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Aquellas ferias de libros del segundo neolítico

Me dijeron que hubo un tiempo en que se celebraban ferias de libros en algunas ciudades.

Se disponían casetas como en los mercados de dátiles y olofrendas o como en las ferias de mardelos y de ocomindas de nuestra época.

Me dijeron…

Eran tiempos en los que los libros circulaban todavía con normalidad. Se decía (pero es una leyenda) que mucha gente sabía leer. Aún no tenían incorporado a su cerebro el programa total que hace innecesarios muchos aprendizajes, y tenían que descifrar el texto página a página. No podían asimilar como nosotros textos de mil páginas en segundo y medio.

Todo en ellos era tosquedad, pero para nosotros siempre tendrá aquella época el encanto de lo primitivo y lo primordial. Tardaban días enteros en leer un solo libro. ¿No es para alucinar?

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12 de junio de 2022

Jacqueline DuPré y Daniel Barenboim

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Parejas musicales: amores, pasiones y conflictos en el escenario

Estar enamorados y hacer música juntos. Nada parece ser más romántico. Los músicos profesionales que encontraron el amor en un escenario, una sala de ensayos, un conservatorio o un estudio de grabación tienen algo con lo que las demás parejas solo pueden soñar despiertos: volar juntos, crear, danzar con la voz, con instrumentos, juntando su arte y sus caminos vocacionales con la vida diaria, vivir con sus compañeros artísticos, estar siempre unidos.
A lo largo de la historia ha habido muchas parejas musicales. Por suerte se conservan grabaciones que testimonian estas uniones que van más allá de la partitura. Aunque en muchos casos la pasión y la intensidad de una personalidad artística también han llevado a peleas, envidias, traiciones y rupturas, el embrujo de escuchar en vivo a una pareja que comparte el arte que los inflama es inigualable.

Nuestro placer culposo
El 29 de junio actuarán en el Liceu la exquisita mezzosoprano checa Magdalena Kožená y su esposo, el célebre director Sir Simon Rattle, en su poco habitual faceta de pianista. Junto a ellos subirán al escenario seis ejecutantes de instrumentos de cuerdas y viento, para transitar por un abanico de obras de cámara de Strauss, Ravel, Brahms, Stravinsky y Chausson, para terminar con los grandes compositores de la tierra de Kožená: Antonin Dvorak y Leos Janacek.
En la web del teatro se lee: “Es un placer dar la bienvenida a estos artistas inmensos y tener la sensación de que, como público, estamos invitados a escuchar este concierto como si estuviéramos en el sofá de casa”.
No de la casa nuestra, apunto yo: la de ellos, como si nos metiéramos en su intimidad, su disfrute de hacer música juntos.
Este placer culposo de colarnos en lo que para una pareja de artistas es la máxima intimidad ha hecho a lo largo de las décadas que conservemos el recuerdo de conciertos memorables, y atesoremos discos que vuelven a la vida estas formas intensas de amarse en público.
En algunos casos, la alianza duró toda la vida. Fue, por ejemplo, el encuentro personal y artístico entre la soprano Joan Sutherland y el director Richard Bonynge, ambos australianos, que los llevó a incursionar durante 40 años en el repertorio del olvidado bel canto operístico en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, y reflotar juntos obras de Gaetano Donizetti y Vincenzo Bellini que no se ponían en escena desde hacía siglos. Como necesitaban un tenor… la mayoría de estos discos que registran la unión de Bonynge y Sutherland incluyen a un Luciano Pavarotti en su esplendor vocal.

Amor representado
Por supuesto, cuando la pareja representa a un amor escénico la impresión para el público es mayor. Una rutilante pareja de cantantes fue por dos décadas la del tenor francés Roberto Alagna y la soprano rumana Angela Gherogiu. Hasta su sonado divorcio, se sacaban chispas como apasionados y trágicos amantes en las óperas de Giuseppe Verdi y Giacomo Puccini.
A veces es la fama de uno de ellos la que empuja la carrera del otro, como sucedía hasta el congelamiento de sus carreras por la crisis ucraniana con la más famosa soprano de la actualidad, Anna Netrebko, y su segundo marido, el tenor Jusif Eyvazof, de menor “cachet”, a quien ella imponía en los elencos de las óperas que los grandes teatros que querían contratarla.
El caso de Netrebko es paradigmático en varios sentidos. Su marido anterior, el barítono uruguayo Erwin Schrott, también era cantante. Casi no compartieron escenario, pero la intensidad de Schrott en las tablas (es hipnótico en sus interpretaciones de Don Giovanni y Fígaro) le hizo protagonizar una bochornosa escena de celos en pleno recital con su esposa y el tenor Jonas Kaufman. Cuando en el final de un dúo de amor éste estampó un beso en los labios de la Netrebko, Schrott se acercó con un pañuelo a limpiarle el rouge, ante la mirada aterrada de su esposa.
Ese fue su última aparición pública como pareja.
Pero la intensidad de las relaciones entre músicos se suele expresar de forma más armónica. Y en sus memorias, muchas veces la admiración y el deleite al hacer música juntos es lo primero que surge, antes que la atracción física o la unión espiritual.

El sonido del amor

Una legendaria pareja de músicos, el cellista Mstislav Rostropovich y la soprano Galina Vishnevskaia, fueron modelo de comprensión y apoyo mutuo en los duros años del estalinismo. Él siempre decía en entrevistas que en el momento en que la vio por primera vez (cantando, por supuesto) se enamoró para siempre. Para acompañar a su esposa en recitales, Rostropovich tocaba el piano. Eran dos apasionados: en las interpretaciones de ambos la expresión extrema de los sentimientos primaba por sobre la belleza del timbre o la perfección técnica.
Juntos ayudaron a muchos perseguidos y exiliados, y fueron expulsados de la Unión Soviética cuando alojaron en su casa al escritor disidente Aleksandr Solzhenitsyn. Sin patria y sin pasaporte, la pareja deambuló por Europa y Estados Unidos hasta que pudieron regresar en 1990, tras la Perestroika. Cuando cada uno de ellos actuaba, era usual ver al otro, arrobado de emoción, en el palco.

A propósito de Rostropovich, es curioso que, al pensar en músicos enamorados, me viene a la memoria una gran cantidad de violoncelistas. ¿Qué tendrá este instrumento, que parece contener las penas y las alegrías y remedar la voz humana desde la placidez hasta la furia?
Es el caso de Pau Casals y su última esposa, la puertorriqueña Marta Montañez, 60 años menor que él. Ella, estudiante de cello, fue discípula del maestro, hicieron música juntos, fundaron festivales en Francia y Puerto Rico, y ella lo acompañó hasta sus últimos días y preside la Fundación Pau Casals. Tras la muerte su marido, Marta se casó con otro cellista, Eugene Istomin.
Y la pareja musical catalana más activa en los últimos años, la de Jordi Savall y Montserrat Figueres tiene en su eje un instrumento precursor del violoncello moderno: la viola da gamba, con la que Savall desempolvó partituras perdidas de una extraña belleza arcaica. Montserrat Figueres murió de cáncer en 2011, pero los discos que ambos grabaron siguen hablando de la paz, el diálogo intercultural y el legado musical de su tierra catalana.

