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Punto de vista

Estaba, por razones ajenas a mi voluntad, buscando fotos viejas de mí mismo. Pronto comprendí que la búsqueda no iba a ser fácil. Las escasas fotografías en que aparezco están dispersas por media ciudad. Algunas se encuentran prensadas dentro de un álbum desvencijado que mi padre dejó, creo, al cuidado de mi hermana: son las primeras fotos de mi vida. Estas fotos en blanco y negro están impresas en papel. Hablan de un mundo en el que todavía había tranvías, discos de vinilo y televisores sin control remoto. Hablan de un mundo en que los teléfonos se discaban y eran tan portátiles como el largo de su cable. Un mundo, coincidirán conmigo, que ya no existe.

Otra tanda de fotos tiene la forma de diapositivas, esos fotogramas apresados en el interior de marquitos de cartón o de plástico que sólo podían apreciarse mediante el uso de un proyector. Creo que esas fotos también quedaron en lo de mi hermana. No hace tanto las volvimos a ver en sesión familiar. (¡El viejo proyector todavía funciona!) Estas diapositivas mostraban un mundo que ya había adquirido color: eso sí, con tonalidades Kodak, chillonas y precarias. Las fotos hablan de un universo de flequillos y pulóveres con guardas, en el que mi familia todavía estaba entera y yo fruncía el ceño de manera constante. A mi madre le encantaba ponerme a posar frente al sol. Se tomaba todo el tiempo del mundo antes de disparar y siempre terminaba haciéndolo cuando yo, enceguecido, cerraba un ojo o los dos a la vez.

Mi adolescencia coincide con la popularización de las fotos a color impresas en papel. Desde entonces, y hasta la invención de las fotos digitales, mis retratos se convierten en una realidad tan caótica y esquiva como la de mi vida durante el mismo período. No conservo casi ninguna de esas fotos. Algunas deben haber quedado en manos de mi ex mujer, que seguramente las convirtió en humo. Las muestras con que cuento son la prueba perfecta de la búsqueda de identidad (si hubiese que adjetivar esta búsqueda, la palabra desesperada no constituiría una exageración) en la que estaba embarcado. Fotos con pelo largo y con pelo corto, fotos con anteojos y sin ellos, fotos con barba y bigote y fotos de un yo lampiño, fotos en las que tengo un look de joven educado, y de clon de Jim Morrison, y de detective sacado de División Miami. (Uno de los motivos por los que me alegra que mi primera novela sea hoy inhallable es que con ella se ha ido la foto en la que parecía una premonición de Harry Potter. Todavía conservo aquellos anteojos, que a mis hijas les encanta probarme para poder reírse de mí a sus anchas. Sólo que mi cara ha perdido los cachetes de aquella juventud. Hoy me parezco más a Elvis Costello, lo cual me alegra: me gusta más Costello que Harry Potter).

Repasar estas imágenes significó mucho más que un ejercicio en la nostalgia. Me hizo pensar en todos aquellos mundos que ya no existen, y en todas aquellas personas que se fueron con ellos. (Por ejemplo mi madre; ya no hay nadie que me obligue a dar la cara al sol, es algo que en todo caso debo hacer por propia decisión). También me hizo pensar que mi fotogenia acabó en el instante en que obtuve consciencia de mí mismo: de pequeño salía bien en las fotos, pero apenas entendí que yo era yo, y que un día dejaría de serlo, mi actitud empezó a trasuntar rebelión ante la idea del fin; la anti-fotogenia como modo de protesta. Me hizo pensar en cuántos fui, antes de encontrarme a mí mismo; y en cuán precaria es mi seguridad actual, ahora que mi imagen no es más duradera que el banco de datos que la almacena, ni más definida que una suma precisa de pixeles.

Ya casi no aparezco en las fotos, salvo por error o en los retratos grupales propios de las fiestas. Esto también significa algo que me gusta pensar: que tengo hijos y amores que son más importantes que yo, y por los que vale la pena desplazarse al otro lado de la cámara. Imagino que esto es algo que nos ocurre a muchos, pero no puedo dejar de decirme que esta elección tiene mucho que ver con otra que la antecede, la de mi forma de vida. Escribir ficciones, tanto literarias como cinematográficas, se parece mucho a sacar fotografías. Y cuando se trata de pegar el ojo al visor, yo prefiero ver a otros antes que a mí mismo. El del autorretrato me parece un género pobre. Soy de los que cree que uno es lo que mira. Y el mundo está lleno de cosas más interesantes que mi triste figura.

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12 de junio de 2006
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El arte de perder

Soy un peruano nacionalista y patriota. Y como tal, parte de la cultura que reivindico rabiosamente es perder en el fútbol.

