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Octogenario

Tener ochenta años tiene muchas ventajas, por eso todo el mundo está deseando cumplirlos, pero también tiene algunos inconvenientes. A las habituales llamadas de las compañías telefónicas, eléctricas e inmobiliarias, se suma ahora la oferta de dos nuevos productos.

El primero es el denominado Botón de la Vida, un dispositivo que uno se cuelga del cuello y que ante cualquier percance sólo tiene que pulsar. El modelo básico, barato de compra y barato de cuota mensual, sirve para avisar, por ejemplo, que te has roto la cabeza del fémur y estás tirado en el suelo de la cocina; ellos vienen, revientan la puerta del piso y en una ambulancia te llevan al hospital (puerta y ambulancia son gastos aparte). El modelo intermedio, bastante más oneroso, permite que tus salvadores acudan con mayor celeridad, abran la puerta sin arrancarla de cuajo y no exijan que, para desplazarse, debas hallarte en situación de infarto, ictus o fatal accidente doméstico, que si se te dispara la tensión arterial o te has quedado temporalmente ciego, también pueden echarte una mano. Finalmente, el modelo prémium, francamente caro, añade a todos los servicios antes citados, la posibilidad de que venga un profesional a hacerte compañía, bien una amable psicóloga, bien una espectacular E.S.G., Enfermera Sexual Gerontológica, o su equivalente masculino, ambos de nacionalidad brasileña.

El segundo producto es el clásico seguro de decesos, con tal cantidad de ofertas que no me ha quedado más remedio que desarrollar una estrategia para cerrar la conversación telefónica sin ofender al trabajador que llama. Informo, a mi interlocutor, que llevo tres días muerto y que quisiera saber, en este caso, si también así podría concertar dicho seguro. Ha habido de todo. La mayoría me ha pedido que por favor repitiera lo que había dicho y tras la repetición han colgado, sin insultarme, todo hay que decirlo. Algunos me han recriminado, educadamente, que me burlara de cosas tan serias. Y, lo más profesional, una disciplinada muchacha porteña que, después de unos segundos de silencio, me ha respondido con un lapidario “deberé consultar a dirección”, luego ha seguido otro silencio, algo más largo, para terminar con un socorrido “le llamaremos”. Espero que no tarden, ya conocen cuál es mi estado.

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27 de mayo de 2022
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Tedio y jolgorio

Oscar Tusquets reedita su testamento 30 años después. Desde entonces, se ha afirmado la posición de los ‘tusquetianos’ y ha desaparecido la llamada “escuela de Barcelona”

Cuando hace 30 años comenzó Oscar Tusquets a decir (o quizás a aullar) que estaba hasta la coronilla del arte de vanguardia y que ya no soportaba más progresismo soporífero, las monjas de la corrección (las de entonces) se horrorizaron y salieron huyendo con las sayas arremangadas con ambas manos como si hubieran visto a un fauno en actitud exigente. En Barcelona dominaba entonces, y aún ahora, una arquitectura mona, simple, rebosante de buenas intenciones, mezquina y de venta fácil, la llamada “escuela de Barcelona”. Era la continuación nunca interrumpida del paralelepípedo de cristal sostenido por pilotis innecesarios y otros inventos de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pero, claro, para que la caja de cristal y acero tenga grandeza la ha de concebir Mies van der Rohe, y los pilotis son cosa de Le Corbusier, pero no de los discípulos terminales de Gropius casi todos nacidos en el medio rural y muy paisajistas de calendario.

Uno se pregunta por qué provocó semejante indignación una pura expresión de gusto, como decir que a uno le parece más elegante la peineta que la barretina, sobre todo cuando algunos del clan posmoderno, como Michael Graves, habían alcanzado considerable reconocimiento entre las vírgenes sensatas. La inquina contra Oscar seguramente se debía a que no le podían perdonar las dos gigantescas columnas dóricas que abrían, en su casa, sobre un huertecillo florentino. Eso y que hubiese montado la mejor cocina profesional de la ciudad para uso y disfrute personal.

Resumiendo, es un asunto que requiere estudios de antropología aplicada: a Oscar la burguesía barcelonesa de ultraizquierda (la misma de hoy) no le perdonaba que gozara, que se divirtiera con un asunto tan serio como la arquitectura catalana, que eligiera el escándalo en una sociedad levítica que todo lo arreglaba en silencio y pagando. Ha de tenerse en cuenta que la grandeza, esa virtud antigua, tan helénica como medieval, está muy mal vista en la sociedad monjil y burguesa de Barcelona cuyos hitos actuales en materia política son Iceta, Montilla e Illa, claros varones de las marcas.

Pues bien, 30 años más tarde vuelve a editar Tusquets (en Tusquets) su testamento con el título Sin figuración, poca diversión, que ya lo dice todo. Ha pasado el tiempo. Se ha afirmado la posición de los tusquetianos, de los punkis, de los brutalistas, de los deconstructivos, de cualquiera con un poco de ambición y ha desaparecido la escuela de Barcelona. También han desaparecido algunos artículos fenomenales de ediciones anteriores como el de la arquitectura del tacón de aguja, quizás para evitar amostazar a las actuales vestales. El libro entero, prefiera uno las cajas de cristal o las columnas de acanto, sigue siendo inteligente, impertinente, divertido, insostenible e instructivo.

