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¿Adiós a las armas?

Esta historia es real.

El hombre compró el juguete para su hijo por tan sólo cinco pesos con cincuenta, el equivalente a poco más de un euro. Pensó que se había llevado una ganga, que haría feliz a su niño con tan poco. Había examinado la mercadería superficialmente, debido al apuro por llegar a casa antes de que cayese la noche: vio la pistolita de plástico, el par de esposas atadas al cartón por tiritas y cubiertas por un plástico transparente. Police Set, decía el cartón que oficiaba de base. Made in China. (Siempre Made in China).

Fue después, cuando el pequeño ya había destrozado plástico, cartón y tiritas, que advirtió algunas de las idiosincracias del set. Para empezar, la pistolita tenía como accesorio un silenciador. Se preguntó: ¿desde cuándo la policía dispara con silenciador, como si tuviese algo que ocultar? Pero nada lo preparó para el más colorido de los accesorios: una pequeña picana, cargada con una pila para producir descargas eléctricas –descargas leves, pero no por ello menos reales.

Una vez repuesto de su impresión, el hombre tuvo el tino de acudir a la Justicia y la Defensoría del Pueblo actuó de inmediato, solicitando a los comerciantes el retiro del Police Set de todos los estantes y vidrieras. La Defensora, Alicia Pierini, destacó ante la prensa la contradicción que emanaría del enseñarles a los niños sobre la cuestión de los derechos humanos –que figura en la currícula escolar, como uno de los correctivos a la experiencia de la dictadura en los 70- y después sugerirles, desde el juego, que es normal que un policía dispare envuelto en la protección del silencio y que torture a sus detenidos.

Yo no soy de los que creen que hay que prohibir el uso de las armas de juguete. Si lo hiciese sería infiel al disfrute que me ofrecieron cuando niño. Siempre me fascinaron, todavía hoy colecciono espadas y réplicas de pistolas y practico tiro con arco y flechas. (Lo cual me inhabilitaría moralmente para fingirme contrario a las armas de juguete; gracias al cielo que tan sólo tuve hijas mujeres, al menos hasta hoy). Sin embargo nunca utilicé un arma real en contra de nadie, y conste que la vida en este país me ha dado más de una excelente excusa para hacerlo.

El universo Barbie que subsumió la experiencia de juego con mis hijas me eximió de poner a punto una política sobre las armas de juguete, pero si debiese formular una de apuro diría: la violencia es parte de la vida, y en particular de la experiencia humana. Yo no querría formar criaturas violentas, pero tampoco criaturas que no supiesen cómo desenvolverse en este mundo. Si empezase prohibiéndoles las armas de juguete debería continuar prohibiéndole los programas de TV que ven todos sus compañeros, y terminaría vedándoles la visión de los noticieros. Y así formaría personalidades desgajadas de la realidad, y por ende débiles a la hora de plantarse ante la vida. Mi objetivo sería más bien mostrarles las cosas que ocurren a diario en el mundo, para que sepan dónde están parados, e imbuirlos a la vez de un respeto a todas las formas de vida que no convierta a la violencia en tabú, en algo oculto y por ello tentador, sino a la no violencia en una elección consciente –la elección superior, propia de los más fuertes.

Celebro la decisión de este padre, que enseñó a su hijo que la tortura constituye un delito y que por ello cualquiera que la practique es un delincuente –aún tratándose de un policía. Ese niño no sufrirá shock alguno cuando preste atención a los noticieros, por el contrario, estará preparado para asimilar la verdad. Y celebro la eficiencia de la Defensoría del Pueblo, que esta vez hizo honor al rimbombante título de su oficina.

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16 de junio de 2006
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Marte y Venus

Nota: Este blog no se publicó ayer debido a problemas con el operador de internet. Pedimos disculpas a los lectores.

Tras el paseo medieval de ayer, tan gustoso, me tomo unas vacaciones por el pasado del pasado.

Un europeo del año 1800 vivía prácticamente como un palestino en tiempos de Jesucristo, no viajaba, si tenía prisa montaba en mulo, si mercaba dependía del viento y del mar, si labraba miraba con congojo los signos del firmamento, las noches eran eternas, así como el invierno, tenía tantos hijos como le daba la mujer y así sucesivamente.

Por el contrario, la distancia entre un europeo de 1800 y otro de 1870 es el abismo. Entre 1814 y la primera guerra mundial, los europeos no cambiamos de era, cambiamos de planeta.

La mayor diferencia, la máxima incomprensión, radica en la concepción del trabajo honrado. Para una persona educada y de la buena sociedad del Antiguo Régimen, lo principal y más hermoso, la actividad digna, moralmente excelente, el trabajo fructífero, es la guerra. Los caballeros tenían como principal función en este mundo poner en juego su vida para proteger a los suyos y para divertirse. Fuera o no fuera verdad. La verdad es cosa de filósofos.