En efecto, ganar es vulgar. La estadística obliga incluso a los peores equipos a vencer en algún partido: así, Bolivia derrotó a Brasil hace un par de eliminatorias, Colombia goleó a Argentina en la mismísima Buenos Aires en un vergonzoso partido que aún nadie comprende, y hasta Túnez le ganó un partido a México, su única victoria en un mundial. Ganar siempre es una posibilidad. Lo difícil, el verdadero reto, es perder constantemente y sin distraerse, mostrar una convicción indestructible, inconmovible y fanática por la derrota. Eso es mi Perú.

Indiscutiblemente, a veces cometemos un desliz y empatamos o incluso ganamos a equipos como Trinidad y Tobago o Panamá. Pero hay que ver las líneas generales: lo importante es que tenemos una tendencia hacia el fracaso clara e insobornable. Porque hace muy pocos años, solíamos decir lo mismo de Ecuador y Bolivia. En ellos se cimentaba nuestro mezquino y ordinario orgullo de ganar partidos. Y sin embargo, desde que yo tengo memoria, esos equipos han asistido a más mundiales que nosotros. Ecuador y Bolivia, pobres, no saben lo que quieren. Ilusionados por las batallitas ganadas, pierden la oportunidad de convertirse, como Perú, en un baluarte, un símbolo, un ícono de la catástrofe deportiva. Pero allá ellos. La historia los juzgará. 
 
Yo, por mi parte, como buen peruano, disfruto las distintas etapas de cada torneo futbolístico. Me encanta ese primer momento en que, para animar al televidente, la televisión transmite los triunfos históricos del Perú. Ah, nada como el blanco y negro para disfrutar de la blanquirroja. Me estremezco de placer cuando escucho a mis amigos frente al televisor con sus cervezas y sus escarapelas diciendo “¡esta vez sí la hacemos!”. Henchido de gozo, trémulo de deseo, veo venir el siguiente paso, ese momento de la segunda o tercera jornada del torneo, cuando empiezan a mascullar “hemos tenido un traspié”.

Pero la frase que realmente espero, como una liturgia, como un mantra, es la siguiente: “aún es matemáticamente posible”, ese melodioso preludio al momento final del ritual, que se clausura siempre con las mismas palabras: “es el momento de trabajar con las divisiones inferiores”. Cuando llega esa sentencia con su cadenciosa sonoridad, uno sabe que todo ha terminado, y que mi país ha sido fiel una vez más a sus más arraigadas tradiciones.

Para un peruano hecho y derecho como yo, vivir en España se hace muy difícil. Al menor descuido, te haces hincha de un equipo ganador como el Real Madrid o el Barcelona, olvidando tus orígenes y traicionando lo que te define en última instancia. Por suerte, yo he encontrado un lugar en el Atlético de Madrid, un equipo hecho a mi medida, virilmente orgulloso de su tradición de perdedor.

No quiero decir con eso que no hayan tratado de quebrar mis convicciones. Como Cristo en el desierto, he sufrido tentaciones, algunas de ellas difíciles de resistir. Coincidiendo con el mundial del 2002, tuve una pareja brasileña. Veía los partidos con una camiseta verdeamarela y, lo peor de todo, ganaba constante, imparablemente. Cada día era una nueva celebración, cada triunfo un abandono de mi ser. Me sentí mal. Algo dentro de mí sabía que ése no era yo. Mi relación de pareja no sobrevivió mucho tiempo a ese mundial devastador.

Por eso, en este mundial, mis favoritos son Angola, Arabia Saudí, Costa Rica, Togo y Túnez. No sólo porque son los equipos con que me identifico plenamente, sino sobre todo, porque con ellos estoy seguro de que me ahorraré el aburrimiento de seguir el mundial entero, viendo a esos equipos sin sentido estético ganando y ganando todo el tiempo, ofreciendo el lamentable espectáculo de lo predecible. 

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12 de junio de 2006
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CENA CON LOS NOBEL

Estuve cenando, en Estocolmo, en el mismo salón donde se ofrece la cena de gala a los premios Nobel. Una pasada. Por allí, efectivamente, había marcado su paso Albert Einstein y Thomas Mann, la madre Teresa, Madame Curie, Fleming o Hemingway. Trataba de hacerme cargo de la importancia del espacio y me resultaba tan infantilmente fácil o fácilmente infantil que terminé por agotarme.

Los lugares sagrados son naturalmente estomagantes a pesar de que algo sagrado, aunque no espectacular, debamos elegir para que el corazón posea un gemelo dorado y una bruñida orientación de amor.

Los comensales de aquel acto no contábamos con posibilidad alguna de ser elegidos alguna vez para el premio Nobel y esto, incuestionablemente, nos violentaba. Nos  otorgaba un carácter de gentes demasiado comunes o también, como era el caso, de dóciles corifeos. Las personalidades se harían sagradas y continuarían siéndolo merced a nuestra adoración. Pero ¿eran merecedoras del premio a causa de nuestra merced? El glorificado no alcanzará nunca a saber si son sus admiradores quienes le deben el honor o debe su honor a los admiradores. En el intercambio, efectivamente, todos salen ganando. El elegido se alza como figura excepcional y quienes lo izan se sienten dignificados por la condición extraordinaria que han proclamado en aquel y que desde su altura les baña.