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25 de mayo de 2022
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Este es ‘El mejor periodismo chileno’ de 2021

El 22 de marzo de 2022, Matías Vallarino, de 21 años, murió tras ser amarrado, pateado en la cabeza, golpeado con palos y hierros y asfixiado por una turba de vecinos que lo confundieron con un ladrón. El joven había entrado al antejardín de una vecina de La Florida huyendo de asaltantes que lo atracaron en un parque. Entre los atacantes había un trabajador de seguridad ciudadana de la comuna de Providencia.
¿De dónde venía tamaña crueldad, esa furia asesina? Cuando escuché en la radio sobre ese linchamiento, me pareció insoportable, pero a la vez comprensible. Yo había leído El justiciero imaginario, texto que ganó el Premio Periodismo de Excelencia en la categoría de Reportaje en el año 2017. En ese texto, Rodrigo Fluxá y Arturo Galarce diseccionan el caso de Pablo Oporto, un comerciante que se paseaba por radios y canales de televisión alardeando de que se había visto “obligado” a matar a una docena de delincuentes, algunos de ellos menores de edad, que intentaron asaltar sus negocios. Ante el discurso de la falta de seguridad en los barrios, Oporto se convirtió en un héroe. Incluso un canal lo puso a cuestionar las propuestas en seguridad de la entonces candidata presidencial Beatriz Sánchez.
Hace un lustro, este texto de la revista Sábado de El Mercurio ponía el dedo en la llaga: Oporto era un mentiroso, no había matado a nadie. Pero gran parte de la sociedad, como se leía en las muestras de apoyo en las redes sociales y en su éxito mediático, veía con buenos ojos su mentiroso derrotero letal. El mitómano fue desenmascarado. Pero detrás y debajo de lo obvio, la admiración por el que mata como conducta aceptable ante la ola de robos mostraba una enfermedad social que desde entonces no hizo sino crecer en las calles chilenas.
Esto hace el periodismo en profundidad, que mira más allá de la anécdota (un farsante dice que mató a 12 y todo era mentira) para hacernos pensar en qué nos mostraba la historia de Oporto de un país con un pasado reciente de violencia y asesinatos ilegales por parte de aparatos del Estado.
Desde hace 19 años que el Premio Periodismo de Excelencia de la Universidad Alberto Hurtado elige a grandes periodistas, editores, profesores y pensadores de la comunicación para que seleccionen, como prejurados y jurados finalistas, a aquellos trabajos periodísticos que logran ir más allá: los que descubren las causas, las consecuencias, las tendencias, lo que está pasando y lo que muestra el germen de lo que vendrá.
Este libro es un ejemplo cabal de ello: los textos contenidos aquí, ganadores y finalistas de las categorías Investigación, Reportaje, Crónica y Entrevista en periodismo escrito, sacan a la luz lo oculto y aplican la linterna y la lupa para que veamos con claridad lo que se nos quiere ocultar o lo que no podíamos o queríamos ver.
El 2021 fue un año de agitada agenda noticiosa y electoral. Inició su trabajo la Convención Constitucional, se renovó el Congreso y el joven Frente Amplio llegó a La Moneda de la mano del presidente Gabriel Boric. Antes, el gobierno de Sebastián Piñera debió sortear nuevas cepas del Covid 19, y la posibilidad de una segunda acusación constitucional tras las revelaciones de la investigación Pandora Papers, que expuso posibles delitos en la venta del proyecto minero Dominga. Los retiros de los fondos de pensiones siguieron tensionando la agenda política y económica, en paralelo al alza de las tasas de interés y el fantasma de la inflación. En este libro, que recoge lo mejor del periodismo nacional, encontrará algunos ecos de estas noticias que dominaron la agenda, pero también trabajos que tienen la cualidad de abrir agendas propias, al visibilizar temáticas hasta entonces poco o nada recogidas por la prensa. Un buen ejemplo de ello es el trabajo ganador en la categoría de Entrevista, un texto en el que un padre sordo es entrevistado por su hija periodista y al final le pregunta a su entrevistadora cómo se ha sentido ella siendo hija de no oyentes. Esta publicación precedió a la elección de CODA, película ganadora del Oscar que trata muchos de los mismos temas. La mayoría de los medios fueron a hurgar en el mundo invisible de los sordos y su relación con sus hijos oyentes tras la noticia que venía de Hollywood. Sin embargo, este mundo desconocido para muchos estaba ya contenido en la modesta revista digital chilena emf (es mi fiesta), gracias a la visión y la pluma de la periodista Karla Sánchez Layera, quien no tuvo miedo en meterse con su historia familiar y con un tema que no estaba en la agenda de nadie.
Los reportajes del incansable Ciper muestran la independencia que deben conservar los medios ante irregularidades a la derecha y a la izquierda. Al investigar y publicar sobre los negocios turbios del presidente Sebastián Piñera junto con LaBot y sobre las cuentas abultadas de la candidata Karina Oliva, muestran que los medios realmente independientes no investigan solamente a los que defienden ideas distintas a las de sus periodistas o sus lectores.
En un momento en que el Colegio de Periodistas de Chile abrió una controversia al manifestar públicamente su apoyo al actual presidente Gabriel Boric en la segunda vuelta contra José Antonio Kast, es importante resaltar la importancia de conservar el principio básico que para los periodistas “los nuestros” no son los políticos afines a nuestras ideas, sino los intereses del público y la sociedad.
Año tras año, en estos libros algunas firmas y medios se repiten: son los que van construyendo una carrera sólida que es fundamental agradecer y premiar. Por ejemplo, después de ganar el Premio Escrito el año pasado por su extraordinaria crónica “Los soldaditos del narcotráfico”, que develaba el drama de niños a quienes el Estado colocaba con indolencia en manos criminales, este año Matías Sánchez de revista Sábado de El Mercurio se luce con la investigación a fondo de otro horror contra la infancia: las niñas alojadas en hogares “protegidos” que son captadas por redes de proxenetas para ser usadas en redes de prostitución infantil. Es también el caso del gran investigador Andrew Chernin, co-ganador del premio mayor en 2018 por la investigación del “me too” chileno contra Nicolás López y Herval Abreu, ahora firma en La Tercera uno de los textos más inquietantes y con mayor repercusión del año 2021: la entrevista al convencional constituyente Rodrigo Rojas Vade, un trabajo periodístico que abunda en datos y denota un alto nivel de investigación, y donde quedó al descubierto que no tenía cáncer, pese a haber construido su personaje público y su campaña para llegar a la Convención Constitucional, sobre el mito de un hombre en lucha contra esta enfermedad,.
Pero el Premio Periodismo de Excelencia y sus libros anuales son también un espacio donde surgen voces, plumas y medios nuevos: nombres a los que prestar atención en el futuro. Este año destaca Pousta, un medio que creció desde ser un blog sobre cultura y entretenimiento en 2009 a mutar hacia una exitosa plataforma de comunicación multimedial. Son buen ejemplo de esta apuesta sus dos trabajos finalistas que figuran en este libro: un reportaje sobre los niños que no conocen la lluvia en un país donde a las empresas extractivas no les falta el agua y otro sobre la clase media convertida en “precariado”, endeudada y siempre al borde del descalabro económico y mental.
Dos medios digitales orgullosamente feministas, La Otra diaria (“Tres disparos en el bosque”) y emf (“Cuando nacieron yo lloraba mucho porque eran oyentes”), muestran que todos los temas se pueden y deben tratar con enfoque de género, de derechos humanos y poniendo la lupa en los olvidados y los perseguidos.
Entre todos, tradicionales y recién llegados, muestran que incluso en tiempos de crisis económica general y de los medios en particular, se puede hacer trabajo honesto, creativo y valiente sobre los asuntos que importan.
Hay aquí miradas nuevas a temas de siempre (paraísos fiscales, abuso de menores) y asuntos nuevos (los negociados con las compras de la pandemia); personajes conocidos (el famoso escritor Emmanuel Carrère) y voces que deben oírse (Anthony, el adolescente arrojado al Mapocho por carabineros); hay relatos con elementos literarios e informes precisos sobre datos y números.
Hay mucho presente rabioso, y también lugar para el rescate de gestas olvidadas, como la primera marcha de gais y travestis a meses del golpe de Estado de 1973.
¿Cuáles de estos reportajes, crónicas y entrevistas se leerán en el futuro como el preanuncio de cosas que sin esta visión no serían notadas? ¿Cuáles quedarán por años en la memoria de sus lectores, como a mí me sucedió con “El justiciero imaginario”?
Quedan todas y todos invitados a encontrar en estas páginas los trabajos que no se limitaron a seguir la agenda impuesta por el poder, sino que bucearon en lo nuevo, y encontraron las bellezas y los males que estaban por florecer.