Bela m’es pressa de blezos
Cubert de teintz vermelhs e blaus
D’entresenhz e de gonfanos
De diversas colors tretaus
Tendas e traps e rics pabalhos tendre
Lansas frassar, escutz traucar, e fendre
Elmes brunitz, e colps donar e prendre

“¡Qué bello es empuñar los escudos de tintes rojos y azules, los estandartes, los gonfalones multicolores. Alzar ricas tiendas, reales y pabellones. Romper lanzas, perforar escudos, hender yelmos bruñidos, dar y recibir golpes...”.

Es la alegría explosiva de Bertran de Born cuando comienzan las campañas de primavera y verano. Ya terminó el insoportable invierno, el encierro entre piedras húmedas junto a pavorosos fuegos que te llenan los ojos de hollín, ya no habrá que soportar las habladurías y enredos de la servidumbre, sus mezquinas peleas, sus líos de alcoba, por fin rompe uno las cadenas de la pedigüeña, la quejumbrosa familia. En cuanto el sol comienza a calentar, empieza el gran juego: vivir, matar y morir.

E ai grant alegratge
Quant vei per champanha renjatz
Chevaliers e chavaus armatz

“Y me llena de alegría ver la campiña cubierta por caballos y caballeros armados, en orden de combate”.

Muchos ciudadanos actuales se espantan cuando leen cosas de este calibre. No les caben en la cabeza. Es su modo de sentirse superiores a los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, en fin, moralmente por encima de todo el género humano muerto. Hipocresía. Nunca se ha asesinado tanto como en los tiempos modernos.

La guerra era la vida normal de las gentes hasta la Revolución Francesa y el triunfo del poder burgués. Todavía en 1760 el príncipe de Ligne escribía estas curiosas palabras:

La vie que je menais à mon cher Beloeil oú des guerres, des voyages et d’autres plaisirs m’empechaint d’être autant que je l’eusse vulu, était fort heureuse.

“La vida que llevaba en mi querida (residencia de) Beloeil era razonablemente dichosa, aunque las guerras, los viajes y otros placeres me impidieran residir allí tanto como yo deseara”.

Viajes, guerras... y otros placeres. Veo bizquear de espanto a Llamazares, a los obispos, a Suso de Toro, a la Generalitat de Cataluña en su totalidad, a la ministra de Cultura, a todas las almas bellas de nuestro pacífico terruño.

Luego vino el progreso. También la guerra progresó y, como decía Nimier el otro día, se desprestigió mucho en cuanto todo el mundo comenzó a participar en ella.

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15 de junio de 2006
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Autoayuda para psicópatas

¿Y qué pasa si el mundo no te da lo que te prometió? ¿Si sientes que mentir es la única manera de sobrevivir y te niegas a hacerlo? ¿Si continuamente te parece que los humanos funcionan según reglas que te sobrepasan? Si te sientes así, quizá sea hora de que le pegues un balazo al presidente de EE. UU. 

Al menos, esa es la tesis de El asesinato de Richard Nixon, una demoledora diatriba contra el sueño americano que cuenta con una sobrecogedora actuación de Sean Penn en el papel de Sam Bicke. Bicke es un hombre cuyo universo se resquebraja y se cae en pedazos mientras él hace inútiles esfuerzos para comprender por qué, o al menos, para encontrar un culpable:

progresivamente pierde a su familia, pierde su trabajo, pierde sus sueños. Y decide culpar al hombre que aparece todos los días en la televisión hablando de lo grande que es su país y sus habitantes, el hombre que en sus discursos pinta un mundo que él ya no es capaz de reconocer.

La ficción nos ofrece historias inventadas para refugiarnos de nuestra realidad, que por lo general necesita un poco más de emoción. Pero la buena ficción nos devuelve a la realidad mejor equipados para vivirla, con una reflexión sobre lo que ella ha hecho con nosotros y lo que nosotros podemos –o no- hacer con ella. Por eso, la ficción es peligrosa, porque rasga silencios y nos muestra cosas que no queremos ver de nosotros mismos, cosas que, dichas directamente y sin tapujos, serían demasiados duras de digerir y admitir.

Así, en una lectura obvia, la historia de Sam Bicke es un alegato contra América, el reino del dinero donde la mentira es el principal bien de consumo. Pero una lectura más profunda y dura afecta a cualquier adulto de cualquier país, porque todas las sociedades organizan su propio teatro a su medida. Y al que se cae del escenario y ve las cosas desde la platea, luego se le hace muy difícil reincorporarse a la función.

Bicke es cualquier persona que se ha sentido en algún momento obligada a afeitarse el bigote para verse seguro de sí mismo, a usar una minifalda y dejar que le metan mano para conservar el trabajo, a mentirle a sus clientes para venderles cosas que no necesitan, a pensar que, para ser un ganador, basta con creerlo. Y todas las mañanas mira a ese hombre derrotado en el espejo y se pregunta cómo va a esconderlo de sí mismo hasta que caiga la noche.

