Marcelo Figueras
Al fin (aunque, ¡ay!, con ligereza y demasiado brevemente) se le dedicó al Diablo algo de atención. El pobre anda de capa (¿de cola?) caída en estos tiempos. Llegada la fecha tan temida –escribo esto en el sexto día del sexto mes del sexto año de este nuevo siglo- todo con lo que contamos para recordarlo fue una película de Hollywood –y una remake, para peor: ¡ni siquiera le otorgaron la gracia de una idea original!
Satán supo ser mucho más de lo que es hoy. En el Antiguo Testamento fue el Angel Caído, lo que es igual a decir el Angel del Disenso: tan sagaz y tan artero (un antecesor del Ulises que el resentido Dante condenaría a los Círculos del Infierno), que podía embarcar a Dios en una apuesta por el alma de Job y aun cuando pareciese que había perdido, ganar; puesto que para ganar Dios se mostraba cruel, injusto y a fin de cuentas indigno de su eminencia. En el Nuevo Testamento fue una piara de cerdos, pero también el Tentador. En Paradise Lost fue uno de los más grandes personajes de la literatura universal: darkness visible, la oscuridad visible a la que Milton dotó de la elocuencia de un Yago, o de un Macbeth. (El diablo se lo debe todo a Milton, dijo Shelley con perspicacia.) Y que en su esplendor, contrasta con la opaca figura del Cristo del mismo poema; Paradise Lost es el poema que Satán se merecía.
Con el tiempo llegó la banalización. Víctima de la cultura pop, que pretende representarlo todo y así convertirlo en un elemento más de su colección de figuritas, Satán se convirtió en una parodia de sí mismo. En la era de la triunfante tecnología del CD, ni siquiera nos queda el consuelo de escuchar sus mensajes en los discos de vinilo pasados en reversa. Sólo rescato al señor oscuro de Legend, la película de Ridley Scott, por su poderío físico y sexual; a la criatura de El bebé de Rosemary, que inquietaba precisamente por su desvalidez; y al demonio de El exorcista, por su gratuidad: Pazuzu no buscaba el mismo poder que buscan los ambiciosos de este mundo, sino aquel que se desprende de la corrupción de la inocencia. En este sentido, la tesis de El abogado del diablo –que Satán no puede hoy ser otra cosa que el líder de una empresa multinacional, capaz de avasallarlo todo porque tiene la capacidad de corromper a todos- tenía su gracia, pero la idea suena mejor que su concreción.
Quizás habría que decir, tratando de adivinar las condiciones del equilibrio ultraterreno, que Satán menguó porque menguó Dios. Pero la experiencia aquí en la Tierra nos enseña que cuando un poder colapsa, su rival crece: véase la preeminencia actual de los Estados Unidos, ocupando los espacios cedidos por la caída de la Unión Soviética. ¿No debería reinar Satán sin contrapeso, ahora que Dios parece haber capitulado, ahora que hasta Ratzinger se pregunta dónde estaba Dios durante Auschwitz? (Debería responderse: Dios estaba en el mismo lugar donde estaba la Iglesia jerárquica, esto es: mirando hacia otro lado, y en consecuencia desempeñando el papel de cómplice). Las promociones de la nueva versión de La profecía parecen subrayar esta victoria, al mostrar imágenes de nuestro mundo arrasado a diario por guerras mezquinas y catástrofes presuntamente naturales.
Pero son esas imágenes, a fin de cuenta, las que nos revelan el verdadero estado de las cosas: las escenas cotidianas de atentados, de soldados, de hambre, de pestes, de tsunamis, de la opulencia de algunos contrastada con la pobreza extrema de las mayorías. En este mundo nuestro, Satán ha menguado víctima de la excesiva competencia. Ya no brilla como antes porque hay demasiados hombres haciendo su trabajo; sin su elocuencia, sin su inspiración, pero con la ciega obstinación del oficial que tortura cumpliendo órdenes, del político que se cree inspirado por Dios, del empleado que evita preguntarse cómo se utilizará el detonador que ayuda a fabricar.