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Donde todo es posible

El camarero nos trae unas bolitas blandas salteadas con cebolla y guacamole. Son escamoles: huevos de hormiga roja. Están ricos, pero no puedo evitar la sensación de que me corren bebés insecto por la boca. En cambio, el inglés que está sentado frente a mí come con avidez. Tiene unos setenta años y fue corresponsal por todo el mundo. Asegura haber comido serpientes, monos y perros. Pero prefiere los escamoles.

-Me fui de México a fines de los años sesenta –me dice-. Por entonces, había sido la matanza de Tlatelolco, y el gobierno estaba bien abusado con los estudiantes rebeldes. Aunque después de la matanza, habían quedado muy pocos con ganas de fastidiar.

Me cae bien este tipo. Su español es una mezcla de gringo con mexicano, y su mirada está llena de pasado y aventuras. Es una mirada que ha dado un largo paseo por la humanidad. Y por la inhumanidad también. Ahora, nos traen gusanos de maguey fritos en un plato, que mi compañero de mesa casi vacía de un manotazo. Según me explican, hay gusanos blancos (meocuil) y colorados (chilocuil). Los mejores son los primeros. Pero esta tasca está oscura, y no distingo el color de los gusanos. Me parecen más bien marrones.

-Hubo un dirigente estudiantil que tuvo una historia muy curiosa –continúa diciendo-: era muy revoltoso, muy contestatario. El gobierno le ofreció una beca para estudiar lo que quiera en la universidad que él escoja, en cualquier país. Pero el chico se negó y siguió molestando, organizando manifestaciones, dirigiendo protestas… Después de un tiempo, el gobierno le ofreció nombrarlo agregado cultural en la embajada mexicana que él escoja, donde quiera. Pero él rechazó la oferta y siguió molestando. Un día, salió de una fiesta y le dieron una paliza que casi lo mata. Se pasó dos semanas en el hospital recuperándose. Al salir, siguió chingando la madre. Un día sí y otro también azuzaba a sus compañeros. Era muy exaltado. Al final, una mañana, cuando se iba a la universidad, el coche explotó. Ahí quedó.

Ahora han llegado a la mesa los chapulines: saltamontes fritos. Son como pop corn, crocantes, salteaditos en aceite. Sólo que a veces se te queda algo atracado entre los dientes, y cuando lo sacas, es una patita de insecto. Consigo sobreponerme, pero trato al menos de no mirar a los ojos a los bichos que me estoy comiendo. El inglés se los zampa como si fueran papas fritas, y sigue hablando:

-Yo me hice amigo del ministro del Interior, fíjate. Pero nunca le hablé de estas cosas. Sólo cuando ya iba a irme, fuimos a tomar unas sangritas. Y entonces le narré la historia del estudiante tal y como me la habían contado a mí, enterita. Y, ya en confianza, le pregunté: “¿Cómo es posible, güey? ¿Cómo puede ocurrir algo así en este país? ¿Cómo el estado puede primero tratar de sobornarte y luego directamente matarte? ¿Ése es el trato? ¿Eso es la ley?”. Él me respondió: “Pues no le veo lo raro. Mira, el gobierno mexicano tiene ante todo un gran respeto por el derecho a la vida. Pero también valoramos enormemente el derecho a la libre opción. Así que, si una persona quiere suicidarse, hacemos todo lo posible por evitarlo. Pero si a pesar de todo insiste, pues ya lo ayudamos”.

Ahora nos traen brochetas de cocodrilo. La carne de los reptiles está puesta como por capas. Vas sacando un trozo tras otro, y se deslizan suavemente fuera del cuerpo, como si no estuviesen trenzados sino encajados ahí. Le pregunto al inglés por qué, con recuerdos como ese, regresó a México tras su jubilación. Me dice:

-En este país, cambiaron la fecha de la independencia para hacerla coincidir con el cumpleaños de un dictador. Y se inventaron la fecha del día de la madre. En esta ciudad, cuando la contaminación mató a una bandada de palomas que aparecieron tiesas en el Zócalo, el ayuntamiento dijo que eran aves migratorias que habían muerto por agotamiento del viaje. Y se comen calaveras de azúcar, insectos y reptiles. Este es el país donde cualquier cosa puede ocurrir. Todo es posible. Eso me gusta. Aquí te puedes morir de cualquier cosa menos de aburrimiento.

Entonces se calla y seguimos comiendo. Yo hago lo mismo. El camarero ya trae otro plato, y tengo curiosidad por saber qué es.

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13 de junio de 2006
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EL MUNDIAL DOMÉSTICO

¿Se puede todavía ser un fanático de corazón? ¿O un irremisible ateo? El segundo Mundial de Fútbol del siglo XXI tiene la respuesta. Nunca una edición del campeonato mundial de fútbol ha resultado tan ilustrativa sobre la ridícula vanidad de las creencias y las sagradas pertenencias.