Un volcán de emociones
Pero probablemente la cellista más apasionada, más trágica y más genial en que uno pueda pensar es la inglesa Jacqueline DuPré, que formó pareja artística y marital con el legendario pianista y director argentino-israelí Daniel Barenboim.
En su autobiografía Mi vida en la música, Barenboim cuenta que conoció a DuPré, en 1967 en una cena en casa de un pianista chino amigo de ambos. “Íbamos a pasar la velada tocando música de cámara. Jacqueline y yo sentimos de inmediato una fuerte atracción mutua, tanto en el sentido musical como en el personal. Alrededor de dos o tres meses después decidimos casarnos”.

Las cuatro páginas que escribe sobre su primera mujer se centran en ella como intérprete, y para un lector para quien la música no sea el centro de su vida, parecen frías y extrañas para hablar de la esposa de su juventud. “Le horrorizaba todo lo que fuera falso o insincero o artificial. Tenía algo que muy pocos intérpretes tienen, el don de hacer sentir a los demás que en realidad ella iba componiendo la música a medida que la interpretaba. (….) Había algo en su manera de tocar que era absoluta e inevitablemente correcto, en lo que respecta al tempo y la dinámica. Tocaba con mucho rubato, con gran libertad, pero resultaba tan convincente que uno se sentía como un pobre mortal frente a alguien que poseía algún tipo de dimensión etérea.”

Esto dice Barenboim en el último párrafo que le dedica: “Tenía una capacidad para imaginar el sonido que no encontré jamás en ningún otro músico. En realidad, era una criatura de la naturaleza, una música de la naturaleza con un instinto infalible”.

“Criatura de la naturaleza” es una expresión extraña para referirse a la esposa. El tormentoso final de la relación, con DuPré ya aquejada de esclerosis múltiple y Daniel ya instalado en su nueva relación con la pianista Yelena Bashkirova, dio pasto a las revistas del corazón. Una película de Hollywood, Hilary y Jackie, refleja la versión de Hilary, la hermana de menor de Jacqueline, muy negativa sobre el director y perturbadoramente reveladora de intimidades sobre la cellista.

Para los melómanos, quedan grabaciones míticas de Barenboim y DuPré tocando las sonatas para cello y piano de Beethoven, Chopin y Frank, él dirigiendo la obra en que ella descolló más que nadie, el Concierto para cello de Edward Elgar (la cara de arrobamiento de la ejecutante mientras su marido dirige la orquesta es impresionante) y sobre todo un documental sobre la grabación del quinteto La Trucha de Schubert, con sus amigos Itzak Perlman, Pinchas Zuckerman y Zubin Mehta, donde ambos están en estado de gracia.

El barítono Dietrich Fischer-Dieskau recuerda en sus memorias el impacto que le produjo haber visto a DuPré y Barenboim tocar juntos en Roma. “Se habían casado poco antes, en Israel durante la Guerra de los Seis Días (junio de 1967) y una energía, como un fuego brotaba de estos dos músicos brillantes. No era difícil ver en Jackie una intérprete superlativa. No había limitaciones artísticas en esta mujer que tocaba frente a mí, a veces de forma soñadora, otras tempestuosa”.

Enamorarse haciendo música
Es curioso que el gran amor del mismo Fischer-Dieskau, el mejor intérprete del Lied alemán, haya sido también una cellista. El cantante conoció a Irmgard (Irmel) Poppen en una clase de Historia de la música en el conservatorio en Berlín, en plena Segunda Guerra Mundial, en 1943. Ambos eran adolescentes. “Una chica hermosa se sentaba algunos bancos delante del mío. Mi corazón, que latía salvajemente, me empujó a hablarle”.

La invitó al teatro… y cuando escribió sus memorias, 60 años más tarde, todavía se acordaba de la obra que habían visto. Pero Dietrich fue llamado a filas por el estado nazi. En una de sus últimas noches antes de ser enviado a la guerra en Italia, hicieron música juntos. “Acompañándola al armonio, descubrí con gran placer que estaba ante una gran cellista. Esa noche el bombardeo fue duro, pero solo reparé marginalmente en el infierno de fuego y el humo ácido que me rodeaba mientras caminaba de vuelta a mi casa”.

Tras la guerra y luego de tres años de confinamiento como prisionero, Fischer-Dieskau pudo volver a casa. En la biografía que Hans Neunzig escribió sobre el músico, se relata una peligrosa y romántica huida: en la Alemania ocupada por los ganadores de la guerra, a Dietrich le correspondía vivir en la zona estadounidense y a Irmel en la francesa. Escapando de los guardias, pudieron juntarse e iniciar su vida común en una casa modesta, pero con un cuarto de música y un gran piano.

Con el nacimiento de dos hijos y el creciente éxito del cantante, Irmel fue relegando su propia carrera. En 1963 ella quedó embarazada otra vez, pero al nacer el bebé, murió de eclampsia. Solo y con tres hijos, fueron los amigos los que levantaron el ánimo del barítono, que soñaba con morir para estar con su esposa.

Una década después de la muerte de Irmel, y después de dos matrimonios que terminaron mal, el músico encontró nuevamente ese mismo sentimiento de amor completo (artístico y de atracción espiritual y física) durante un ensayo de Il Tabarro, de Giacomo Puccini.

Así cuenta en sus memorias cómo empezó su relación con la soprano Julia Varady: “Tenía un corazón cálido y una emoción a flor de piel, un estupendo sentido del humor; radiaba empatía. Cuando hablaba de su infancia en Rumania, sobre sus padres y las bromas con sus hermanos, la visión de una vida simple que yo creía haber perdido para siempre. Y por supuesto, quedé devastado por su voz inimitable, el sonido de la pasión tormentosa, el brillo triunfante de sus notas agudas que hacían que incluso la Reina de la Noche (de La flauta mágica de Mozart) pareciera fácil de cantar”.

La última frase de las memorias de Fischer-Dieskau es para su último amor, que vive la música como él. “Hoy Julia comparte todos mis miedos y mis alegrías”.

