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Velocidades y lentitudes

Algunos de nuestros hábitos han cambiado aceleradamente. Desde que nos avisaban con gran alarma porque teníamos una conferencia telefónica (“¡Señorito, señorito! ¡Le llaman por el aparato desde Palma de Mallorca!”, gritaba inevitablemente una doncella en las comedias de Alfonso Paso), hasta el actual delirio de los móviles, la conversación incorpórea se ha transformado en muy pocos años.

Antes era frecuente ver retorcerse de dolor a los enfermos. Una imagen que casi ha desaparecido de los hospitales y las clínicas. Si algo hay que agradecer a las multinacionales farmacéuticas, posiblemente las empresas más desalmadas del mercado, es su aportación a la eliminación del dolor inútil.

En cambio otros apenas han cambiado. Son saurios paleolíticos que se arrastran por nuestros barrios como si no hubiera pasado un millón de años. Estoy pensando en un alegre e inmisericorde comentario de Vani sobre los Grandes Almacenes.

Contra la imagen que de sí mismos exhiben, ni son modernos, ni son imaginativos, ni son actuales, ni hacen otra cosa que repetir rutinariamente la fórmula que aplicaron en su nacimiento. Los Grandes Almacenes siguen exactamente igual que cuando se inauguraron en 1852, fecha de apertura de Le Bon Marché, el primero en su género.

Creado por Aristide Boucicaut (y señora) la historia de Le Bon Marché viene minuciosamente descrita en una novela de Zola, Au Bonheur des Dames. La novela es mala, como casi todo lo que escribió Zola. Mala quiere decir, escrita de cualquier manera, en un francés rasposo. Leerlo produce la impresión de las chirlas mal lavadas. Esa arenilla...

Sin embargo, la documentación es fenomenal y sigue siendo la mejor introducción a las prácticas mercantiles de los Grandes Almacenes. Porque no han cambiado ni un milímetro.

Ya entonces mostraban en los bajos del escaparate unas chucherías que llamaran la atención de los niños, para que, al detenerse, las señoras repararan en las lujosas mercancías situadas en altura. Ya entonces diseñaban el recorrido interno del almacén de manera que el curioso hubiera de pasar delante de una buena selección de productos tentadores antes de llegar al que estaba buscando.

Ya entonces vendían a precio ruinoso alguna mercancía muy buscada (la seda, en aquel tiempo), de manera que atrajera público a precios de dumping. Sabían que el cliente compraría otras cosas cuyo precio inflado compensaría las pérdidas. Ya entonces su mayor enemigo era el pequeño comerciante, cuyo envidioso desdén se traducía en posiciones políticas ultraconservadoras, explotadas por los políticos populistas.

Ya entonces el mayor gasto proporcional del almacén era la publicidad, con la que procuraba presentarse como el colmo de la vanguardia, de la sofisticación, de la elegancia, del deseo moderno, de estar a la última, y así sucesivamente.

Han pasado cien años y todo sigue igual. Deberíamos considerar la publicidad de El Corte Inglés más o menos como si fuera la del Museo del Prado, o la del Arzobispado de Valladolid.

Como los grandes saurios prehistóricos, los almacenes sólo han cambiado su tamaño. De ocupar una manzana, algunos malls de Canadá y los EE. UU. han pasado a ocupar una ciudad entera.

Aplíquese este juicio a otras dos antiguallas insustituibles: el sindicato y el partido político.

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8 de junio de 2006
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EL TIEMPO, EL AGUA, EL SILENCIO

Si es cierto que la edad no proporciona enseñanzas decisivas puesto que llegan a destiempo, sí contribuye con su mismo desarrollo a comprender el íntimo efecto del tiempo o del silencio. El tiempo y el silencio forman los dos grandes legados de la edad y se confunden en uno solo tras descubrir, pasado el tiempo, que la sustancia de ambos es la espera.

Con el silencio nos procuramos una holgura adicional que propicia la higiene y salud de las peores tesituras. El silencio actúa allí como una holganza sobre el accidentado artefacto del tiempo y como una efectiva ampliación del calibre por el que sobrevienen las cargas más gruesas o conflictivas. El silencio que introduce un hiato, la espera que detiene la prisa, crean un vestíbulo, siendo este -inversamente- el ámbito del silencio y de la espera. Gracias a ese nuevo zaguán los efectos más vivos se demoran, reducen su velocidad y definitivamente se vuelven más holgazanes. Esta holgazanería, como los reposos en las convalecencias, contribuye a la paz y a la cura.