La dialéctica entre lo global y lo local, lo extraño y lo  familiar, se resuelve estos días en la sucesión de partidos y el texto de sus alineaciones. ¿Alemania? ?Francia? ¿Brasil? ¿Italia? El nombre y el juego de sus principales jugadores son tan familiares para el aficionado de cualquier nación que, finalmente, se revelan como nuestros rivales pero también como nuestros ídolos y, por momentos, viendo los encuentros entre ese tipo de selecciones deseamos ver el buen hacer de sus figuras sin notar demasiado su adscripción nacional. La nación da nombre al equipo pero, a diferencia de lo que sucedía antes, no lo graba a fuego. Los futbolistas importantes que componen prácticamente cada selección vienen de clubes sobresalientes y de los que tanto aficionados africanos como coreanos o almerienses desearían poseer su camiseta. La camiseta auténtica o la que por cientos de miles se expende en todo el mundo al modo de un único bazar donde se cruzan mitos y estampas, colores y denominaciones sin importar demasiado su pertenencia oficial. Ser de una nación es tan anacrónico como las oposiciones vitalicias. Ahora se es de esto o aquello para desarrollar un juego de rol, no para morir por la causa. Este Mundial de Fútbol, donde además abundan los "nacionalizados" o los "naturalizados" al lado de los autóctonos, lo pone repetidamente de manifiesto. A España  la vencerá Brasil en noventa minutos con jugadores a los que se ha vitoreado durante años en España y en cuya selección juega, además, un  brasileño españolizado de conveniencia. De este modo y tras este tutti-frutti de alineaciones, ¿como seguir con el antiguo encono al extranjero o el amor loco a la selección local? Efectivamente todavía hay locos pero ahora advertimos mejor el atavismo de su mal.

O todavía mejor: efectivamente es aún posible pasar de ser un hincha del Real Madrid a ser un hincha de la selección nacional, pasar de un fanatismo a otro, pero ¿cómo no darse cuenta de que ese mismo travestismo es posible gracias al  juego con su naturaleza? Pero ¿un juego de identidad? Un juego de identidad o de disfraces, un juego en fin. Y, tratándose de un juego evidente ¿cómo será posible mantener el fanatismo o su ofuscación?

Efectivamente es posible tropezarse con  gentes que se declaran fanáticas de esto o aquello pero ¿quién no siente por ellos conmiseración o ajenidad? Ni se puede ser hoy hombre/hombre ni mujer/mujer, ni católico a machamartillo, ni ateo irredento.  Tampoco es posible manifestarse nacionalista/nacionalista sin mover a la irrisión o la compasión intelectual.

Por primera vez, en suma, este Mundial abre un nuevo mundo a la vista de todos. Las selecciones nacionales de fútbol son de este o aquel país coloreadas por la bandera pero cada vez menos transfundidas de ellas. De esta manera el mundial pasa de ser una representación de la liza entre pueblos para convertirse en espectáculo popular total. De lo sagrado a lo escénico, de lo simbólico a lo pop. ¿Morir por la patria? ¿En cuántos países se sigue creyendo en ello? Lo decisivo va dejando de ser la cuna, la fidelidad ciega, la unión eterna. En su lugar se extiende un universo diverso y cambiante, lleno de combinaciones y de nuevas criaturas mezcladas. Asistimos por fin a un Mundial donde crece el mundo, donde todos vamos conociéndonos y apreciándonos según valores no afincados en los históricos males de la pertenencia. Los tópicos siguen jugando. Pero ahora ya, progresivamente, como elementos para animar el juego.

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13 de junio de 2006
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El MUNDIAL

Hablé una vez, una sola vez con el escritor Álvaro Mutis. Era en su casa de México donde, supongo, vive todavía. Me acuerdo muy bien de la pared cubierta de «Editions de la Pléiade» en su biblioteca. Mutis había leído toda la obra de Balzac en francés. Así me lo dijo y su conversación, tanto como el desgaste de los libros, confirmaban aquella lectura que han hecho pocos franceses (por supuesto, no me incluyo entre ellos). El escritor Paul Morand cuenta en una entrevista que para escribir una introducción tuvo que leer o releer con lápiz en la mano, no a todo Balzac pero sí las novelas de la Comedia Humana: leyendo ocho horas diarias, le costó tres meses de trabajo. Pero no es Balzac quien vuelve a mi mente al hablar de Mutis sino lo que me dijo el novelista colombiano hace veinte años.

Sé que aquella conversación tuvo lugar hace veinte años pues en esos días empezaba el Mundial de Fútbol en México. Era el año 1986 y Mutis había hecho unas declaraciones estupendas al diario La Jornada. Acababa de enterarse con una enorme sorpresa que se prescindía de la utilización de una raqueta para jugar al fútbol. Y para asombro de todo el país frente a su desconocimiento de este deporte acababa de proponer una medida para mejorar el espectáculo: castigar al capitán del equipo vencido, con la pena de muerte, implementada en la misma cancha de su derrota. De dos cosas una, parecía decir Mutis: o el fútbol es una cosa seria que tiene derecho a invadir nuestras vidas tal como lo hace y vamos hasta las últimas consecuencias, o no hay que aburrirnos con detalles sobre el estado físico de unas personas cuya única ocupación es correr detrás de una pelota, una actividad casual para niños.