En 1990 tuve la dicha de ver y escuchar, por única vez, a estos dos grandes cantantes. Fue en la sala de la Filarmónica de Berlín. Eran solistas de la Misa Solemne de Beethoven. Cuando salí de la sala, abrumado por la emoción, me topé con ellos, altos, espléndidos, esperando un taxi en la noche de invierno berlinés. Noté que estaban tomados de la mano.

Componer para la voz del enamorado
En sus memorias, Fischer-Dieskau, dice que tras la muerte de Irmel la carta de condolencia que más lo emocionó fue la profunda misiva que recibió de una pareja de amigos queridos: Benjamin Britten y Peter Pears.

Britten fue el más grande compositor inglés después del barroco Henry Purcell. Su extraordinaria maestría se desplegó en obras sinfónicas, corales, de cámara, pero sobre todo en una serie de óperas (Peter Grimes, Billy Budd, Sueño de una noche de verano) que son a la vez innovadoras y profundamente teatrales y comprensibles para el gran público. Su pacifismo lo llevó a oponerse incluso al fervor militarista en la Segunda Guerra Mundial. Su homosexualidad, en un tiempo en que era inaceptable, lo llevó a plasmar en sus obras la tragedia del distinto, del perseguido, del paria de la sociedad.
El compositor vivió una relación de amor pleno y a la vista de todos con su pareja de toda la vida, el tenor Peter Pears, gran intérprete del papel del Evangelista en las Pasiones de Bach. Para Pears escribió Britten la mayoría de sus obras, y en 1962 le destinó el papel de tenor en su obra magna: el Réquiem de Guerra, un himno pacifista que combina la liturgia en latín con los versos del gran poeta Wilfred Owen, muerto en combate en la última semana de la Primera Guerra Mundial.
Britten quería que los versos de Owen fueran cantados por el inglés Pears y el alemán Fischer-Dieskau, y los melismas en latín por Vishnevskaia. La Unión Soviética no la dejó viajar para el estreno, pero sí pudo cantar en el disco; así unieron en sus voces a las naciones europeas que se enfrentaron en la guerra.
Esa grabación, dirigida por Britten, es escalofriante. Fue lo último que grabó Dietrich antes de la súbita muerte de su esposa. Lo primero que grabó Galina en el idioma que la acogería con Dmitri al huir juntos de su tierra. Y el proyecto común de una pareja de músicos ingleses a quienes la burla y la incomprensión nunca pudieron separar.
Quiero dar la última palabra de este recorrido por el amor en la música a la reina Isabel de Gran Bretaña. En diciembre de 1976, mientras la Iglesia de Inglaterra que ella presidía todavía condenaba la homosexualidad, Isabel se enteró de la muerte de Benjamin Britten. Como apunta con gran sensibilidad Alex Ross en el final del capítulo dedicado al compositor en El ruido eterno, la monarca envió un telegrama de condolencias a Peter Pears, su gran amor.

Este reportaje fue publicado como texto de apertura de la revista Cultura/s de La Vanguardia el sábado 28 de mayo de 2022

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9 de junio de 2022
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Un país en obras

Escribo en un lapso silencioso que debo aprovechar con diligencia. Los albañiles han parado para comerse el bocadillo de las diez, aquietando su grúa, la hormigonera y los martillos hidráulicos. Llevamos más de año y medio de forzosa convivencia, frente a frente, y sé que cada mañana a las siete y media, cuando abren la verja metálica, se acuerdan de mí desde que les rogué que lo hicieran con algo más de suavidad –una especie de sexo con amor–. Al día siguiente les llevé unos cruasancitos.

Ahora el silencio se incrusta en el aire todavía limpio y fresco, y puedo oír los ligeros bamboleos de la brisa que mece los árboles. Durante algo más de media hora dispondré de una calma cada vez más rara, y podré articular palabras sin que las chispas de la radial caigan encima del teclado. Vivo en una zona falsamente tranquila. Cuando los taxistas me dejan en la puerta de casa me dicen: “Aquí no hay atascos, ¿eh?”, y a menudo añaden: “¡Cuánto verde!”. No quiero desengañarlos. Mis vecinos son jardineros avezados que utilizan cada día una herramienta distinta (con especial querencia por la sopladora de hojas, que manejan como si fuera una extensión de su virilidad, colocada entre las piernas). Y al estruendo de las máquinas podadoras se le suma el lamento de la radial, un quejido monótono que se cuela en las meninges como la maldita canción del verano.

¡Cuántas veces he creído que las obras me persiguen! Allí donde voy se abre una zanja o demuelen trozos de vida anticuada. Y es que tirar un tabique o cambiar el suelo se ha convertido en un ritual muy español. Tendría que tener un nombre la adicción a las obras con afán de renovar, incluso cuando no es necesario. Tan es así que nuestras ciudades están saturadas de socavones y contenedores de escombros. Durante el 2021 se destinaron 58.001 millones de euros a la ejecución de 51.400 obras, un 78% más que en el 2020 y hasta casi un 40% más que en el momento prepandémico. Pero sospecho que en ese continuo construir y reformar se esconde un malestar: ¿son las grietas de la pared o las nuestras las que queremos arreglar con estridencia?

Cézanne afirmaba que la verdadera tarea del pintor era “hacer el silencio”, y ansiaba convertirse en eco perfecto del paisaje. Porque el ruido contamina y enferma, aunque sobre todo contribuye a que casi nadie esté dispuesto a escuchar. Hacer el silencio también supone la retirada del propio yo. Los operarios han regresado al tajo con sus soldadores, y yo seguiré llevándoles cruasanes para que no me despierten con tanto frenesí.

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8 de junio de 2022
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Colaterales

Ha vuelto la selección sectaria de los tiempos de Franco, solo que allí, en donde había que decir lo grande y justo que era el Régimen, ahora debemos manifestar nuestro horror por lo no inclusivo o lo heteropatriarcal

Uno de los efectos más curiosos del eclipse de la individualidad ha sido la politización de absolutamente todo, como si el tronco poderoso de la ideología pudiera sostener nuestra endeble yedra privada, pero no es verdad, ese tronco está podrido y hueco. Nuestra yedra se agarra a la nada y contribuye al vacío. Cuanto más fuerte y sana crezca, mayor será el daño que produzca en aquello que supuestamente la sostiene. Hablen con cualquier jardinero.

Así, por ejemplo, una ley educativa destinada a crear ilusiones en quienes las necesitan conduce al espantajo que se está divulgando por España en los libros de texto. El estudiante no ha de aprender nada, ya lo sabe todo desde el momento en que abraza la moral de la secta, solo ha de obedecer. Y a la inversa, los estudiantes saben que basta con simular una creencia para aprobar. Nos sucedía también a nosotros con la educación franquista. Sabíamos perfectamente qué había que decir con determinados profesores para tener buena nota. Y lo contrario, solo a un loco se le ocurría decir la verdad o dar su opinión sincera ante un esbirro.

