Víctor Gómez Pin
Desde hace pronto dos decenios se celebra anualmente en la ciudad de Ronda un seminario que lleva el título de “Encuentro Música- Filosofía”. El tema elegido para este año es “Emoción y música contemporánea” y constituye un homenaje a la compositora finlandesa, Kaija Saariaho. Por gentileza del Teatro Real habrá una proyección filmada de “Only the Sound Remains”, opera en dos actos, estrenada en Amsterdam en 2016 con libreto extraído de Ezra Pound y del orientalista americano de origen español Ernest Fenollosa.
Con motivo de la representación de la ópera en el Palais Garnier de Paris en 2018, tuve ocasión de referirme a la misma en este foro. Con dirección escénica de Peter Sellars, la dirección musical corría a cuenta de Martínez Izquierdo, que estará presente en Ronda y participará en un coloquio con la compositora.
A través de una doble alegoría, la obra nos invita a una meditación sobre ese “inmenso edificio del recuerdo” que Marcel Proust cimentaba en un sabor o un aroma, pero también en la frase o gesto musicales, que Kaija Saarahio reivindica tras su enigmático título.
El título “Emoción y música contemporánea,” del seminario de este año en Ronda es casi voluntariamente provocativo. Si ciencia y emoción parecen casi de entrada conceptos contradictorios, más chocante es que se diga lo mismo en relación a la música contemporánea. Casi es popular la tesis de que una gran parte de la producción musical de nuestro tiempo excluiría esa “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática”, definición por la RAE del término “emoción”.
Hace unas semanas evocaba aquí un foro académico en el tras presentarse una composición pictórica maquinal como obra de arte, un artista presente se alzó indignado, denunciando una suerte de superchería. Quizás sin saberlo, estaba motivado por una disposición kantiana, estaba barruntando que la máquina había aplicado criterios propios de la razón cognoscitiva (temática propia de la primera crítica kantiana), apuntando a algo que concierne al sentimiento de lo bello o lo repulsivo (asunto que concierne a la tercera de las críticas). Y decía al respecto que es como si un pianista creyera que su dominio técnico del instrumento (asunto a tratar también en el marco de la primera crítica, pues hasta ahí se trata meramente de conocimiento) es lo que hace de él un artista. Pues bien:
Algo análogo se llega a decir de la música llamada contemporánea (paradoja puesto que se incluyen a veces obras como Wozzeck –terminada de componer hace exactamente un siglo- El Gantxo de Mestres Quadreny- escrita hace casi 50 años). Se tiende a decir que se trata de música de laboratorio es decir, música macada por un formalismo que tiende a la objetividad y que poco tendría que ver con la percepción (susceptible efectivamente de una “conmoción somática”) de lo Bello y sublime, o de su contrapunto lo repugnante.
La emoción es subjetiva o inter-subjetiva, no tiene su criterio en la objetividad. En la pausa, la tarea del general que hace balance no es percibir la desolación del campo de batalla sino contar el número de caídos del que depende el éxito o el fracaso en la inmediata reanudación del combate. Hay literalmente un objetivo y en la prosecución del mismo la emoción (sin duda subyacente) es variable neutra.
Ciñéndose a nuestro tema: la emoción o su ausencia no dependen de los rasgos formales de la música ni de los parámetros que permiten categorizarla. Sea contemporánea o no, en la música hay una dimensión objetivable, que depende de una techne en el estricto sentido de nuestro uso de la palabra técnica. Y me atrevo a avanzar una hipótesis:
Precisamente porque la iteración de la música llamada clásica ha facilitado esa objetivación que supone el ser archivada en la memoria, es muy posible que el estupor inherente a la percepción de la obra de arte, sea sustituido por el mero reconocimiento de algo perfectamente objetivo, de tal manera que en lugar de conmoción lo que se experimenta es la entrañable sensación placentera que produce el sentirse en el hogar. Nada desde luego que tenga que ver con conmoción alguna.
Y un último apunte: tal reconocimiento de lo objetivo tiene muy poco que ver con esa otra memoria de lo no falsable y no verificable, indisociable de la palabra que lo envuelve y hasta mero pretexto para el despliegue de la misma, memoria que alimenta la obra de Marcel Proust y de la cual he creído encontrar ecos precisamente en “Only The Sound Remains”.