(Este texto es mi prólogo a El mejor periodismo chileno 2021, publicado en mayo de 2022 por Publicaciones Universidad Alberto Hurtado)

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23 de mayo de 2022
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Una isla en un mar de tormentas

Vine a vivir a Costa Rica el mismo día que me había casado, el 26 de julio de 1964, un viaje de bodas que se convirtió en una estancia de catorce años que fueron los de mi formación como escritor. Un ambiente ideal porque San José, la capital, era una ciudad pequeña y tranquila, pero con librerías bien dotadas, atendidas por libreros de verdad, en las que se celebraban tertulias literarias, y cuando conocí, en la que tenía lugar cada tarde en la Librería Lehmann de la avenida central, a José María Cañas, dueño de la hazaña de haber escrito la novela Infierno verde, que trataba de la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, sin haberse movido nunca de la redacción del periódico que dirigía.

Había también una espléndida Biblioteca Nacional, desgraciadamente derruida años más tarde para convertir el solar donde se asentaba en un vulgar estacionamiento, y donde me sentaba a conversar con su director, afable y erudito, don Julián Marchena. Y el Teatro Nacional, una reliquia del siglo diecinueve, por el que pasaban afamadas compañías de ópera, y en cuya sala mayor se podía escuchar a la Orquesta Sinfónica Nacional; y numerosas compañías de teatro que actuaban en al menos ocho salas independientes, nutridas por directores y actores que llegaron luego exiliados, huyendo de las dictaduras del cono sur.