El tiempo tiende a destruir, a matar sin tregua y a transformar la materia en memoria pura.
No es posible detener el tiempo cronológico pero sí volverlo arborescente, entretenerlo, amortiguar su violencia mediante el intermedio del vestíbulo o la espera.

La espera es el silencio. O, al revés: el silencio inaugura un hecho puro donde la realidad se asombra y, por un momento, al vacilar, no prosigue su impulso trazado. No mantiene su impulso motorizado por el tiempo que se acelera tanto más cuanto más se le atiende y tanto menos cuando la tensión se transforma en lasitud, la impaciencia en espera.

Los budistas hablan del tiempo como del agua, y al revés. El agua se abre paso entre los escollos y las presas gracias a una potencia muy muda. Silenciosa.

Mediante el poder del silencio el agua se filtra, desgasta el obstáculo, lo sortea. Siempre triunfa el profundo silencio del agua para dejar al cabo cada elemento en su valor preciso. El agua pulsa y certifica la resistencia de los materiales, descubre las fisuras invisibles, muestra al fin la auténtica naturaleza de la materia, su estructura fundamental, su calavera. El agua conduce a la muerte como lo hace paralelamente el tiempo. Y el tiempo, como el agua, se despliegan indefectiblemente gracias a la extrema potencia del silencio. El silencio o el tiempo son la base de la muerte o la persistencia, y gracias a conocer esta clave podemos aspirar a tratar con ellos. El silencio dispone la posición de cada cual como el agua la posición de la geofísica. Igualmente la acción perezosa del tiempo, sin ser acuciado, sin ser juzgado, conduce a la reordenación del mundo, al orden estructural de la materia.

Existe, en la experiencia de la edad, la edad del tiempo. Nosotros y él nos unimos al cabo como el agua se une al agua al finalizar su laberinto. En ese momento y coincidiendo con su mezcla completa, la disolución absoluta, reina dichosamente el silencio.

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8 de junio de 2006
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Tiempo de visionarios

Más allá de las esporádicas películas de autores con una voz personal, el cine argentino suele encolumnarse detrás de dos tendencias: los films comerciales (animación infantil, comedias crasas) y los films que se presumen artísticos, que por cierto se acomodan siempre al dictado de la División Internacional del Trabajo Cinematográfico, esto es, la clase de películas que los programadores de los festivales del mundo consideran que deberíamos hacer siendo latinoamericanos. (Por eso hay tantas películas sobre pobreza extrema, o sobre adolescentes anómicos y aburridos, lo cual es casi lo mismo a decir que por eso hay tantas películas extremadamente pobres, anómicas y aburridas).

Yo creo que entre las comedias groseras y la Consagración de la Nada existe un universo de posibilidades creativas. Por ejemplo, el de reclamar la atención del público masivo recurriendo a los géneros que la gente privilegia: policial, comedia romántica, suspenso, fantástico, terror… Lo cual supone, en la modesta pedida de nuestros presupuestos, el intento de disputarle una porcioncita del mercado a su dueño casi monopólico, esto es las distribuidoras de origen norteamericano. (Como ven, la decisión sería política además de artística.) Hace algunas décadas, coincidentemente en el momento en que Argentina logró construir algo parecido a una industria cinematográfica, el país ofrecía con regularidad comedias de teléfono blanco y policiales de buen nivel. No hace tanto aún que Adolfo Aristarain nos asombraba con sus propios policiales, que lejos de ser un mero ejercicio de género decían mucho sobre la Argentina del momento: verdaderos peliculones, como Tiempo de revancha y Últimos días de la víctima.

En este sentido Tiempo de valientes, la película de Damián Szifrón, hace honor a su nombre: es un gesto de coraje el salir a disputar la cancha y el público cautivos de las majors americanas. Con un presupuesto infinitamente menor al de Arma mortal (que creo que en España fue Arma letal), Szifrón compensa el desbalance con gracia e ingenio. Tiempo de valientes es una comedia policial, lo que suele llamarse buddy movie: una historia centrada en la improbable asociación de dos personajes muy diferentes, en este caso un policía deprimido por la traición de su mujer (Luis Luque) y un psicoanalista (Diego Peretti) condenado a trabajo de probation por un accidente de tránsito. Es una película bien hecha, que narra con la fluidez que a tantos cineastas hispanoamericanos parece resultarles esquiva. Obtuvo buena repercusión entre el público en su estreno en la Argentina, y me consta que ahora que la estrenaron en España, a la gente le gusta; me ha llegado más de un comentario agradecido.