Así que ha vuelto la selección sectaria de los tiempos de Franco, solo que allí, en donde había que decir lo grande y justo que era el Régimen, ahora debemos manifestar nuestro horror por lo no inclusivo, lo machista o lo heteropatriarcal. Es lo mismo: en el fondo a nadie le importa demasiado porque saben que no pueden engañar indefinidamente a los estudiantes y que entre ellos se burlan de los profesores del Régimen. Basta con mentir para que te tomen por alguien inteligente.

Lo sorprendente es que esta deriva religiosa (porque se trata de una creencia irracional) coincide con el hundimiento absoluto de las artes y, cómo no, su refugio en la política, que es como decir en la subvención. De modo que si hace unos años estábamos hasta las narices de tanto “¡rebélate!”, “muestra tu rechazo”, o “marca tu diferencia”, aplicado indistintamente a un pantalón o a un producto de galería de arte llamado incluso “obra de arte”, ahora ya ha llegado a su punto de saturación, de manera que sabemos que cuanto se presenta como “rebelde”, “ataque a la sociedad de consumo” y demás eslóganes mercantiles, son ellos los que señalan, justamente, a lo más conservador.

De este modo, los poderes reales consiguen dos objetivos: el primero es que los más débiles crean servir para algo y no se rebelen, ellos que serían los potencialmente más peligrosos. De otra parte, el mercado sigue en manos de quienes controlan las sectas. Ellos, por lo general feroces anticapitalistas, son los que reparten las subvenciones, los (p) jefes del sistema. Porque de eso se trata, de repartir regalos, el maná del Estado, entre la clientela.

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7 de junio de 2022
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El simple acné

Al cine le gusta la infancia, y los niños suelen agradecerlo: es infinito, desde los tiempos del mudo, el número de estrellas infantiles, aunque no todas perduran una vez pisado el umbral de la adolescencia. También están las películas que, sin hacer de sus pequeños intérpretes grandes figuras, logran recrear el propio rito de paso de la niñez a la juventud en el seno de la familia; Roma, la obra maestra de Cuarón, es una de ellas, y se dice que su éxito mundial y su historia íntima en blanco y negro sirvió de inspiración a Kenneth Branagh para escribir y dirigir Belfast, que usa su propia infancia norirlandesa como argumento. Se trata, a mi juicio, de una evocación raquítica y sentimental, en la que lo previsible supera a lo sensible, aunque sí se explora con gracia el enredado asunto de las lenguas y los acentos locales del inglés, dando pie a que tanto actores irlandeses (Caitríona Balfe en el papel de la madre, Ciarán Hinds en el del abuelo) como británicos (la extraordinaria Judi Dench en el de la abuela) se luzcan en la dicción nativa o recreada.

La blandura del filme de Branagh asoma cuando, al salirse del cuadro de costumbres, bien trazado aunque confuso y apelotonado en las escenas de violencia callejera, el director se quiere lucir como artista imaginativo: hace del technicolor un crudo símbolo del escape de la grisura cotidiana en la secuencia en que la familia va en grupo a ver en una sala de Belfast Chitty chitty bang bang, el pomposo musical familiar de Ken Hughes basado en una novela no jamesbondiana de Ian Fleming, y también le da al cine clásico (Solo ante el peligro) un valor de contraste o contrafuerte debilitado por la repetición chillona de la conocida música de Dimitri Tiomkin en ese famoso western. Nada comparable con las más modestas pero tan elocuentes fantasías juveniles de Jacques Demy que Agnès Varda fue trenzando en distintas películas cortas y largas, una vez muerto su esposo, o las referencias literarias en su altar privado de Antoine Doinel, el niño aventurero y díscolo de Los cuatrocientos golpes de Truffaut.

Cineasta infinitamente superior a Branagh es Paul Thomas Anderson, quien en su nueva Licorice pizza (traducible como “Pizza de regaliz” o “Pizza de jarabe”) puede decepcionar incluso a los que, como yo, somos incondicionales de su obra. Los protagonistas de esta película innecesariamente prolija (133 minutos) no son ya niños, sino un chico adolescente (Cooper Hoffman) y una muchacha (Alana Haim) que se acerca a los treinta años, si bien ambos tienen un curioso rasgo en común: su acné. Esta palabra, que en castellano suena un tanto oriental (quizá por su cercanía a “acmé”, el cenit o periodo de máxima intensidad en un proceso morboso), no es peyorativa sino estrictamente patológica, como queda claro en la definición que da de ella María Moliner en su diccionario: “enfermedad de la piel consistente en granitos y asperezas producidos por la obstrucción de los folículos sebáceos”. Espero no ser acusado de altivez, ni de maldad cutánea, por detenerme en ese particular que tal vez yo mismo sufrí en la edad del pavo, aunque no me recuerdo granujiento.

Al margen de la elección de Anderson de dos protagonistas para mi gusto tan desprovistos de encanto, el prominente acné facial de ambos me resultó exagerado, aunque sea auténtico y no cosmético. ¿Acaso el maquillaje no existe en el cine para esas contingencias? Los primeros sesenta minutos de Licorice pizza tienen la banalidad afeada de sus asperezas, y lo malo es que las historias colaterales del guion escrito por el propio Anderson resultan mero afeite de superficie, sobre todo en la peripecia cargante en la que ni siquiera se lucen Tom Waits y Sean Penn. Lo más ajeno, lo más extravagante, lo que no es orgánico sino artificial o extrapolado es lo que funciona narrativamente, en el humor guillado y en la historia del concejal sufriente. Ese trenzado cómico-dramático realza la película en sus tres cuartos de hora finales, gracias sobre todo al personaje (real) de Jon Peters, encarnado por el actor Bradley Cooper en una creación del peluquero espídico que acabó de amante de Barbra Streisand, una mujer de tan rebelde pelo; la velocidad cómica del actor logra una escena de comedia esperpéntica que está entre lo mejor del cine ligero de Paul Thomas. Y después, en una concatenación fulgurante, el episodio de las elecciones municipales, para el que, según ha contado con detalle el director a la revista Fotogramas, Anderson aprovecha los recuerdos personales de su amigo Gary Goetzman, crecido como el propio P.T.A., en el californiano valle de San Fernando, donde, acabada pronto su carrera de actor infantil, Goetzman creó una empresa que fabricaba camas de agua como las del filme, antes de convertirse en productor cinematográfico y asistente voluntario de la campaña electoral de Joel Wachs, un político no-inventado que ocultaba su condición de homosexual para aspirar al cargo de consejero municipal de Los Ángeles. Esa memoria de Goetzman insertada en una piel ajena le da de súbito al filme una densidad semidramática y alegórica que entronca con las escenas de fantasía dialogada o monologal que tanto nos deslumbraron por su novedad en la seminal Magnolia. Abierto por el relato de su amigo Gary el torrente de las remembranzas del tiempo ido, el director Anderson tuvo al alcance de su mano un material común que supo aprovechar: “me bastó con documentarme dentro de mí mismo”.