El personaje de Bicke, por eso, va enloqueciendo en la medida en que se vuelve más lúcido. Señala lo que funciona mal en el sistema, denuncia lo que apesta a su alrededor, pero la gente que lo rodea solo quiere mantener su trabajo, solo hace lo que puede por ser feliz con las cosas como están. La agudeza de Bicke solo le sirve para aislarse progresivamente y alejar de sí a quienes ya decidieron aceptar las reglas del juego sin chistar. Al abrir los ojos, no se acerca a la verdad. Sólo se precipita hacia su propia destrucción.

En una notable escena, el jefe de Bicke señala al presidente Nixon en la pantalla del televisor y dice con admiración: “ese hombre es el mejor vendedor del mundo. Ganó las elecciones diciendo que acabaría con la guerra de Vietnam. Llegó al poder y mandó más bombarderos. Y ¿qué ofreció en las siguientes elecciones? Que nos sacaría de Vietnam. Y volvió a ganar. El mejor vendedor es el que te engaña una vez, y luego te vuelve a engañar y tú le vuelves a comprar lo mismo”.

Quizá seguimos comprando lo mismo porque tenemos miedo de ver las cosas que ve Bicke. No nos conviene. El jefe es un hombre con inteligencia pero sin la más mínima sensibilidad. En cambio, Bicke tiene exactamente las cualidades opuestas: percibe con demasiada claridad la farsa social pero carece de la inteligencia necesaria para cumplir su papel satisfactoriamente. Esa es la diferencia entre un triunfador y un psicópata.

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15 de junio de 2006
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La transcosmética

Nota: Este blog no se publicó ayer debido a problemas con el operador de internet. Pedimos disculpas a los lectores.

Después de triunfar en Estados Unidos, Sudamérica y algunos otros países cristianos, llega a España el tuppersex, versión actualizada y transustanciada de las tradicionales reuniones caseras del tupperware. Lo característico de la reunión, entre mujeres y con la representante comercial de la marca, es ahora que en vez de ofrecer un surtido de recipientes para los alimentos se expende un muestrario de artilugios para disfrutar del sexo, desde vibradores a bolas chinas, desde lubricantes a supuestos lápices de labios para peripecias genitales. En el primer caso del tupperware se trataba de acentuar el carácter primoroso del ama de casa mientras en el segundo se trata de desarrollar el gusto por amarse a sí misma.

Mucho más que los hombres, las mujeres han dedicado una meticulosa atención a su cuerpo. Gracias al cuerpo podían tenerlo casi todo cuando no disponían de casi nada. Todavía hoy, las mujeres se miran a través de una mirada exterior que, sin duda, se funda en el panóptico masculino, el ojo cósmico por el que eran juzgadas y tasadas como objeto y de cuya sentencia se deducía un precio de implicación económica y social. El término cosmética, tan asociado a las mujeres, hace relación al cosmos. Las mujeres recurrían a la cosmética para acomodar su apariencia al gusto del varón que, a su vez, en pleno patriarcado se presentaba como el ordenador del mundo, el patrón del cosmos en vigor.

De esta larga y profunda historia permanecen aromas y sombras pero va siendo real la generación, mediante el género femenino, de otro universo en el que las mujeres no se atildan, adiestran y disponen para complacer al varón sino para complacerse. De este movimiento, necesariamente narcisista, nace el tuppersex.

La reunión de mujeres tupper habla de sus placeres sexuales no en relación a los jeribeques de los hombres sino respecto a los descubrimientos que hacen de su cuerpo y las posibles sensaciones que cabe obtener de él. Nunca se hizo nada parecido entre los machos. Los machos siempre lo eran en la medida en que gozaban de las mujeres y las hacían gozar. Lo masculino fue primordialmente transitivo. Pero algo y no poco ha indicado a través de los tiempos que no sucedía lo mismo entre las mujeres. La pasividad derivada de su subordinación se correlacionaba con su intransitividad, su frigidez, su soledad, la conspicua instrumentación de su cuerpo y la negación de sus concupiscentes festines.

Ahora, tras las igualaciones en numerosos ámbitos, sería lógico que llegara también la igualación en la transitividad. Y, sin embargo, aún habiéndose trastornado mucho los viejos modelos, la asimetría persiste. Persiste, quién puede dudarlo, un residuo femenino de rencor interior, una pasividad guardada para sí o para ser compartida con otras mujeres. Nunca esa dosis de pasividad deliberada y seleccionada se hallará a disposición de los hombres y no pocos son conscientes de ello siendo eróticamente espabilados.

Ahora es más fácil lograr la activa incorporación de la mujer a los intercambios sexuales pero, aún así, bastan algunos indicios para caer en la cuenta de que el tradicional y reaccionario "misterio femenino" ha evolucionado hacia una suerte de exquisito secreto para cuya delectación no basta la más rica lujuria masculina ni tampoco ningún amante, por experimentado que sea. El tuppersex representa ahora la nueva barrera del sexo. Se trata de una congregación sellada, femenina y neoclandestina. Sus conversaciones pueden traducirse pero el significado de la reunión, claro que no.