Y aquellos fueron también mis años de conocer, toda una novedad para mí, el mundo de la democracia, rara para quien, viniendo de una país sometido a una dictadura familiar, se encontraba de pronto en otro donde se podía ver al presidente de la república, entonces don Francisco Orlich, entrar a un restaurante y sentarse en la mesa de al lado, acompañado por un par de amigos, sin escolta ni aparato militar. La leyenda decía, y no es extraño que haya verdad en ello, que al presidente don Otilio Ulate, una década atrás, lo había atropellado un ciclista cuando cruzaba la calle frente a la plaza de la Artillería en San José.

Costa Rica era desde entonces una rareza, de verdad, en la Centroamérica plagada de dictaduras militares, donde los coroneles se orinaban en los muros de la patria, según el poema de Otto René Castillo, poeta convertido en guerrillero y capturado y asesinado en aquellos mismos años sesenta; una región donde cada ola de exiliados iba a dar siempre a Costa Rica, abierta desde entonces como tierra de acogida. Una isla de libertad cercada por un mar de tormentas.

Parte esencial de esa rareza de que hablo, era que el ejército había sido abolido, y los dineros públicos, en lugar de gastarse en tanques y cañones, se invertían en la educación. Y más rareza aún, era que la abolición de las fuerzas armadas, decretada en 1948, había sido consecuencia de una revolución triunfante que, en lugar de afianzarse en los cuarteles, mandó cerrarlos y convertirlos en museos.

Aquella guerra civil, ganada por las fuerzas encabezadas por José Figueres, electo luego democráticamente a la presidencia, fue breve. El poeta nicaragüense José Coronel Urtecho, agudo en sus juicios, solía decir que los costarricenses sólo tomaban las armas para no tener que volver a pelear. Ya antes habían derrocado a la dictadura de los hermanos Tinoco en 1919, rareza también, y una rareza estrafalaria, en un país como Costa Rica. En términos centroamericanos, aquella fue una dictadura efímera, porque duró sólo dos años. La de los Somoza en Nicaragua duró cincuenta, y esta otra de ahora lleva ya quince y pretende extenderse por siempre.

Aquellos años fueron para mí de exilio, y hoy, viviendo de nuevo en el exilio, he vuelto para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad Nacional, y otro de la Universidad de Costa Rica, y mediante esos reconocimientos honoríficos  siento que se me otorga la ciudadanía cultural de este país en el que en tantos sentidos me reconozco, y que, tantos años después, sigue siendo la rareza que descubrí en 1964, porque la democracia sigue arraigada sobre las bases firmes puestas décadas atrás, lo mismo que sus instituciones.

El país ha cambiado tras medio siglo, claro está. San José, la tranquila ciudad provinciana asentada en el valle central y cercada por montañas de tarjeta postal, que podía recorrerse en escasa media hora de oeste a este, desde San Pedro de Montes de Oca hasta Escazú, se ha trocado en una urbe caótica de tráfico infernal, donde cada día surgen nuevas torres de edificios, nuevas urbanizaciones, nuevos centros comerciales, y donde crecen también las desigualdades sociales, con toda su cauda de males.

Pero los emigrados no han dejado de fluir, y más bien el número de quienes llegan desde Nicaragua se multiplica, empujados por razones económicas, en busca de trabajo, y también por los vientos del exilio, periodistas, dirigentes sindicales y gremiales, líderes de oposición, sacerdotes, activistas de derechos humanos, profesores universitarios, dirigentes estudiantiles, profesionales, empresarios.

Es la otra Nicaragua, que crece cada día en Costa Rica, miles que, como yo, cuando llegué aquí hace más de medio siglo, aprenden en este país la lección diaria de la libertad y la democracia, que tan útil nos será en el futuro.

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23 de mayo de 2022

Fotograma de Los bingueros

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Una generación de cristal

Esta semana se hacía viral el anuncio del pirulo tropical. Por favor, véanlo. El escarnio tuitero no tardó en viralizarse. Que si es machista, de mal gusto, que si incita al abuso y a la ludopatía infantil… Poca gracia y asqueroso. ¡Me ofende, no me gusta y punto!, escribía una. Por el bien de todos, esperemos que la amplitud de miras sea igual de cíclica que las crisis económicas.

No sé si será cuestión de si nos gusta o no, pero estoy segura de que en tiempos pasados, dicho anuncio, no despertó mucho más interés, simplemente una risotada o comentarios menos acomplejados. Se afirma, en muchos de esos tuits, que la cárcel sería un buen lugar para esos publicistas rancios y asquerosos, que por eso estamos como estamos. ¡Ay! Como si el marketing, o el resto de la humanidad, tuviera que seguir el imperante código de los hipogresistas morales. Ojalá esa pasión por el bien en otros ámbitos del planeta. El diagnóstico está claro: una evidente resistencia a la madurez, más allá de la posible sobreprotección experimentada, o la demencia del currículo escolar. Ofendiditos. Remilgados. Tiquismisquis. ¿La viruela del buenismo? Una generación de cristal que se lo toma todo demasiado a la tremenda.

