Vicente Verdú
Estuve cenando, en Estocolmo, en el mismo salón donde se ofrece la cena de gala a los premios Nobel. Una pasada. Por allí, efectivamente, había marcado su paso Albert Einstein y Thomas Mann, la madre Teresa, Madame Curie, Fleming o Hemingway. Trataba de hacerme cargo de la importancia del espacio y me resultaba tan infantilmente fácil o fácilmente infantil que terminé por agotarme.
Los lugares sagrados son naturalmente estomagantes a pesar de que algo sagrado, aunque no espectacular, debamos elegir para que el corazón posea un gemelo dorado y una bruñida orientación de amor.
Los comensales de aquel acto no contábamos con posibilidad alguna de ser elegidos alguna vez para el premio Nobel y esto, incuestionablemente, nos violentaba. Nos otorgaba un carácter de gentes demasiado comunes o también, como era el caso, de dóciles corifeos. Las personalidades se harían sagradas y continuarían siéndolo merced a nuestra adoración. Pero ¿eran merecedoras del premio a causa de nuestra merced? El glorificado no alcanzará nunca a saber si son sus admiradores quienes le deben el honor o debe su honor a los admiradores. En el intercambio, efectivamente, todos salen ganando. El elegido se alza como figura excepcional y quienes lo izan se sienten dignificados por la condición extraordinaria que han proclamado en aquel y que desde su altura les baña.
No nos hallábamos sin embargo satisfechos. Puesto que nos habían dejado penetrar en el recinto debíamos sentirnos agradecidos. Más que eso: puesto que se nos dejaba compartir una atmósfera reservada para el personaje histórico ¿qué podríamos ofrecer de valor a cambio si no fuera nuestra propia muerte? Lo aproximadamente más histórico que poseemos, el único remedo del paso a la posteridad en su primera fase.
No resultaba por tanto tan sencillo acoplarse a la grandeza de esa sala en el Ayuntamiento de Estocolmo y pasmarse sin más, sin desasosiego, ante sus cuatro y altísimas paredes de ladrillo labrado. Por si faltaba poco, un escenario de pacotilla camuflado en un ángulo bajo la gran escalera, fue ocupado, a golpe de dos grandes bafles y focos, con la intervención de una popular cantante española de pelos rizados y tizones, más un pálido grupo sueco que imitaba a Abba. ¿Se trataba en efecto de un lugar sagrado aquel salón? Lo sagrado no se puede tocar; sin embargo, el grupo tocó sin reparo las músicas más destructivas del gusto y no digamos de la inteligencia. ¿De esa manera profanaban el espacio? Parecía que fuera así pero con el paso de los minutos nada podía creerse con firmeza. Apenas quedan, dentro de este mundo, espacios sagrados fijos. Prácticamente la totalidad de los elementos de que vivimos, gozamos o provenimos en el mundo occidental han ido volviéndose portátiles, circunstanciales, removibles.
Los sagrados campos de fútbol sirven para polvorientos mítines electorales y las delicadas iglesias para discotecas. Lo sagrado, siempre presente, ha cambiado su capacidad de sedimentación por la de circulación. Los Nobeles podrían contemplar el templo en donde habrían recibido su consagración destinado a recaudar unas miles de coronas en una fiesta de paso. ¿Seguirán creyendo en su magnificencia fundamental? ¿Creerán en su misma excelencia tan compartida y escarbada?
Los años han creado tal número de Nobeles que se hacen largos de enumerar, tediosos para ser exaltados sucesivamente, acumulativos como géneros a granel hasta el extremo de que su salón ha ido convirtiéndose en un contenedor donde puede caber de todo. Desde la boda hasta el discurso del concejal, desde la orgía a la sentencia de muerte. A pesar de ello, si el espacio funcional se presta al soborno, su naturaleza estructural se resiste con cinismo superior. Pasear la mirada por sus muros, desfilar por sus escalinatas, tratar de entender la historia de su mixtura y apreciar la mimosa enseñanza de sus luces, empujaba a concluir que la arquitectura es mucho más que sus moradores y sus arquitectos. La arquitectura nace, se yergue y palpita con una existencia que al lograr persistir respira por sí sola, no importa la mascarada a que se la someta. La misma fama de los Nobel pregonada sin cesar por los promotores del acto trataba de ahogar su identidad mientras su identidad más unívoca renacía en paralelo, liberada de la estabulación. Liberada también olímpicamente de todos nosotros que entramos, cenamos y salimos de allí de madrugada, somnolientos, más tristes que alegres, más decepcionados de nosotros y de los Nobel que cuando todo lo veíamos en la televisión.