Ahora bien, el acné, natural o simulado, no es de por sí ni embellecedor ni irritante. En la pantalla su verdad puede tapar una ficción o ser el añadido anecdótico de un cineasta en busca de inspiración, algo que no le falta a Jonás Trueba en el extenso y muy hablado Quién lo impide, filme al que, sin embargo, me costó entrar, al contrario de lo que suele pasarme en tanto que espectador de sus anteriores apólogos juveniles: todos ellos captaron mi atención y mi interés desde las primeras imágenes, quizá porque este lo vi yo solo en un aparato de televisión propia y no, como aquellos, acompañado del público escogido de los minicines del bendito arte y ensayo. Tampoco ayudaba su sustrato temático, los grupos de mediación escolar en los centros de enseñanza, asunto que se me presentó como árido, temeroso yo en un principio de que este cineasta tan limpiamente fabulador que es Trueba hubiera caído en el discursismo sentencioso y maquinal de los documentales firmados por el norteamericano Frederick Wiseman, confeccionador de secos estudios sobre instituciones (hospitales, ayuntamientos, grandes almacenes, bibliotecas públicas, academias militares) y los colectivos humanos que en ellas operan.

No es así, por fortuna. Los devaneos de los estudiantes de Quién lo impide son insípidos, como lo son siempre los entresijos de la seducción, aún más a esas edades; pero interesan, como sus trifulcas, sus celos, sus peleas, y algunas van en serio. ¿Son todas de verdad, o todo es falso y preestablecido por Trueba el Demiurgo? Mejor es no saberlo a ciencia cierta. Por mi parte, les vi crecer a varios en tres horas y media, chicas y chicos, y en los rostros de ellos la barba se imponía como un brote de afirmación o de atrezo. Los pelos femeninos cambiaban más de peinado. La temida sociología de la enseñanza media dejó así de inquietarme, en beneficio de la dramaturgia: una dramatización leve, a veces desmañada como la propia edad de los protagonistas. ¿Y el cutis del conjunto? La piel suave apenas se altera en los 220 minutos de tránsito o maduración. La trama, sin ser trillada, no nos depara sustos, aunque sí emociones, sobre todo cuando un Jonás profético sucumbe a la curiosidad de dar a sus personajes rienda suelta y ponerles delante la cámara en acción. Responden ellas y ellos, unos mejor que otros, ganando en espesura; sin caer en la cuenta, o conscientemente, se han hecho criaturas de ficción. Y a algunos, no a todos, se les ven los granos en la cara.

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6 de junio de 2022
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Lengua cortada

Afirma Claudio Eliano en su Varia historia, que el tirano Hanón de Cartago, en su insolencia, para eliminar las conjuras y conspiraciones ordenó por decreto que los naturales de la ciudad no podrían hablar entre ellos, bajo pena de hacerles cortar la lengua.  Pero los ciudadanos consiguieron sortear la prohibición haciéndose señas con la cabeza o gesticulando con las manos, levantando las cejas, y aún con expresiones de los ojos, todo en burla y desacato.

Entonces, mediante otro decreto, mandó prohibir los gestos.  En señal de protesta y rebeldía, la gente se concertó una mañana en la plaza, y al unísono rompió en abundante y amargo llanto. De manera fulminante, otra vez por decreto, fue abolido el derecho de llorar. Así quedaron suprimidas las palabras, los ademanes, y aún la libertad natural de los ojos de derramar lágrimas.

Me viene esta historia a la cabeza ahora que en Nicaragua ha sido declarada fuera de le ley la Academia Nicaragüense de la Lengua; es decir, han sido prohibidas las palabras, consecuencia de lo cual, ya se sabe, es el silencio. El director de la Real Academia Española, Santiago Muñoz Machado, lo ha puesto mejor que nadie: “cortarle la lengua a la gente e ir un paso más allá en la opresión”.

Seguramente habrá pronto en Nicaragua una Policía del Silencio, cuidando de que nadie se comunique entre sí, de modo que la gente no pueda pronunciar las palabras viejas en calles, plazas y mercados, ni inventar ninguna palabra nueva en los bares y las barberías.

La lengua que cuenta, inventa, juzga, condena e impreca, se burla, el poder absoluto la juzga siempre sospechosa de atrevimiento y sedición. La boca es la puerta de toda rebeldía, y también es puerta de la risa, con la que no congenian tampoco las tiranías, que siempre están de mal humor.

Hanón no se ríe, menos de sí mismo. Y odia las bromas irreverentes, lo mismo que cualquier clase de invención, porque la libertad de crear que se halla en las palabras le parece sediciosa; por eso, entre las prohibiciones de sus decretos entran las novelas, y las letras de las canciones, de las que siempre sospecha mofa a su majestad.

La lengua, por lo tanto, pasa ahora en Nicaragua a la clandestinidad. Academias, de ahora en adelante, solo las militares. Ya antes que la Academia Nicaragüense de la Lengua había sido suprimida la Academia de Ciencias. Ciencias y letras, ¿para qué?

 Los ciudadanos de Cartago se abstenían de hablar en público, y lo hacían por medio de gestos; pero, en privado, lejos de los oídos de los esbirros de Hanón, sin duda se comunicaban en susurros en las alcobas, en los baños públicos, en los caminos y parajes solitarios. Y en las cocinas.

  En El fin del Homus Sovieticus, Svetlana Aleksiévich recuerda como en los años de la dictadura del proletariado, el lugar donde la gente se congregaba para hablar, fuera del alcance de la policía secreta, era en las cocinas. La cocina se convirtió en confesionario y conspiradero, donde los vecinos se intercambiaban los zamizat, las copias al carbón de libros y folletos prohibidos por la censura oficial, y donde podían desahogarse, pese al miedo.  Porque el fiel compañero del silencio impuesto por decreto es el miedo, que una vez apartado da paso a la rebeldía.

Pero en Nicaragua no se prohíben solo la academia que cuida de las palabras. A la fecha son 440 las organizaciones de la sociedad civil que han sido declaradas fuera de la ley, bajo la acusación de que todas, por el hecho de ser independientes, actúan como agentes extranjeros, y significan por tanto un peligro inminente para la soberanía nacional, que ahora reside no en la nación sino en la pareja gobernante.

