Joana Bonet
Escribo en un lapso silencioso que debo aprovechar con diligencia. Los albañiles han parado para comerse el bocadillo de las diez, aquietando su grúa, la hormigonera y los martillos hidráulicos. Llevamos más de año y medio de forzosa convivencia, frente a frente, y sé que cada mañana a las siete y media, cuando abren la verja metálica, se acuerdan de mí desde que les rogué que lo hicieran con algo más de suavidad –una especie de sexo con amor–. Al día siguiente les llevé unos cruasancitos.
Ahora el silencio se incrusta en el aire todavía limpio y fresco, y puedo oír los ligeros bamboleos de la brisa que mece los árboles. Durante algo más de media hora dispondré de una calma cada vez más rara, y podré articular palabras sin que las chispas de la radial caigan encima del teclado. Vivo en una zona falsamente tranquila. Cuando los taxistas me dejan en la puerta de casa me dicen: “Aquí no hay atascos, ¿eh?”, y a menudo añaden: “¡Cuánto verde!”. No quiero desengañarlos. Mis vecinos son jardineros avezados que utilizan cada día una herramienta distinta (con especial querencia por la sopladora de hojas, que manejan como si fuera una extensión de su virilidad, colocada entre las piernas). Y al estruendo de las máquinas podadoras se le suma el lamento de la radial, un quejido monótono que se cuela en las meninges como la maldita canción del verano.
¡Cuántas veces he creído que las obras me persiguen! Allí donde voy se abre una zanja o demuelen trozos de vida anticuada. Y es que tirar un tabique o cambiar el suelo se ha convertido en un ritual muy español. Tendría que tener un nombre la adicción a las obras con afán de renovar, incluso cuando no es necesario. Tan es así que nuestras ciudades están saturadas de socavones y contenedores de escombros. Durante el 2021 se destinaron 58.001 millones de euros a la ejecución de 51.400 obras, un 78% más que en el 2020 y hasta casi un 40% más que en el momento prepandémico. Pero sospecho que en ese continuo construir y reformar se esconde un malestar: ¿son las grietas de la pared o las nuestras las que queremos arreglar con estridencia?
Cézanne afirmaba que la verdadera tarea del pintor era “hacer el silencio”, y ansiaba convertirse en eco perfecto del paisaje. Porque el ruido contamina y enferma, aunque sobre todo contribuye a que casi nadie esté dispuesto a escuchar. Hacer el silencio también supone la retirada del propio yo. Los operarios han regresado al tajo con sus soldadores, y yo seguiré llevándoles cruasanes para que no me despierten con tanto frenesí.