No nos hallábamos sin embargo satisfechos. Puesto que nos habían dejado penetrar en el recinto debíamos sentirnos agradecidos. Más que eso: puesto que se nos dejaba compartir una atmósfera reservada para el personaje histórico ¿qué podríamos ofrecer de valor a cambio si no fuera nuestra propia muerte? Lo aproximadamente más histórico que poseemos, el único remedo del paso a la posteridad en su primera fase.   

No resultaba por tanto tan sencillo acoplarse a la grandeza de esa sala en el Ayuntamiento de Estocolmo y pasmarse sin más, sin desasosiego, ante sus cuatro y altísimas paredes de ladrillo labrado. Por si faltaba poco, un escenario de pacotilla camuflado en un ángulo bajo la gran escalera, fue ocupado, a golpe de dos grandes bafles y focos, con la intervención de una popular cantante española de pelos rizados y tizones, más un pálido grupo sueco que imitaba a Abba. ¿Se trataba en efecto de un lugar sagrado aquel salón? Lo sagrado no se puede tocar; sin embargo, el grupo tocó sin reparo las músicas más destructivas del gusto y no digamos de la inteligencia. ¿De esa manera profanaban el espacio? Parecía que fuera así pero con el paso de los minutos nada podía creerse con firmeza. Apenas quedan, dentro de este mundo, espacios sagrados fijos. Prácticamente la totalidad de los elementos de que vivimos, gozamos o provenimos en el mundo occidental han ido volviéndose portátiles, circunstanciales, removibles.

Los sagrados campos de fútbol sirven para polvorientos mítines electorales y las delicadas iglesias para discotecas. Lo sagrado, siempre presente, ha cambiado su capacidad de sedimentación por la de circulación. Los Nobeles podrían contemplar el templo en donde habrían recibido su consagración destinado a recaudar unas miles de coronas en una fiesta de paso. ¿Seguirán creyendo en su magnificencia fundamental? ¿Creerán en su misma excelencia tan compartida y escarbada?

Los años han creado tal número de Nobeles que se hacen largos de enumerar, tediosos para ser exaltados sucesivamente, acumulativos como géneros a granel hasta el extremo de que su salón ha ido convirtiéndose en un contenedor donde puede caber de todo. Desde la boda hasta el discurso del concejal, desde la orgía a la sentencia de muerte. A pesar de ello, si el espacio funcional se presta al  soborno, su naturaleza estructural se resiste con cinismo superior. Pasear la mirada por sus muros, desfilar por sus escalinatas, tratar de entender la historia de su mixtura y apreciar la mimosa enseñanza de sus luces, empujaba a concluir que la arquitectura es mucho más que sus moradores  y sus arquitectos. La arquitectura nace, se yergue y palpita con una existencia que al lograr persistir respira por sí sola, no importa la mascarada  a que se la someta. La misma fama de los Nobel pregonada sin cesar por los promotores del acto trataba de ahogar su identidad mientras su identidad más unívoca renacía en paralelo, liberada de la estabulación. Liberada también olímpicamente de todos nosotros que entramos, cenamos y salimos de allí de madrugada, somnolientos, más tristes que alegres, más decepcionados de nosotros y de los Nobel que cuando todo lo veíamos en la televisión.

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12 de junio de 2006
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Viejos amigos

Observar cómo cambiamos unos y otros es un entretenimiento rejuvenecedor, si uno sabe prestar atención. Muy similar a ver cambiar el paisaje con el paso de las estaciones. Metáfora eterna, por lo verdadera. Como que el sol es el astro rey: no hay nada más alto.

Esa infancia de la que sólo quedan recuerdos casi siempre falsos, porque la memoria vive de relatos y uno aprende a relatar justamente al abandonar la infancia. Esa juventud, la peor y más aburrida de las estaciones, a todas horas pendientes de los demás, sujetos al capricho de los detestables “mayores”, esclavos de nuestro cuerpo y de la voluntad ajena.

En la madurez, en cambio, nos ponemos gordos y gordas, según el decir del lendakari, lo que es indicio de placidez y estancamiento: hay que estar al acecho, o limpias las cañerías o mueres con un breve y lamentable estallido, como el de un petardo mojado.

¡Vejez, ansiado tesoro! ¡Hora magnífica en la que los supervivientes miran a su alrededor con gozosa impertinencia! ¡Cuando por fin todo es posible! ¡Cuando nadie va a hacerte el menor caso! ¡Cuando sobras en todas partes! ¡Momento de libertad extrema!

