Sergio Ramírez
En Delirio Americano, Carlos Granes cuenta, de manera lúcida y exhaustiva, la larga aventura de invención y reinvención de América Latina, tal como he escrito en Política & Prosa. Y, entre tantas cosas, llegamos a saber que los filósofos han estado casi ausentes a la hora de dilucidar las propuestas de nuevos modelos políticos y sociales. Son los escritores quienes han cumplido ese papel, convertidos en ideólogos.
Los escritores fueron capaces de contemplar una realidad por transformar, y se atrevían a buscarle una filosofía, como en el caso de José Enrique Rodó, con Ariel, o de Domingo Faustino Sarmiento con Facundo. Sarmiento, que además de novelista, fue político, y militar, y llegó a ser presidente de Argentina.
Pero, desde entonces, va a producirse una dicotomía entre el escritor que busca, y la realidad que no se transforma de acuerdo a sus sueños y visiones. El ideal va a convertirse entonces en utopía, y la realidad de atraso y miseria se volverá entonces un cebo literario, y al mismo tiempo ideológico. Más tarde, las utopías se convertirán en distopias. Los sueños de la razón, que engendran monstruos.
Hay un momento en que el libertador que se sube al caballo para librar las luchas de independencia, contiene también al intelectual hijo de la ilustración, y así mismo al escritor, basta recordar las cartas de Bolívar, verdaderas piezas literarias; o los diarios de viaje de Francisco de Miranda. Todos tienen una visión ecuménica, como creadores de naciones, y son hijos de Rousseau y de Voltaire. Su pasión es crear un Nuevo Mundo.
El fundamento ideológico de Rodó, capital en la formación del pensamiento latinoamericano, como Granes viene a mostrarlo, es la lucha planteada entre Ariel y Calibán. Pero Calibán también es Facundo, el salvaje al que civilización debe domeñar para que haya naciones verdaderas. Esa formidable contradicción creada en el siglo diecinueve, entre proyecto de nación utópica y realidad espuria, viene a ser parte del mito americano. Y del delirio.
Orden institucional contra dictadura cerril. La perfección de los sueños históricos y la terca realidad heredada. Mundo rural y modernidad frustrada. Choque de razas y mestizaje. Orden y anarquía. Centralismo versus federalismo. Civilización contra barbarie. Es a los escritores a quienes toca dilucidar estas contradicciones, y plantear, incluso, propuestas de cambio o reforma, como la que contiene la novela Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, donde sigue campeando el espíritu de Ariel contra los apetitos oscuros de Calibán.
Es la novela que llega a expresar una filosofía, un deber hacer, que propone una norma. Gallegos no duró mucho en el poder para poner en acción sus propuestas civilizadoras, derrocado por los militares nueve meses después de haber sido electo presidente de Venezuela.
El mestizo empieza, entonces, a luchar contra sí mismo. Luchamos a partir de Facundo contra el salvaje que todos llevamos dentro. Queremos elevarnos a las alturas espirituales de Ariel. Y, mientras buscamos con delirio nuestra identidad americana, intentamos dilucidar los modelos políticos.
Los atributos de guerrero, intelectual, escritor, que al principio se presentan juntos, como en Bolívar o Miranda, o como en Sarmiento, se separan con el tiempo, y los intelectuales, desarmados, entran en contradicción con los caudillos, que nunca dejan las armas y las vuelven su razón de ser, y de poder.
Alguien que es sólo poeta, y pensador, como José Martí, carece de credenciales suficientes y tiene que legitimarse, subiéndose al caballo, frente a las armas y quienes las empuñaban como caudillos militares. Y le va la vida en ello. Al revés, someter el poder militar al poder político ha sido uno de los grandes delirios de nuestra historia, y la frustración más relevante.
Es precisamente con el modernismo, que representa la modernidad a finales del siglo diecinueve, cuando se da la separación de papeles entre escritores de oficio y políticos de oficio. Salvo Martí. Escritores, que son a la vez pensadores y tienen sus propias visiones americanas, contrarias al creciente dominio de los Estados Unidos. El antimperialismo pasará ahora a encarnar la lucha entre Ariel, el espíritu de la América indohispana, y Calibán, con sus legiones avasalladoras de “búfalos de dientes de plata”.
Uno de los grandes aciertos del libro de Granes es fijar el papel de las vanguardias dentro del contexto político latinoamericano. Al llegar el siglo veinte, América está todavía por hacer, y por interpretar, y las vanguardias ensayan a darle un sentido al futuro que aún no ha sido dilucidado.
Y, a la vez que revolucionan las letras y las artes, los vanguardistas terminan alineándose en los dos grandes polos que vendrán a surgir en el siglo veinte, fascismo y comunismo, hasta llegar a las propuestas totalitarias que se consolidan en vísperas de la segunda guerra mundial, y que arrastran a unos del lado de Stalin, y a otros del lado de Hitler, Mussolini y Franco.
Las propuestas atrevidas de renovación artística, y la insolencia de las protestas contra el statu quo, vendrán a acomodarse a los moldes políticos ortodoxos. Son parte del gran delirio de la utopía que se despeña hacia la entropía en el siglo veintiuno. Revoluciones que han terminado en involuciones, escenografías triunfales en harapos, sueños de redención pervertidos por dictaduras y populismos de pesadilla.