En estos días, en Francia, me siento muy próximo a Mutis: me interesan más las aventuras de Maqroll el Gaviero que lo que pueda hacer Zinedine Zidane en un césped alemán. La verdad es que sobran Zidanes en Francia. Escribo su apellido con una «s» pues está en todas partes. Hace promoción para un sin fin de productos y su rostro (sumamente hermoso con su mirada de paz indestructible) aparece en todas las revistas de deporte, lo que me parece lógico, pero también en todos los canales de televisión y en las revistas más extrañas como las de coches, pesca, cultura, las femeninas y hasta en la revista Psychologies.

«Exclusivo: Zidane en el sofá» promete la portada. Claro que para mí un cóctel de Freud con Zidane en un tratamiento periodístico barato es el colmo de la confusión moderna, que pretende entregar la intimidad de figuras que existen solamente a través de su dimensión mediática. Voy a esperar al último partido del mundial para acercarme a un kiosco (ya compré la revista Transfuge, que se dedica a la literatura extranjera). Lo escribo como advertencia: hypocrite lecteur, -mon semblable-, mon frère, este blog es el peor lugar para saber cómo los franceses reaccionan a los altos y bajos de una selección de jugadores multimillonarios. En su gran mayoría son negros cuyos ingresos ayudan a negar la existencia del racismo en Francia. Al llevar una camiseta azul con un gallo en el pecho confunden un poco más a un pueblo ya confundido por los motines que ocurrieron en los suburbios franceses donde viven los inmigrantes. No se debe confundir el fútbol con la vida. Y tampoco con la literatura: la contribución del fútbol a la literatura sigue siendo muy limitada. Rastreando mi memoria de lector encuentro dos cosas: unos cuentos de un ex futbolista argentino, Jorge Valdano, y una preciosa novela de Peter Handke: La angustia del portero ante el penalti. Al principio del libro el portero se va de la cancha y nunca vuelve. Quizás, es lo mejor del libro: ver un jugador renunciar al fútbol.

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12 de junio de 2006
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Punto de vista

Estaba, por razones ajenas a mi voluntad, buscando fotos viejas de mí mismo. Pronto comprendí que la búsqueda no iba a ser fácil. Las escasas fotografías en que aparezco están dispersas por media ciudad. Algunas se encuentran prensadas dentro de un álbum desvencijado que mi padre dejó, creo, al cuidado de mi hermana: son las primeras fotos de mi vida. Estas fotos en blanco y negro están impresas en papel. Hablan de un mundo en el que todavía había tranvías, discos de vinilo y televisores sin control remoto. Hablan de un mundo en que los teléfonos se discaban y eran tan portátiles como el largo de su cable. Un mundo, coincidirán conmigo, que ya no existe.

Otra tanda de fotos tiene la forma de diapositivas, esos fotogramas apresados en el interior de marquitos de cartón o de plástico que sólo podían apreciarse mediante el uso de un proyector. Creo que esas fotos también quedaron en lo de mi hermana. No hace tanto las volvimos a ver en sesión familiar. (¡El viejo proyector todavía funciona!) Estas diapositivas mostraban un mundo que ya había adquirido color: eso sí, con tonalidades Kodak, chillonas y precarias. Las fotos hablan de un universo de flequillos y pulóveres con guardas, en el que mi familia todavía estaba entera y yo fruncía el ceño de manera constante. A mi madre le encantaba ponerme a posar frente al sol. Se tomaba todo el tiempo del mundo antes de disparar y siempre terminaba haciéndolo cuando yo, enceguecido, cerraba un ojo o los dos a la vez.

Mi adolescencia coincide con la popularización de las fotos a color impresas en papel. Desde entonces, y hasta la invención de las fotos digitales, mis retratos se convierten en una realidad tan caótica y esquiva como la de mi vida durante el mismo período. No conservo casi ninguna de esas fotos. Algunas deben haber quedado en manos de mi ex mujer, que seguramente las convirtió en humo. Las muestras con que cuento son la prueba perfecta de la búsqueda de identidad (si hubiese que adjetivar esta búsqueda, la palabra desesperada no constituiría una exageración) en la que estaba embarcado. Fotos con pelo largo y con pelo corto, fotos con anteojos y sin ellos, fotos con barba y bigote y fotos de un yo lampiño, fotos en las que tengo un look de joven educado, y de clon de Jim Morrison, y de detective sacado de División Miami. (Uno de los motivos por los que me alegra que mi primera novela sea hoy inhallable es que con ella se ha ido la foto en la que parecía una premonición de Harry Potter. Todavía conservo aquellos anteojos, que a mis hijas les encanta probarme para poder reírse de mí a sus anchas. Sólo que mi cara ha perdido los cachetes de aquella juventud. Hoy me parezco más a Elvis Costello, lo cual me alegra: me gusta más Costello que Harry Potter).