Los hombres entran y salen, con mayor o menor rubor en los sex-shops puesto que los sex-shops son comercios abiertos; expuestos al público. Los tuppersex son, en cambio, centros privados, caseros, y los pequeños artilugios que se adquieren allí o las experiencias que se intercambian no incluyen centralmente - al modo de las procacidades entre amigotes- los pormenores del sexo ajeno sino del propio. El eje deja de ser el falo o su cultura. El tuppersex constituye la primera célula activista de una impensada revolución. No la revuelta agresiva y acalorada feminista sino, sencillamente, la revolución silenciosa del cosmos. El nacimiento vaginal de la transcosmética.

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15 de junio de 2006
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La ley primera

Hace pocos días, en plena efervescencia mundialista, alguien tuvo la peregrina idea de encargar una encuesta para determinar cuáles son las selecciones a las que nosotros, argentinos, desearíamos ver morder el polvo. La que salió más votada fue la de Inglaterra. Suena lógico. La rivalidad futbolística con los ingleses es un clásico, amenizado siempre por la anécdota del gol que Maradona atribuyó a “la mano de Dios”. En tercer lugar salió la selección de Estados Unidos. También lógico. Aquí la rivalidad no es futbolística, sino política. Son muchos años de tolerarles cosas a esta gente, algunas personales como el apoyo a la dictadura (aquí el gol nos lo hizo la mano de Kissinger) y otras más generales, como Irak, la complicidad con la política bélica israelí, Guantánamo, las horrendas películas que Hollywood nos inflige, American Idol, las retrógradas teorías que desmienten a Darwin, el éxito de la novela El código Da Vinci, Ronald McDonald… (Dejo una línea de puntos después de los suspensivos, para que cada uno pueda agregar su propia queja). .........................................................................................................

Pero el segundo puesto de la encuesta, es decir la segunda selección que nos complacería ver derrotada, es la de Brasil. Acá alguno dirá: también es lógico, existe una larga rivalidad futbolística entre Brasil y Argentina, una disputa eterna para dirimir cuál de las dos naciones es la mejor en la historia de los mundiales. Soy consciente de ello, del mismo modo en que me consta que a veces competimos con nuestros propios hermanos carnales. Pero también soy consciente de que por más que protestemos contra nuestros hermanos, llegada la hora de la verdad estaremos de su lado, apoyándolos contra lo que José Hernández denominaba en el Martín Fierro “los de afuera”. Si en la batalla en pos de un puesto de trabajo ya he perdido mi propia oportunidad, y la cuestión se reduce a elegir entre mi hermano y un extraño, ¿no rezaré para que sea mi hermano quien obtenga el puesto?

La naturaleza humana es retorcida, ya lo sé. Muchos estarán pensando que no siempre uno le desea lo mejor a su hermano. Morrissey sabía de qué hablaba al titular una de sus canciones Odiamos cuando nuestros amigos se vuelven exitosos. Pero a la vez que somos capaces de reconocer la existencia de estos sentimientos oscuros, no podemos menos que reconocer que deberían avergonzarnos. Sabemos que se trata de pulsiones negativas, y que seríamos una mejor versión de nosotros mismos en el preciso instante en que lográsemos superarlas. Durante mucho tiempo atribuí esta zoncera argentina al hecho de que nos creíamos distintos del resto de América Latina. Esto ya acabó, la crisis económica nos enseñó que estábamos equivocados, siempre fuimos parte de Latinoamérica y hoy somos más Latinoamérica que nunca: deberíamos haber aprendido la lección. ¡Ya no nos queda excusa alguna para ser necios!

Yo apoyo calurosamente a la selección argentina de fútbol. Ahora bien, si quedamos eliminados en el camino, mi corazón estará con cualquier selección latinoamericana, y en particular con Brasil, en tanto siga simbolizando el jogo bonito, esto es el costado estético del deporte y la alegría del juego. Si nuestro continente se queda a mitad de camino, gritaré por España –por afinidad, pero ante todo por afecto- y si no por cualquiera de los seleccionados africanos: esa pobre gente se merece una alegría todavía más que nosotros.

Y a aquel que insista en poner una estúpida rivalidad futbolística por encima de la fraternidad y del sentido común, le recordaré la leyenda que suele adornar los retratos del Che Guevara que de tanto en tanto aparecen pintados en la calle: no me lloren, crezcan.

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15 de junio de 2006
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El equipo de los problemas

Futbolísticamente, nadie espera que la selección de Irán desequilibre o sorprenda en el Mundial de Alemania. Pero políticamente, está causando una cantidad de dolores de cabeza que más le correspondería a un grupo armado que a un inocente equipo de fútbol.