Las palabras, y también la memoria hay que erradicarlas. El Instituto de Historia de Centroamérica, que guardaba la colección más valiosa de documentos y fotografías de la nación, ha sido clausurado por decreto, lo mismo que la Fundación Enrique Bolaños, que poseía la biblioteca digital más importante del país.

Son sospechosos también quienes se organizan para avistar pájaros, proteger reservas silvestres, o cultivar la ejecución de instrumentos musicales. Un vistazo al último de los decretos que suprimen asociaciones civiles, nos puede dar una mejor idea:

La Fundación para el Desarrollo de las Reservas Silvestres Privadas de Nicaragua; la Asociación de Pianistas, la Asociación Teatral Quetzalcóatl, la Sociedad de Gestión Colectiva de Derechos de Autor. Y la Asociación Nicaragüense de Pediatría, médicos que curan niños por instrucciones del enemigo extranjero.

Hanón desconfía de quienes se organizan libremente de manera solidaria, porque sospecha que, aunque se trate de una fundación que promueva la operación de labios leporinos, o que procure quimioterapia a los niños con leucemia, lo hacen en contra suya.

Pero nada es gratuito, sin embargo, ni caprichoso, ni fruto de la irreflexión de un momento. Todo obedece a un diseño maestro, que tiene por fin inmovilizar a los ciudadanos y desaparecer sus iniciativas, hasta llegar al control total de la sociedad. Cada quien, en su casilla asignada, moviéndose nada más cuando el Hanón lo decida.

Hanón, el Gran Hermano, te vigila. Si te mueves de tu nicho, te corta la lengua.

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6 de junio de 2022
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Dificultades insalvables

Es un embuste habitual encabezar un artículo afirmando que "no tengo aquí a mano el libro pero creo que fue XXX quien dijo tal cosa". En mi caso, ahora, podría utilizar ese mecanismo, pero no, reconoceré que se trata de Sigrid Nunez (¡qué ganas de escribir Núñez!) quien, a su vez, citando al citadísimo Milosz, escribe que cuando en una familia nace un escritor la familia se hace trizas. Y digo que es un embuste habitual porque no hay quien cite de memoria, siempre se cita ante la fuente, ante un libro bien sujeto entre las manos y con los ojos bien abiertos, pero por eso de presumir de memorión conviene, a veces, inventarse lo de “creo que fue”.

Efectivamente, la existencia de familia en la vida de un escritor constituye un problema, un problema tan serio que puede impedir la redacción de una novela, aunque se arguya o se sugiera que no está basada en hechos reales. Por ejemplo, mi situación, en la actualidad, es de paro técnico al encontrarme con la necesidad perentoria de incluir en la novela Vórtex, que llevo décadas garabateando, diversos personajes que son mucho más que pálido reflejo de la realidad, quiero decir que son mucho más que pálido reflejo de miembros de mi familia. ¿Cómo hablo de xxx, pederasta irreductible, que me hizo vivir alguno de los episodios más sórdidos de mi infancia? Un tipo que falleció hace mucho, pero al que le deben de sobrevivir descendientes, que no me consta que sean voraces consumidores de narrativa, pero nunca se sabe si un abogado leído y ocioso perteneciente a su entorno, podría ver en mi texto una alusión directa al venerable cabeza de familia y enfrascarse en una tenaz persecución judicial.

Y otra cosa. Las cámaras de seguridad. Artilugios que prosperan por doquier y que imposibilitan describir con verosimilitud cualquier acción criminal situada en tiempo presente. De qué modo el protagonista, inteligente asesino en serie, trasunto del autor, puede desarrollar su tarea si el lector sabe que el personaje, esté donde esté, quedará registrado, desbaratando la trama.

O sea que el tantas veces anunciado término del género novelístico por fin ha llegado, al menos para mí, dada mi preferencia por colocar a asesinos y pederastas en el centro operativo del argumento. No puedo, tengo sentimientos, neutralizar a toda mi familia, y no puedo forzar la promulgación de una ley que, en aras de la privacidad, elimine las cámaras callejeras. A mí, clausurada la narrativa, sólo me queda la poesía.

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2 de junio de 2022
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Una cosa que piensa

¿Cabe pues hablar de máquinas que piensan?  A la  pregunta de Alan Turing  hace casi tres cuartos de siglo  lo primero que pasa por la cabeza es la de que todo depende de lo que entendemos por pensar. El propio Turing escribe en el arranque “Deberíamos  empezar definiendo lo que significan los términos máquina y pensar”. No parece que esta exigencia se haya siempre respetado.

Etimológicamente pensar es “sopesar”, alzar, relevar, hacer que algo sea  relevante  a fin de pesarlo o… pensarlo, dirimir respecto a sus posibilidades con vistas a obtener un resultado que se espera. Pero, obviamente, de entrada  esto puede ser aplicable  tanto a la compleja reacción que tiene un animal que  valora opciones  de fuga ante la presencia de un depredador, como a la disposición  de un político que  tantea o calibra los beneficios y perjuicios de adoptar tal posición. Y cuando Turing  plantea la pregunta se está refiriendo a algo más que a esto.

De hecho Turing parece tener en mente  un ser (“una cosa que piensa” Descartes dixit) cuya reacción ante el entorno fuera homologable  a la de los humanos en las circunstancias en las que  actúan racionalmente. Y quisiera al respecto insistir en un aspecto problemático ya señalado:

Cuando nos dirigimos a un ser humano, tenemos como punto de arranque,  presupuesto o condición, que estamos dirigiéndonos a un ser pensante y no esperamos la respuesta para determinar que  efectivamente es así (si responde mal o caóticamente, diremos que es un ser confuso, pero no ponemos en cuestión su condición de ser pensante). Esto no podía escapar al propio Turing, de ahí la dificultad de interpretar su texto en el sentido  de juzgar  a la invisible entidad de la misma manera que juzgaríamos  a los humanos, es decir, sólo si responden a nuestras preguntas de un modo que nos parece razonable diríamos que su respuesta es resultado de que han estado pensando, es decir que son seres inteligentes. Pero con independencia de este problema, cuando quien considera la eventualidad de una máquina inteligente es un pensador de la envergadura de Alan Turing, hemos forzosamente de considerar  que no se trata de un uso abusivo del término inteligencia.

Estamos ante la hipótesis  de que una entidad que (al igual que ocurre en nuestro caso)  se activa incluso cuando nada relativo a las condiciones de posibilidad de su existencia está en juego; una entidad cuya percepción digamos sensorial  fuera (como en nuestro caso) mediatizada por entidades que no cabe sin más reducir a elementos  sensibles, como  son los conceptos, los contenidos del platónico campo eidético; una entidad  que a partir de de un conjunto finito de elementos físicos  estuviera en condiciones de desplegar una pluralidad potencialmente infinita de elementos “significantes”; a lo cual cabe añadir que esa entidad estaría atravesada por los elementos emocionales, las ansias creativas y la frustración por no alcanzarlas que son rasgos de nuestra inteligencia.

