Vicente Verdú
¿Se puede todavía ser un fanático de corazón? ¿O un irremisible ateo? El segundo Mundial de Fútbol del siglo XXI tiene la respuesta. Nunca una edición del campeonato mundial de fútbol ha resultado tan ilustrativa sobre la ridícula vanidad de las creencias y las sagradas pertenencias.
La dialéctica entre lo global y lo local, lo extraño y lo familiar, se resuelve estos días en la sucesión de partidos y el texto de sus alineaciones. ¿Alemania? ?Francia? ¿Brasil? ¿Italia? El nombre y el juego de sus principales jugadores son tan familiares para el aficionado de cualquier nación que, finalmente, se revelan como nuestros rivales pero también como nuestros ídolos y, por momentos, viendo los encuentros entre ese tipo de selecciones deseamos ver el buen hacer de sus figuras sin notar demasiado su adscripción nacional. La nación da nombre al equipo pero, a diferencia de lo que sucedía antes, no lo graba a fuego. Los futbolistas importantes que componen prácticamente cada selección vienen de clubes sobresalientes y de los que tanto aficionados africanos como coreanos o almerienses desearían poseer su camiseta. La camiseta auténtica o la que por cientos de miles se expende en todo el mundo al modo de un único bazar donde se cruzan mitos y estampas, colores y denominaciones sin importar demasiado su pertenencia oficial. Ser de una nación es tan anacrónico como las oposiciones vitalicias. Ahora se es de esto o aquello para desarrollar un juego de rol, no para morir por la causa. Este Mundial de Fútbol, donde además abundan los "nacionalizados" o los "naturalizados" al lado de los autóctonos, lo pone repetidamente de manifiesto. A España la vencerá Brasil en noventa minutos con jugadores a los que se ha vitoreado durante años en España y en cuya selección juega, además, un brasileño españolizado de conveniencia. De este modo y tras este tutti-frutti de alineaciones, ¿como seguir con el antiguo encono al extranjero o el amor loco a la selección local? Efectivamente todavía hay locos pero ahora advertimos mejor el atavismo de su mal.
O todavía mejor: efectivamente es aún posible pasar de ser un hincha del Real Madrid a ser un hincha de la selección nacional, pasar de un fanatismo a otro, pero ¿cómo no darse cuenta de que ese mismo travestismo es posible gracias al juego con su naturaleza? Pero ¿un juego de identidad? Un juego de identidad o de disfraces, un juego en fin. Y, tratándose de un juego evidente ¿cómo será posible mantener el fanatismo o su ofuscación?
Efectivamente es posible tropezarse con gentes que se declaran fanáticas de esto o aquello pero ¿quién no siente por ellos conmiseración o ajenidad? Ni se puede ser hoy hombre/hombre ni mujer/mujer, ni católico a machamartillo, ni ateo irredento. Tampoco es posible manifestarse nacionalista/nacionalista sin mover a la irrisión o la compasión intelectual.
Por primera vez, en suma, este Mundial abre un nuevo mundo a la vista de todos. Las selecciones nacionales de fútbol son de este o aquel país coloreadas por la bandera pero cada vez menos transfundidas de ellas. De esta manera el mundial pasa de ser una representación de la liza entre pueblos para convertirse en espectáculo popular total. De lo sagrado a lo escénico, de lo simbólico a lo pop. ¿Morir por la patria? ¿En cuántos países se sigue creyendo en ello? Lo decisivo va dejando de ser la cuna, la fidelidad ciega, la unión eterna. En su lugar se extiende un universo diverso y cambiante, lleno de combinaciones y de nuevas criaturas mezcladas. Asistimos por fin a un Mundial donde crece el mundo, donde todos vamos conociéndonos y apreciándonos según valores no afincados en los históricos males de la pertenencia. Los tópicos siguen jugando. Pero ahora ya, progresivamente, como elementos para animar el juego.