Y es que los torneos deportivos internacionales son ocasiones propicias para que cualquier manifestación –o desviación- política sea captada por las cámaras de todo el mundo. En este Mundial, el grupo más importante en busca de relevancia internacional son los skinheads, neonazis que se empeñan por todos los medios en aguar la fiesta. A pesar de las buenas intenciones de la canciller Angela Merkel, que espera que el Mundial sea una fiesta de la fraternidad y la tolerancia, los alemanes no han tenido más remedio que publicar un mapa-advertencia que señala las ciudades del país no recomendables para los extranjeros, especialmente de razas coloridas. En el mapa aparece vetado todo el Este del país.

Por supuesto, los neonazis ven en el mundial ante todo la oportunidad de su raza para demostrar su superioridad física. Pero más allá del patrioterismo habitual, su equipo favorito es el iraní. Como el presidente Mahmud Ahmadineyad se despacha un día sí y otro también contra el estado de Israel y niega públicamente el Holocausto, los skinheads lo consideran una persona sensata y razonable a la que hay que defender, y proclaman su adhesión en los partidos de su selección, sin tomar en cuenta que, si se encontrasen por la calle con esos mismos jugadores, les abrirían la cabeza a garrotazos (francamente, para estar tan obsesionados con la raza, los nazis ya podrían al menos ser capaces de distinguir a un iraní de un colombiano).

A ese grupo se enfrentan, claro está, los activistas sionistas que también asisten a todos los partidos para denostar a su enemigo. Y, ya para no ser menos, el grupo yihadista de los Muyahidin al Jalq también se ha apuntado públicamente a la fiesta.

Sólo con eso, la selección iraní ya requiere una cantidad de previsiones de seguridad inusuales. Pero las autoridades germanas ruegan al cielo que no pase a la segunda ronda. El presidente Ahmadineyad ha prometido que, si clasifican, irá personalmente a ver jugar a su equipo en Alemania. En plena crisis por el uso de energía nuclear. Un aficionado berlinés declaró recientemente a un noticiero que prefiere que Ahmadineyad les lance la bomba atómica. Según él, hará menos daño así.

Lo curioso es que, en el interior de su país, el equipo también causa polémica, porque pone en conflicto el populismo mediático del líder con las tradiciones religiosas. Así, por ejemplo, Ahmadineyad anunció este año que permitiría la entrada de mujeres en los estadios. Un importante ayatolá se ha opuesto abiertamente a la medida, ya que eso contradice la jurisprudencia que prohíbe que la mirada de las mujeres se deslice sobre el cuerpo masculino. Pero es posible que termine por ceder, ya que, en un país sin discotecas ni pubs y en que el alcohol es ilegal, el fútbol puede convertirse en un saludable catalizador de la energía juvenil.

Todo este lío ha representado un alivio para una de las estrellas iraníes, Mehdi Mahdavikia, jugador del Hamburgo, que recientemente fue acusado de bigamia por un diario alemán. Al parecer, Mahdavikia se casó dos veces en Teherán, donde la legislación lo permite, pero la bigamia es ilegal en Alemania, donde residen ambas mujeres. La noticia fue un escándalo cuando salió a la luz, en abril. Sin embargo, ahora que Irán anda metido en todos estos fregados, nadie parece concederle demasiada importancia a la vida marital del buen Mehdi. Ojalá todos los problemas fuesen como el suyo.         

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14 de junio de 2006
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Sobre los neo-bárbaros

Hay veces en las que me pellizco para despertar de la anestesia que inocula la costumbre. Leo de los muertos en la playa palestina, entre los cuales hay niños veraneantes, maldigo entre dientes como siempre y doy vuelta a la página para ver qué otra cosa ocurrió en el mundo. Mi anestesia no dura demasiado porque la noticia retorna al otro día, con voceros de las fuerzas armadas israelíes pretendiendo que se trató de “un error”. Y reaparece ayer una vez más, con los mismos voceros desdiciéndose (¿no se les paga a los voceros para que presenten argumentos convincentes?) y atribuyendo el incidente a una mina de Hamás. Estos israelíes escucharon tantas veces el cuento de que los terroristas se devoran a sus niños que han empezado a creérselo. Decir que Hamás colocaría una mina para contener una posible incursión israelí, sin retirarla después o avisar a su gente, es un disparate. Tan absurdo como imaginar que los españoles podrían minar una playa del Mediterráneo tratando de evitar la llegada de pateras, y olvidarse de alertar a la población que rodea el lugar. Por supuesto, antes de que se pueda llegar a conclusión alguna sobre este asesinato la realidad se supera a sí misma: el ejército israelí vuela un autobús. Mata a dos activistas, pero también a inocentes –entre ellos dos niños. (Más niños. Y después la gente se pregunta por qué hay tantos niños en mis ficciones. Son los fantasmas que me visitan a diario). Los voceros ya dicen que fue un error. Quizás mañana arguyan que uno de los niños llevaba una bomba dentro de la vianda con que iba al colegio. Pobres soldados israelíes, tan estresados que al principio creen haber bombardeado desde su barco y disparado un misilazo y después comprenden que no, que nunca hicieron tal cosa.