Hace unos días, vi con mis padres Los bingueros, una película de Esteso y Pajares. ¡Qué bien lo pasamos! Tanta risa, tanta incorrección. Eran tiempos de apertura, se nota. La picardía se echa de menos. Parece que la carcajada limpia, en el cine, ya es cosa de outsiders. Y, sin embargo, cuando se la recomendé a una persona con la que tenía que entablar conversación por necesidades estrictamente circunstanciales -gajes del oficio-, me dijo que, si salía el tal Esteso no la iba a ver, que eso era muy machista. Vale, mea culpa.

Aquí estamos, viéndolas venir. ¿Qué será de nosotros? Ya no me encuentro tan preocupada por empezar a peinar canas.

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21 de mayo de 2022
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Putin y la Mona Lisa

 

Para el día de la Victoria, Vladímir Putin se maquilló a la manera de Sarkozy –que contaba con un make up artist en nómina–, aunque no fue suficiente para disimular la hinchazón de su rostro. “Cortisona”, supusieron algunos; “parkinson”, “visitas al oncólogo”, los más osados. Pero ¿por qué diablos un tiparro como él, que pesca truchas con el torso desnudo, luchador de sambo y experto tirador que ha descerrajado la paz en Europa, se sienta con una mantita sobre las piernas? Frente a los féretros de quienes murieron por su capricho, el zar posmarxista, que al estilo de los señores de la guerra camina con los puños apretados, mostró sin pudor un amago de vulnerabilidad. Parecía tener frío, a diferencia de los ancianos excombatientes sentados a su lado. Y todos nos preguntamos qué escondía bajo su manta cuando, a sabiendas de que era observado con lupa, quebró su seriedad concentrada y esbozó una sonrisa al despedirse de su entregado público.

Ante las comisuras de Putin ocurre igual que con la Mona Lisa: la primera vez que la observas, atinas a ver una sonrisa; a la segunda, dudas, y a la tercera crees que su rictus esconde una amarga melancolía. La mirada del dictador es afilada, pero sus labios insisten en estirarse reproduciendo ese gesto universal que dulcifica la gravedad de la existencia. Son esos instantes en que, como precisaba Simone Weil en La gravedad y la gracia, se produce un breve destello que hace olvidar la carga, y la sonrisa se convierte en un feliz sobresalto.

“Cuando ante una cámara se nos pide que sonriamos, actuamos de manera valiente. Pero si el proceso se demora, basta una fracción de segundo para que nuestras sonrisas se conviertan en muecas incómodas. (...) Una sonrisa es como un sonrojo: una respuesta, no una expresión en sí misma”, escribe Nicholas Jeeves en su ensayo La sonrisa en el retrato . El profesor de arte de Cambridge explica por qué los personajes no sonríen en los cuadros hasta el Renacimiento, cuando se empezaron a mostrar los dientes, pues antes era una muestra de vulgaridad y mal gusto –solían ser negros–. Solo a los borrachos, los miserables, lascivos y, por supuesto, a los inocentes les estaba permitido reír en las obras de arte.

Hoy, al retirarnos las mascarillas, volvemos a topar con las sonrisas. Las falsas y las auténticas. Fue el neurólogo francés Guillaume Duchenne quien dio con la verdadera, la que se produce debido a la contracción de los músculos cigomáticos, que arquean nuestros labios al tiempo que el músculo orbicular eleva las mejillas, formando esas reconocibles arrugas de felicidad alrededor de los ojos que delatan su sinceridad. Pero la sonrisa de Duchenne escasea en nuestro teatro social por mucho que la publicidad, con su promesa constante de paraíso, certificara su hegemonía. Tanto fue así que se prodigó un nuevo género: la sonrisa envenenada como la de Putin, que amaga incomodidad y desprecio.

En su cuadro Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, el puntillista George Seurat pinta ocho barcos, tres perros y unos cincuenta parisinos que no resplandecen con la misma efervescencia que el paisaje. Parecen estatuas. Nadie sonríe. Acaso la respuesta la tenga el fotógrafo Peter Lindbergh, afinado esteta contemporáneo, que afirmaba que ante el retrato de alguien risueño solo se ve la sonrisa mientras que en el que no sonríe, se acierta a ver todo lo demás. Casi toda sonrisa encierra siempre cierta melancolía por su evanescencia, pero en el caso de Putin su mueca intolerable roza la pornografía.

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21 de mayo de 2022
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Repaso: de Turing a ELIZA

Como ocurre tantas veces, para entender el verdadero alcance de todos los logros relativos a artefactos que parecen mostrar alguna modalidad de inteligencia, conviene insertarlos en lo que podemos considerar el punto de arranque, el ambicioso proyecto del filósofo y matemático británico Alan Turing.

Si hacemos abstracción de consideraciones hipotéticas que se daban ya entre los griegos, el origen del asunto  test fue un juego mundano llamado "Imitation Game", que dio lugar al llamado Test de Turing, que este presentaba de esta manera:

"En el juego intervienen tres personas, un hombre (A), una mujer (B), y un interrogador (C), que puede ser de uno u otro sexo.  El interrogador se queda en una habitación separada de las otras dos. El objetivo del juego es determinar cuál es el hombre y cuál la mujer. Él los designa por las etiquetas X e Y, y al final del juego, debe decir  X es A, Y es  B, o bien  Y es A, X es B. Al interrogador se le permite formular preguntas a A y B del tipo: "X, por favor, ¿cuál  es la longitud de su pelo?".