Personalmente lamento que una vez establecidas las pequeñas idiosincrasias que le dan a la película su sabor peculiar –la corrupción como norma dentro de la institución policial, el psicoanalista enfrentado a su propia crisis-, Tiempo de valientes se quede pegada a la fórmula sin retorcerla nunca ni abrirle nuevas ventanas. Con el cambio de algunas líneas de diálogo podría ser filmada en inglés tal como está, con Robert De Niro como el policía y Billy Cristal como el psicoanalista –sólo que esa película ya ha sido hecha, y se llama Analízame. (Aquel que pretenda que entre el mafioso que interpretaba De Niro y el policía de Luque debería haber un abismo de diferencia, es porque no conoce a la policía argentina).

Tiempo de valientes es un paso en la dirección correcta, pero necesitamos ir mucho más lejos. Necesitamos reinventar los géneros desde nuestras propias obsesiones y realidades, utilizar la convención pero para nuestro propio beneficio; torcerle el brazo como Jacob al Ángel y decirle que no lo soltaremos hasta que no nos bendiga, porque hay millones de hispanoamericanos que sufren una sed de cine propio, personal, idiosincrático, que Hollywood nunca podrá paliar por más millones que invierta en sus artificiales hamburguesas cinematográficas.

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8 de junio de 2006
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POR QUÉ ME GUSTA MIRCEA CARTARESCU

Compré el libro por la fotografía en su tapa: una mujer, con la belleza remota de las actrices en las películas de los años treinta, acostada sobre una media luna. No conocía al autor, Mircea Cartarescu, pero noté que cada “a” de su apellido tenía una pequeña luna por encima. Así que adiviné que aquel autor era rumano, lo que no podía presumir por la problemática, honda como un océano, del título: Por qué nos gustan las mujeres (Editorial Funambulista, Madrid).

En Francia pasa algo extraño: un autor rumano importante es un autor que escribe en francés y toca temas relacionados con la esencia de la vida. Nos tocó recibir, en una época en que no se hablaba tanto de la inmigración, a tres rumanos, tres amigos, que han tenido un papel muy importante en la historia literaria de Francia: Eugène Ionesco (1909-1994), Mircea Eliade (1907-1986), Emile Cioran (1911-1995). El primero se inventó el teatro del absurdo, y puso en práctica su visión hasta ingresar en el lugar más absurdo del mundo, la Académie Française. El segundo fue profesor en la École pratique des hautes études y se estableció en el corazón de los estudios sobre el concepto de lo sagrado y la historia de las religiones; llegó a ser ineludible desde el momento en que el Islam recobró una fuerza expansionista. El tercero se especializó en la producción de aforismos (“la ventaja del aforismo, dijo en una explicación famosa, es que no hay que entregar prueba de lo que uno dice. Se tira un aforismo como se da una bofetada”).

En los títulos de los libros de Cioran las palabras más comunes son: amargura, caída, descomposición, desesperanza, vencido, crepúsculo. Es decir; del absurdo del primero, a lo sagrado del segundo y a lo negro que tiene la obra del tercero, Rumania no ha traído mucha ilusión a Francia. Cartarescu es todo lo contrario: habla de la vida como de una experiencia positiva, hasta agradable, y que tiene, de vez en cuando, algo que podemos entender. Claro, de vez en cuando Cartarescu escribe frases como “… mi vida ha sido, de hecho, una larga serie de crueldades, malentendidos, maldades cometidas por el gusto de la maldad, y estupideces cometidas por pura estupidez, como son, quizás, las vidas de muchos de nosotros”. Pero supongo que un rumano tiene que escribir de vez en cuando frases optimistas como esta. Por lo demás, el libro de Cartarescu es una maravilla de frescura y de sorpresas, sin pretensiones filosóficas, sin sumisión a una forma preestablecida, casi sin forma -“no es posible hacer nada para conseguir un estilo”, escribe.

Ha incluido en su libro textos escritos para la edición rumana de Elle, pero también textos inéditos. Son cuentos y meditaciones, memorias y mentiras entregadas desde el punto de vista de un hombre. “Soy un hombre como cualquier otro, reconoce el autor. El nivel de hormonas andrógenas en mi sangre es diez veces más alto que el de una mujer”. Así es el libro: la obra de un hombre que habla de las mujeres. No puedo escribir de sus mujeres o de las mujeres de su vida, ya que el texto llamado Por qué nos gustan las mujeres da cuarenta y cinco explicaciones, que se pueden resumir en una sola frase: porque las mujeres siempre se nos escapan, incluyendo a las esposas.