La masacre de inocentes es tan vieja como la civilización –y por supuesto, más aún. Pero por lo general la asimilamos a la clase de tiempos que denominamos bárbaros. Es cosa digna de un Atila, de personajes despiadados que se expresan en un idioma gutural. En cuanto podemos, tratamos de soslayar hasta qué punto la actual civilización fue erigida sobre la sangre de inocentes: durante la conquista de América y de África, durante la guerra contra los nativos en los Estados Unidos, en la Argentina, en México, en Perú, en Bolivia… Hubo una época en la que se pensó que podían aplicarse criterios normativos a las guerras, someterlas a ciertas normas de fair play. Pobre Marqués de Queensberry. El siglo XX arrasó con sus ilusiones al bombardear Guernica, Londres y Berlín, al convertir a Auschwitz en un sitio tristemente célebre, al devastar Hiroshima y Nagasaki. Los políticos apelan a argumentos que, al calor del presente Mundial de Fútbol, no sería inadecuado denominar resultadistas: el fin justifica los medios. Las cuentas cierran. Los muertos de Hiroshima y Nagasaki son un buen negocio porque significan menos muertos –eso dicen- de los que hubiese producido la Segunda Guerra de prolongarse. Y son menos muertos todavía porque viven lejos, hablan otro idioma y no conocemos ni siquiera uno de sus nombres. Son menos que muertos: son garabatos en el diario, palabras huecas en el informativo de la radio.

Temo que nos estemos volviendo demasiado permeables a esta dialéctica del mal necesario. El lunes por la noche vi episodios de Lost y de 24, dos de las series que sigo semanalmente. En ambos había un personaje protagónico, uno de los “buenos”, que torturaba a otro para obtener una información que, de resultar cierta, ayudaría a la supervivencia de un grupo. Parecían la misma serie, no sólo porque escenificaban escenas de tortura, sino porque esgrimían los mismos argumentos. Es verdad que cualquiera de nosotros estaría dispuesto a hacer cosas terribles para proteger a los suyos. Pero en todo caso sólo lo haríamos en situaciones extremas, verdaderamente límites –si es que aceptamos hacerlo. Los poderes fácticos tratan de convencernos de que todos los días existe una situación límite que justifica el uso sistemático de semejantes medios. Si ese fuese el caso, si la preservación de nuestro modo de vida supusiese sí o sí la práctica de atrocidades, deberíamos replantearnos cómo queremos vivir. Mi experiencia como argentino me ha vacunado para que desconfíe de estos “protectores” que matan y torturan para que yo, presuntamente, pueda seguir viviendo en paz. Descreo de la violencia en general, pero abomino de la violencia ejercida desde los Estados, sobre todo ahora que ya no es tan sólo defensiva, sino, como les gusta decir, “preventiva”, y por ende se permite atacar antes de ser atacado. Esto es, cometer un crimen cierto para evitar un crimen hipotético. Y después dicen que Minority Report era una película de ciencia ficción.

Prefiero vivir simplemente –quiero decir, vivir en lo que muchos tildarían de pobreza material- antes que justificar barbaridades hechas en mi nombre. Estos son tiempos bárbaros, e incluso más bárbaros que aquellos que ya portaban el adjetivo –porque hoy somos bárbaros no por ignorancia, sino a consciencia. Y perdonen el brulote. Hoy volví a conocer la indignación.

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14 de junio de 2006
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NOVELAS EXTRANJERAS

Transfuge es una revista que sale cinco veces al año. Se dedica a la literatura extranjera y lo hace con la voluntad de romper un poco, pero no tanto, la jerarquía clásica de los valores reconocidos. En las portadas de los tres últimos números hemos visto dos americanos, Bret Easton Ellis y Tom Wolfe, y un japonés, Haruki Murakami. Pero más allá de estas estrellas la revista tiene la voluntad de sorprender: Aharon Appelfeld es presentado como un gran filósofo, Richard Powers recibe el tratamiento de un clásico. Transfuge tiene ropa de burgués pero mueve la cintura como para decir “mírame, sigo siendo joven”. Y ahora, saca su primer número especial: “150 novelas extranjeras ineludibles”.

Como siempre cuando se hace una lista, la pregunta es cómo se hizo. En este caso, con un método nuevo: se preparó una muestra de 28 lectores, en la que se encuentran el director de redacción del diario Le Monde, Eric Fottorino; algunos críticos, Pierre Assouline o Jérôme Garcin; un editor/historiador de la literatura, Charles Dantzig; y escritores como Marie Ndiaye o Linda Lê. Más o menos son 28 personas ubicadas en el centro de gravedad de la opinión mayoritaria de la república francesa de las letras. Cada miembro de la muestra ha sido entrevistado para hablar de su novela favorita. No de la mejor, sino de una novela que les llegó de manera íntima en un momento de sus vidas. Como no escriben (todos han sido entrevistados) hay una cierta ligereza en lo que explican. Conectan libros y detalles de sus vidas. Se habla de literatura sin utilizar almidón. Y el resultado es una sorpresa.

