tanto por la guerra en Ucrania como por la decisión del Supremo estadounidense. ¿Es posible que se vea hoy a las mujeres como se hacía en los diccionarios del siglo XIX? Hay una masculinidad nociva, esa que une con una línea sutil a los líderes autoritarios, hombres fuertes defensores de valores tradicionales, con la persistencia de la guerra y el militarismo, y la discriminación sistemática de las mujeres y las minorías sexuales. Más de dos siglos después, a la vista de las inequidades y la violencia, aún cabe preguntarse si los hombres son capaces de ser justos, como reflexiona Jablonka en alusión a De Gouges. La desprotección del aborto en Estados Unidos amparándose en que la Constitución –escrita en su momento por hombres blancos, como han señalado los jueces contrarios al fallo– no lo especifica como un derecho es una prueba de la ignorancia de la historia de dominación masculina que cuestiona cualquier avance. “Porque conquistaron la libertad y la igualdad, las mujeres encarnan la norma de una sociedad democrática: corresponde a los hombres adaptarse a ese Estado de derecho y de hecho”, dice el historiador francés.

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7 de julio de 2022
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La huida

Es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las primeras cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor, mientras que las segundas narran cosas internas o subconscientes

En una ocasión, un grupo de abogados estaba reunido con unos colegas franceses y al término de la negociación, para celebrar lo que habían acordado, el jefe español le dio una palmadita al jefe francés y le dijo: “Bueno, como ya somos amigos, te propongo que nos hables de tú”. El francés puso una cara rara, carraspeó y comenzó con fuerte acento: “Bueno, yo nací en Cahors, mi padre era médico militar…”. Se detuvo al ver la cara de estupefacción de los españoles.

En español los pronombres son traicioneros y los escritores tratan de huir de ellos como del vampiro. Leyendo el último libro de Trapiello, una colección de artículos titulada Extraño país este (La Veleta), me topé con uno que trataba de modo indirecto el asunto. Al parecer, algunos lectores le afeaban a Trapiello el uso constante de “uno”: “Porque uno no lee un libro si no está seguro de que vale la pena”. O bien, “iba uno por Recoletos…”. Se justificaba el escritor diciendo que “uno” es la mínima expresión del “yo” y le permite huir a la tiranía de ese pronombre. Pero entonces añadía que de la ingente literatura autobiográfica de los últimos tiempos él distingue entre los del “yo” y los del “ego”. No voy a resumir los argumentos de Trapiello, pero los voy a usar a mi manera, o sea, los voy a traicionar, ya me perdonará el gran leonés.

A mi modo de ver es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las del yo son históricas y cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor. Como decía el francés de antes: “Yo nací en Vilna, capital de Lituania”. El ego, en cambio, no narra cosas externas y comprobables, sino internas o subconscientes. Por seguir con el ejemplo: “Era el último año de la guerra y mi madre me parió en un almacén infame, con un palmo de agua en la que flotaban ratas panza arriba y donde amontonaban soldados muertos antes de llevarlos al cementerio”. Esta escena no pudo haberla visto. Era un recién nacido y tardaría un año en ser capaz de distinguir cosas, colores, formas. Así que esa espantosa visión era un fogonazo que le enviaba el subconsciente, quizás a partir del relato de su madre. Literatura del ego.

Literatura del “yo” querían serlo aquellos viajes de Cela, a la Alcarria y por Galicia, en los que no aparecía ni “yo”, ni “uno” sino “el viajero” o “el vagabundo”, pero en presente: “El viajero coge los tres reales de la mesa”, o bien “el vagabundo se bebe un cuartillo de vino”. Son modos de huir al maldito pronombre y de disimular bajo la tercera persona lo que todos sabemos que es el yo del autor. Pero no estoy muy seguro porque no tengo los libros a mano para constatarlo. En cambio, son mucho más frecuentes los viajes del “ego”, sobre todo en la literatura anglosajona, cuyo modelo, El viaje sentimental de Laurence Sterne, es desde el principio hasta el final un ego-trip genial. Muchos cumplen decentemente con un yo, muy pocos con el ego. No corras riesgos innecesarios.

