Vicente Verdú
Si es cierto que la edad no proporciona enseñanzas decisivas puesto que llegan a destiempo, sí contribuye con su mismo desarrollo a comprender el íntimo efecto del tiempo o del silencio. El tiempo y el silencio forman los dos grandes legados de la edad y se confunden en uno solo tras descubrir, pasado el tiempo, que la sustancia de ambos es la espera.
Con el silencio nos procuramos una holgura adicional que propicia la higiene y salud de las peores tesituras. El silencio actúa allí como una holganza sobre el accidentado artefacto del tiempo y como una efectiva ampliación del calibre por el que sobrevienen las cargas más gruesas o conflictivas. El silencio que introduce un hiato, la espera que detiene la prisa, crean un vestíbulo, siendo este -inversamente- el ámbito del silencio y de la espera. Gracias a ese nuevo zaguán los efectos más vivos se demoran, reducen su velocidad y definitivamente se vuelven más holgazanes. Esta holgazanería, como los reposos en las convalecencias, contribuye a la paz y a la cura.
El tiempo tiende a destruir, a matar sin tregua y a transformar la materia en memoria pura.
No es posible detener el tiempo cronológico pero sí volverlo arborescente, entretenerlo, amortiguar su violencia mediante el intermedio del vestíbulo o la espera.
La espera es el silencio. O, al revés: el silencio inaugura un hecho puro donde la realidad se asombra y, por un momento, al vacilar, no prosigue su impulso trazado. No mantiene su impulso motorizado por el tiempo que se acelera tanto más cuanto más se le atiende y tanto menos cuando la tensión se transforma en lasitud, la impaciencia en espera.
Los budistas hablan del tiempo como del agua, y al revés. El agua se abre paso entre los escollos y las presas gracias a una potencia muy muda. Silenciosa.
Mediante el poder del silencio el agua se filtra, desgasta el obstáculo, lo sortea. Siempre triunfa el profundo silencio del agua para dejar al cabo cada elemento en su valor preciso. El agua pulsa y certifica la resistencia de los materiales, descubre las fisuras invisibles, muestra al fin la auténtica naturaleza de la materia, su estructura fundamental, su calavera. El agua conduce a la muerte como lo hace paralelamente el tiempo. Y el tiempo, como el agua, se despliegan indefectiblemente gracias a la extrema potencia del silencio. El silencio o el tiempo son la base de la muerte o la persistencia, y gracias a conocer esta clave podemos aspirar a tratar con ellos. El silencio dispone la posición de cada cual como el agua la posición de la geofísica. Igualmente la acción perezosa del tiempo, sin ser acuciado, sin ser juzgado, conduce a la reordenación del mundo, al orden estructural de la materia.
Existe, en la experiencia de la edad, la edad del tiempo. Nosotros y él nos unimos al cabo como el agua se une al agua al finalizar su laberinto. En ese momento y coincidiendo con su mezcla completa, la disolución absoluta, reina dichosamente el silencio.