Siempre me ha extrañado que no haya más delincuentes de la tercera edad, aunque quizás estoy anunciando el futuro, cuando quiebre el Estado del Bienestar, porque a partir de los setenta es muy raro que un juez condene a nadie a más de tres años de trullo, que no se cumplen, como es natural.

La vejez es lírica y archiloca. Algunos de los mejores poemas han sido escritos por octogenarios supervivientes. Lo mejor de Yeats, por ejemplo, lo escribió tras una intervención quirúrgica de ligadura de trompas que él creyó le devolvía la virilidad perdida. Magníficos poemas y magno ridículo el del anciano persiguiendo a la criada, a la enfermera, a su propia señora (huyó despavorida) e incluso a la asistenta social.

Indescriptible última etapa de Tiziano, próximo a los noventa años y manejándose en la tela como Delacroix: el viejísimo veneciano volaba sobre nubes de pinceladas vibrátiles. Nadie quería sus cuadros, decían que le temblaba la mano... ¡Como si el arte dependiera de un tembleque!

Un asistente a la toma de posesión de Paco Brines, en la Real Academia, me contó la presencia, entre el público, de un viejo amigo poeta, desmadejado, retorcido, empujando incansablemente sus gafas negras por el puente con un índice agresivo, riendo a sonoras carcajadas amargas como el vino que bebe y gritando cada vez que se le mencionaba el nombre de algún viejo conocido:

“¿Ese? ¡Un facha! ¡Un jodido fascista! ¡Un franquista de mierda!”.

Al parecer no quedó nadie con vida.  Nos fusiló sin que le temblara la mano. Mano purísima de funcionario del franquismo. Todos habíamos cambiado a peor excepto él, temible viejo joven, puer senex, superviviente del siglo pasado, ¡qué digo!, de hace dos siglos, bohemio del Madrid de Mesonero Romanos.

Eso sí, aspira a ser académico. No está muy bien pagado, pero te da un empaque. Y publicas en ABC. ¡Maravillosa vejez! ¡Vejez tontiloca y cupletera!

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12 de junio de 2006
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SUSANA SOCA

Exposición en la Maison de l'Amerique Latine; Boulevard St Germain. Una pequeña muestra (diecinueve fotografías colgadas en las paredes y cuatro vitrinas) pero una muestra preciosa. Hay libros, revistas con papel quemado y cartas para reconstruir la figura de Susana Soca, uruguaya, poeta y editora de una revista de literatura.

Las fotografías son de Gisèle Freund y pintan una galaxia (el título de la exposición habla de una constelación) de figuras de primer orden: Paul Eluard, Silvina Ocampo, Pierre Drieu La Rochelle, Henri Michaux, Roger Caillois, Rafael Alberti, Pablo Neruda, Jean Cocteau. Entre ellos, Susana Soca, que no es famosa en Francia, es un ser extraño. Muestra labios y uñas del mismo rojo con algo de cansancio tremendo en su foto-retrato (“vulnerable y a la vez inaccesible”, escribe Roger Caillois). Tremendas joyas (una esmeralda como el huevo de un pijón) en la fotografía de sus manos.

Susana Soca era la hija muy adinerada de un médico uruguayo que visitaba Francia a menudo entre las dos primeras guerras mundiales. Su vida fue un proselitismo para la poesía. Tenía un sexto sentido para ubicar versos que aguantan el tiempo, la creación acertada. Hay huecos en su biografía. No se sabe muy bien cómo consiguió crear una dinámica parecida a la de Silvina Ocampo, agrupando artistas entre Europa y Argentina con su revista Sur. La revista de Susana Soca tuvo dos nombres: Cahiers de La Licorne, cuando se creó en París, y Entregas de La Licorne, en una vida posterior, en Montevideo. Una “licorne” es un unicornio. Fue Valentine Hugo quien sacó el dibujo de la tapa de la revista. Tres entregas en Francia, trece en Uruguay: la trayectoria del unicornio se detuvo con la muerte de Susana Soca en un accidente de avión que hacía el recorrido Montevideo-París.

Los sumarios de cada número muestran una sensibilidad aguda en el momento de elegir lo mejor. Hasta tal punto que, más allá de lo que se presenta, un misterio se crea poco a poco con lo que tenía que ser un homenaje: ¿quién era esta mujer? Unas frases de Roger Caillois (el gran importador de la literatura hispanoamericana en la casa editorial Gallimard) muestran su asombro frente a la boda nunca realizada entre el poeta francés Henri Michaux y Soca. ¿Cómo puede ser que aquella mujer se encuentre con el escritor Pierre Drieu La Rochelle y el pintor Nicolas de Staël antes de sus respectivos suicidios y viaje a Moscú para un encuentro frustrado con Boris Pasternak poco antes de la entrega tan polémica de su Premio Nobel de Literatura? Ubicarse siempre en el lugar decisivo no puede ser pura casualidad.