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5 de julio de 2022
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Digresión: un encuentro en Ronda

Desde hace pronto dos decenios se celebra anualmente  en la ciudad de Ronda un seminario que lleva el título de “Encuentro Música- Filosofía”.  El tema elegido para este año es “Emoción y música contemporánea” y constituye un homenaje a la compositora finlandesa, Kaija Saariaho. Por gentileza del Teatro Real habrá una proyección filmada de “Only the Sound Remains”, opera en dos actos, estrenada en Amsterdam en  2016 con  libreto extraído de Ezra Pound  y del orientalista americano de origen español  Ernest Fenollosa.

Con motivo de la representación de la ópera en el Palais Garnier de Paris en 2018, tuve ocasión de referirme a la misma en este foro. Con dirección escénica de Peter Sellars,  la dirección musical corría a cuenta de Martínez Izquierdo, que estará presente en Ronda y participará en un coloquio con la compositora.

A través de una  doble alegoría,  la obra nos invita a una meditación sobre ese “inmenso edificio del recuerdo” que Marcel Proust cimentaba en un sabor o un aroma, pero también en la frase o gesto musicales, que Kaija Saarahio reivindica  tras  su enigmático título.

El título “Emoción y música contemporánea,” del seminario  de este año en Ronda es  casi voluntariamente provocativo. Si ciencia y emoción parecen casi de entrada conceptos contradictorios, más chocante es que se diga lo mismo en relación a la música contemporánea. Casi es popular la tesis de que una gran parte de la producción musical de nuestro tiempo excluiría esa “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática, definición por la RAE del término “emoción”.

Hace unas semanas evocaba aquí  un foro académico  en el tras presentarse  una composición pictórica maquinal como obra de arte,  un artista presente se alzó indignado, denunciando una suerte de superchería. Quizás sin saberlo, estaba motivado por una disposición kantiana,  estaba barruntando que la máquina había aplicado criterios propios de la razón cognoscitiva  (temática propia de la primera crítica kantiana),  apuntando a algo que concierne al sentimiento  de  lo bello o lo repulsivo (asunto que concierne a la  tercera de las críticas). Y decía al respecto que es como si un pianista creyera que su dominio técnico del instrumento (asunto a tratar  también en el marco de la primera crítica, pues hasta ahí se trata meramente de conocimiento) es lo que hace de él un artista. Pues bien:

Algo análogo se llega a decir de la música llamada contemporánea (paradoja puesto que se incluyen a veces obras como  Wozzeck –terminada de componer hace exactamente  un siglo-  El Gantxo de Mestres Quadreny- escrita hace casi 50 años). Se tiende a decir que se trata de música de laboratorio es decir, música macada por un formalismo que tiende a la objetividad y que poco tendría que ver  con la percepción (susceptible efectivamente  de una “conmoción somática”) de lo Bello y sublime, o de su contrapunto lo repugnante.

La emoción es subjetiva o inter-subjetiva, no tiene su criterio en la objetividad. En la pausa, la tarea  del general que hace balance  no es percibir la desolación del campo de batalla sino contar el número de caídos del que depende el éxito o el fracaso en la inmediata reanudación del combate. Hay literalmente un objetivo y en la prosecución del mismo la emoción (sin duda subyacente) es variable neutra.

Ciñéndose a nuestro tema: la emoción o su ausencia no dependen de los rasgos formales de la música ni de los parámetros que permiten categorizarla. Sea contemporánea o no, en la música hay una dimensión objetivable, que depende de una techne en el estricto sentido de nuestro uso de la palabra técnica. Y me atrevo a avanzar  una hipótesis:

Precisamente porque la iteración de la música llamada clásica ha facilitado esa objetivación que supone el ser archivada en la memoria, es muy posible que el estupor inherente a la percepción de la obra de arte, sea sustituido por el mero reconocimiento de algo perfectamente objetivo, de tal manera que en lugar de conmoción lo que se experimenta es la entrañable sensación placentera  que produce el sentirse en el hogar. Nada desde luego que tenga que ver con conmoción alguna.

Y un último apunte: tal reconocimiento de lo objetivo tiene muy poco que ver con esa otra memoria de lo no falsable  y no verificable, indisociable de la palabra que lo envuelve y hasta mero pretexto para el despliegue de la misma, memoria  que alimenta la obra de Marcel Proust y de la cual he creído encontrar ecos precisamente  en “Only The Sound Remains”.

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4 de julio de 2022
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El Boomeran(g)
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