Utilizando recuerdos y pequeños objetos, frases recogidas y trozos de lecturas, Cartarescu construye un castillo de naipes que su lector toca con sumo cuidado, sabiendo que se trata de un milagro que se va a romper en cualquier momento. Hay de todo en su libro, hasta un texto perdido titulado “El gran Sincu”, que retrata a unos estudiantes rumanos que se dedican a la semiótica en la mejor época del estructuralismo. La manera en que el autor muestra el viaje sin llegada de este grupo de privilegiados, la crème de la crème, perdidos en el eje sintagmático/paradigmático, es un eco tan honesto y fiel a lo que vi en Francia, que yo sé por qué me gusta Mircea Cartarescu: habla de la vida tal como es.

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8 de junio de 2006
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LA TORTURA DE LA DESIGUALDAD

Lo que en España se llama los “mileuristas” ( jóvenes de los que se abusa laboralmente con salarios de 1.000 euros)  son en Rusia los “cieneuristas”. Con una cruel particularidad: los precios en la mayor parte de las grandes ciudades de Rusia no son extraordinariamente inferiores a la media española y, por si faltaba poco, Moscú es la segunda capital más cara del mundo. Y su nivel de precios no deja de crecer. ¿Que cómo se las arreglan los “cieneuristas” y los otros millones de rusos que ni siquiera llegan al  ciento? Simplemente, siendo pobres.

La pobreza masiva no constituye una novedad en Rusia, ni en la de los zares ni en la de los bolcheviques. La novedad reside ahora en lo que se conoce como los "nuevos rusos", grupos de multimillonarios inéditos que han conseguido su posición con robos a plena luz y en veloz complicidad con las antiguas estructuras del comunismo. ¿El comunismo? Lo mejor que tenía el comunismo real no era el disfrute real de las riquezas sino el goce fatal de la igualdad.

En todo momento, cuando se miden los niveles de felicidad en el mundo no es insólito que naciones tan misérrimas como Niger se encuentren ocupando los primeros puestos. La desdicha, el malestar, la depresión son más comunes en países capitalistas avanzados y neoliberales que en los que apenas viven con ocho o diez dólares diarios. El secreto reside en que echando la vista alrededor aquellos que tienen poco no advierten que otros se valen de ellos para tener mucho. La desigualdad es un pilar de la infelicidad. Y de la infelicidad a todos los niveles de estatus laboral y profesional.

En Estados Unidos, donde los habitantes  de las suburban city no tienen demasiada ocasión de contrastar sus grados de satisfacción doméstica y personal, unos a otros se miden por los bienes que poseen. La mayor frustración, en consecuencia, del ejecutivo que no cesa de conceder horas y más horas de trabajo a su empresa, y negarlas por tanto a tratar con su pareja y sus hijos, es comprobar que, pese a ello, el 4x4 del vecino es un X5 cuando sus ingresos no les han permitido pasar de un Chevrolet. Justamente esta frustración, repetida una y otra vez, está conduciendo a un creciente desapego productivo de los empleados  más valiosos. Es decir de aquellos más capaces de reflexionar de manera crítica y de imaginar otra clase de vida.

Llegar a la revelación de que la carrera por ganar más que el otro, sin importar cuánto se gane, aboca a perder la respiración y la ilusión. Por el contrario, la evidencia de que se posee lo suficiente o lo que socialmente se considera común, devuelve la salud o la calma. Tantos delitos en los países más adelantados económicamente se relaciona  con este factor de la desigualdad,  más todavía en las grandes ciudades, en escaparates tan fulgentes como ominosos al estilo del actual Moscú, donde mientras los "nuevos rusos" compran en las caras tiendas de Prada o se alojan en los mejores Kempisky del mundo, los antiguos rusos, herederos de los sujetos proletarios de la Revolución, necesitan abastecerse en los abigarrados mercadillos donde es incluso posible adquirir billetes del metro por la mitad de precio, gracias a las martingalas de los subfuncionarios.

¿Ser pobre? Nadie es más pobre, dicen los chinos, que quien no sigue el consejo de no aspirar a mucho. "En la vida -me decía un elegante acupuntor que ejerce en una esquina de Martínez Campos en Madrid- no hay que tener mucho ni poco, solo algo". Y ese "algo" efectivamente cura, apacigua y solaza si representa, respecto a su entorno, la dosis justa. La injusticia mata. La injusticia, la inequidad, la desigualdad son instrumentos de tortura.

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7 de junio de 2006
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Nunca mueren

El viernes 2 de junio moría acompañada por los suyos la cantante Rocío Jurado. Ya lo sé. Ya lo sé.

