Marcelo Figueras
Estaba, por razones ajenas a mi voluntad, buscando fotos viejas de mí mismo. Pronto comprendí que la búsqueda no iba a ser fácil. Las escasas fotografías en que aparezco están dispersas por media ciudad. Algunas se encuentran prensadas dentro de un álbum desvencijado que mi padre dejó, creo, al cuidado de mi hermana: son las primeras fotos de mi vida. Estas fotos en blanco y negro están impresas en papel. Hablan de un mundo en el que todavía había tranvías, discos de vinilo y televisores sin control remoto. Hablan de un mundo en que los teléfonos se discaban y eran tan portátiles como el largo de su cable. Un mundo, coincidirán conmigo, que ya no existe.
Otra tanda de fotos tiene la forma de diapositivas, esos fotogramas apresados en el interior de marquitos de cartón o de plástico que sólo podían apreciarse mediante el uso de un proyector. Creo que esas fotos también quedaron en lo de mi hermana. No hace tanto las volvimos a ver en sesión familiar. (¡El viejo proyector todavía funciona!) Estas diapositivas mostraban un mundo que ya había adquirido color: eso sí, con tonalidades Kodak, chillonas y precarias. Las fotos hablan de un universo de flequillos y pulóveres con guardas, en el que mi familia todavía estaba entera y yo fruncía el ceño de manera constante. A mi madre le encantaba ponerme a posar frente al sol. Se tomaba todo el tiempo del mundo antes de disparar y siempre terminaba haciéndolo cuando yo, enceguecido, cerraba un ojo o los dos a la vez.
Mi adolescencia coincide con la popularización de las fotos a color impresas en papel. Desde entonces, y hasta la invención de las fotos digitales, mis retratos se convierten en una realidad tan caótica y esquiva como la de mi vida durante el mismo período. No conservo casi ninguna de esas fotos. Algunas deben haber quedado en manos de mi ex mujer, que seguramente las convirtió en humo. Las muestras con que cuento son la prueba perfecta de la búsqueda de identidad (si hubiese que adjetivar esta búsqueda, la palabra desesperada no constituiría una exageración) en la que estaba embarcado. Fotos con pelo largo y con pelo corto, fotos con anteojos y sin ellos, fotos con barba y bigote y fotos de un yo lampiño, fotos en las que tengo un look de joven educado, y de clon de Jim Morrison, y de detective sacado de División Miami. (Uno de los motivos por los que me alegra que mi primera novela sea hoy inhallable es que con ella se ha ido la foto en la que parecía una premonición de Harry Potter. Todavía conservo aquellos anteojos, que a mis hijas les encanta probarme para poder reírse de mí a sus anchas. Sólo que mi cara ha perdido los cachetes de aquella juventud. Hoy me parezco más a Elvis Costello, lo cual me alegra: me gusta más Costello que Harry Potter).
Repasar estas imágenes significó mucho más que un ejercicio en la nostalgia. Me hizo pensar en todos aquellos mundos que ya no existen, y en todas aquellas personas que se fueron con ellos. (Por ejemplo mi madre; ya no hay nadie que me obligue a dar la cara al sol, es algo que en todo caso debo hacer por propia decisión). También me hizo pensar que mi fotogenia acabó en el instante en que obtuve consciencia de mí mismo: de pequeño salía bien en las fotos, pero apenas entendí que yo era yo, y que un día dejaría de serlo, mi actitud empezó a trasuntar rebelión ante la idea del fin; la anti-fotogenia como modo de protesta. Me hizo pensar en cuántos fui, antes de encontrarme a mí mismo; y en cuán precaria es mi seguridad actual, ahora que mi imagen no es más duradera que el banco de datos que la almacena, ni más definida que una suma precisa de pixeles.
Ya casi no aparezco en las fotos, salvo por error o en los retratos grupales propios de las fiestas. Esto también significa algo que me gusta pensar: que tengo hijos y amores que son más importantes que yo, y por los que vale la pena desplazarse al otro lado de la cámara. Imagino que esto es algo que nos ocurre a muchos, pero no puedo dejar de decirme que esta elección tiene mucho que ver con otra que la antecede, la de mi forma de vida. Escribir ficciones, tanto literarias como cinematográficas, se parece mucho a sacar fotografías. Y cuando se trata de pegar el ojo al visor, yo prefiero ver a otros antes que a mí mismo. El del autorretrato me parece un género pobre. Soy de los que cree que uno es lo que mira. Y el mundo está lleno de cosas más interesantes que mi triste figura.