En la intersección de la ciencia y la filosofía, el proyecto de Turing abre el siguiente interrogante: siendo el hombre un animal de razón y de lenguaje, ¿llegará él mismo a ser creador de razón y lenguaje?; ¿creador de  algo que (parafraseando a Descartes) afirma, niega, siente, conjetura, concluye  teme, se motiva y sobre todo duda, aspectos todos ellos que son expresión de inteligencia? Los cerebros artificiales solucionarán  mucho mejor que el hombre ciertos problemas antes  evocados, reemplazándonos en  tareas tecnológicas. Pero ¿serán  émulos de Dante  o Calderón, compondrán como Mozart o Vivaldi? Interrogación a la cual cabe añadir:

¿Serán esos nuevos seres  capaces  de formular algo análogo al principio de equivalencia de la relatividad general o al principio de incertidumbre de Heisenberg de la Mecánica Cuántica?  ¿Serán capaces de “interesarse” por algo como las figuras cónicas que fascinaban al pensamiento griego y que sin embargo no tuvieron durante siglos utilización técnica alguna? ¿Serán  susceptibles de ser movidos por la pura exigencia de inteligibilidad que, desde la física elemental de los jónicos hasta las discusiones sobre los fundamentos de la física cuántica (¡que se prolongan desde hace un siglo!) son un aspecto esencial de la ciencia (no el único por supuesto)? ¿Serán capaces de sentir ese “estupor” (según Aristóteles punto de  arranque de la filosofía) que experimenta un científico cuando constata algo que, funcionando perfectamente, parece escapar a los principios mismos de la ciencia, ese estupor que -por mucho que hubiera previsto el resultado- no pudo dejar de experimentar Alain Aspect ante su experimento de no localidad? En suma:

¿Dará el hombre lugar a un ser artificial dotado de la inteligencia a la vez conceptual y sentiente (por utilizar la expresión de Zubiri) que ha posibilitado un Garcilaso, pero también un Descartes o un Einstein, y que además tenga esa trágica certeza de la propia finitud que acompañaba a esos  creadores, como acompaña a todo ser de palabra?

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2 de junio de 2022
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Europa, Europa

 

Aunque pasen los años, hay profesores que no se olvidan. Tal vez fuera por su personalidad, porque nos descubrió algo en concreto o porque nos escuchaba con sincero interés cuando tomábamos la palabra; a veces por un detalle, como una frase que era como una marca propia. Francisco Fernández Buey, profesor de Ética y Filosofía Política en la Universitat Pompeu Fabra, iniciaba sus explicaciones con la pregunta: “¿De qué hablamos cuando hablamos de…?”, antes de abordar conceptos como libertad, justicia o verdad en Arendt, Benjamin, Gramsci o Weil. Aquel íncipit alentaba a no dar nada por sentado en esos términos tan gastados por el uso, a dudar por norma de si hablábamos con propiedad o, al dialogar, evitar un fracaso frecuente: creer que nos referimos a lo mismo por el mero hecho de usar las mismas palabras. La situación de Ucrania me ha devuelto a ese arranque de las conferencias de Fernández Buey.

Por ejemplo, al leer títulos recientes sobre los derroteros de la Unión Soviética antes de su disolución, como en el de Vladislav Zubok (Collapse: The fall of the Soviet Union), donde encontré una réplica de Alexánder Yákovlev a George Bush: reunidos en la Casa Blanca para debatir sobre una Ucrania independiente tras el referéndum de 1991, el primero, uno de los impulsores de la glasnost , le dijo al presidente estadounidense que en Rusia había, “por desgracia, mil interpretaciones distintas para la palabra independencia ”.

Tanto el libro de Zubok como el de Mary E. Sarotte (Not one inch) o Kristina Spohr (Post Wall, Post Square) se abstienen de reducir la causa de la Europa post-Crimea a la supuesta promesa incumplida de no ampliar la OTAN hacia el Este, cuando no está recogida en ningún acuerdo y se hizo en circunstancias que al cabo de poco cambiaron radicalmente. ¿Fue temeraria la ampliación de la OTAN? Depende de a quién se le pregunte.

En un diálogo con Alexéi Navalni publicado en formato libro, Opposing forces, Adam Michnik recuerda que Mijaíl Gorbachov le dijo al presidente polaco que la pertenencia de su país a la OTAN era un error. Acto seguido, Alexander Kwasniewski le preguntó cuál era su opinión de Yeltsin. Gorbachov se refirió a su sucesor como un “tonto y borracho”. Cómo no entrar en la OTAN, le espetó Kwasniewski, si todo un arsenal nuclear estaba en manos de un presidente así. Si Rusia fuera una auténtica democracia, añadió Michnik, no se sentiría amenazada. Con Yeltsin, además, apunta Spohr, “la democracia nació muerta”, pues “la corrupción se desbordó y el Estado de derecho nunca arraigó”.

Aquello fue una tormenta perfecta con capitanes al mando improvisando decisiones a oscuras. Las cuestiones sobre Rusia, tan renuente a ceder un ápice de su soberanía y celosa con su identidad y estatus, no se habrían resuel­to “ni con la diplomacia más delicada”. ¿Contentar a Rusia o devolver la dignidad a sus rehenes, esa zona gris llamada Europa del Este? Para algunos, el dilema per­siste.

¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa? De nuevo esa pregunta con tantas respuestas como interlocutores. Ojalá fuera tan fácil como trazar un signo igual en matemáticas. Respuestas, además, fugaces, pues no tardan en dejar de ser válidas. Europa como rompecabezas maldito, como proyección bienintencionada, abismo y paraíso en un mismo espacio, solución y problema, modelo y contra­ejemplo. “Europa era el refugio de nuestro infierno doméstico”, le contó Michnik al hoy encarcelado Navalni, la alternativa a la censura, la represión y el fraude que viven hoy Bielorrusia o Kazajistán, los “buenos vecinos” de Rusia. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa del Este? Todavía de una terra incognita, tres décadas después de descorrer el telón de acero. En lugar de escucharla y (re)conocerla entonces, lo que sedujo de ella a Occidente, como apunta Iván de la Nuez en su reciente La larga marca, fue su experiencia convertida, de manera superficial y exótica, en estética nostálgica.