Lo que no sé es si hay otros países en donde las Grandes Madres ocupen tanto espacio público y se hinquen tan fuertemente en el corazón de las poblaciones. Tiendo a creer que sólo en algunos países árabes se da esta idolatría hacia mujeres fuertes y de tremendo carácter. Mujeres que vencen en un universo, no ya de hombres, sino de machos violentos.

Su hermano Amador dijo que había muerto tranquila, “atendida por su médico personal, Alejandro Domingo”. Dar el nombre del “médico personal” en estas circunstancias, es mayestático. Sólo las más altas figuras del Estado suelen mencionar a su médico por el nombre. Así fue durante la agonía de Franco y sus atribulados matasanos. Quizás por esta razón el Rey de España llamó al viudo para expresar sus condolencias. Inter pares.

Las Grandes Madres ocupan un lugar paralelo al de los sátrapas, por compensación sentimental. Ellos son machos agresivos, ellas son las Grandes Madres que protegen a la débil, frágil, delicada progenie. Anna Magnani había construido maravillosamente el personaje en Mamma Roma. Era la Roma de los años cincuenta, la de la miseria sureña, la de la inmigración, la del fin del fascismo y el comienzo del desarrollo inmobiliario desaforado. La Mafia, machos violentos, se estaba adueñando del país con la colaboración del ejército americano y la Democracia Cristiana.

Las Grandes Madres, adoradas por sus hijos más frágiles y vulnerables, son un clásico de las sociedades patriarcales. Por eso Almodóvar ha dicho de Rocío Jurado: “Las mujeres como ella no se mueren”. Un enunciado perfectamente irracional en el mismo día de la muerte, pero comprensible como aullido de dolor que escapa del pecho de un hijo abandonado. Ya nunca más estará ella para interponerse entre el hijo y el puño del padre que llega a casa borracho y ciego de resentimiento.

En Francia sólo hay un precedente semejante de exequias de Estado, las de Edith Piaf. Pero es el modelo contrario. La pobre mujer explotada por sus chulos. El ídolo de los inmigrantes árabes era, en cambio, Dalida, un modelo de Gran Madre típico de nuestras tierras, pero sin la fuerza de la autenticidad.

En el entierro estaban las otras Madres que aún viven: Sara Montiel, Paquita Rico, Massiel, son Madres Menores que no alcanzaron la altura de Rocío Jurado por falta de energía, potencia, fuerza, audacia y desmesura. Han sido prudentes. No han disputado su autoridad al macho, se han hecho amigas suyas.

Van muriendo las verdaderas, Lola Flores, la primera. Con ellas se muere lo que aún queda en España de siglo XIX.

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7 de junio de 2006
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El país de las cosas chiquitas

Uruguay es el país más civilizado de América Latina. Fue el primer estado laico, ha decidido por referéndum los temas álgidos como las privatizaciones o los juicios por abusos durante la dictadura, tiene el menor índice de delincuencia de la región. En fin, la gente se pone de acuerdo para hacer las cosas.

Basta salir a la calle para comprobar el proverbial temperamento apacible de los uruguayos. En Montevideo, aún circulan carros tirados por caballos. En Lima, el caballo no duraría ni veinte minutos sin ser robado. En México, ningún conductor se detendría ante un caballo: simplemente, decidiría que es un espejismo, que es imposible que eso esté ahí. En Madrid, le pondrían una multa al caballo.

Pero la mayor prueba de civilización es el volante que recibo en una esquina de la avenida 18 de julio. Es publicidad de un puticlub. Tiene dibujada una mujer desnuda con grandes pechos y la leyenda: “haremos realidad tus fantasías”. Pero debajo, en letra pequeña, dice: “prohibido arrojar este volante en la vía pública por disposición municipal 293084”. Como si dijera “entréguese a la pasión y a la promiscuidad, pero por favor no nos ensucie la calle”.

Por eso, creo que lo más representativo de Uruguay es la feria de Tristán Narvaja, un gran mercado de pulgas en el que uno puede encontrar, según una lista que encuentro en Internet, las siguientes cosas: “Libros viejos, juguetes de plástico, animales embalsamados, pelucas, armas, encajes, alimentos enlatados, fonógrafos, animales amaestrados, banderines, lechones, termos, sirenas, discos, revistas de cine, espejos, animales fabulosos, cuchillos y tenedores -algunas cucharas-, perros sueltos, pipas, billetes, postales, animales que se agitan como locos, pilas, madejas de lana, lentes, botellas, porcelanas, animales innumerables, bastones, platos, biblias, sombreros, animales dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, posters, rulemanes, diskettes, chorizos, regaderas, animales que acaban de romper un jarrón, carteras, sellos, botones, animales incluidos en esta clasificación, manteles de hule, fotografías fotocopiadas, flores, animales que de lejos parecen moscas. Y que de cerca, son moscas. Etcétera.”  La feria es como la misma Internet, pero material, de carne y hueso.