Posteriormente Turing propuso reproducir el Imitation Game de otro modo:

 “Hagámonos la pregunta, ¿qué ocurriría si una máquina hiciese la parte de A en este juego? ¿El interrogador podría llegar a dar respuestas erróneas tan a menudo como cuando jugábamos con un hombre y una mujer? Estas interrogaciones sustituyen al original "¿pueden las máquinas pensar?"

Turing tenía en mente que con el tiempo podrían programarse ordenadores susceptibles de adquirir potencialidades que rivalizasen con la inteligencia humana. En cuanto al test en sí, argumentó que si el interlocutor era incapaz de distinguir entre la máquina y la persona a través del interrogatorio, la computadora debía ser considerada inteligente, “puesto que ésta es la forma en que juzgamos el pensamiento de otra persona”.

Creo que la última frase es un punto controvertido del asunto, porque  no es seguro que juzguemos la inteligencia de las personas de este modo. Más bien,  cuando nos encontramos con una persona, ya suponemos que es inteligente (puesto que ser inteligente forma parte de la definición de persona), y cuando eventualmente le formulamos alguna pregunta, entonces, en función de la respuesta, concluiremos que esa persona es lista o estúpida… por supuesto, todo ello dentro de la inteligencia, que es una facultad general, no una característica de alguien en particular. La inteligencia como la condición de ser moral es un punto de partida tratándose de los humanos.

Si  ante alguna pregunta  relativa a crímenes del periodo franquista  alguien responde que aquel régimen  estaba muy bien porque daba orden y seguridad a los ciudadanos, concluiremos que es un canalla… precisamente porque le atribuimos una condición moral,  como una de las modalidades de la inteligencia  humana, pues a nadie en su sano juicio se le ocurre tildar de canalla a un perro. En cualquier caso, en el texto de Turing se incluyen  no sólo las bases de lo que sería las tentativas y logros posteriores (sugerencias para alcanzar  la  Inteligencia Artificial en un modelo de máquina basado en teorías matemáticas), sino también las objeciones a sus propias conjeturas y las respuestas a las mismas.

Algunas de las observaciones de Turing apuntan ya  a la idea de una super-inteligencia: si una máquina llegase a superar el test, podría sobrepasar a los humanos en cuanto a capacidades, excediendo lo que éstos puedan realizar. Obviamente, el primer problema es determinar si las máquinas serían capaces de superar la prueba. El mismo Turing fue extraordinariamente optimista. Creía que antes del año 2000, máquinas con una potencia de 199 bits de memoria podrían confundir a los seres humanos, por lo menos durante los primeros cinco minutos de la prueba.

Turing era plenamente consciente de que su conjetura entraba en completa contradicción con las hipótesis de la singularidad de los seres humanos, y se refirió a sí mismo como un hereje. Pero de hecho, estamos en 2022 y ninguna máquina ha logrado superar la prueba de Turing. Y en todos los casos de relativo éxito hay alguna norma (introducida por el propio Turing) que no se ha respetado.

Hay un famoso programa llamado  ELIZA inventado en 1966 en  el MIT por Joseph Weizenbaum y considerado como una avanzadilla de los actuales “chatbot”, bots conversacionales. ELIZA  consiguió muy pronto  hacer creer a sus “interlocutores” (las comillas vienen porque el polo ELIZA, precisamente no es seguro que  sea un interlocutor) que estaban hablando con una persona. En las  primeras versiones (ahora el asunto ya está corregido) la persona que conecta con ELIZA no tiene ningún motivo para conjeturar que su partenaire  es una máquina. Ahora bien, esencial en el test de Turing es precisamente que el interrogador trata de determinar  si la máquina ha de ser considerada o no inteligente. Pero lo que quiero señalar sobre ELIZA es lo siguiente:

En su concepción había  la intención explícita de mostrar cómo podemos fácilmente ser llamados a engaño creyendo que se nos está verdaderamente dirigiendo la palabra cuando en realidad se está hablando mecánicamente usando ciertos trucos. Esto ocurre a menudo cuando el cruce de palabras entre humanos no es verídico, o sea no constituye realmente un cruce de palabras. Supongamos que cada vez que oye la palabra  tristeza, un psiquiatra falaz, sea cual sea el paciente,  pregunta  si ha habido algún problema con la pareja o algún roce en el trabajo. Mientras hace esta falsa pregunta, el psiquiatra en cuestión puede perfectamente estar ausente, tener la mente en otro lado, o sea no constituye realmente un interlocutor.  Pues bien, algo análogo es lo que hacía ELIZA, obviamente en relación a múltiples palabras. Ni entendía nada de lo que se le preguntaba, ni tal entender estaba realmente en juego;  se limitaba a poner un orden por contigüidad (sintaxis) siguiendo las instrucciones de un programa. Pero quien preguntaba podía perfectamente sacar la impresión de que sí había efectivamente  captado algo.

