Víctor Gómez Pin
Y tras el paréntesis que supuso la última columna, retorno a los temas que venía aquí tratando, empezando por una doble revisión.
En el museo de Bellas artes de Sevilla hay dos cuadros del maestro flamenco Jan Brueghel, el joven, que comparten el título de “El paraíso terrenal”. A la izquierda del mayor de ellos destacan las figuras de Adán y Eva en el momento crucial de la tentación; a la derecha y, como en una historia narrativa, hacia el límite del cuadro, los dos humanos huyen de un ángel que desde lo alto les amenaza con un látigo de fuego. El segundo cuadro parece referirse a ese momento que precede al tiempo: animales de múltiples especies, en una suerte de onírica indiferencia, ocupan por entero el escenario, y sólo en el fondo dos figuras casi imperceptibles representan a nuestros Adán y Eva. Se diría, pues, que antes de la caída el hombre era efectivamente un animal entre otros, incluso un animal carente de relevancia…Y en efecto, a la hora de afirmar la singularidad radical del ser humano, las disciplinas contemporáneas invitan a la prudencia, mostrando el alto grado de homología genética entre nuestra especie y otras vecinas, o cuestionando la rigidez de la distinción entre la facultad de lenguaje y las facultades de otras especies para sus propios códigos de señales. Al menos hasta nuestros días, la convicción de la singularidad vertical de la especie humana en relación a las demás especies animadas, más que resultado de un posicionamiento filosófico era algo tan compartido como inmediato. Los humanos nos distinguiríamos por la capacidad de efectuar razonamientos (logismoi) como expresión de nuestra facultad de decir (legein), luego decidir, escoger entre diferentes alternativas; nos distinguiríamos en suma por nuestra singular inteligencia, emisora de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos, que Kant remitía a diferentes modalidades de la razón. A fortiori esta jerarquía se extendía en relación a los vegetales, seres vivos pero considerados carentes de anima, y aun con mayor razón a las cosas no vivas. Ello no es óbice para que la cultura contemporánea sea particularmente sensible a la importancia de esta continuidad entre animales humanos y animales de otras especies, que evocaba en referencia al cuadro de Brueghel el joven.
En varias ocasiones he mencionado ya aquí a Gary L. Francione, autor de múltiples textos sobre el comportamiento respecto a los animales, entre ellos un libro que lleva el impactante sub-título de Your Child or the Dog (Temple University Filadelfia 2000). No es ocioso señalar que Francione es jurista de formación, lo que da a sus tesis relevancia cuando desde el arranque del siglo se ha pasado de las disquisiciones teóricas relativas a derechos de los animales (e incluso, en boca de algunos, derechos humanos de los animales) a exigencias de concreción legislativa. Francione participó en la gestación del llamado Proyecto Gran Simio y escribió largamente sobre el asunto. Francione compara a los que ni siquiera aceptarían a integrar a los simios en la comunidad moral con los racistas del siglo XIX, que se apoyaban en la frenología para declarar que la capacidad intelectiva de algunos humanos era inferior. Y estima que cuando se es, por así decirlo tan miserable, de poco sirve la evidencia de que los “chimpancés demuestren su aptitud para utilizar el lenguaje humano”.
Tesis a favor de la cual se argumentaba hace ya decenios, cuando algún primate fue conducido a forjar, en el lenguaje de signos, elementales frases que un niño adquiere con total soltura, en razón de que la capacidad de hablar forma parte de su intrínseca naturaleza.
Este asunto de la posible atribución a otros animales de capacidades simbólicas hasta ahora consideradas exclusivas del ser humano, es como mínimo, objeto de polémica científico-filosófica. Y cuando la premisa está en tela de razonable juicio, es prudente no extraer corolarios como si se tratara de una evidencia incuestionable, más aún en el delicado terreno de la moral y la extensión de derechos. El propio Francione parece tener sus dudas, puesto que en varios momentos de su escrito acepta que de hecho el lenguaje propiamente dicho es exclusivo del animal humano y que “ciertas distinciones entre la inteligencia humana y la de los animales que no utilizan el lenguaje son evidentes”. La cuestión es, sin embargo, medir el peso de estas distinciones. Y aquí podríamos entrar en una razonable controversia, evitando lanzar anatema sobre el contrario.
El imperativo de no instrumentalizar al ser dotado de razón (es decir, de pensamiento abstracto y lenguaje simbólico) que constituía el soporte de la ética kantiana, se formula ahora como imperativo de no instrumentalizar al ser meramente susceptible de sufrir. La potencialidad que tendríamos los humanos de identificarnos a tal padecer, la compasión, es la condición de posibilidad de que tal ética se instaure, mas sólo su traducción en legislación cotidiana garantizaría su efectiva realización. Y aquí una elemental pregunta: ¿no es esta actitud de puro y kantiano desinterés por el bien de otras especies una prueba de la radical y absoluta (no mediatizada siquiera por la conveniencia de gozar de una naturaleza sana y equilibrada) singularidad de nuestra especie?