El domingo que el escritor Ale Ferreiro me lleva a la feria encuentro un enorme mueble-radio antiguo en que aún suenan discos de vinilo con boleros y mambos. Sobre un mantel de flores, el mismo vendedor ofrece un antiguo álbum de fotos familiar. El álbum perteneció a alguien que creció durante la primera mitad del siglo XX. Un hombre. Las fotos muestran su infancia y sus primeros amigos, pero luego lo vemos el día de su graduación. Más adelante, está su matrimonio. No se casa con su primera novia, al menos, no con la chica que llevó al baile de graduación. De todos modos, su esposa es linda, y sus pequeños, que llegan al álbum cuatro páginas después, son un par de robustos gemelos. Con el tiempo, el dueño del álbum pierde pelo pero prospera económicamente, y se compra un coche negro. También va con frecuencia al campo, aunque las imágenes urbanas aclaran que vive en Montevideo. En las últimas fotos parece a punto de ser abuelo. Los chicos ya no son tan chicos y se ve que quiere nietos. Pero su vida se interrumpe entonces, como empezó, sin sobresaltos, acompañada por los discos de viejos boleros.

La vida de este hombre, perdida entre cachivaches de toda índole, es como su país, el país de los cuentos de Benedetti y de una película como Whisky: un lugar sin las grandes tragedias ni dramas colectivos de sus vecinos, un rincón de pequeñas historias personales que se difuminan en el húmedo gris del cielo. Un país discreto con vista al río. Muchos uruguayos protestan por esta condición. Les parece que están condenados al aburrimiento. Recuerdan la definición de Fito Páez: “Montevideo es como Buenos Aires pero unplugged”. Quizá tengan razón, pero a mí no deja de parecerme que Montevideo es la única capital habitable de mi vasto continente.

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7 de junio de 2006
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Pobre diablo

Al fin (aunque, ¡ay!, con ligereza y demasiado brevemente) se le dedicó al Diablo algo de atención. El pobre anda de capa (¿de cola?) caída en estos tiempos. Llegada la fecha tan temida –escribo esto en el sexto día del sexto mes del sexto año de este nuevo siglo- todo con lo que contamos para recordarlo fue una película de Hollywood –y una remake, para peor: ¡ni siquiera le otorgaron la gracia de una idea original!

  Satán supo ser mucho más de lo que es hoy. En el Antiguo Testamento fue el Angel Caído, lo que es igual a decir el Angel del Disenso: tan sagaz y tan artero (un antecesor del Ulises que el resentido Dante condenaría a los Círculos del Infierno), que podía embarcar a Dios en una apuesta por el alma de Job y aun cuando pareciese que había perdido, ganar; puesto que para ganar Dios se mostraba cruel, injusto y a fin de cuentas indigno de su eminencia. En el Nuevo Testamento fue una piara de cerdos, pero también el Tentador. En Paradise Lost fue uno de los más grandes personajes de la literatura universal: darkness visible, la oscuridad visible a la que Milton dotó de la elocuencia de un Yago, o de un Macbeth. (El diablo se lo debe todo a Milton, dijo Shelley con perspicacia.) Y que en su esplendor, contrasta con la opaca figura del Cristo del mismo poema; Paradise Lost es el poema que Satán se merecía.

Con el tiempo llegó la banalización. Víctima de la cultura pop, que pretende representarlo todo y así convertirlo en un elemento más de su colección de figuritas, Satán se convirtió en una parodia de sí mismo. En la era de la triunfante tecnología del CD, ni siquiera nos queda el consuelo de escuchar sus mensajes en los discos de vinilo pasados en reversa. Sólo rescato al señor oscuro de Legend, la película de Ridley Scott, por su poderío físico y sexual; a la criatura de El bebé de Rosemary, que inquietaba precisamente por su desvalidez; y al demonio de El exorcista, por su gratuidad: Pazuzu no buscaba el mismo poder que buscan los ambiciosos de este mundo, sino aquel que se desprende de la corrupción de la inocencia. En este sentido, la tesis de El abogado del diablo –que Satán no puede hoy ser otra cosa que el líder de una empresa multinacional, capaz de avasallarlo todo porque tiene la capacidad de corromper a todos- tenía su gracia, pero la idea suena mejor que su concreción.