Desde ELIZA hasta acá, los chatbots han conseguido que del intercambio escrito se pase al intercambio auditivo, a multiplicar el número y la complejidad de las  frases a las que pueden responder, disminuyendo  el lapso entre mensaje enviado y respuesta, etcétera… pero en lo esencial nada ha cambiado. Sin duda en la literatura (y sobre todo en la propagandística) se hace ya diferencia entre bots digamos elementales y bots que parecen realmente inteligentes, que son susceptibles de determinar cosas como  la intención de la persona.  Pero la pregunta sigue siéndola misma: ¿se ha ido más allá de la respuesta automática y de la inferencia a partir de casos?

El problema es que aquella intención crítica de los que pusieron en marcha ELIZA, aquella denuncia de la mera apariencia de palabra de la que en tantas ocasiones somos víctimas los humanos, ha quedado hace tiempo atrás,  y hoy la intención (por ejemplo de los gestores de los servidores, esos que Javier Echeverría designó como Señores del Aire) es más bien que tomemos el mensaje de los chatbots como  si procediera de un verdadero ser lingüístico, o más bien:  que nos dé igual si se trata o no de mensaje con soporte en el lenguaje, que sólo nos interese su utilidad para ciertas exigencias. Volveré sobre este asunto que realmente es la cuestión nuclear de esta reflexión.

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19 de mayo de 2022
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Ojo avizor

En el conjunto bastante nutrido de exegetas, casi hermeneutas, de mi obra, se instala desde hace bastantes años la figura singular de alguien a quien en el ambiente llaman ‘pájaro’ pero que debieran llamar ‘sarrio’, ese nombre altoaragonés no romance que se aplica al rebeco, criatura enriscada y de talante irreductible. Mas en la actualidad Sarrio ha dejado de ser receptor de los documentos que hablan de mí; reseñas, críticas, entrevistas, no se las acerco, temo su desplante, su respuesta agria ante trabajos que desprecia por considerar inferiores al dictado de su pluma, pero hoy he roto esa costumbre y le he hecho llegar un artículo.

Arte y Transformación es un libro, firmado por Jesús Martínez Clarà que, tal como se apunta en la solapa, constituye ‘una mirada a la transición entre siglos, desde 1980 hasta el presente’, de hecho certifica el balance, la exhaustiva historia de los conceptos que han sustentado el arte contemporáneo durante ese periodo de tiempo; un volumen de quinientas páginas, algunas de las cuales el autor me dedica. Y seis de esas páginas dedicadas conforman un artículo, “Ojo avizor”, que da una visión certera de mi obra, contemplando, como un todo, poesía, novela, relato, Arte Casual y el resto de manifestaciones artísticas que también cultivo, un artículo que he enviado a Sarrio, venciendo el temor a ser fulminado por su voz desapacible. Y he acertado. La gran bestia de las montañas pirenaicas ha descendido al llano y a través de un correo, quizá electrónico, ha dado su veredicto, lacónico, pero enormemente gratificante, ha escrito: ¡Genial!

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17 de mayo de 2022

Ferran Mateo

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Amor y tanques

Se puede hacer una declaración de amor subido a un tanque? La cosa va más o menos así: albergas un vivo afecto respecto a una nación –o eso crees– y tú, su espontáneo liberador, la quieres proteger de lo que percibes como malas influencias. La llevas a una cultura (la tuya) que tienes por más evolucionada, le enseñas una nueva lengua (también la tuya) por considerarla mejor armada para la especulación filosófica, la literatura o el razonamiento político. Por si fuera poco, le administras la economía, nombras a sus dirigentes, le diseñas sus ciudades, etcétera. Pero, bien mirado, ¿por qué llamarlo amor cuando es colonialismo?

Lo de los tanques y los misterios de la ars amatoria no es una ocurrencia mía. Milan Kundera describió el encuentro que tuvo con unos carros blindados el tercer día de la ocupación de Checoslovaquia, en 1968, mientras se dirigía en coche de Praga a la Bohemia meridional. En un control, un oficial le dijo en ruso algo así como que no se preocupara, que todo era fruto de un malentendido y pronto se arreglaría: “Tenéis que entender que amamos a los checos. ¡Os queremos!”. Kundera, en plena primavera, lo entendió según el paradigma del “amor no correspondido”: “¿Por qué estos checos (¡a los que tanto queremos!) se niegan a vivir con nosotros? ¡Qué pena que nos veamos obligados a utilizar tanques para enseñarles lo que significa amar!”. Hay anécdotas que resisten al paso del tiempo.