Borges dedicó un poema a Susana Soca en El hacedor. El título es Susana Soca y la descripción de ella finaliza con una sola palabra: fuego. Es una evocación de su muerte en el accidente de avión pero, creo, también de un anhelo casi enfermo en la búsqueda de los poetas que, nos explicó Rimbaud, roban el fuego.

SUSANA SOCA
Con lento amor miraba los dispersos
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
hilaron su destino delicado,
hecho a discriminar y ejercitado
en la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
laberinto, atisbaba desde afuera
las formas, el tumulto y la carrera,
como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
la abandonaron a ese tigre, el Fuego.

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9 de junio de 2006
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La última tentación de Scorsese

Voy a cometer un sacrilegio.

Estaba husmeando en el site de Harry Knowles, Ain’t It Cool News, como hago al menos un par de veces por semana en busca de información sobre la clase de películas que más disfruto. (Fantasía, acción, ciencia ficción: ¡lo anti-Cannes!) Y encontré un par de comentarios sobre la nueva película de Martin Scorsese, The Departed. Es verdad que no se los puede tomar muy en serio, dado que han sido sugeridos por la visión de una película que aún no está terminada: se trata de esas exhibiciones a modo de test o work in progress a que los norteamericanos son tan afectos. Pero de todas formas los comentarios no eran alentadores, lo cual trajo a mi mente una pregunta que me ronda desde hace tiempo: ¿será que Scorsese está acabado, como sugieren sus últimas películas?

Antes de que se desgarren las vestiduras, déjenme decir que Scorsese fue uno de mis directores predilectos durante décadas. A lo largo de mi carrera he entrevistado a mucha gente talentosa, pero Scorsese es el único con quien me saqué una foto. (Está muy buena, sobre todo porque parezco altísimo a su lado.) Películas como Taxi Driver y El toro salvaje forman parte de mi lista de favoritas de todos los tiempos. Cuando quedó claro que no estrenarían en la Argentina La última tentación de Cristo, me tomé un barco y fui a verla a Montevideo. Terminé de leer la novela original de Nikos Kazantzakis durante el viaje. La excursión valió la pena. En la puerta del cine todavía estaban las manchas rojas que había dejado la pintura arrojada por un ortodoxo enfurecido.

Pero desde Goodfellas, que quizás sea su última gran película, tengo la persistente sensación de que Scorsese perdió el rumbo. Es verdad que en todas sus obras subsecuentes hay grandes momentos, desde Cape Fear hasta Gangs of New York. (Mi subconsciente me traiciona, acabo de dejar a The Aviator fuera de la lista. Es una película tan inconsistente, que la vi tan sólo para olvidarla inmediatamente.) Pero se trata de secuencias aisladas, o de placeres marginales dentro de las películas: la reutilización de la música de Bernard Hermann en Cape Fear, la actuación de Daniel Day-Lewis en Gangs –devorándose a Di Caprio y escupiendo sus huesitos. Como relatos completos, ninguna de las películas posteriores a Goodfellas me convenció de verdad.

Es verdad que sigue siendo un maestro de la narrativa. No hace falta que yo diga que Scorsese es un apasionado del cine hasta la locura, puesto que su pasión es vox populi, aunque puedo agregar mi perlita personal: cuando lo entrevisté en Venecia, en ocasión de la exhibición de La edad de la inocencia, me preguntó de qué país venía. Respondí que era argentino y le brillaron los ojos al decir: “Uh, justo antes de venir estuve viendo La casa del ángel”. ¡Scorsese es tan enfermo del cine, que hasta es experto en las películas de Leopoldo Torre Nilsson!

Lo que quiero decir es que su maestría en el arte de narrar se ha visto deslucida, creo, desde que dejó de tener claro qué quería contar. Alguna vez comenté en voz alta que sus mejores películas eran las que tenían guión de Paul Schrader, y Marcelo Piñeyro me tiró por la cabeza Goodfellas, La edad de la inocencia, Casino… Ninguno de los dos está del todo equivocado. (En el fondo se trataba de una discusión gremial: yo defendía al guionista y Piñeyro al director.) Esas películas de las que hablaba Marcelo están buenas de verdad, pero a la vez evidencian el paulatino ausentarse de Scorsese del centro de sus propios relatos. Henry Hill, el personaje central de Goodfellas, representa la última vez que el corazón de Scorsese ha estado junto a su protagonista. A partir de La edad de la inocencia se convirtió cada vez más en un observador distante y desapasionado, lo cual es grave, dado que Scorsese nunca fue un narrador particularmente emocional. Desde entonces me quedo afuera de todas sus películas, aún las que narran pasiones exorbitantes como las que informan Gangs of New York.