De 28 novelas, no hay ni una que venga de Bélgica, de Suiza o del África francófona. A los entrevistados no les interesa el francés escrito afuera. Pero 16 libros han sido escritos en inglés. Un autor sale tres veces: Philip Roth, con dos novelas, Pastoral americana y La mancha humana. No hay ni una obra de América Latina, pero tres libros vienen del mundo ibérico: El Quijote de Cervantes, Greguerías de Ramón Gómez de la Serna (sorpresa total para mí) y Señales de fuego del portugués Jorge de Sena. Al final, dos libros en español en contra de cuatro en alemán (Herman Hesse, Stephan Zweig, Robert Musil y Bernhard Schlink).

Para decirlo de otra manera: entre personas influyentes en Francia no queda nada del boom hispanoamericano. Un resultado que se puede comprobar a un segundo nivel, pues los entrevistados tenían el derecho de nombrar otros cinco libros. Algunos se limitaron a citar dos títulos, pero hubo quien llegó a mencionar nueve obras. Al final, son 126 libros más y la misma dominación del idioma inglés, con 53 libros. No cambia la proporción de libros en español o portugués, un diez por ciento cada uno, con 12 títulos. Cervantes sale dos veces (el Quijote y las Novelas ejemplares) como Gabriel García Márquez (Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera) y Antonio Lobo Antunes (Las naves y Tratado de las pasiones del alma). Los seis últimos autores son Jorge Luis Borges (Ficciones), Roberto Bolaño (Los detectives salvajes), Juan Rulfo (Pedro Páramo), Ernesto Sábato (El Túnel), Francisco de Quevedo (La vida del buscón llamado Don Pablo) y Mauricio Electorat (Sartre y la citroneta). Para quienes no le conocen, Electorat es un chileno que sabe mucho de Francia y de las perversiones de sus intelectuales.

Al final, de 154 libros, solo 15 provienen del mundo iberoamericano. Sin voluntad de provocar el desánimo de los miembros del crack y otras corrientes que siguieron al boom, no se puede negar que Francia no se apasiona como antes por lo que se escribe en el sur o en el otro lado del Atlántico sur. Ya hablé de Philip Roth, hay además otros tres autores que son muy citados: los alemanes Arno Schmidt y Thomas Mann, y el estadounidense William Faulkner. Claro, casi no hay nadie de Asia, y ningún autor de África. Francia mira al mundo sin visión periférica.

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14 de junio de 2006
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Ni te cases ni te embarques

Dada la fecha y en homenaje a épocas más dichosas durante las cuales los humanos dejamos nuestro destino al albur de los astros, me voy al Museo de Cluny. Exponen sesenta nuevas piezas. Del siglo X al XVI.

El museo de las termas de Cluny es uno de los más bellos del mundo. La mansión de Jacques D’Amboise, potentado borgoñón del siglo XV, es la única que sobrevivió a las revoluciones urbanas de esta villa cuyo cerebro se recalienta cada treinta años con desagradables derrames de sangre. Han pasado cinco siglos y la mansión del borgoñón está prácticamente intacta. Además, la visita muy poca gente. Sobre todo, niños.

Me lo descubrió, el siglo pasado, uno de los filósofos más duros que ha dado España. Un cráneo lleno de cuarzo y azufre, que trabaja con la silenciosa potencia de un Bentley. En aquella época pertenecía al partido comunista del exilio. Creo que sigue ahí. Le ha dado por la física quántica. ¡En España...!

Cuando la torturada lógica de Hegel le dejaba un instante de recreo, descansaba en el museo de Cluny. Vagar por aquellas salas donde duermen los espíritus que vivieron cuando Europa aún era civilizada, sosegaba el maelstrom de sus neuronas. Pasaba horas absorto delante del tapiz de la Dame a la Licorne, extasiado por el refinamiento del repertorio: la enseña (A mon seul désir), la elegancia indescriptible de la muchacha, la pureza viril del unicornio, la lealtad del león, los pájaros, el simio, las flores, el halcón... toda la simbología de aquel mundo mágico le era mil veces más comprensible que la vertiginosa caída de la filosofía en el nihil, después de que Kant, inesperado David, la lanzara al vacío cósmico con su onda crítica.

Me habría gustado compartir con él un par de nuevas piezas que el museo ha comprado en estos últimos años. La talla en madera de una Santa Clara de ropajes tempestuosos que parece arrebatada por una nube de lana que la levanta hacia el éxtasis. Una Teresa de Bernini nacida a riberas del Rhin.

