Rosa Moncayo
Joven mártir ahogada en el Tíber durante el reinado de Diocleciano es un óleo de una belleza inasumible. Lo vi por primera vez en el Louvre el pasado mes de abril. Curiosamente, estuve a punto de pasar de largo hasta que la aureola que flota sobre el rostro de la joven, matemáticamente perfecta, captó mi mirada. La escena es triste, mórbida y lúgubre, deja el corazón del revés. Una mujer joven flota boca arriba, sus manos atadas sugieren que fue prisionera. Está arropada por una luz blanca, divina y sobrenatural, que se funde incluso sobre la rugosidad de las aguas que la envuelven. Durante el reinado de Diocleciano se dio la Gran Persecución, tanto el Estado como los ciudadanos y autoridades del Imperio Romano acosaron y asesinaron sistemáticamente a los cristianos para vigorizar el culto imperial politeísta. A pesar de que algunos apostataron para salvar sus vidas, el sufrimiento de sus mártires hizo que la teología cristiana y la estructura eclesiástica cobraran más fuerza que nunca. Esta joven mártir, de la que sigo embelesada, murió a causa de su fe.
Su fondo, tan negro y explícito, da paso a un atardecer en tonos verdosos y anaranjados. A lo lejos, dos hombres observan el cadáver de la joven. Parecen llorar, un espectáculo privado. El contraste entre claros y oscuros ataja la horribilidad de la escena. Qué peligro: una observa esta maravilla de Delaroche y piensa que la muerte es tierna y melodiosa, que la muerte y sus distintas formas son pulidas, finas. Y, sin embargo, la perfección de su aureola silencia el horror. La duda es el dolor espiritual más famoso. Con frecuencia, la vida humana entra en contacto con el miedo y la tragedia. Siempre se puede volver a nacer. La aureola es el signo inequívoco de fe. Esta es la gran belleza.