Me temo que The Departed, que es remake de una película de género policial llamada Infernal Affairs, no marcará precisamente el regreso del mejor Scorsese. (A lo sumo significará el regreso del mejor Tarantino.) Ojalá no terminen haciendo lo de siempre, y dándole el Oscar que tanto tiempo le han negado injustamente para celebrar una de sus películas menores.

Está claro que Scorsese ya entró en la historia, y que no necesita hacer más nada de lo que ya hizo para asegurarse la gloria. Pero ocurre que lo extraño, en este mundo que se ha vuelto tan amarrete en materia de cineastas geniales.

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9 de junio de 2006
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El muerto

El panteón de Xoco, en el distrito mexiquense de Coyoacán, ocupa 25 mil metros cuadrados repartidos entre 6 mil sepulcros. El 1 de noviembre, fiesta de todos los santos, el panteón se llena de familiares armados con baldes y trapos que vienen a limpiar y arreglar las tumbas de sus seres queridos. Pero durante todo el año, los ocupantes del cementerio ostentan rosas, tulipanes y cempoazúchitl, como para alegrarse un poco la muerte.

-¿Vienes todos los días?
-No, sólo cuando tengo ganas de conversar con Miguel.

La mujer con que hablo es una morena muy guapa de unos cuarenta años. Su esposo Miguel está enterrado cerca de una de las esquinas del cementerio, en una pulcra tumba decorada con claveles que ella visita con suficiente frecuencia para mantenerlos frescos. El epitafio dice “Algo de ti se queda con nosotros”.

-¿Todos tus parientes están enterrados aquí?
-No, pero mejor. Así puedo visitar varios cementerios.
-Como paseo de fin de semana es un poco raro ¿no?
-No. En esta ciudad, los únicos lugares tranquilos son los panteones.

Dora –así se llama la mujer- disfruta paseando entre los mausoleos. Yo no me había fijado pero son como casas, incluyen hasta artículos de uso diario: uno tiene una grabadora y los discos favoritos de su dueño, en una vitrina cerrada para que nadie los robe. Otro tiene una botella de tequila refinado. En otro, que por lo visto era muy futbolero, hay una pelota esculpida en mármol. También los epitafios resumen la vida de los muertos. En la lápida de un niño se lee la siguiente inscripción: “faltaba alegría en el cielo y se llevó la nuestra”.

-¿Y qué te dice Miguel cuando hablas con él?
-Pus que me anime. Es que siempre le cuento lo que va mal: que si mi jefe no me deja en paz, que si no llego a fin de mes…
-¿Y no tienen conversaciones más animadas?
-Pus no. Es que está muerto.
-Ya.

Aunque este cementerio sea católico, las 14 mil personas que lo visitan el día de muertos perpetúan una tradición pagana precolombina. A principios de noviembre terminaba la escasez y comenzaba la temporada de la cosecha. Entonces, el espíritu se encaminaba por el sendero de los dioses. Uno de esos dioses era Mictlantecuhtli, “señor de la región de los muertos”, cuyo reino, para los ancestros de los mexicanos, no constituía el fin de la vida, sino su complemento necesario para alcanzar la trascendencia. A esa región oscura se dedicaban y aún se dedican altares con sal, vino y alimentos, espejos para purificar el alma del muerto, agua bendita para saciar su sed, calaveras de azúcar, caricaturas de la muerte. El advenimiento del catolicismo no detuvo esa cultura de la muerte, apenas le puso un vestido nuevo.

-¿Y cómo murió Miguel?
-En un accidente de tráfico. La camioneta se volcó y se salió del camino.

Dora pasa un trapo húmedo por la lápida. Sus mejillas también están húmedas. Miro para otro lado. Supongo que quiere un poco de intimidad. Ni siquiera vuelvo a verla cuando le pregunto:

-¿Y dónde estabas tú cuando murió?
-Yo conducía la camioneta.
-Debe haber sido muy duro ver morir a tu esposo. Lo siento.

Dora no responde. Me vuelvo hacia la tumba pero ahí ya no hay nadie. Ni rastro del trapo, ni de las flores. Sólo el epitafio: “Algo de ti se queda con nosotros”.

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9 de junio de 2006
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La impagable levadura de la elegancia

La visita a Helsinki fue tan breve que solo nos permitió admirar las obras de Alvar Aalto. O diciéndolo de otra manera, la visita a las obras de Alvar Aalto fue tan admirativa que el desembarco en Helsinki nos pareció muy corto. En España se cuentan por decenas los buenos arquitectos que tienen algo de Alvar Aalto (1898-1976) o han pretendido su contagio profesional. No un contagio atufante o virulento al modo que podría producir un Calatrava o un Gehry. El contagio de Aalto siempre confiere salud, afina el propio juicio estético y, si no hace cambiar aparatosamente las convicciones sustantivas, añade a la sustancia la impagable levadura de la elegancia.