Quizás habría que decir, tratando de adivinar las condiciones del equilibrio ultraterreno, que Satán menguó porque menguó Dios. Pero la experiencia aquí en la Tierra nos enseña que cuando un poder colapsa, su rival crece: véase la preeminencia actual de los Estados Unidos, ocupando los espacios cedidos por la caída de la Unión Soviética. ¿No debería reinar Satán sin contrapeso, ahora que Dios parece haber capitulado, ahora que hasta Ratzinger se pregunta dónde estaba Dios durante Auschwitz? (Debería responderse: Dios estaba en el mismo lugar donde estaba la Iglesia jerárquica, esto es: mirando hacia otro lado, y en consecuencia desempeñando el papel de cómplice). Las promociones de la nueva versión de La profecía parecen subrayar esta victoria, al mostrar imágenes de nuestro mundo arrasado a diario por guerras mezquinas y catástrofes presuntamente naturales.

Pero son esas imágenes, a fin de cuenta, las que nos revelan el verdadero estado de las cosas: las escenas cotidianas de atentados, de soldados, de hambre, de pestes, de tsunamis, de la opulencia de algunos contrastada con la pobreza extrema de las mayorías. En este mundo nuestro, Satán ha menguado víctima de la excesiva competencia. Ya no brilla como antes porque hay demasiados hombres haciendo su trabajo; sin su elocuencia, sin su inspiración, pero con la ciega obstinación del oficial que tortura cumpliendo órdenes, del político que se cree inspirado por Dios, del empleado que evita preguntarse cómo se utilizará el detonador que ayuda a fabricar.

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7 de junio de 2006
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LA DERROTA DE CHÁVEZ

De la victoria de Alan García en la elección presidencial de Perú, lo más significativo es la derrota de Hugo Chávez. Fue derrotado a pesar de lo que dijo Pavel Rondón, el vicecanciller de Venezuela en declaraciones a la Radio Uno: “Chávez no fue derrotado, nosotros no participamos en la campaña". La verdad es que hasta ayer no sabía de la existencia del Señor Rondón. Pero, al contrario, sí sabía que el presidente venezolano había llamado al entonces candidato García “sinvergüenza”, “ladrón corrupto” y “bandido” para citar algunas de las palabras que utilizó en su no-participación en la campaña electoral de Perú.

En la noche de la victoria de Alan García, a pesar de los esfuerzos de Hugo Chávez, no fue éste sino el señor Rondón quien intentó dar la cara con una mentira mediocre. Es un episodio significativo. Confirma la naturaleza de Chávez. Pertenece a la clase de figuras políticas que no saben cómo tragar una derrota electoral. Prefieren ignorarla. Su perfil psico-político le emparenta con los caciques inalcanzables que encontramos en El otoño del patriarca, Yo el Supremo, Facundo, El señor Presidente, El recurso del método, La fiesta del Chivo, etc. Son hombres cuyo poder no es sometido al mero voto de la población de un país. En la derrota, Chávez, que tanto habla, se quedó silencioso, pues no tiene nada que decir cuando un hecho pone de manifiesto los límites de su poder.

Lo que ocurrió es grave para el chavismo, pues es un tropiezo en el cumplimento de la visión histórica de su líder: la recuperación de un sueño bolivariano de unidad transandina. Hay que entender esto: no importan los fallos de la revolución en Venezuela. El lunes 5 de junio, en la edición de suscripción por Internet de El Nacional de Caracas, leí una declaración de  Eustoquio Contreras, vicepresidente de la Comisión de Contraloría de la Asamblea Nacional: “el techo de esta revolución, decía, está roto debido a muchas cosas, entre ellas la corrupción y la inseguridad”. La verdad es que se pueden romper todas las goteras de la casa chavista y también el techo sin ningún problema. Pero un desmentido al presidente como soñador de la historia, esto sí es insoportable, y lo podemos comprobar en todas las novelas de dictador. El pueblo puede pasarlo mal, pero los sueños del caudillo son intocables.

Lo siento por Alan García, pero creo que en este momento clave para el continente no ganó la elección, fue Chávez quien la perdió. Hay algo milagroso en el retorno al poder del ex presidente peruano, un día antes de la condena por un tribunal de Asunción de otro ex presidente, paraguayo este, Luis González Macchi, a seis años de prisión por el desvío fraudulento a Estados Unidos de 16 millones de dólares de dos bancos quebrados durante su gestión. Así que todos los presidentes que salen del poder de manera vergonzosa no conocen el mismo destino.