Repasar estas imágenes significó mucho más que un ejercicio en la nostalgia. Me hizo pensar en todos aquellos mundos que ya no existen, y en todas aquellas personas que se fueron con ellos. (Por ejemplo mi madre; ya no hay nadie que me obligue a dar la cara al sol, es algo que en todo caso debo hacer por propia decisión). También me hizo pensar que mi fotogenia acabó en el instante en que obtuve consciencia de mí mismo: de pequeño salía bien en las fotos, pero apenas entendí que yo era yo, y que un día dejaría de serlo, mi actitud empezó a trasuntar rebelión ante la idea del fin; la anti-fotogenia como modo de protesta. Me hizo pensar en cuántos fui, antes de encontrarme a mí mismo; y en cuán precaria es mi seguridad actual, ahora que mi imagen no es más duradera que el banco de datos que la almacena, ni más definida que una suma precisa de pixeles.

Ya casi no aparezco en las fotos, salvo por error o en los retratos grupales propios de las fiestas. Esto también significa algo que me gusta pensar: que tengo hijos y amores que son más importantes que yo, y por los que vale la pena desplazarse al otro lado de la cámara. Imagino que esto es algo que nos ocurre a muchos, pero no puedo dejar de decirme que esta elección tiene mucho que ver con otra que la antecede, la de mi forma de vida. Escribir ficciones, tanto literarias como cinematográficas, se parece mucho a sacar fotografías. Y cuando se trata de pegar el ojo al visor, yo prefiero ver a otros antes que a mí mismo. El del autorretrato me parece un género pobre. Soy de los que cree que uno es lo que mira. Y el mundo está lleno de cosas más interesantes que mi triste figura.

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12 de junio de 2006
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El arte de perder

Soy un peruano nacionalista y patriota. Y como tal, parte de la cultura que reivindico rabiosamente es perder en el fútbol.

En efecto, ganar es vulgar. La estadística obliga incluso a los peores equipos a vencer en algún partido: así, Bolivia derrotó a Brasil hace un par de eliminatorias, Colombia goleó a Argentina en la mismísima Buenos Aires en un vergonzoso partido que aún nadie comprende, y hasta Túnez le ganó un partido a México, su única victoria en un mundial. Ganar siempre es una posibilidad. Lo difícil, el verdadero reto, es perder constantemente y sin distraerse, mostrar una convicción indestructible, inconmovible y fanática por la derrota. Eso es mi Perú.

Indiscutiblemente, a veces cometemos un desliz y empatamos o incluso ganamos a equipos como Trinidad y Tobago o Panamá. Pero hay que ver las líneas generales: lo importante es que tenemos una tendencia hacia el fracaso clara e insobornable. Porque hace muy pocos años, solíamos decir lo mismo de Ecuador y Bolivia. En ellos se cimentaba nuestro mezquino y ordinario orgullo de ganar partidos. Y sin embargo, desde que yo tengo memoria, esos equipos han asistido a más mundiales que nosotros. Ecuador y Bolivia, pobres, no saben lo que quieren. Ilusionados por las batallitas ganadas, pierden la oportunidad de convertirse, como Perú, en un baluarte, un símbolo, un ícono de la catástrofe deportiva. Pero allá ellos. La historia los juzgará. 
 
Yo, por mi parte, como buen peruano, disfruto las distintas etapas de cada torneo futbolístico. Me encanta ese primer momento en que, para animar al televidente, la televisión transmite los triunfos históricos del Perú. Ah, nada como el blanco y negro para disfrutar de la blanquirroja. Me estremezco de placer cuando escucho a mis amigos frente al televisor con sus cervezas y sus escarapelas diciendo “¡esta vez sí la hacemos!”. Henchido de gozo, trémulo de deseo, veo venir el siguiente paso, ese momento de la segunda o tercera jornada del torneo, cuando empiezan a mascullar “hemos tenido un traspié”.

Pero la frase que realmente espero, como una liturgia, como un mantra, es la siguiente: “aún es matemáticamente posible”, ese melodioso preludio al momento final del ritual, que se clausura siempre con las mismas palabras: “es el momento de trabajar con las divisiones inferiores”. Cuando llega esa sentencia con su cadenciosa sonoridad, uno sabe que todo ha terminado, y que mi país ha sido fiel una vez más a sus más arraigadas tradiciones.

Para un peruano hecho y derecho como yo, vivir en España se hace muy difícil. Al menor descuido, te haces hincha de un equipo ganador como el Real Madrid o el Barcelona, olvidando tus orígenes y traicionando lo que te define en última instancia. Por suerte, yo he encontrado un lugar en el Atlético de Madrid, un equipo hecho a mi medida, virilmente orgulloso de su tradición de perdedor.

No quiero decir con eso que no hayan tratado de quebrar mis convicciones. Como Cristo en el desierto, he sufrido tentaciones, algunas de ellas difíciles de resistir. Coincidiendo con el mundial del 2002, tuve una pareja brasileña. Veía los partidos con una camiseta verdeamarela y, lo peor de todo, ganaba constante, imparablemente. Cada día era una nueva celebración, cada triunfo un abandono de mi ser. Me sentí mal. Algo dentro de mí sabía que ése no era yo. Mi relación de pareja no sobrevivió mucho tiempo a ese mundial devastador.