El zarpazo de Moscú ha provocado, entre otras cosas, que de la “otra Europa” nos lleguen hoy voces claras y seguras como alternativa a la retórica de la grandeur de los viejos imperios que solo se reconocen entre sí. A la determinación de Kaja Kallas o Kiril Petkov se han unido Sanna Marin y Magdalena Andersson. “Nos conocemos a nosotros mismos en la medida en que nos ponen a prueba”, dicen unos versos de Wisława Szymborska. Allá donde vayas (escribo esto desde Cracovia) consulta a sus poetas, me dijo otro profesor.

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31 de mayo de 2022
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Italo Calvino, viaje a la ciudad invisible del nuevo mundo

A Italo Calvino no le pareció suficiente la crónica de su viaje a los Estados Unidos – “demasiado modesta literariamente y no lo bastante original como reportaje”– y prefirió dejar las galeradas ya corregidas en un cajón. Ahora, sesenta y dos años después, podemos leer su libro inédito como si fuera el mensaje de un náufrago perdido en el marasmo del tiempo. Escrito para los lectores de su época, sorteando las creencias vigentes y las supersticiones intelectuales dominantes, llega hasta nosotros como un doble testimonio: en sus reflexivas observaciones sobre América se refleja también la conciencia del escritor europeo.

En los Estados Unidos de 1960 no se había representado todavía la crisis de los misiles, el asesinato de los Kennedy, la muerte de Marilyn Monroe, ni la operación Rolling Thunder en Vietnam, ni todo lo que vino después. Calvino llegó a un país que mantenía intacta la formidable confianza puesta en sí mismo e incorrupta la jactancia por sus triunfos.

Ciento cincuenta y seis epígrafes recogen sus notas de viaje, su entrometida curiosidad, su impaciente indagación y la inquisitiva sentencia de un viajero sin prejuicios. La escuela de la dureza, la muerte del radical, el reino del óxido, los persuasores ocultos, las residencias de ancianos, el peatón sospechoso, el sindicato del striptease… configuran el retrato de una sociedad que se expande jubilosamente junto a una sombra que no tiene nombre.

El libro de Calvino, el dietario de un entusiasta viaje de seis meses a lo largo y ancho del país, fruto de largas conversaciones con los personajes que salen a su paso, podría encuadernarse junto al informe de Tocqueville, ayudarnos a hacer el balance de cómo han ido las cosas en estos dos últimos siglos y ver si han desembocado finalmente en la prosperidad que se esperaba o en la miseria que se temía.

A Calvino le intriga que el espectacular optimismo del país sea compatible con las casuchas de madera que se pudren en el fango, el despiadado odio racista de los blancos pobres, el macartismo latente, la ruina de las barriadas populares, la obsesiva prioridad del dinero, la lucha sin escrúpulos por el enriquecimiento y los alardes del mercantilismo consumista. La pesquisa ambulante de Calvino se hace por ello más penetrante y le obliga a interrogarse sobre lo que no se ve a simple vista.

Calvino, que no deja de verse como un Bouvard et Pecúchet , percibe una vaga tristeza detrás de la bulliciosa alegría americana y se pregunta de dónde procede la desolación que palpita en los paisajes más bellos del país. Observa a los viejos jubilados “ parpadear y roncar delante de la televisión”, sin llenar nunca su sórdido “ vacío interior”. Siente escalofríos al contemplar la “ opaca banalidad de las pequeñas ciudades industriales” y la maquinaria productiva “que manejan autómatas somnolientos”. Le resulta incomprensible que la América laica se haya desprendido de la tutela de los pastores y predicadores para someterse a la despótica terapia psicoanalítica. Constata la penuria de una sociedad resignada al bucle de la ansiedad, el préstamo bancario y la deuda perpetua. Y le irrita de un modo indecible la idiotez publicitaria de la televisión.

La confesada aversión del autor por los beatniks – “tienen un aspecto poco higiénico, son arrogantes y no pueden considerarse buenos vecinos”– expresa lo ajeno que se siente al esnobismo de las modas. Calvino admite su “ deplorable falta de sensibilidad hacia quien prefiere andar mal vestido” y un franco desdén por sus obras literarias; cree ver además en estos movimientos culturales una impostura similar a la que rige cualquier otra farsa del gregarismo social. Calvino comenta su admiración por la espléndida belleza de los negros que siguen a Martin Luther King, nos cuenta que el free jazz racionaliza el “ nerviosismo actual” y lamenta que el expresionismo abstracto sea una pintura cargada de consternación “ ciega y vociferante”.

Hollywood elabora para el imaginario colectivo de los estadounidenses las ilusiones y fantasías que alimentan la ficción de su identidad, pero Calvino hace notar que ningún grupo étnico –irlandeses, italianos, rusos…– “ha salido indemne del trauma de la inmersión en el nuevo mundo”. La cicatriz de aquella herida es el síndrome de los pioneros, colonos y emigrantes que abandonaron o huyeron de Europa sin dejar de sentir un anónimo y difuso despecho, nostalgia y envidia.

El país que recorrió Calvino podría ser una de sus ciudades invisibles. Una ciudad en donde lo que en verdad se es y lo que se dice ser se ha plegado en una única presunción.

Quizá la enorme ciudad derramada sobre el inmenso paisaje del nuevo mundo sea una de sus ciudades semióticas, la ciudad de los signos, con la marca de una orfandad única en la historia del mundo. La interpretación de estas señales es lo que permitió a Calvino intuir en 1960 lo que iba a venir: "Es bastante probable que en el futuro haya varias sorpresas desagradables para los Estados Unidos".

Un visionario

Italo Calvino (Cuba, 1923-Siena, 1985), uno de los intelectuales italianos más destacados de su tiempo, fue editor, novelista, pensador y traductor. Durante la ocupación alemana de Italia fue partisano de la Brigadas Garibaldi. Colega de Cesare Pavese, Elio Vittorini y Natalia Ginzburg participó en los apremiantes debates ideológicos y estéticos de la posguerra y se fue desplazando desde la novela realista hacia el reino de la fábula literaria y los postulados de la imaginación lúdica. Sus libros –El barón rampante, El caballero inexistente, El vizconde demediado, El castillo de los destinos cruzados, Las ciudades invisibles, Si una noche de invierno un viajero, …– expandieron el paisaje creativo de la imaginación narrativa y el campo abierto por el posmodernismo literario.

Durante su larga estancia en Paris, Calvino fue proclamado por sus amigos Raymond Quenau y Georges Perec como mémbre étranger del grupo Oulipo (Ouvroir de littérature potentielle).

Sus Seis propuestas para el próximo milenio se publicaron póstumamente como el testamento de un visionario asomado al futuro en el que ahora vivimos.

Reseña del libro: Un optimista en América de Italo Calvino SIRUELA

Texto completo en PDF:   La Vanguardia_Culturas_Viaje a la ciudad invisible del Nuevo Mundo_Calvino

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30 de mayo de 2022
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