Ojalá la mayor parte de los arquitectos que proyectan no ya para los ricos y famosos sino para los clientes de las VPO recibieran esta inspiración poética y meticulosa con que Aalto trata las formas y los materiales.

Como norma general parece establecido que los ricos disfrutan el privilegio de poseer cosas bellas y los más pobres las muy feas. La belleza se relaciona maquinalmente con lo caro y el adefesio con lo que es más barato. Por si hiciera falta refutar esta creencia, Aalto ofrece ejemplos de todos los órdenes, desde la escala de un apartamento a la de un vaso, desde una escalera a una butaca. Sillas con el diseño de Aalto se venden en Ikea y cada vez más. Ikea es sueca y Aalto finlandés, con lo que parecería un obvio contagio vecinal. Pero es más. Ikea ha arrasado en el mercado del mueble barato no solo por valer poco dinero sino por valer formalmente más.

Hay familias pobres que visten con elegancia y mujeres de pueblo que crean estilo en la región. Es más: actualmente las tendencias de la moda arrancan de los márgenes y como decía  el diseñador Alexander McQueen "es acaso cruel decirlo pero lo más atractivo en la actualidad se encuentra en la ropa de los proletarios". De los obreros de la construcción, de los camioneros, los estibadores y los clochards, sin contar con los presidiarios, los drogadictos de barrio o los mendigos, que han creado lo mas cool en casi todos los órdenes. Es cruel decirlo pero es ya lugar común.  Parece una indignidad aceptarlo pero induce a dudar de que el referente estético se encuentre tan solo en los altos ambientes multimillonarios. Este crucero donde me encuentro todavía en el Báltico es una grandilocuente parodia del gusto rico. Hecho a imagen y semejanza de lo que apreciaría, con otras condiciones materiales, el nuevo rico, y para remedar, en esta rasa fantasía lujosa de surcar los mares con balcón al mar, lo grotesco de la hermosura trufada en oros.

Alvar Aalto es su fino revés. El latón frente al metal precioso, la cerámica popular frente al lapislázuli o la malaquita. A primera vista todo parece fácil y hacedero, simple y consecuente con la idea de un sencillo profano que buscara sensata y honradamente satisfacer su necesidad de bienestar. Llevar a cabo ese diseño es, indudablemente, delicado. Pero ¿por qué las escuelas no difunden este conocimiento que a fin de cuentas no será de ningún modo más arduo que la electrónica o la física nuclear? Y más todavía: ¿por qué esta manera de procurar el gozo de relacionarse con el espacio y sus objetos no pasa a ser parte del estado general del bienestar? No es suficiente ofrecer viviendas baratas para los trabajadores. El objetivo realmente social sería dignificarlos mediante la procuración de hogares donde, a la fuerza, su cuerpo y su alma mejorarían fundamentalmente y desde ellos, como desde los márgenes de moda, se extendería una tendencia amplia y arrolladora sobre el nuevo sentido estético y moral de la ciudad.

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9 de junio de 2006
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¡Más mafiosos, es el arte!

En nuestros comentarios sobre el robo de obras de arte, especialmente sobre ladrones nazis y coleccionistas judíos, puede parecer que el asunto del latrocinio artístico sea sólo cuestión de gente patibularia. Alguien podría creer que los compradores de la mercancía robada son jefecillos de la guerra asiática, mafiosos rusos, falsos coroneles británicos en matanzas africanas, traficantes de opio afgano... Ni soñarlo.

En un comentario de Hugh Eakin publicado por el New York Review de mayo, aparece el cliente irreprochable, esa institución por encima de toda sospecha que es a donde va a parar la mercancía más valiosa. Dicho en plata: aparece un perista intocable.

El Princeton Museum of Art, el Boston Museum of Fine Arts, el Metropolitan Museum of Art, el J. Paul Getty Museum... todos ellos poseen piezas robadas, todos han sido descubiertos por las policías americana e italiana, todos están negociando con el gobierno de Roma la devolución de las más escandalosas.

Se trata de antigüedades griegas y etruscas desenterradas en excavaciones clandestinas por ladrones de tumbas de guante blanco, personajes que podrían aparecer en cualquier película de James Bond tomando un Martini en compañía de ricos armadores griegos o campeones de tenis en la terraza del Grassi.

Alguno de ellos, como el magnífico Giacomo Medici, multado en su última condena (diciembre de 2004) a pagar diez millones de euros por robar en yacimientos piratas, es tan sólo un eslabón en la cadena de directores de departamento museístico americano, subasteros de Londres, anticuarios suizos, arqueólogos italianos, jefes de la mafia siciliana, en fin, un espléndido personal de Maserati y Patek Philippe. Esta gente fue la que puso en el Met de Nueva York la crátera conocida como “Muerte de Sarpedón” (griega del siglo VI aJC), por la que el Museo pagó un millón de dólares de 1972 sabiendo que se trataba de una pieza robada. Treinta años más tarde, tiene que devolverla.