Por eso, en este mundial, mis favoritos son Angola, Arabia Saudí, Costa Rica, Togo y Túnez. No sólo porque son los equipos con que me identifico plenamente, sino sobre todo, porque con ellos estoy seguro de que me ahorraré el aburrimiento de seguir el mundial entero, viendo a esos equipos sin sentido estético ganando y ganando todo el tiempo, ofreciendo el lamentable espectáculo de lo predecible. 

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12 de junio de 2006
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CENA CON LOS NOBEL

Estuve cenando, en Estocolmo, en el mismo salón donde se ofrece la cena de gala a los premios Nobel. Una pasada. Por allí, efectivamente, había marcado su paso Albert Einstein y Thomas Mann, la madre Teresa, Madame Curie, Fleming o Hemingway. Trataba de hacerme cargo de la importancia del espacio y me resultaba tan infantilmente fácil o fácilmente infantil que terminé por agotarme.

Los lugares sagrados son naturalmente estomagantes a pesar de que algo sagrado, aunque no espectacular, debamos elegir para que el corazón posea un gemelo dorado y una bruñida orientación de amor.

Los comensales de aquel acto no contábamos con posibilidad alguna de ser elegidos alguna vez para el premio Nobel y esto, incuestionablemente, nos violentaba. Nos  otorgaba un carácter de gentes demasiado comunes o también, como era el caso, de dóciles corifeos. Las personalidades se harían sagradas y continuarían siéndolo merced a nuestra adoración. Pero ¿eran merecedoras del premio a causa de nuestra merced? El glorificado no alcanzará nunca a saber si son sus admiradores quienes le deben el honor o debe su honor a los admiradores. En el intercambio, efectivamente, todos salen ganando. El elegido se alza como figura excepcional y quienes lo izan se sienten dignificados por la condición extraordinaria que han proclamado en aquel y que desde su altura les baña.

No nos hallábamos sin embargo satisfechos. Puesto que nos habían dejado penetrar en el recinto debíamos sentirnos agradecidos. Más que eso: puesto que se nos dejaba compartir una atmósfera reservada para el personaje histórico ¿qué podríamos ofrecer de valor a cambio si no fuera nuestra propia muerte? Lo aproximadamente más histórico que poseemos, el único remedo del paso a la posteridad en su primera fase.   

No resultaba por tanto tan sencillo acoplarse a la grandeza de esa sala en el Ayuntamiento de Estocolmo y pasmarse sin más, sin desasosiego, ante sus cuatro y altísimas paredes de ladrillo labrado. Por si faltaba poco, un escenario de pacotilla camuflado en un ángulo bajo la gran escalera, fue ocupado, a golpe de dos grandes bafles y focos, con la intervención de una popular cantante española de pelos rizados y tizones, más un pálido grupo sueco que imitaba a Abba. ¿Se trataba en efecto de un lugar sagrado aquel salón? Lo sagrado no se puede tocar; sin embargo, el grupo tocó sin reparo las músicas más destructivas del gusto y no digamos de la inteligencia. ¿De esa manera profanaban el espacio? Parecía que fuera así pero con el paso de los minutos nada podía creerse con firmeza. Apenas quedan, dentro de este mundo, espacios sagrados fijos. Prácticamente la totalidad de los elementos de que vivimos, gozamos o provenimos en el mundo occidental han ido volviéndose portátiles, circunstanciales, removibles.

Los sagrados campos de fútbol sirven para polvorientos mítines electorales y las delicadas iglesias para discotecas. Lo sagrado, siempre presente, ha cambiado su capacidad de sedimentación por la de circulación. Los Nobeles podrían contemplar el templo en donde habrían recibido su consagración destinado a recaudar unas miles de coronas en una fiesta de paso. ¿Seguirán creyendo en su magnificencia fundamental? ¿Creerán en su misma excelencia tan compartida y escarbada?

Los años han creado tal número de Nobeles que se hacen largos de enumerar, tediosos para ser exaltados sucesivamente, acumulativos como géneros a granel hasta el extremo de que su salón ha ido convirtiéndose en un contenedor donde puede caber de todo. Desde la boda hasta el discurso del concejal, desde la orgía a la sentencia de muerte. A pesar de ello, si el espacio funcional se presta al  soborno, su naturaleza estructural se resiste con cinismo superior. Pasear la mirada por sus muros, desfilar por sus escalinatas, tratar de entender la historia de su mixtura y apreciar la mimosa enseñanza de sus luces, empujaba a concluir que la arquitectura es mucho más que sus moradores  y sus arquitectos. La arquitectura nace, se yergue y palpita con una existencia que al lograr persistir respira por sí sola, no importa la mascarada  a que se la someta. La misma fama de los Nobel pregonada sin cesar por los promotores del acto trataba de ahogar su identidad mientras su identidad más unívoca renacía en paralelo, liberada de la estabulación. Liberada también olímpicamente de todos nosotros que entramos, cenamos y salimos de allí de madrugada, somnolientos, más tristes que alegres, más decepcionados de nosotros y de los Nobel que cuando todo lo veíamos en la televisión.

