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Europa, Europa

Por 31 de mayo de 2022 Sin comentarios

Marta Rebón

 

Aunque pasen los años, hay profesores que no se olvidan. Tal vez fuera por su personalidad, porque nos descubrió algo en concreto o porque nos escuchaba con sincero interés cuando tomábamos la palabra; a veces por un detalle, como una frase que era como una marca propia. Francisco Fernández Buey, profesor de Ética y Filosofía Política en la Universitat Pompeu Fabra, iniciaba sus explicaciones con la pregunta: “¿De qué hablamos cuando hablamos de…?”, antes de abordar conceptos como libertad, justicia o verdad en Arendt, Benjamin, Gramsci o Weil. Aquel íncipit alentaba a no dar nada por sentado en esos términos tan gastados por el uso, a dudar por norma de si hablábamos con propiedad o, al dialogar, evitar un fracaso frecuente: creer que nos referimos a lo mismo por el mero hecho de usar las mismas palabras. La situación de Ucrania me ha devuelto a ese arranque de las conferencias de Fernández Buey.

Por ejemplo, al leer títulos recientes sobre los derroteros de la Unión Soviética antes de su disolución, como en el de Vladislav Zubok (Collapse: The fall of the Soviet Union), donde encontré una réplica de Alexánder Yákovlev a George Bush: reunidos en la Casa Blanca para debatir sobre una Ucrania independiente tras el referéndum de 1991, el primero, uno de los impulsores de la glasnost , le dijo al presidente estadounidense que en Rusia había, “por desgracia, mil interpretaciones distintas para la palabra independencia ”.

Tanto el libro de Zubok como el de Mary E. Sarotte (Not one inch) o Kristina Spohr (Post Wall, Post Square) se abstienen de reducir la causa de la Europa post-Crimea a la supuesta promesa incumplida de no ampliar la OTAN hacia el Este, cuando no está recogida en ningún acuerdo y se hizo en circunstancias que al cabo de poco cambiaron radicalmente. ¿Fue temeraria la ampliación de la OTAN? Depende de a quién se le pregunte.

En un diálogo con Alexéi Navalni publicado en formato libro, Opposing forces, Adam Michnik recuerda que Mijaíl Gorbachov le dijo al presidente polaco que la pertenencia de su país a la OTAN era un error. Acto seguido, Alexander Kwasniewski le preguntó cuál era su opinión de Yeltsin. Gorbachov se refirió a su sucesor como un “tonto y borracho”. Cómo no entrar en la OTAN, le espetó Kwasniewski, si todo un arsenal nuclear estaba en manos de un presidente así. Si Rusia fuera una auténtica democracia, añadió Michnik, no se sentiría amenazada. Con Yeltsin, además, apunta Spohr, “la democracia nació muerta”, pues “la corrupción se desbordó y el Estado de derecho nunca arraigó”.

Aquello fue una tormenta perfecta con capitanes al mando improvisando decisiones a oscuras. Las cuestiones sobre Rusia, tan renuente a ceder un ápice de su soberanía y celosa con su identidad y estatus, no se habrían resuel­to “ni con la diplomacia más delicada”. ¿Contentar a Rusia o devolver la dignidad a sus rehenes, esa zona gris llamada Europa del Este? Para algunos, el dilema per­siste.

¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa? De nuevo esa pregunta con tantas respuestas como interlocutores. Ojalá fuera tan fácil como trazar un signo igual en matemáticas. Respuestas, además, fugaces, pues no tardan en dejar de ser válidas. Europa como rompecabezas maldito, como proyección bienintencionada, abismo y paraíso en un mismo espacio, solución y problema, modelo y contra­ejemplo. “Europa era el refugio de nuestro infierno doméstico”, le contó Michnik al hoy encarcelado Navalni, la alternativa a la censura, la represión y el fraude que viven hoy Bielorrusia o Kazajistán, los “buenos vecinos” de Rusia. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa del Este? Todavía de una terra incognita, tres décadas después de descorrer el telón de acero. En lugar de escucharla y (re)conocerla entonces, lo que sedujo de ella a Occidente, como apunta Iván de la Nuez en su reciente La larga marca, fue su experiencia convertida, de manera superficial y exótica, en estética nostálgica.

El zarpazo de Moscú ha provocado, entre otras cosas, que de la “otra Europa” nos lleguen hoy voces claras y seguras como alternativa a la retórica de la grandeur de los viejos imperios que solo se reconocen entre sí. A la determinación de Kaja Kallas o Kiril Petkov se han unido Sanna Marin y Magdalena Andersson. “Nos conocemos a nosotros mismos en la medida en que nos ponen a prueba”, dicen unos versos de Wisława Szymborska. Allá donde vayas (escribo esto desde Cracovia) consulta a sus poetas, me dijo otro profesor.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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