Y sin duda el enigmático tapiz de la Pirouette, es decir, de la peonza. Tres peonzas yacen ya en el suelo, derribadas, aunque una gire todavía sus últimas vueltas empeñada en perdurar, mísera criatura. En lo alto, sobre la piedra del altar, una mano celeste está poniendo en movimiento la cuarta. Nace una nueva vida. Nace una nueva servidumbre.

Le habría gustado verla, él que ha luchado toda su vida contra la servidumbre en un mundo de esclavos.

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13 de junio de 2006
Blogs de autor

Donde todo es posible

El camarero nos trae unas bolitas blandas salteadas con cebolla y guacamole. Son escamoles: huevos de hormiga roja. Están ricos, pero no puedo evitar la sensación de que me corren bebés insecto por la boca. En cambio, el inglés que está sentado frente a mí come con avidez. Tiene unos setenta años y fue corresponsal por todo el mundo. Asegura haber comido serpientes, monos y perros. Pero prefiere los escamoles.

-Me fui de México a fines de los años sesenta –me dice-. Por entonces, había sido la matanza de Tlatelolco, y el gobierno estaba bien abusado con los estudiantes rebeldes. Aunque después de la matanza, habían quedado muy pocos con ganas de fastidiar.

Me cae bien este tipo. Su español es una mezcla de gringo con mexicano, y su mirada está llena de pasado y aventuras. Es una mirada que ha dado un largo paseo por la humanidad. Y por la inhumanidad también. Ahora, nos traen gusanos de maguey fritos en un plato, que mi compañero de mesa casi vacía de un manotazo. Según me explican, hay gusanos blancos (meocuil) y colorados (chilocuil). Los mejores son los primeros. Pero esta tasca está oscura, y no distingo el color de los gusanos. Me parecen más bien marrones.

-Hubo un dirigente estudiantil que tuvo una historia muy curiosa –continúa diciendo-: era muy revoltoso, muy contestatario. El gobierno le ofreció una beca para estudiar lo que quiera en la universidad que él escoja, en cualquier país. Pero el chico se negó y siguió molestando, organizando manifestaciones, dirigiendo protestas… Después de un tiempo, el gobierno le ofreció nombrarlo agregado cultural en la embajada mexicana que él escoja, donde quiera. Pero él rechazó la oferta y siguió molestando. Un día, salió de una fiesta y le dieron una paliza que casi lo mata. Se pasó dos semanas en el hospital recuperándose. Al salir, siguió chingando la madre. Un día sí y otro también azuzaba a sus compañeros. Era muy exaltado. Al final, una mañana, cuando se iba a la universidad, el coche explotó. Ahí quedó.

Ahora han llegado a la mesa los chapulines: saltamontes fritos. Son como pop corn, crocantes, salteaditos en aceite. Sólo que a veces se te queda algo atracado entre los dientes, y cuando lo sacas, es una patita de insecto. Consigo sobreponerme, pero trato al menos de no mirar a los ojos a los bichos que me estoy comiendo. El inglés se los zampa como si fueran papas fritas, y sigue hablando:

-Yo me hice amigo del ministro del Interior, fíjate. Pero nunca le hablé de estas cosas. Sólo cuando ya iba a irme, fuimos a tomar unas sangritas. Y entonces le narré la historia del estudiante tal y como me la habían contado a mí, enterita. Y, ya en confianza, le pregunté: “¿Cómo es posible, güey? ¿Cómo puede ocurrir algo así en este país? ¿Cómo el estado puede primero tratar de sobornarte y luego directamente matarte? ¿Ése es el trato? ¿Eso es la ley?”. Él me respondió: “Pues no le veo lo raro. Mira, el gobierno mexicano tiene ante todo un gran respeto por el derecho a la vida. Pero también valoramos enormemente el derecho a la libre opción. Así que, si una persona quiere suicidarse, hacemos todo lo posible por evitarlo. Pero si a pesar de todo insiste, pues ya lo ayudamos”.

Ahora nos traen brochetas de cocodrilo. La carne de los reptiles está puesta como por capas. Vas sacando un trozo tras otro, y se deslizan suavemente fuera del cuerpo, como si no estuviesen trenzados sino encajados ahí. Le pregunto al inglés por qué, con recuerdos como ese, regresó a México tras su jubilación. Me dice:

-En este país, cambiaron la fecha de la independencia para hacerla coincidir con el cumpleaños de un dictador. Y se inventaron la fecha del día de la madre. En esta ciudad, cuando la contaminación mató a una bandada de palomas que aparecieron tiesas en el Zócalo, el ayuntamiento dijo que eran aves migratorias que habían muerto por agotamiento del viaje. Y se comen calaveras de azúcar, insectos y reptiles. Este es el país donde cualquier cosa puede ocurrir. Todo es posible. Eso me gusta. Aquí te puedes morir de cualquier cosa menos de aburrimiento.

Entonces se calla y seguimos comiendo. Yo hago lo mismo. El camarero ya trae otro plato, y tengo curiosidad por saber qué es.

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13 de junio de 2006
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