Hay una impagable fotografía de Giacomo Medici -cincuentón, sienes plateadas, sonrisa seductora, barriguita, un De Sica barato-, junto a la cratera del Met. No pudo resistirse. Tiene la vanidad del cazador de leones que posa junto a la fiera abatida, para la posteridad.

En la densa organización criminal figura también una pareja de millonarios, Barbara y Lawrence Fleischman, cuya colección de antigüedades donada al Getty como benévola cesión en 1996, era probablemente una falsa colección en la que se ocultaban las piezas robadas por encargo. Luego llegarían al Museo por vía benéfica.

De este asunto, lo que me parece más asombroso es que las instituciones culturales hayan adoptado métodos de millonario mafioso, de ricacho criminoide, con tal de aumentar sus colecciones.

Un comportamiento que pone de manifiesto la tremenda transformación de los fundamentos burgueses. Si los museos fueron en su origen centros educativos, hoy ya muchos de ellos sólo persiguen el enriquecimiento y la presencia mediática, exactamente como cualquier club de fútbol.

Ya lo sabíamos, pero no está mal tener ejemplos irrebatibles para cuando aparece (porque siempre aparece) un funcionario diciendo que no nos pongamos pesados, que todo son exageraciones.

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9 de junio de 2006
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Velocidades y lentitudes

Algunos de nuestros hábitos han cambiado aceleradamente. Desde que nos avisaban con gran alarma porque teníamos una conferencia telefónica (“¡Señorito, señorito! ¡Le llaman por el aparato desde Palma de Mallorca!”, gritaba inevitablemente una doncella en las comedias de Alfonso Paso), hasta el actual delirio de los móviles, la conversación incorpórea se ha transformado en muy pocos años.

Antes era frecuente ver retorcerse de dolor a los enfermos. Una imagen que casi ha desaparecido de los hospitales y las clínicas. Si algo hay que agradecer a las multinacionales farmacéuticas, posiblemente las empresas más desalmadas del mercado, es su aportación a la eliminación del dolor inútil.

En cambio otros apenas han cambiado. Son saurios paleolíticos que se arrastran por nuestros barrios como si no hubiera pasado un millón de años. Estoy pensando en un alegre e inmisericorde comentario de Vani sobre los Grandes Almacenes.

Contra la imagen que de sí mismos exhiben, ni son modernos, ni son imaginativos, ni son actuales, ni hacen otra cosa que repetir rutinariamente la fórmula que aplicaron en su nacimiento. Los Grandes Almacenes siguen exactamente igual que cuando se inauguraron en 1852, fecha de apertura de Le Bon Marché, el primero en su género.

Creado por Aristide Boucicaut (y señora) la historia de Le Bon Marché viene minuciosamente descrita en una novela de Zola, Au Bonheur des Dames. La novela es mala, como casi todo lo que escribió Zola. Mala quiere decir, escrita de cualquier manera, en un francés rasposo. Leerlo produce la impresión de las chirlas mal lavadas. Esa arenilla...

Sin embargo, la documentación es fenomenal y sigue siendo la mejor introducción a las prácticas mercantiles de los Grandes Almacenes. Porque no han cambiado ni un milímetro.

Ya entonces mostraban en los bajos del escaparate unas chucherías que llamaran la atención de los niños, para que, al detenerse, las señoras repararan en las lujosas mercancías situadas en altura. Ya entonces diseñaban el recorrido interno del almacén de manera que el curioso hubiera de pasar delante de una buena selección de productos tentadores antes de llegar al que estaba buscando.

Ya entonces vendían a precio ruinoso alguna mercancía muy buscada (la seda, en aquel tiempo), de manera que atrajera público a precios de dumping. Sabían que el cliente compraría otras cosas cuyo precio inflado compensaría las pérdidas. Ya entonces su mayor enemigo era el pequeño comerciante, cuyo envidioso desdén se traducía en posiciones políticas ultraconservadoras, explotadas por los políticos populistas.

Ya entonces el mayor gasto proporcional del almacén era la publicidad, con la que procuraba presentarse como el colmo de la vanguardia, de la sofisticación, de la elegancia, del deseo moderno, de estar a la última, y así sucesivamente.

Han pasado cien años y todo sigue igual. Deberíamos considerar la publicidad de El Corte Inglés más o menos como si fuera la del Museo del Prado, o la del Arzobispado de Valladolid.

Como los grandes saurios prehistóricos, los almacenes sólo han cambiado su tamaño. De ocupar una manzana, algunos malls de Canadá y los EE. UU. han pasado a ocupar una ciudad entera.

Aplíquese este juicio a otras dos antiguallas insustituibles: el sindicato y el partido político.

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8 de junio de 2006
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