Hoy recomiendo una visita a Machupicchu, una visita virtual, claro, a la capital del implacable poder de los incas, para pensar el tema a fondo: Alan García ha ganado en los sectores más urbanizados del país, donde la sombra de una alianza con La Paz, La Habana y Caracas ha dado mucho miedo; pero en el resto del país, en el Perú indígena y trágico de los Andes, salió segundo, detrás de su adversario que pintaba la imagen del nacionalista de mano dura. Hay que creer en las novelas: por el momento, la idiosincrasia del continente hace tanto caso al dictador como a la figura, moderna y todavía ajena, del líder demócrata.

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7 de junio de 2006
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Héroes anónimos

Me conmovió un artículo del dominical de Clarín, en que Graciela Mochkofsky recuerda a los argentinos que formaron parte de las Brigadas Internacionales que se enfrentaron al ejército franquista durante la Guerra Civil Española. Paradójicamente, Mochkofsky encontró el rastro de estos héroes anónimos en Rusia. Mientras esperaban salir de España, expulsados por un gobierno republicano que los sacrificó para congraciarse con un Franco en plena racha de victorias, los brigadistas llenaron unos formularios que les hicieron llegar las burocracias partidarias. Tras la caída de la República, esos papeles marcharon rumbo a Moscú, transportados por los combatientes soviéticos que había sobrevivido al desastre. Y así los documentos que registraban la existencia del grupo más numeroso de brigadistas latinoamericanos quedaron arrumbados en los depósitos del Instituto de Marxismo-Leninismo. Allí permanecieron hasta que la caída de la Unión Soviética transformó al Instituto en el Archivo Estatal Ruso de Historia Sociopolítica. Fue la presidenta de la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales, Ana Pérez, la que informó a Mochkofsky de la existencia de aquellos documentos. Y después de una larga negociación, de la intermediación del embajador español en Buenos Aires y de lo que Mochkofsky denomina “un difícil acuerdo monetario con la guardiana del archivo moscovita”, una copia de los viejos formularios llegó al fin a sus manos.

Dice Mochkofsky que los había comunistas, socialistas, anarquistas y simples simpatizantes de la República. Dice que el menor tenía 17 y el mayor 55; la mayoría rondaba los veinte años. Dice que había mecánicos electricistas como Francisco Comendador López, gente de clase media como el estudiante de abogacía Juan Gastón Gilly y hasta aristócratas como Carlos Kern Alemán, primo hermano de los economistas Juan y Roberto Alemann. Kern Alemán (que firmó así su ficha) era la oveja negra de la familia desde que, como estudiante de arquitectura en Berlín, se convirtió en líder de los estudiantes rojos que enfrentaron a Hitler. Para la mayor parte de los argentinos de hoy, las ovejas negras de la familia deberían ser los Alemann, que supieron colaborar de buen grado con la dictadura y con cuanto gobierno de origen democrático que profundizase las recetas económicas que sumieron a este país en la miseria.

Pelearon en Brunete, Belchite, Aragón, Mallorca, Madrid. Padecieron veinte grados bajo cero en Teruel, sufriendo una derrota agravada además por las ejecuciones disciplinarias ordenadas por jefes militares comunistas. Y el 21 de septiembre, en plena batalla del Ebro, recibieron la noticia de que el presidente republicano Juan Negrín había pactado su retirada con la Sociedad de las Naciones. El ánimo con que esperaban su exilio en Cataluña era unánime. Cuando los formularios les preguntaban cuál había sido la intención que los animó a unirse a la guerra, la mayoría decía: “Luchar contra el fascismo”. El pronto inicio de la Segunda Guerra Mundial demostró hasta qué punto habían hecho lo correcto, sin recibir el apoyo formal de las naciones que más temprano que tarde (aunque demasiado tarde para las víctimas del genocidio nazi) terminaron enfrentándose al fascismo. Jesús Castilla llegó a protestar por escrito en el viejo formulario, quejándose porque estaban “abandonando la lucha antes de tiempo”.

Lo que más me conmovió fue la razón íntima por la que Mochkofsky se embarcó en esa investigación. Quería saber más sobre su tío abuelo Benigno Mochkowsky, a quien su padre echó de casa a los quince por comunista. Benigno era el secreto de la familia Mochkofsky, que había decidido negarlo y que sólo lo mencionaba en voz baja con el seudónimo de Boris. El resultado de la investigación se convirtió en un libro: Tío Boris, un héroe olvidado de la Guerra Civil Española, que me prometí comprarme. Porque me gustan las historias de familia, porque los actos de entrega generosa escasean y porque creo, como Graciela Mochkofsky, que necesitamos rescatar a nuestros héroes. Aun cuando esto suponga negociar arduamente con una oscura empleada de Moscú.

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6 de junio de 2006
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