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12 de junio de 2006
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Viejos amigos

Observar cómo cambiamos unos y otros es un entretenimiento rejuvenecedor, si uno sabe prestar atención. Muy similar a ver cambiar el paisaje con el paso de las estaciones. Metáfora eterna, por lo verdadera. Como que el sol es el astro rey: no hay nada más alto.

Esa infancia de la que sólo quedan recuerdos casi siempre falsos, porque la memoria vive de relatos y uno aprende a relatar justamente al abandonar la infancia. Esa juventud, la peor y más aburrida de las estaciones, a todas horas pendientes de los demás, sujetos al capricho de los detestables “mayores”, esclavos de nuestro cuerpo y de la voluntad ajena.

En la madurez, en cambio, nos ponemos gordos y gordas, según el decir del lendakari, lo que es indicio de placidez y estancamiento: hay que estar al acecho, o limpias las cañerías o mueres con un breve y lamentable estallido, como el de un petardo mojado.

¡Vejez, ansiado tesoro! ¡Hora magnífica en la que los supervivientes miran a su alrededor con gozosa impertinencia! ¡Cuando por fin todo es posible! ¡Cuando nadie va a hacerte el menor caso! ¡Cuando sobras en todas partes! ¡Momento de libertad extrema!

Siempre me ha extrañado que no haya más delincuentes de la tercera edad, aunque quizás estoy anunciando el futuro, cuando quiebre el Estado del Bienestar, porque a partir de los setenta es muy raro que un juez condene a nadie a más de tres años de trullo, que no se cumplen, como es natural.

La vejez es lírica y archiloca. Algunos de los mejores poemas han sido escritos por octogenarios supervivientes. Lo mejor de Yeats, por ejemplo, lo escribió tras una intervención quirúrgica de ligadura de trompas que él creyó le devolvía la virilidad perdida. Magníficos poemas y magno ridículo el del anciano persiguiendo a la criada, a la enfermera, a su propia señora (huyó despavorida) e incluso a la asistenta social.

Indescriptible última etapa de Tiziano, próximo a los noventa años y manejándose en la tela como Delacroix: el viejísimo veneciano volaba sobre nubes de pinceladas vibrátiles. Nadie quería sus cuadros, decían que le temblaba la mano... ¡Como si el arte dependiera de un tembleque!

Un asistente a la toma de posesión de Paco Brines, en la Real Academia, me contó la presencia, entre el público, de un viejo amigo poeta, desmadejado, retorcido, empujando incansablemente sus gafas negras por el puente con un índice agresivo, riendo a sonoras carcajadas amargas como el vino que bebe y gritando cada vez que se le mencionaba el nombre de algún viejo conocido:

“¿Ese? ¡Un facha! ¡Un jodido fascista! ¡Un franquista de mierda!”.

Al parecer no quedó nadie con vida.  Nos fusiló sin que le temblara la mano. Mano purísima de funcionario del franquismo. Todos habíamos cambiado a peor excepto él, temible viejo joven, puer senex, superviviente del siglo pasado, ¡qué digo!, de hace dos siglos, bohemio del Madrid de Mesonero Romanos.

Eso sí, aspira a ser académico. No está muy bien pagado, pero te da un empaque. Y publicas en ABC. ¡Maravillosa vejez! ¡Vejez tontiloca y cupletera!

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12 de junio de 2006
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SUSANA SOCA

Exposición en la Maison de l'Amerique Latine; Boulevard St Germain. Una pequeña muestra (diecinueve fotografías colgadas en las paredes y cuatro vitrinas) pero una muestra preciosa. Hay libros, revistas con papel quemado y cartas para reconstruir la figura de Susana Soca, uruguaya, poeta y editora de una revista de literatura.

Las fotografías son de Gisèle Freund y pintan una galaxia (el título de la exposición habla de una constelación) de figuras de primer orden: Paul Eluard, Silvina Ocampo, Pierre Drieu La Rochelle, Henri Michaux, Roger Caillois, Rafael Alberti, Pablo Neruda, Jean Cocteau. Entre ellos, Susana Soca, que no es famosa en Francia, es un ser extraño. Muestra labios y uñas del mismo rojo con algo de cansancio tremendo en su foto-retrato (“vulnerable y a la vez inaccesible”, escribe Roger Caillois). Tremendas joyas (una esmeralda como el huevo de un pijón) en la fotografía de sus manos.

Susana Soca era la hija muy adinerada de un médico uruguayo que visitaba Francia a menudo entre las dos primeras guerras mundiales. Su vida fue un proselitismo para la poesía. Tenía un sexto sentido para ubicar versos que aguantan el tiempo, la creación acertada. Hay huecos en su biografía. No se sabe muy bien cómo consiguió crear una dinámica parecida a la de Silvina Ocampo, agrupando artistas entre Europa y Argentina con su revista Sur. La revista de Susana Soca tuvo dos nombres: Cahiers de La Licorne, cuando se creó en París, y Entregas de La Licorne, en una vida posterior, en Montevideo. Una “licorne” es un unicornio. Fue Valentine Hugo quien sacó el dibujo de la tapa de la revista. Tres entregas en Francia, trece en Uruguay: la trayectoria del unicornio se detuvo con la muerte de Susana Soca en un accidente de avión que hacía el recorrido Montevideo-París.