En menos de dos meses Europa occidental ha hecho un curso acelerado de teoría poscolonial. En Cultura e imperialismo (Anagrama) uno de los padres de los estudios poscoloniales más influyentes, Edward Said, limitaba su análisis a los casos británico y francés de ultramar, conocidos de primera mano, y dejaba otros sin analizar, como Rusia, que “se movió absorbiendo no importa qué tierras o pueblos que estuviesen al lado de sus fronteras”; es decir, por vecindad. Fue sobre ese blízhnee zarubezhé (extranjero cercano) sobre el que Rusia proyectó sus ensoñaciones de exotismo (el Cáucaso) o el encanto folklórico expresado en bailes y canciones (Ucrania). Apuntaba Said que el pensamiento colonial también se sirve de la literatura para la construcción cultural del individuo colonizado, así como para consolidar una relación asimétrica que recuerda la de Robinson Crusoe y su “fiel” Viernes, aceptado siempre que no cuestione la debida subordinación. Por eso, Oksana Zabuzhko, una de las principales escritoras e intelectuales ucranianas, propone, en un artículo reciente titulado “¿No hay culpables en el mundo? Leer literatura rusa después de la masacre de Bucha”, que volvamos a leer las letras de ese país con una mirada sensible a los estereotipos negativos hacia (y no solo) los ucranianos.

Descolonizar la mente es algo similar a ver de nuevo un antiguo cuadro conocido después de una restauración que permita ver los colores originales, ocultos bajo la capa del tiempo y la polución. Además, detalles que antes pasaron desapercibidos cobran sentido. Personalmente, he hecho algo parecido al leer la nueva traducción de La vida de Chéjov, publicada en Salamandra, que escribió en la Francia ocupada Irène Némirovsky. Fue deportada a Auschwitz antes de ver las galeradas. En momentos de angustia intentamos resguardarnos en aquello más preciado, o que una vez nos curó, y Némirovsky lo hizo volviendo a Chéjov. Con los ojos de una ucraniana valoramos ahora esos veranos, los más felices del autor, en una dacha en Sumi (Járkiv), después de publicar el relato sobre la estepa ucraniana que lo consagraría. Nos permite también asomarnos a la concepción de El tío Vania, cuya inspiración proviene de la gente de Sumi, al igual que también hizo florecer en Ucrania su imaginado jardín de los cerezos de su última pieza teatral. La autora de Suite francesa también nos recuerda que, cuando Chéjov se retiró a Crimea por motivos de salud, no se compró una casa en la europeizada Yalta, como los demás rusos, sino en la más apartada aldea tártara de Autka e instó a su amigo y editor Alekséi Suvorin a publicar en su periódico un artículo sobre los estragos de la rusificación forzada de los tártaros de Crimea.

Kundera también explicó que, a raíz de la “declaración de amor” del militar ruso, le cogió manía a Dostoyevski, porque como escritor elevaba los sentimientos al rango de verdad y se regodeaba en una sentimentalidad agresiva. ¿Fue el reflejo antirruso de un checo traumatizado por la ocupación de su país? “No –se respondió Kundera–, pues nunca dejé de amar a Chéjov”.

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13 de mayo de 2022
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Espiar, un estilo de vida

Hay una frase que vincula íntimamente el mundo de la inteligencia con el del glamur. Los redactores de la web del CNI titulan así su oferta laboral: “Más que un trabajo, un estilo de vida”. No dicen ni modo ni forma. Tras varios vistos buenos, supongo, optaron por estilo, que sigue sonando increíblemente bien a pesar del uso banal de la palabra que figura en el rótulo de los puestos de manicura, en la espuma para el cabello o en los anuncios inmobiliarios. Pero es efectiva, promete un mundo.

El caso es que, si te motiva el futuro de España y te atrae el servicio público, puedes animarte a probar fortuna en el CNI. Por su parte, piden lealtad, discreción y espíritu de sacrificio, y, a cambio, una esperaría que le ofrecieran viajes y acción; sin embargo, lo máximo que garantizan es estar en “primera línea de la seguridad nacional”. Con un título universitario y la nacionalidad española se puede aspirar a una de las profesiones con mayor aura cinematográfica. Pienso en la atracción fatal que sienten muchos adolescentes por la criminología, aunque se les acabe pasando, como el color rosa y los cromos de Pokémon.

De los espías de opereta decimonónicos a los actuales sistemas de inteligencia artificial ha pasado algo más de un siglo, pero la tecnología ha abierto una realidad que no solo cambia radicalmente el desempeño del oficio, sino que nos obliga a repensar el concepto de intimidad. Hoy, los agentes se dedican sobre todo a acceder a la información que suministramos en perfiles y cuentas en redes, filtrarla e interpretarla según sus intereses. Cuántas veces nos ha sorprendido la precisión del algoritmo en su intrusión en nuestros propios móviles. Y eso que no están –creemos– infectados con Pegasus.

Vivimos inmersos en un capitalismo de la vigilancia que monitoriza nuestras vidas y sabe a quién llamamos, o enviamos un mensaje, y qué le decimos, qué compramos, cuánto dormimos, los pasos que damos al día y las calorías que ingerimos. El filósofo Éric Sadin anuncia en La era del individuo tirano, el fin de un mundo común, describiendo a un ser hiperconectado y, al tiempo, desvinculado de lo colectivo. Imbuido de esa falsa sensación de poder que proporciona el tecnoliberalismo, que nos hace sentir autosuficientes a cambio de robarnos el alma. Como escribió el gran Le Carré, espía reconvertido en novelista de éxito, “el espionaje tiene una sola ley moral: se justifica por los resultados”. Y, si no, que se lo pregunten a la ya exjefa de los espías, Paz Esteban.

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12 de mayo de 2022
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El Boomeran(g)
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