Félix de Azúa
Es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las primeras cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor, mientras que las segundas narran cosas internas o subconscientes
En una ocasión, un grupo de abogados estaba reunido con unos colegas franceses y al término de la negociación, para celebrar lo que habían acordado, el jefe español le dio una palmadita al jefe francés y le dijo: “Bueno, como ya somos amigos, te propongo que nos hables de tú”. El francés puso una cara rara, carraspeó y comenzó con fuerte acento: “Bueno, yo nací en Cahors, mi padre era médico militar…”. Se detuvo al ver la cara de estupefacción de los españoles.
En español los pronombres son traicioneros y los escritores tratan de huir de ellos como del vampiro. Leyendo el último libro de Trapiello, una colección de artículos titulada Extraño país este (La Veleta), me topé con uno que trataba de modo indirecto el asunto. Al parecer, algunos lectores le afeaban a Trapiello el uso constante de “uno”: “Porque uno no lee un libro si no está seguro de que vale la pena”. O bien, “iba uno por Recoletos…”. Se justificaba el escritor diciendo que “uno” es la mínima expresión del “yo” y le permite huir a la tiranía de ese pronombre. Pero entonces añadía que de la ingente literatura autobiográfica de los últimos tiempos él distingue entre los del “yo” y los del “ego”. No voy a resumir los argumentos de Trapiello, pero los voy a usar a mi manera, o sea, los voy a traicionar, ya me perdonará el gran leonés.
A mi modo de ver es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las del yo son históricas y cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor. Como decía el francés de antes: “Yo nací en Vilna, capital de Lituania”. El ego, en cambio, no narra cosas externas y comprobables, sino internas o subconscientes. Por seguir con el ejemplo: “Era el último año de la guerra y mi madre me parió en un almacén infame, con un palmo de agua en la que flotaban ratas panza arriba y donde amontonaban soldados muertos antes de llevarlos al cementerio”. Esta escena no pudo haberla visto. Era un recién nacido y tardaría un año en ser capaz de distinguir cosas, colores, formas. Así que esa espantosa visión era un fogonazo que le enviaba el subconsciente, quizás a partir del relato de su madre. Literatura del ego.
Literatura del “yo” querían serlo aquellos viajes de Cela, a la Alcarria y por Galicia, en los que no aparecía ni “yo”, ni “uno” sino “el viajero” o “el vagabundo”, pero en presente: “El viajero coge los tres reales de la mesa”, o bien “el vagabundo se bebe un cuartillo de vino”. Son modos de huir al maldito pronombre y de disimular bajo la tercera persona lo que todos sabemos que es el yo del autor. Pero no estoy muy seguro porque no tengo los libros a mano para constatarlo. En cambio, son mucho más frecuentes los viajes del “ego”, sobre todo en la literatura anglosajona, cuyo modelo, El viaje sentimental de Laurence Sterne, es desde el principio hasta el final un ego-trip genial. Muchos cumplen decentemente con un yo, muy pocos con el ego. No corras riesgos innecesarios.