Los sumarios de cada número muestran una sensibilidad aguda en el momento de elegir lo mejor. Hasta tal punto que, más allá de lo que se presenta, un misterio se crea poco a poco con lo que tenía que ser un homenaje: ¿quién era esta mujer? Unas frases de Roger Caillois (el gran importador de la literatura hispanoamericana en la casa editorial Gallimard) muestran su asombro frente a la boda nunca realizada entre el poeta francés Henri Michaux y Soca. ¿Cómo puede ser que aquella mujer se encuentre con el escritor Pierre Drieu La Rochelle y el pintor Nicolas de Staël antes de sus respectivos suicidios y viaje a Moscú para un encuentro frustrado con Boris Pasternak poco antes de la entrega tan polémica de su Premio Nobel de Literatura? Ubicarse siempre en el lugar decisivo no puede ser pura casualidad.

Borges dedicó un poema a Susana Soca en El hacedor. El título es Susana Soca y la descripción de ella finaliza con una sola palabra: fuego. Es una evocación de su muerte en el accidente de avión pero, creo, también de un anhelo casi enfermo en la búsqueda de los poetas que, nos explicó Rimbaud, roban el fuego.

SUSANA SOCA
Con lento amor miraba los dispersos
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
hilaron su destino delicado,
hecho a discriminar y ejercitado
en la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
laberinto, atisbaba desde afuera
las formas, el tumulto y la carrera,
como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
la abandonaron a ese tigre, el Fuego.

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9 de junio de 2006
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La última tentación de Scorsese

Voy a cometer un sacrilegio.

Estaba husmeando en el site de Harry Knowles, Ain’t It Cool News, como hago al menos un par de veces por semana en busca de información sobre la clase de películas que más disfruto. (Fantasía, acción, ciencia ficción: ¡lo anti-Cannes!) Y encontré un par de comentarios sobre la nueva película de Martin Scorsese, The Departed. Es verdad que no se los puede tomar muy en serio, dado que han sido sugeridos por la visión de una película que aún no está terminada: se trata de esas exhibiciones a modo de test o work in progress a que los norteamericanos son tan afectos. Pero de todas formas los comentarios no eran alentadores, lo cual trajo a mi mente una pregunta que me ronda desde hace tiempo: ¿será que Scorsese está acabado, como sugieren sus últimas películas?

Antes de que se desgarren las vestiduras, déjenme decir que Scorsese fue uno de mis directores predilectos durante décadas. A lo largo de mi carrera he entrevistado a mucha gente talentosa, pero Scorsese es el único con quien me saqué una foto. (Está muy buena, sobre todo porque parezco altísimo a su lado.) Películas como Taxi Driver y El toro salvaje forman parte de mi lista de favoritas de todos los tiempos. Cuando quedó claro que no estrenarían en la Argentina La última tentación de Cristo, me tomé un barco y fui a verla a Montevideo. Terminé de leer la novela original de Nikos Kazantzakis durante el viaje. La excursión valió la pena. En la puerta del cine todavía estaban las manchas rojas que había dejado la pintura arrojada por un ortodoxo enfurecido.

Pero desde Goodfellas, que quizás sea su última gran película, tengo la persistente sensación de que Scorsese perdió el rumbo. Es verdad que en todas sus obras subsecuentes hay grandes momentos, desde Cape Fear hasta Gangs of New York. (Mi subconsciente me traiciona, acabo de dejar a The Aviator fuera de la lista. Es una película tan inconsistente, que la vi tan sólo para olvidarla inmediatamente.) Pero se trata de secuencias aisladas, o de placeres marginales dentro de las películas: la reutilización de la música de Bernard Hermann en Cape Fear, la actuación de Daniel Day-Lewis en Gangs –devorándose a Di Caprio y escupiendo sus huesitos. Como relatos completos, ninguna de las películas posteriores a Goodfellas me convenció de verdad.

Es verdad que sigue siendo un maestro de la narrativa. No hace falta que yo diga que Scorsese es un apasionado del cine hasta la locura, puesto que su pasión es vox populi, aunque puedo agregar mi perlita personal: cuando lo entrevisté en Venecia, en ocasión de la exhibición de La edad de la inocencia, me preguntó de qué país venía. Respondí que era argentino y le brillaron los ojos al decir: “Uh, justo antes de venir estuve viendo La casa del ángel”. ¡Scorsese es tan enfermo del cine, que hasta es experto en las películas de Leopoldo Torre Nilsson!

