Francisco Ferrer Lerín
En un reportaje televisivo reciente, sobre la vida y obra del torero Ortega Cano, destaca una secuencia en la que Ana María Aldón abre la puerta de un edificio y, al dar la espalda a la cámara, permite que contemplemos alborozados su nuca limpiamente rasurada luciendo esplendorosa como digno remate de una impecable columna. Aldón dispone de un rostro incisivo, perplejo, interrogativo, no incorrecto, pero en exceso asociado a la algarabía diaria de un mercado de hortalizas y legumbres. En cambio su espalda, su nuca desde luego, forman parte principal del catálogo de dorsos de esculturas atléticas violentamente adolescentes, esculturas, claro está, pertenecientes al sexo masculino. Se plantea pues una nueva dicotomía, el haz y el envés, el anverso y el reverso, la cara y la cruz de un cuerpo, lo que se debe y lo que no se debe mostrar. Ahora no hablamos de ángulo favorecedor, ahora hablamos de demediar, de mutilar lo que no conviene, de triunfar gracias a la promoción de una certera elección; hay clínicas privadas que a eso se dedican; anulan, ensombrecen, dejan en negro la mitad anodina, la hurtan a la impúdica voracidad de la deplorable y vocinglera turba.