Lo que quiero decir es que su maestría en el arte de narrar se ha visto deslucida, creo, desde que dejó de tener claro qué quería contar. Alguna vez comenté en voz alta que sus mejores películas eran las que tenían guión de Paul Schrader, y Marcelo Piñeyro me tiró por la cabeza Goodfellas, La edad de la inocencia, Casino… Ninguno de los dos está del todo equivocado. (En el fondo se trataba de una discusión gremial: yo defendía al guionista y Piñeyro al director.) Esas películas de las que hablaba Marcelo están buenas de verdad, pero a la vez evidencian el paulatino ausentarse de Scorsese del centro de sus propios relatos. Henry Hill, el personaje central de Goodfellas, representa la última vez que el corazón de Scorsese ha estado junto a su protagonista. A partir de La edad de la inocencia se convirtió cada vez más en un observador distante y desapasionado, lo cual es grave, dado que Scorsese nunca fue un narrador particularmente emocional. Desde entonces me quedo afuera de todas sus películas, aún las que narran pasiones exorbitantes como las que informan Gangs of New York.

Me temo que The Departed, que es remake de una película de género policial llamada Infernal Affairs, no marcará precisamente el regreso del mejor Scorsese. (A lo sumo significará el regreso del mejor Tarantino.) Ojalá no terminen haciendo lo de siempre, y dándole el Oscar que tanto tiempo le han negado injustamente para celebrar una de sus películas menores.

Está claro que Scorsese ya entró en la historia, y que no necesita hacer más nada de lo que ya hizo para asegurarse la gloria. Pero ocurre que lo extraño, en este mundo que se ha vuelto tan amarrete en materia de cineastas geniales.

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9 de junio de 2006
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El muerto

El panteón de Xoco, en el distrito mexiquense de Coyoacán, ocupa 25 mil metros cuadrados repartidos entre 6 mil sepulcros. El 1 de noviembre, fiesta de todos los santos, el panteón se llena de familiares armados con baldes y trapos que vienen a limpiar y arreglar las tumbas de sus seres queridos. Pero durante todo el año, los ocupantes del cementerio ostentan rosas, tulipanes y cempoazúchitl, como para alegrarse un poco la muerte.

-¿Vienes todos los días?
-No, sólo cuando tengo ganas de conversar con Miguel.

La mujer con que hablo es una morena muy guapa de unos cuarenta años. Su esposo Miguel está enterrado cerca de una de las esquinas del cementerio, en una pulcra tumba decorada con claveles que ella visita con suficiente frecuencia para mantenerlos frescos. El epitafio dice “Algo de ti se queda con nosotros”.

-¿Todos tus parientes están enterrados aquí?
-No, pero mejor. Así puedo visitar varios cementerios.
-Como paseo de fin de semana es un poco raro ¿no?
-No. En esta ciudad, los únicos lugares tranquilos son los panteones.

Dora –así se llama la mujer- disfruta paseando entre los mausoleos. Yo no me había fijado pero son como casas, incluyen hasta artículos de uso diario: uno tiene una grabadora y los discos favoritos de su dueño, en una vitrina cerrada para que nadie los robe. Otro tiene una botella de tequila refinado. En otro, que por lo visto era muy futbolero, hay una pelota esculpida en mármol. También los epitafios resumen la vida de los muertos. En la lápida de un niño se lee la siguiente inscripción: “faltaba alegría en el cielo y se llevó la nuestra”.

-¿Y qué te dice Miguel cuando hablas con él?
-Pus que me anime. Es que siempre le cuento lo que va mal: que si mi jefe no me deja en paz, que si no llego a fin de mes…
-¿Y no tienen conversaciones más animadas?
-Pus no. Es que está muerto.
-Ya.

Aunque este cementerio sea católico, las 14 mil personas que lo visitan el día de muertos perpetúan una tradición pagana precolombina. A principios de noviembre terminaba la escasez y comenzaba la temporada de la cosecha. Entonces, el espíritu se encaminaba por el sendero de los dioses. Uno de esos dioses era Mictlantecuhtli, “señor de la región de los muertos”, cuyo reino, para los ancestros de los mexicanos, no constituía el fin de la vida, sino su complemento necesario para alcanzar la trascendencia. A esa región oscura se dedicaban y aún se dedican altares con sal, vino y alimentos, espejos para purificar el alma del muerto, agua bendita para saciar su sed, calaveras de azúcar, caricaturas de la muerte. El advenimiento del catolicismo no detuvo esa cultura de la muerte, apenas le puso un vestido nuevo.

-¿Y cómo murió Miguel?
-En un accidente de tráfico. La camioneta se volcó y se salió del camino.

Dora pasa un trapo húmedo por la lápida. Sus mejillas también están húmedas. Miro para otro lado. Supongo que quiere un poco de intimidad. Ni siquiera vuelvo a verla cuando le pregunto:

-¿Y dónde estabas tú cuando murió?
-Yo conducía la camioneta.
-Debe haber sido muy duro ver morir a tu esposo. Lo siento.

Dora no responde. Me vuelvo hacia la tumba pero ahí ya no hay nadie. Ni rastro del trapo, ni de las flores. Sólo el epitafio: “Algo de ti se queda con nosotros”.

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9 de junio de 2006
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